lunes, 27 de abril de 2015

“LA TIENDA DE LAS DELICIAS.” La prehistoria de la Fundación Eva Perón.

“LA TIENDA DE LAS DELICIAS.” 
La prehistoria  de la Fundación Eva Perón.


La residencia presidencial en 1946, cuando asumió Perón era el Palacio Unzué. Los trabajadores y los pobres conocían su ubicación y comenzaron a tocar el timbre de la Residencia Presidencial en Buenos Aires.
Después del golpe militar de 1955 que derrocó a Perón, los militares destruyeron la Residencia. Ahora es el sitio de la Biblioteca Nacional.
Como Evita fue siempre Evita, a pesar de los intentos de los historiadores de tratar de donde surgió su amor a sus descamisados comenzó a buscar solución a los problemas y necesidades del pueblo que se congregaba afuera de la Residencia Presidencial.
Evita, para el enojo de las “señoras gordas” de la aristocracia local, no estuvo nunca dispuesta a ser una primera dama tradicional.
Todos los días se juntaba frente a la Residencia Presidencial  cientos de mujeres con hijos pequeños, mayores y personas lisiadas, “los olvidados y rechazados de la sociedad” que formaban largas colas alrededor de las elegantes rejas de la casa del Presidente. Evita se dio cuenta de que tenía que buscarles una ayuda inmediata. Comenzó a comprar comida y ropa con su propio dinero y amontonar los paquetes en un garage vacío de la Residencia. Cuando los sindicatos se enteraron, comenzaron a mandar contribuciones “desde azúcar hasta zapatos”.
Cada noche, cuando Perón ya estaba acostado, Evita, su secretario privado, Atilio Renzi, su mucama, Irma Ferrari, el cocinero Bartolo y dos mucamos, Sánchez y Fernández, trabajaban hasta el amanecer para empaquetar la mercancía. Un día Perón visitó el garage y se sorprendió al ver que la mercadería era nueva. 
“Por supuesto,” contestó Evita. “Algunas cosas las compro yo con mi dinero y otras son donadas por personas que nos quieren ayudar.” “¡Es una verdadera delicia para los necesitados!” exclamó Perón y de allí en adelante el garage fue bautizado con el nombre “La Tienda de las Delicias.”



Después del golpe militar de 1955 que derrocó a Perón, los militares destruyeron la Residencia. Ahora es el sitio de la Biblioteca Nacional.

