A poco de cumplirse el primer aniversario de la muerte del ex presidente, el periodista Daniel Míguez presentó su libro. Anécdotas que permiten conocer al político, al militante, al amigo, al compañero, pero sobre todo, al hombre.
http://www.elargentino.com/nota-161997-Nestor-intimo.html
"Che, Majestad"
No sólo era el traje con mocasines y el saco desabrochado, o la birome Bic negra en lugar de una elegante lapicera. A Kirchner le chocaba la formalidad. El ceremonial y el protocolo eran para él rituales absurdos y vetustos. Basta recordar cuando Eduardo Duhalde le entregó el bastón de mando, las piruetas que hizo con él en la mano. Los pasos de minué de la diplomacia lo fastidiaban tanto que apenas llegaba a un evento de esas características lo único que quería hacer era irse, salvo cuando a la ocasión podía sacarle algún provecho político.
La primera prueba de fuego verdadera en su relación con el protocolo la afrontó a menos de seis meses de haber asumido la Presidencia, cuando el 12 de noviembre de 2003 tuvo su debut con gente de la realeza. En los días previos, la visita estelar de los reyes de España tenía en vilo al personal de ceremonial de la Casa Rosada. Y aún más nerviosos se sentían ante un Kirchner que no les prestaba la más mínima atención cuando querían instruirlo sobre reglas de urbanidad en el mundo de la monarquía. "Sí, sí", les decía sin escucharlos.
Hasta que llegó el momento de recibir a los reyes Juan Carlos y Sofía. A los presidentes podía llamarlos simplemente "Presidente" o, si tenía confianza, por su nombre de pila, pero al rey no le podía decir rey, ni Juan Carlos. Tenía que dirigirse a él como Su Majestad, algo que incomodaba especialmente a Kirchner, que estaba bastante lejos de sentirse súbdito de nadie.
Los reyes de España habían llegado el martes 11 de noviembre de 2003 a la noche en medio de una tormenta tremenda y vivieron una experiencia dramática. El avión casi se estrella contra la pista del Aeroparque Jorge Newbery si no fuera por la increíble pericia del piloto real, según comentaban todos, incluido Kirchner, al día siguiente. "El avión parecía un papelito en el viento. No sé cómo hizo el tipo para ponerlo en la pista", le contó al Presidente un experimentado piloto de la Fuerza Aérea Argentina que había presenciado el aterrizaje. Kirchner se fue a dormir un poco abrumado por lo que pudo haber ocurrido y afortunadamente no sucedió.
La primera actividad al otro día era una visita al Glaciar Perito Moreno, en El Calafate. Allí, Kirchner y Cristina recibieron a los reyes. En el paseo, primero en catamarán y luego en una caminata por la boscosa costa del Lago Argentino, Néstor, con la concentración de quien está haciendo los deberes, había desplegado un par de veces el ensayado Su Majestad. Pero en un momento de repentización, en el que se apuró para mostrarle una vista del paisaje al rey, que iba dos pasos delante de él, le tocó el brazo y lo llamó: "Che, Majestad…" No quedó claro si el Rey entendió bien la apelación, pero hizo un leve gesto entre risueño y sorprendido al darse vuelta.
Al día siguiente, en la cena de gala en el Palacio San Martín de la Cancillería, Kirchner, sentado al lado del rey Juan Carlos, volvió a nombrarlo según el protocolo, aunque a veces le decía Majestad a secas. Hasta que cortó por lo sano y le confesó al Rey su incomodidad:
—La verdad, me cuesta llamarlo Su Majestad.
—¡Pero, hombre! ¡Llámame Juanito! —fue la rápida respuesta de Juan Carlos entre risas.
Néstor también rió y lo abrazó apoyando su cabeza en el pecho del Rey, lo que se transformó en una recordada foto que por esos días dio la vuelta al mundo.
« Un nazi en la Patagonia»
Como tantas tardes, estaba sentado en la antesala del despacho presidencial esperando que Kirchner se hiciera un espacio en la agenda para atenderme. Era el primer día de julio de 2003 y el zarandeo que le imponía al gobierno que comandaba desde hacía 36 días también mantenía en vilo al justicialismo, por lo que el 29° aniversario de la muerte de Juan Domingo Perón pasaba casi inadvertido.
Mi puesto en esa sala de espera era estratégico para hablar con ministros, gobernadores, intendentes o cualquiera que estuviera esperando para ser atendido por Kirchner y conseguir así noticias para el diario en el que trabajaba.
