EL EMPERADOR DE ESTADOS
UNIDOS
El director del San Francisco Bulletin fue el
primero en enterarse. El menesteroso que le aguardaba, vestido con un uniforme
azul y oro de coronel, le dijo con la mayor naturalidad: «Soy el emperador de
los Estados Unidos.» La declaración divirtió al periodista, que aceptó publicar
la declaración de su visitante en primera página. Así se inició el fabuloso
reinado de Joshua Abraham Norton, reinado que duraría veinte años.
En otros tiempos, Norton había estado a la
cabeza de un importante imperio comercial. Nacido en Londres en 1819, dos años
más tarde fue llevado por su familia a África del Sur, donde su padre trabajaba
como granjero y comerciante de efectos navales.
Al morir su progenitor en 1848, Norton vendió
las propiedades heredadas y se marchó al Brasil. Por aquel entonces acababa de
descubrirse oro en California.
En noviembre de 1849 Norton llegaba a San
Francisco con 40.000 dólares. Pensó que se podía ganar más dinero explotando la
propia ciudad que lavando las arenas auríferas, por lo que abrió unos grandes
almacenes e invirtió dinero en terrenos.
Acaparador de arroz
Hacia el año 1853 había reunido 250.000
dólares. Pero se tornó ambicioso: decidió acaparar arroz comprando todos los
cargamentos. El precio subió de 5 a 50 centavos, pero se negaba a vender. De
repente llegó toda una flota de América del Sur cargada de arroz y los precios
se derrumbaron.
Norton quedó arruinado. Dos años más tarde se
declaraba en quiebra.
Así seguía cuando lanzó su primera proclama en
septiembre de 1859. Una semana más tarde, un segundo decreto hacía saber que a
causa de la corrupción en las altas esferas el Presidente era destituido y
disuelto el Congreso. A partir de aquel momento gobernaría él personalmente.
Todo San Francisco
estaba regocijado
Norton se había convertido en el «personaje»
favorito.
Cuando Washington hizo caso omiso de su segundo
decreto, el emperador Norton ordenó al comandante en jefe del Ejército que «al
mando de las fuerzas necesarias desalojase las salas del Congreso».
Todos los estados de la Unión recibieron orden
de enviar delegados al Palacio de la Música de San Francisco para rendir
homenaje «e introducir los cambios necesarios en la ley».
No tardó en seguir a este decreto otro en el
que se decía que, siendo evidentemente incapaces los mexicanos de regir sus
propios asuntos, el emperador asumía el pape1 de «Protector de México».
El emperador Norton tenía su corte en un
edificio gris de habitaciones de alquiler, con retratos de Napoleón y la Reina
Victoria colgados de la pared. Por las tardes se paseaba por las calles seguido
de dos perros mestizos, correspondiendo con toda seriedad a las reverencias de
sus súbditos, inspeccionando las alcantarillas y comprobando los horarios de
los autobuses. Iba a una iglesia diferente cada domingo, a fin de evitar celos
entre las diversas sectas.
Butaca reservada en
los teatros
Los teatros le tenían reservada una butaca
especial y el público se levantaba con respetuoso silencio cuando entraba. En
cierta ocasión un joven policía, en un exceso de celo, le detuvo por vagabundo
y toda la ciudad se indignó. El director de policía fue personalmente a ponerle
en libertad deshaciéndose en excusas. Una delegación de concejales fue a
visitarle y él accedió graciosamente a «borrar el incidente de la memoria».
Al estallar la guerra civil en 1861 si guió el
curso de la contienda con «profunda preocupación». Convocó a San Francisco al
Presidente Lincoln y a Jefferson Davis, Presidente de la Confederación, para
mediar entre ellos. Viendo que no comparecía ninguno y que ni siquiera le
contestaban, ordenó un alto el fuego hasta que él «tomara su imperial
decisión».
Durante todo este tiempo Norton era mantenido
por los vecinos de San Francisco. Se le concedió alojamiento gratuito,
alimentación gratuita y transportes gratuitos.
En cierta ocasión «abolió» la compañía de
ferrocarriles Central Pacific por haberle negado comida gratis en el vagón
restaurante, y sólo se aplacó su indignación cuando se le entregó un pase
vitalicio y se le dio pública satisfacción.
Pero siempre andaba mal de dinero, por lo que
implantó un sistema de impuestos: 25 a 50 centavos semanales los tenderos y
tres dólares semanales los bancos. San Francisco se rió... pero la mayoría
pagó.
Una desgracia nacional
Cuando su uniforme estuvo deslucido y
harapiento, Norton dictó una proclama: «Sabed que yo, Norton I, tengo varias
quejas contra mis vasallos, considerando que mi imperial guardarropa constituye
una desgracia nacional». Al día siguiente el ayuntamiento aprobó una subvención
para equiparlo de nuevo.
Los habitantes de San Francisco fueron leales y
fieles súbditos. Cuando murió, el 8 de enero de 1880, diez mil ciudadanos
desfilaron durante dos días ante su ataúd para rendirle tributo póstumo.
En 1934 se colocó una lápida de mármol sobre su
tumba con esta simple inscripción: «Norton I, Emperador de los Estados Unidos,
Protector de México, 1819-1880.»
La verdadera causa de la simpatía que inspiró
Joshua Norton supo describirla un diario de San Francisco al publicar su
necrológica: «El Emperador Norton no mató a nadie, no robó a nadie, no se
apoderó de la patria de nadie. De la mayoría de sus colegas no se puede decir
lo mismo.» Y así era. El pintoresco monarca de San Francisco supo gobernar a
sus súbditos con mano suave.