sábado, 25 de abril de 2015

BATALLA DE PERDRIEL

BATALLA DE PERDRIEL


El coronel Gillespie no es el único inglés que ponderó la benevolencia con que los conquistadores fueron tratados por las principales familias porteñas.  Y si bien los caballeros mostraban cierta reticencia en temas políticos, “las damas –dice- nos compensaban con creces la ausencia de esos asuntos, con la charla animada, la dulzura fascinadora y, por lo que nunca fallan en sus propósitos, el deseo de agradar”.  Ignacio Núñez agrega que, salvo reparos atinentes a puntos de religión, los ingleses “fueron particularmente distinguidos por las familias principales de la ciudad, y sus generales paseaban de bracete por las calles, con las Marcos, las Escaladas y Sarrateas”.  Y el teniente Linch tranquilizó a su madre con una carta en la que le decía: “Aquí no me consideran como a un enemigo; las amabilidades de que soy objeto en todas partes y sobre todo las que me dispensan las nobles familias de Lastra, Terrada, Sarratea y Goyena, son muy grandes para intentar explicarlas con palabras”.
Sea lo que fuere acerca de estas finezas, y de uno que otro romance con que Buenos Aires obsequió a los ingleses, sabemos que a muchos españoles y criollos los dominaba el encono, la indignación, la vergüenza; como se viera en la zafaduría del paisano Guanes, que había de valerle una tanda de cintarazos y una noche de cepo, en la altivez de una deslenguada moza de fonda.  “Atónito el pueblo al ver conquistada la ciudad por un puñado de hombres que pudiera deshacer a pedradas”, pronto empezó a reaccionar.  “Todos huimos a ocultarnos en las quintas y en los campos; pero con el propósito de vengarnos”, nos cuenta José Melián.  Debían “combinar algún plan para sacudir el yugo que los ingleses acababan de imponerles”, dice Trigo.
Con mucho sigilo, algunos patriotas empezaron a madurar la idea de reconquistar el país.  “Yo, que lo deseaba con ansias –diría Zelaya- y que tenía muchos amigos con quienes me reunía, me resolví inmediatamente a trabajar en este sentido”.
En efecto: en los 46 días de dominación inglesa hubo complacientes que agasajaron a los invasores con sus tertulias, sus dulces y sus valses.  Hubo espías serviciales que, por la noche, les llevaban el menudo bocadillo de su infidencia.  “Teníamos en la ciudad algunos enemigos ocultos”, cuenta Gillespie.  Hubo otros que ya ejercitaban el “no te metás” dentro de la ciudad o alejándose de ella con algún pretexto.  Pero, también hubo quienes se jugaron para reivindicar el machismo mancillado que debía haber en la mitad de Buenos Aires: los que arriesgarían sus fortunas y sus vidas para echar a los intrusos.  Entre estos desconformes estaba Zelaya.  Tenía entonces 24 años.
Diversos grupos subversivos se proponían hostilizar a los ingleses, cada uno a su modo.  Gerardo Esteve Llach, con la ayuda de Pepe “el Rubio” (José Alday) quería “reunir porción de marineros”, para capturar con ellos las naves inglesas que estaban en balizas y llevarlas a Montevideo.  Pero el joven Felipe de Sentenach lo convenció de que “sería mejor que tratasen de ver si podían conseguir la reconquista de esta plaza”, para lo cual sería un buen golpe instalar minas debajo de los cuarteles ocupados por destacamentos ingleses.
Por su parte, Juan Vázquez Feijoo había propuesto a Juan Trigo que determinado día y a una hora convenida, atacaran la parada y el destacamento del fuerte “con cuchillo en mano”.
Martín Rodríguez pensaba que, aprovechando el hábito de Beresford y Pack de salir a pasear a caballo con dos soldados hasta el Paso de Burgos, se los podía secuestrar.
Varios conjurados que estuvieron con Liniers antes de que este fuera a Montevideo en busca de auxilios, trataron de disuadirlo, y “le propusieron varios proyectos para un movimiento inmediato”; pero a él le parecieron unos absurdos y otros muy peligrosos (Nuñez).
Con el propósito de “reunir los ánimos de las diversas facciones y opiniones que había” y sumar sus esfuerzos, se reunieron Sentenach, Llach, Tomás Valencia, Trigo y Vázquez en los asientos externos de la Plaza de Toros (Retiro) y decidieron trabajar juntos.  Se efectuaron nuevas reuniones en casa del cómico Sinforiano, en la trastienda de la librería de Valencia y en otros domicilios, con el sigilo necesario, para discutir sobre lo que había de hacerse.