El gesto automático de mirar raudamente hacia la puerta que llevaba a la oficina presidencial tras escuchar el ruido del picaporte se transformaba en una atención desvanecida al ver salir, la mayoría de las veces, a un mozo, un empleado, algún funcionario… hasta que al fin, sí, salía el que estaba en audiencia con el Presidente. Y esa vez el que salió, de traje impecable y con un sobretodo color camello prolijamente doblado sobre su brazo izquierdo, fue el doctor Eugenio Raúl Zaffaroni. Lo saludé formalmente y él me miró sonriente, un gesto del que se siente descubierto aunque sin preocupación. No pude más que estrecharle la mano, porque el secretario ya me estaba anunciando que era mi turno.
El tema de la renovación de la Corte Suprema de Justicia de la Nación estaba todos los días en los títulos de los diarios, desde el 4 de junio, cuando Kirchner había pedido al Congreso la destitución del presidente del Tribunal, Julio Nazareno, símbolo de la llamada "mayoría automática" durante el menemismo. No había que ser un iluminado para sospechar los motivos de la presencia de Zaffaroni allí.
Cuando saludé al Presidente le comenté presumiendo inocencia:
—Lo vi salir a Zaffaroni.
—Sí, le dije que iba proponerlo para la Corte y aceptó. Él y el Bebe (Esteban) Righi son los mejores penalistas del país, pero Righi está con nosotros y yo quiero mostrar claramente que la Corte va a ser independiente —me explicó Kirchner.
—Zaffaroni estuvo en el gobierno de De la Rúa, en el INADI —respondí, como refrendando la independencia del juez postulado respecto de su gobierno.
—No sólo eso. Vení, mirá… —me dijo con ese entusiasmo que lo desbordaba cuando tenía un as en la manga.
—Mirá esto —repitió mientras caminaba rápido hacia su escritorio.
Abrió el cajón superior derecho y quedó a la vista el recorte de un diario santacruceño. El título era: "Un nazi en la Patagonia" y se refería a un artículo escrito por Zaffaroni sobre la gobernación de Kirchner en Santa Cruz, cuyo título original era "La República de Weimar".
—Nadie va a poder decir que lo propongo porque es mi amigo, ¿no? Sin embargo, el periodismo argentino ya empezaba a darle a Kirchner insospechadas sorpresas. Al formalizarse el anuncio, La Nación opinó en su editorial del 13 de julio: "Es decididamente desalentador que el titular del Poder Ejecutivo haya propuesto en primer lugar para integrar el máximo tribunal de la República a un candidato amigo".
«¡Corré, Chango, corré!»
Era el líbero del equipo. Ordenaba, daba indicaciones. Cuando la tenían los suyos pedía: "Toquen, toquen". Cuando avanzaba un rival con pelota dominada gritaba: "¡Bajalo, bajalo!" Si el delantero llegaba a sus narices, lo volteaba; y si la falta no era muy alevosa, invariablemente se defendía: "Fuimos los dos a la pelota, chocamos, no fue foul".
Kirchner no sólo ejercía el liderazgo y la jefatura en el Gobierno. También lo hacía en el potrero cuando jugaba al fútbol, un rol que no era el ideal para los que integraban su equipo, y mucho menos para los kirchneristas que formaban el equipo rival. Siempre vestido con la camiseta de Racing y con pantalones deportivos largos metidos dentro de las medias, Kirchner desplegaba su andar desgarbado, más cerca en el estilo del voluntarioso Mostaza Merlo que de la técnica refinada de Fernando Redondo.
Él armaba los equipos, el propio y el rival y, aunque sin hacerlo muy ostensible, se reservaba a los mejores, como el secretario privado de Cristina, Isidro Bounine, para que jugaran de su lado. También hacía indicaciones tácticas. Es decir que, además de jugador, era director técnico. Pero no sólo eso. Lo peor es que también era el árbitro y aunque no actuaba con excesivo despotismo, en cada fallo dividido los rivales terminaban acatando su opinión.
Los únicos que le discutían o protestaban a Kirchner eran su hijo Máximo y su secretario privado y amigo Daniel Muñoz, quien habitualmente atajaba para el equipo rival y sobre quien Kirchner ponía especial empeño en hacerle goles y cargarlo después. Tanto que una vez en Río Gallegos después de una goleada que yo había presenciado, Néstor me pidió casi al oído: "Daniel, ¿en esa sección de chismes que tienen ustedes podés poner la goleada que se comió el Gordo? ¡Cuando lo lea en el diario se va a querer morir!" El Gordo, por supuesto, era Muñoz.
Kirchner también tenía veleidades de crack. Trataba de poner pases largos y si la pelota llegaba a destino se ufanaba: "Miráaaaaa… a lo Capria". Muchos de los pases iban dirigidos al delantero Héctor "Chango" Icazuriaga, y buena parte de las veces la pelota iba a parar lejos del destinatario, que siempre se esforzaba por alcanzarla. Invariablemente, ante cada pase mal dado, en vez de un pedido de disculpas se escuchaba el grito de Kirchner: "¡Corré, Chango, corré!"