Argentina se hallaba en guerra
con el imperio del Brasil. El derecho de pertenencia del territorio actualmente
uruguayo había provocado el conflicto.
A raíz del bloqueo del puerto de Buenos Aires por la
escuadra imperial, el apostadero naval rionegrino se había transformado en el
seguro refugio de nuestros corsarios que atacaban valientemente el poderío
naval enemigo.
El botín de guerra, los negros esclavos arrancados a
los veleros que se dedicaban a tan infame tráfico, los prisioneros, todo era
desembarcado en Patagones, lo que dio origen a una activación inusitada en la
vida maragata de aquel entonces. La riqueza llego a la zona y la familias hasta
ese momento de vivir sencillo, aldeano, conocieron el lujo traducido en muebles
finísimos, porcelanas, tapices, pianos, sedas, encajes, en fin, todo un mundo de
“Las mil y una noches” que trastocó el clima apacible y monótono del último
pueblo de la tierra, como alguna vez se le llamó a Carmen de Patagones.
Brasil se sintió herido profundamente en sus intereses
por el éxito del ataque de los corsarios a su comercio marítimo y con el fin de
arrastrar batería y población del punto que había alcanzado a asumir tan
importante papel en la guerra, resolvió enviar una poderosa escuadra al Río
Negro.
El 28 de febrero de 1827 cuatro naves forzaron la
barra. Una de ellas varó y se hundió pocos días después. Desde la batería de la
boca se hostilizó a la fuerza invasora; pero sin resultado, dado la escasez de
municiones. En esta acción los criollos perdieron dos soldados de la infantería
negra del coronel Felipe Pereyra y un oficial corsario, el valiente Fiori, “a
quien su bravura condujo a una muerte gloriosa”.
Durante seis días los imperiales actuaron con demora y
desorientación, dando tiempo a Patagones a organizarse y a poner al fuerte en
estado de defensa.
El 6 de marzo, a las 21, los brasileños echaron a
tierra un grupo explorador a legua y media de la batería de la boca. Luego de
un reconocimiento de la zona, el citado grupo se repliega hacia la costa donde
permanecía embarcado el grueso de la expedición. Se supone que desde las 23,
aproximadamente, los brasileños realizan las tareas de desembarco de una
columna de infantería que tendrá por misión atacar el fuerte de Patagones.
Después de las dos de la madrugada del día 7, dicha columna de infantería
emprende la marcha en dirección al Carmen. Al principio mal conducida por su
baqueano, se pierde en el monte, mas luego, retomando buen camino, aparece el
Cerro de la Caballada al amanecer.
Carmen de Patagones esperaba a pie firme al invasor.
En el monte, el subteniente mendocino don Sebastian Olivera y sus ochenta
milicianos (chacareros, hacendados, artesanos y comerciantes, más los gauchos
del baqueano José Luis Molina); en el río, los corsarios Jaime Harris, Soulin y
Dautant y sus tripulaciones bajo las ordenes del Comandante Santiago Jorge
Bynon y en el fuerte las mujeres, los niños y los viejos junto a la infantería
negra del Coronel Pereyra, dispuestos todos a vender cara la vida y a defender
hasta a la última gota de sangre el honor de la nación.
COMBATE DEL 7 DE MARZO
Serían las 6:30 de la mañana cuando las armas
invasoras brillaron al sol sobre el cerro. Nuestros buques les asestaron sus
cañones y si bien sus tiros no hicieron blanco por la situación de la columna
brasileña sobre uno de los flancos del paraje, expresaron elocuentemente la
energía con que se había preparado la defensa.
Olivera, en tanto, realizaba desde su posición una
descarga de fusilería que dejaba agonizante, en el suelo pedregoso, al jefe de
la expedición imperial, Capitán Shepherd. La columna, agotada ya por la larga
marcha de la noche anterior y sedienta, viéndose sin jefe, sintió quebrada su
moral y comenzó a retroceder buscando su salvación en la costa del río; pero
Olivera, en formidable carga de caballería, la arrolló y quitándole el recurso
del agua al metió en el monte que, envuelto en llamas, era un verdadero
infierno.
El arrojado subteniente mendocino, a cuyas órdenes
peleaban el pueblo y los gauchos de Molina, se incorporaba ese día a los anales
del Ejercito Argentino como una clara figura de epopeya.
En tanto esto ocurría en tierra, el comandante Bynon,
viendo que la población no corría peligro ya, bajó sus naves en procura de la
escuadra imperial, asaltando y rindiendo dos de sus tres buques: el bergantín
Escudiera y la goleta Constancia.
Sólo la Itaparica, la esbelta corbeta, quedaba por
tomar; era el último reducto de los invasores, pues su tropa terrestre ya había
rendido sus armas al atardecer.
Bynon marinó con tropa republicana a los dos barcos apresados y los incorporó a los
cuatro vencedores: la Bella Flor (la capitana), del propio Bynon; la
Emperatriz, de Harris; la Chiquinha, de Soulin, y el Oriental Argentino, de
Dautant.
Con su escuadrilla así reforzada, el bravo marino
galés se dirigió hacia al Itaparica y le intimó rendición. El comandante
brasileño ordenó a sus hombres a responder a cañonazos; pero éstos no le
obedecieron y debió rendirse sin otra condición que la de ser tratado como
prisionero de guerra.
Tirados los ganchos y las escalas desde la Bella Flor,
el primero que salta a la Itaparica es Juan Bautista Thorne, un valiente marino
norteamericano, a quien correspondió también el honor de arriar el pabellón de
combate brasileño.
Eran las 22 horas. Los postreros resplandores del
incendio iluminaban el horizonte. Los cañones acallados, habían dejado un
extraño silencio en el río y en los cerros, silencio que se hacía más profundo
en el rítmico galopar de los cascos de un caballo. Era el mensajero de la
victoria, Marcelino Crespo, un muchacho d e17 años que, en pelo, iba llevando
al fuerte la noticia de la rendición de las tropas invasoras.
Hoy nos toca recordar los nombres de los gloriosos
protagonistas de aquella hazaña. Que ninguno quede sin nuestra veneración.
Los extranjeros Bynon, Harris, Soulin, Dautant, Thorne
y toda la oficialidad y tripulación de la escusdrilla corsaria y los bravos
negros y el oficial Fiori, cuya sangre regó el suelo patrio, y los criollos
Olivera, Pereyra, el alférez Melchor Gutiérrez y Molina y sus gauchos y los
pobladores de ambas bandas, cuyos apellidos Guerrero, ocampo, Murguiondo, Pita,
Araque, García, Cabrera, Guardiola, Crespo, Otero, Calvo, Ibañez, Pinta, Valer,
Rial, Maestre, León, Martínez, Miguel, Román, Vázquez, Herrero, Bartruille,
Alfaro, Alvarez, han servido para afirmar lo que puede un pueblo cuando se
levanta en armas en defensa de sus libertades y de la integridad del solar
nativo.
“Siete banderas se tomaron a los invasores en al
acción del 7 de marzo de 1827. El pueblo, henchido de entusiasmo y de
agradecimiento, depositó los trofeos bajo la custodia de la Patrona, Nuestra
señora del Carmen, dos de los cuales aún se conservan en la Iglesia Parroquial
de Patagones.
Cuenta la tradición que Ambrosio Mitre, uno de los defensores cuando la
invasión imperial, al día siguiente de ser depositadas las banderas en la
capilla del fuerte, llevó a su hijo Bartolomé y a los pies de las mismas le
hizo jurar eterno amor a la Patria.”
De no haber ganado el combate hoy en la Patagonia se hablaria en ingles
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