Don Martín de Alzaga, que estaba dispuesto a aportar “todo el dinero que se necesitare”, convocó a los conjurados para una decisiva reunión en su casa (hoy, Bolívar 370).  En ella, “propuso cada uno de los concurrentes la idea que en su concepto debía adoptarse”; y, “después de haberse controvertido sobre varios planes para llevar a efecto la reconquista”, se convino en un plan común.
Este acuerdo no disimuló del todo, sin embargo, la malquerencia que había entre el grupo subversivo de “los catalanes”, que encabezaba Sentenach y financiaba Alzaga, con el “partido” de Trigo y Vázquez.  La inquina de éstos apuntada especialmente a Alzaga, a quien sus adictos llegarían a llamar “el Padre de la Patria”; y sus detractores, “Martincho Robespierre”.  Y culminaría posteriormente, cuando Trigo acusó a Alzaga y a los catalanes de tener “ideas de independencia” que se oyeron en las secretas juntas de los conjurados.  Con más precisión, se afirmó que en la trastienda de la librería de Valencia se había hablado de formar una república independiente después de la reconquista.  Y quizás de esto oyera algo una huérfana que tenía Valencia; “porque como muchacha se introducía a oírlo todo, bien que algunas veces la echaron del cuarto, y ella solía ir y venir, ya por curiosidad, ya con el objeto de llevar algunos mates”.  No se pudo probar tan “horrendo crimen”, que la maledicencia había prendido como abrojos a la honra de fieles vasallos; pero les dio un disgusto.
A todo esto conduciría la rivalidad de los catalanes con los “paniaguados” de Trigo, por el momento aunados en un común plan subversivo.
El plan en marcha
El plan consistía en reclutar gente, en acopiar caballos, armas y municiones, y en poner minas explosivas debajo de los cuarteles donde había destacamentos ingleses.
Para esto de las minas se pensó alquilar la casa de Manuel Espinosa, frente al primer baluarte del Fuerte, hacia la Merced; pero como no se pudo, se arrendó la casa de al lado, que tenía entrada por la Alameda y que pertenecía al P. Martiniano Alonso.  Para disimular, se instaló en ella una supuesta carpintería.
Junto a los fondos de San Ignacio, sobre las calles de San Carlos y de la Santísima Trinidad (Alsina y Bolívar), en el edificio que fuera de la Procuradoría de las Misiones, estaba instalado el Cuartel Fijo de Infantería, comúnmente llamado Cuartel de la Ranchería; en él también había un destacamento inglés.  Se alquiló, pues, en su inmediación, la casa de José Martínez de Hoz; y allí los “minadores” Bartolomé Tast e Isidoro Arnau cavaron la boca del túnel para meter el explosivo.  Un grupo armado vigilaba desde la azotea del Café y billar de José Marco.
Reclutar gente era correr el riesgo de ser descubiertos por algún soplón.  Para evitar, en este caso, males mayores, se adoptó un sistema de células, único contacto de 5 voluntarios; y cada capitán sería cabeza y único contacto de 5 cabos.
“En esto salimos a ver a un sujeto que me había dicho tenía 80 hombres prontos –nos cuenta Domingo Matheu-; pero que se les había de dar 4 reales diarios hasta la reconquista”.  No hubo inconveniente: Alzaga había asegurado que tenían “un gran fondo de que disponer”; y no era el único que aportaba dinero.
Manuel Palomares era un “gallego patriota”, maestro de montajes y “caudillo de un numeroso cuerpo de gente voluntaria para la reconquista de esta plaza”.  El 27 de junio a la noche, instruyó a Cornelio Zelaya, quien en poco tiempo reclutó a 72 paisanos.  Cada uno recibía diariamente, a la oración, sus cuatro reales (Honor para Hipólito Castañer, un modesto peón “que nada quiso”).  El canario Zerpa reclutó 50 hombres.  Otros acopiaban armas blancas y de chispa.  En algún secreto lugar se estaban montando obuses.  Los conjurados no descansaban.
Otro relevante “caudillo” fue Juan Martín de Pueyrredón, quien había llegado de Montevideo con Manuel Arroyo para reclutar paisanos y preparar aprovisionamiento, en apoyo de la expedición de Liniers.  “Pueyrredón nos pasó la palabra, que al instante halló eco en todos nuestros amigos” –nos dice Melián-.  “Nos alistamos más de 300, que debíamos reunirnos armados en un día dado en la Chacarita de los Colegiales”, agrega Martín Rodríguez.
Se había dispuesto que los voluntarios fueran concentrados y preparados fuera de la ciudad:  Para ello se arrendó la llamada “Chacra de Perdriel”, propiedad situada a 4 leguas de Buenos Aires (Villa Ballester, Calle Roca 1860, a 200 m del km 18 de la Ruta 8), no lejos de la chacra de Diego Cassero.  Había tomado el nombre de su antiguo dueño, el francés Julián Perdriel, y después perteneció a Domingo Belgrano.  Estaba cercada con árboles espinosos que bordeaban un foso, y tenía un edificio de dos cuerpos y azotea, cuyas habitaciones daban a un patio central, cerrado con una reja.
En la noche del 26 de julio, Trigo y Vázquez se dirigieron con unos 200 hombres hacia la chacra de Perdriel e instalaron allí el campamento.  Hay quienes dicen que tenía por objeto llamar la atención del enemigo “y distraerlo de lo que se ejecutaba en la ciudad”, donde “había ya bastante escándalo o susurro” sobre la conjura.
Ciertamente, “los enemigos no carecían de noticias sobre estos movimientos” (Núñez), por “sus soplones, que tenían muchos” (Beruti).
Un día (27 de julio), estando Zelaya en su casa con su amigo Antonio Villalta, tratando pormenores del plan subversivo, fue a buscarlo un corchete del Cabildo, apodado Petaca, y le dijo:
- ¿Es usted don Cornelio Zelaya?
- Si, señor; soy yo.
- De orden de S. E. el señor Gobernador, que se presente usted ahora mismo en la sala capitular, donde lo espera S. E.
- Muy bien.  Diga usted a S. E. que voy al momento.
Zelaya entró, meditando una fundada sospecha, y le dijo a Villalta:
- “¡Amigo, me han descubierto!  Me manda llamar Beresford y no será sino para colgarme.  Mientras voy al billar a ver si encuentro a Palomares para acordar algo, hágame el favor de ensillarme el caballo, que en cuanto vuelva, monto y salgo al campo antes de que me echen caza.  Y usted llevará la gente a Perdriel”.
Efectivamente, Palomares estaba en el billar y, al saber que Beresford había encontrado la punta del ovillo, huyó junto con Zelaya, temiendo ser entregado “por tanto soplón”.
Ambos fueron a la quinta de Francisco Orma, en Barracas, donde se encontraron con Diego Baragaña, Manuel Arroyo, José Pueyrredón y otros patriotas que se habían congregado para ir juntos a Luján, donde se incorporarían a las fuerzas de Juan Martín de Pueyrredón.
Partieron al anochecer en dirección a la novísima parroquia de San José, en tierras de Ramón Flores (hoy barrio de Flores); desde allí tomaron la carrera de Córdoba (hoy Gaona), que trasponía la cañada de Morón por el norte de Nuestra Señora del Camino (Morón), y a medianoche estuvieron en el puente de Pedro Márquez, desde donde seguirían a Luján.
Pueyrredón había reunido el contingente de los paisanos convocados en la Chacarita de los Colegiales y en los Santos Lugares de Jerusalén (hoy San Martín), con los blandengues que el comandante Antonio Olavarría había recogido en la frontera.  Y juntos regresaron hacia la chacra de Perdriel.
Por su parte, los catalanes habían despachado, el 30 de julio, un cuerpo de 50 fusileros y 4 obuses a cargo de Esquiaga y Anzoátegui, con el secreto designio de reemplazar, por las buenas o por las malas, a Trigo y Vázquez, en la comandancia del campamento.  Pero aún no habían montado los obuses cuando tuvieron una inopinada sorpresa.
Hora de combatir
Informado Beresford de aquella concentración de fuerzas y de que tenían pocas armas, decidió dar un golpe de mano.  En la madrugada del 1º de agosto salió de la ciudad, sigilosamente, una división de 500 infantes con dos cañones, mandada por el coronel Pack y guiada por el deslucido alcalde Francisco González.
A las 7 de la mañana cayeron sorpresivamente sobre la chacra de Perdriel y, de un zarpazo, desbarataron aquel campamento de bisoños en el que, con poca fortuna, se empezaba a presentir la patria.
Aunque Beruti se esmere en demostrar que “la victoria fue nuestra” en vista de la obstinada resistencia opuesta al enemigo, aceptemos que, cuando los ingleses se desplegaron en línea de batalla y rompieron el fuego a discreción, “la desbandada fue general, sin que quedase un solo hombre en el campo”, como dice Martín Rodríguez.  “Los nuestros se defendieron bizarramente –afirma Sagui- pero sin poder evitar retirarse con pérdida de algunos hombres”.  Y lo corrobora el autor del “Diario de un soldado”, admitiendo que los patriotas “se defendieron como leones, pero no hubo otro remedio que huir cada uno como pudo”.
Con mayor detenimiento, Núñez nos dice que los patriotas se empeñaron en combatir, no obstante la desventaja de sus armas, y olvidando que el principal objeto consistía en prepararse para operar con la expedición que debía llegar de un momento a otro.  “El resultado fue el que debió ser: los partidarios no pudieron resistir las descargas cerradas del enemigo y huyeron en dispersión, a pesar de los heroicos esfuerzos del ciudadano Pueyrredón y de los valientes voluntarios que lo acompañaban”.
Sí, la confrontación fue desigual: pues no bastaba el denodado esfuerzo de un centenar de paisanos armados, ni los vivas a Santiago Apóstol ni los mueras a los herejes, para resistir mucho tiempo aquella andanada.  Olavarría se retiró con sus blandengues.  Los obuses fueron abandonados.  Cundió la confusión, el desbande.  De pronto, aparecen Pueyrredón y otros 12 jinetes que, en feroz embestida, atropellan la artillería enemiga y le arrebatan un carro de municiones.  Una bala mata al caballo de Pueyrredón, pero un compañero lo salva.  Los ingleses quedan victoriosos pero anonadados ante la temeridad de aquellos hombres de Pueyrredón, entre los cuales estaba Cornelio Zelaya.  Fue “uno de los pocos intrépidos que acometieron en mi compañía al enemigo”, diría el mismo Pueyrredón.  Y Palomares corrobora que Zelaya había sido “uno de los que ayudó a cortar el carro de municiones que se le quitó al enemigo”.
Pueyrredón, Zelaya, Francisco Orma, Francisco Trelles, José Bernaldez y Miguel Mejía Mármol se dirigieron a San Isidro y se embarcaron en un bote con el que llegaron a Colonia, de donde regresarían con la expedición de Liniers.
Mientras tanto, los dispersos de Perdriel fueron congregándose en la Chacra de los Márquez (Boulogne, calle Thames, entre el Fondo de la Legua y la Panamericana), donde se reunirían con las fuerzas expedicionarias.
A la hora de los cargos y descargos, los catalanes imputarían el contraste de Perdriel a la ineptitud de Trigo, “que es un ladrón, pues ha malgastado todo el dinero de la reconquista”, y que, en vísperas del combate, toleraba en el campamento juegos, borracheras y el continuo concurso de “mujeres para bailes y bromas”.  No menos ácidos serían los cargos atribuidos a Vázquez, quien, viniendo todas las noches a la ciudad “se ponía a hablar en las tertulias de cuanto se proyectaba”, con imprudente desenfado.  Y agrega Sentenach que, mientras estaban combatiendo, Vázquez apareció en casa de Fornaguera “vestido con un poncho viejo, gorro de pisón lustrado y unas chancletas amarradas con guascas”; y por no correr peligro se disfrazó de fraile y desapareció hasta después de la reconquista, en que volvió a vérselo luciendo su uniforme…
Sin poner ni quitar roque, suponemos que influiría en estas reyertas la rivalidad de los catalanes con los seguidores de Pueyrredón.  Rivalidad que tendría pintoresco desahogo cierta vez, en el zaguán de la casa de Llach, que no estaba dispuesto a mandar su gente a San Isidro a disposición de Liniers; y que, saliendo de casillas ante la insistencia de un majadero, le contestó, “haciéndoles cortes de manga” por tres veces: “¿Sabe usted que le daré al señor Liniers?  ¡Un ajo!” (consignamos el eufemismo tal como figura en un sonado pleito ventilado posteriormente)  “¡Yo no trabajo para que otros se lleven las glorias!”.
Como los acontecimientos se precipitaran, los catalanes se apuraron a reunir su gente en la Plaza Nueva (sobre la actual Carlos Pellegrini, entre Cangallo y Sarmiento) y la enviaron a Retiro, a disposición de Liniers…
Doce de agosto
Llegó la hora de la reconquista.  De un lado estaban los vencedores: unos desinteresados y otros ambiciosos, unos acomodaticios, otros muertos…  De otro lado estaban “los herejes” y los traidores.  Cuenta Núñez que las pandillas se ensañaban con quienes “habían hecho de soplones” o ayudado al enemigo con “otros oficios viles”, sacándolos a empujones para procesarlos y robándoles, “hasta las rejas de sus casas”.
Y en ese mundo de júbilo y lágrimas, de gritos y silencios, que era como un despertar de la antigua Buenos Aires virreinal, estaba, orgulloso, ese muchachote alocado a quien Liniers elogiara cumplidamente, por ser “uno de los vecinos de esta capital que más se empeñaron desde el principio en liberarla de la denominación enemiga”.
Así había comenzado Cornelio Zelaya a servir a su patria.  Y lo haría por muchos años, abnegadamente.  Al cabo de ellos se encontró con sus recuerdos, en la pobreza y el olvido.  “Hasta los escudos de oro con que me había condecorado la patria he tenido que venderlos por chafalonía para alimentar a mi familia…..”.
Fuente
Barrionuevo Imposti, Victor – Un combatiente de Perdriel.
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.
Todo es Historia – Año XV, Nº 178, marzo de 1982.
www.revisionistas.com.ar
Se permite la reproducción citando la fuente: www.revisionistas.com.ar


JUAN JOSÉ CASTELLI EL PRIMO DE BELGRANO CUYA VOZ QUE NUNCA CESO

JUAN JOSÉ CASTELLI

 EL PRIMO DE BELGRANO CUYA VOZ QUE NUNCA CESO

 

Juan José Castelli fue una figura clave en el proceso revolucionario de Mayo pero ocupa un lugar poco menos que insignificante en la historia oficial. Encima, cual una metáfora trágica, murió de un cáncer en la lengua tras haberse destacado como un notable orador.

El orador, joven y brillante, el mismo que a los 24 años obtuvo su licenciatura en Derecho, en la Universidad de Chuquisaca, pudo haber elegido una vida profesional sin contratiempos. Pero optó por otro camino, abriendo una huella sin más herramientas que sus propias convicciones, férreas e incorruptibles.

Casi dos siglos atrás, un 21 de mayo de 1810, Juan José Castelli había logrado el primer objetivo: la convocatoria a un Cabildo Abierto por parte de una autorización del virrey Cisneros, quien intuía que su capital político se desmoronaba para siempre. Sintió la satisfacción del deber cumplido, compartiendo la buena nueva con su primo, Manuel Belgrano, y su otro compañero de ideales, Mariano Moreno.

Partidarios del Contrato Social de Rousseau, de los tres le tocó a Castelli el papel de exponer y defender las ideas patriótico-revolucionarias, habiendo basado su discurso en el apoyo a los derechos del pueblo para reasumir su soberanía y contar con un gobierno propio tras la caída de Fernando VII. La transición de un régimen colonial a un sistema nuevo, comprometido con la independencia, se había acelerado ese 22 de mayo.

Pero Castelli no se agotó tres días después, si no todo lo contrario. Soñó con una patria grande y sin exclusiones. E intuyó que su energía comenzaba a ser observada de reojo por el ala más gatopardista del flamante gobierno.

Aceptó la misión de comandar la ocupación del Alto Perú y su espíritu volcánico lo llevó a liberar a los indígenas de la esclavitud, en un acto de fuerte peso simbólico ocurrido exactamente cuando se cumplía el primer aniversario de la Revolución de Mayo.

Sin embargo, creyó en la lealtad del acuerdo de palabra y fue traicionado por las fuerzas realistas, luego de una tregua pactada que no fue respetada el 20 de junio de 1811. El desastre de Huaqui le dio motivos al Triunvirato, que ya lo tenía en la mira, para encarcelarlo.

La degradación espiritual se vio aumentada por una cruel paradoja: un cáncer de lengua, precisamente en quien había sido conocido como el Orador de Mayo. Una habitación sin ventanas, un tintero, una vela, un catre de soldado y un juego de ajedrez fueron sus únicas pertenencias en la celda que se le había destinado, en el Regimiento de Patricios.

"Si ves al futuro, dile que no venga", expresó, previo a la muerte. Una frase, mezcla de ironía y doble sentido, que permite una interpretación entrelíneas. ¿Acaso una expresión de deseo personal ante el desenlace inevitable? ¿O la presunción de esa desorganización organizada que aparenta ser el devenir argentino?


Fuente Fabián Galdi

viernes, 24 de abril de 2015

PRIMER AUTO CONSTRUIDO EN ARGENTINA

PRIMER AUTO CONSTRUIDO EN ARGENTINA

Primer auto construido en Argentina

Si bien se sabe que hubo muchos intentos individuales de armar autos en Argentina entre fines del siglo XIX y principios del XX, el primer caso documentado corresponde al ingenioso mecánico español Celestino Salgado.

En 1901, Don Celestino armó en un taller de Buenos Aires un vehículo para cuatro pasajeros dotado de un motor a vapor de 6 HP con una autonomía de 12 horas a marcha regular. En su construcción, que demandó tres meses, fueron empleados componentes de origen europeo y nacional. El automóvil encargado especialmente por Enrique Anchorena, recibió una amplia cobertura en los medios de prensa locales que incluían fotos y datos técnicos, donde se destacaron tanto el esfuerzo del constructor como las cualidades del vehículo. La popular revista "Caras y Caretas" publicó que era "elegante de forma, pintado de rojo y tapizado de marroquín color lacre". En noviembre de ese mismo año participó de la primera carrera de automovilismo de Argentina realizada en el Hipódromo Argentino.

FUENTE: http://www.autohistoria.com.ar/Historias/Salgado.htm

LOS GAUCHOS, FORJADORES DE LA PRIMERA INDEPENDENCIA

LOS GAUCHOS, FORJADORES DE LA PRIMERA INDEPENDENCIA


El gaucho desde un principio tuvo el más alto concepto de patria y de libertad. En las Invasiones Inglesas luchó y humilló al orgullo anglosajón. En la Guerra de la Independencia fue implacable contra el español imperial al que llamó “godo” y “matucho” o “maturrango” (flojo, mal jinete). Gauchos fueron los Granaderos a Caballo, los Infernales de Güemes, los que contra los portugueses rompieron los cuadros de Ituzaingó. Luego combatió como insurgente, como “capiango” de las “montoneras” del riojano Juan Facundo Quiroga (1793-1835), del mendocino José Félix Aldao (1785-1845), del santafesino Estanislao López (1786-1838), del santiagueño Juan Felipe Ibarra (1787-1851), del cordobés Juan Bautista Bustos (1799-1830), del tucumano Alejandro Heredia (1783-1838), del bonaerense Manuel Dorrego (1787-1828), del entrerriano Ricardo López Jordán (1822-1889), del riojano Angel Vicente “El Chacho” Peñaloza (1798-1863), del catamarqueño Felipe Varela (1821-1870) que sintetizó en su grito el objetivo de la lucha contra los “dotores” de Buenos Aires: ¡Viva la Unión Americana! ¡Abajo los negreros traidores a la patria! (22) Tampoco debemos olvidar a los hermanos gauchos de la Banda Oriental que siguieron a los caudillos José Gervasio Artigas (1764-1850), Manuel Oribe (1796-1857), Timoteo Aparicio (1814-1882) y Aparicio Saravia (1855-1904). Ni a los hermanos “huasos” de Chile que integraron los húsares del guerrillero mártir Manuel Rodríguez (1786-1818).
En el combate de San Lorenzo (3 de febrero de 1813), un realista intentó atravesar a San Martín con su bayoneta, pero fue derribado oportunamente por un gaucho, Baigorria, oriundo de San Luis. Y otro gaucho, el correntino Juan Bautista Cabral, salvo la vida del numen, pero esta vez, a cambio de la suya. La historia inmortalizó el nombre del Sargento Cabral. El gaucho murió ignorado en la acción. El Libertador San Martín empleó el término “gaucho” en dos comunicados para referirse a valientes fuerzas patriotas. La élite porteña, sin embargo, lo suplantó por la expresión “patriotas campesinos” cuando los mensajes se publicaron en la Gaceta ministerial oficial (Cfr. Pérez Amuchástegui, A. J., Mentalidades Argentinas, Eudeba, Bs. As. 1970; Rojas, Ricardo, El Santo de la Espada, Losada, Bs. As. 1950, pág. 165).
Recordemos que durante las operaciones militares en torno a la plaza fuerte de Orán, en Argelia (junio de 1791), integrando el segundo batallón del Regimiento de Murcia, contando con apenas trece años hizo su bautismo de fuego el cadete granadero José de San Martín y Matorras (1778-1850), el futuro Li­bertador de indios, gauchos y negros de la América del Sur. El grandioso espectáculo de la valiente y enconada resistencia de los musulmanes, luchando por su independencia contra los invasores hispánicos, lo impresionó vivamente y, sin duda, orientó sus pensamientos e hizo nacer la llama de la rebeldía y los anhelos de emancipación para su pueblo lejano, que marcarían definitivamente su destino (ver Juan M. Zapatero, San Martín en Orán, Círculo Militar, Bs. As., 1980).
La nueva Argentina blanca, europea y burguesa, surgida del triunfo unitario de Caseros, lejos de reconocer la decisiva aportación del gaucho en la lucha por la independencia, lo condenó sin apelación, y Sarmiento, como hemos visto, y muchos otros, proclamaron su ostensible intención de hacer cuanto estuviera a su alcance “para borrarlo de la faz de la tierra”. La figura emblemática del gaucho montonero o rebelde, alzado contra una sociedad injusta en la que no tenía cabida, surge hacia 1872 cuando a través de la Biblia Gaucha, el Martín Fierro, el poeta José Hernández (1834-1886) intentó hacer justicia, describiendo con trazos magistrales y sombríos la magnitud de su tragedia, ya había desaparecido. Su sucesor, el peón, el nuevo proletario agrario, era apenas su triste reflejo, un juguete indefenso en manos del patrón y del sistema. Del mismo modo, su bandera esplendorosa azul y blanca había sido reemplazada por la celeste y blanca, que nada tenía que ver con la insignia que el general Manuel Belgrano (1 770-1820) enarboló por primera vez el 27 de febrero de 1812, a orillas del Paraná.
Madaline Wallis Nichols, la prestigiosa escritora norteamericana lo ha dicho muy bien: El gaucho real ha desaparecido hace tiempo, pero el gaucho sublimado y los ideales que él encarna viven aún. Está bien vivo en la moderna literatura del Plata, en la música, en el arte (M.W. Nichols: El Gaucho, Ed. Peuser, Bs.As. 1953).
Gaucho es hoy sinónimo de generoso, servicial, hospitalario, noble. En nuestra habla corriente no pedimos ahora un favor desinteresado, sino una gauchada, término intraducible a otro idioma y de significado enaltecedor.
A pesar de todo, nos queda un gran interrogante. Es el que nos plantea ese arabista argentino llamado Ciro Torres Lopez:
Tal fue la historia del gaucho, exactamente idéntica a la del beduino. Tuvo todos sus valores en la hora prima, cuando el padre español que le traía, se unió con la madre india y lo creó. Cumplió su visión heroica hasta concluidas las guerras de la Independencia, en las cuales brilló incomparable como patriota, como libertador y civilizador... Entonces afluyeron de toda la rosa de los vientos las hordas rubias del mundo, y desde as costas oceánicas, esa pleamar incontenible de sangres extrañas, avanzó y aplastó lo que había del gaucho, de la tierra y de la estirpe; lo excedió, lo tapó, lo deformó, rellenó y niveló. Encima quedó la avalancha de la horda y su resaca; abajo el gaucho, la estirpe, la fricción centenaria del hombre con el suelo, que es decir la metamorfosis misma de la Nacionalidad; y más abajo, la tierra y la raíz del connubio de su esencia geohumana, que es el genio diferenciado y profundo de un pueblo... Para enfrentarnos ase semejantes problemas, para movilizar los ancestros más vigorosos y las poderosas fuerzas morales más constructivas de nuestro ser como pueblo, es que me he lanzado a las lejanías de la historia y del mundo para traer el espejo mágico de nuestro abuelo árabe en nuestra fisonomía integral y columbrar lo que hemos sido, lo que somos y lo que podemos ser. Tamaño esfuerzo, mensaje tan alto, ¿será comprendido por las generaciones del presente y del mañana?; ¿encenderá sus corazones, movilizará sus almas, agilizará sus manos, agrandará sus pechos, iluminará sus ojos y les impulsará a la realización de un gran destino, a tono con nuestro padre español y con nuestro abuelo árabe, que enseñorearon el mundo para adelantarlo, enriquecerlo, dignificarlo, culturizarlo, universalizarlo y embellecerlo? ¿O esas generaciones están de tal manera dormidas y yertas, inmersas en un imundo tan pueril, con las almas de tal modo entregadas a la irresponsabilidad y a la molicie, que ya no tienen oídos para escuchar ni a la historia, ni a la sangre, ni a la tierra de los padres, que es la Patria? (C. Torres López, El Abuelo Arabe, Ed. del autor, Cap. VIII: El Gaucho y el Beduino en identidad trascendente, págs. 307-312, Rosario, W55).
Nos advertía el Líder de los Trabajadores Argentinos:
Pienso yo que el año 2000 nos va a sorprender o unidos o dominados; pienso también que es de gente inteligente no esperar que el año 2000 llegue a noso­tros, sino hacer un poquito de esfuerzo para llegar un poco antes del año 2000, y llegar un poco en mejores condiciones que aquella que nos podrá deparar el destino mientras nosotros seamos yunque que aguantamos los golpes y no seamos alguna vez martillo; que también demos algún golpe por nuestra cuenta (Juan Perón, La Hora de los Pueblos, Colección Línea Nacional, Bs.As., 1982, pág. 87).
Esa Segunda Independencia sólo sucederá si Dios quiere, pues “ciertamente Dios no cambia la situación de un pueblo, si antes ese pueblo no se cambia a sí mismo” (El Sagrado Corán: Surah 13 “El Trueno”, Aleya 11).
 
Y dejo rodar la bola
que algún día se ha de parar;
tiene el gaucho que aguantar
hasta que lo trague el hoyo,
o hasta que venga algún criollo
En esta tierra a mandar.  
Más naides se crea ofendido
pues a ninguno incomodo;
y si canto de este modo
por encontrarlo oportuno,
NO ES PARA MAL DE NINGUNO
SINO PARA BIEN DE TODOS.
Del Martín Fierro  



miércoles, 22 de abril de 2015

La vida en el Buenos Aires virreinal

La vida en el Buenos Aires virreinal



"En las calles de Buenos Aires no se ven, en las horas de la siesta más que médicos y perros". Así describía a la Gran Aldea un viajero francés. Y es que el pasatiempo preferido de los porteños era dormir la siesta. Tampoco había mucho que hacer. Las actividades principales eran la ganadería y el comercio, que se manejaban con poca mano de obra y una visita cada tanto a los lugares de producción y servicio. Ir de shopping llevaba muy poco tiempo. Bastaba atravesar la Plaza de la Victoria (actual plaza de Mayo) y recorrer la Recova donde estaban los puestos de los "bandoleros", como se llamaba entonces a los merceros frente a una doble fila de negocios de ropa y novedades.
Las diversiones 
Convocaban por igual a ricos y pobres las corridas de toros. En 1791 el virrey Arredondo inauguró la pequeña plaza de toros de Monserrat (ubicada en la actual manzana de 9 de julio y Belgrano) con una capacidad para unas dos mil personas. Pero fue quedando chica, así que fue demolida y se construyó una nueva plaza para 10.000 personas en el Retiro en la que alguna vez supo torear don Juan Lavalle.
El pato, las riñas de gallo, las cinchadas y las carreras de caballo eran las diversiones de los suburbios orilleros a las que de tanto en tanto concurrían los habitantes del centro. Allí podían escucharse los "cielitos", que eran verdaderos alegatos cantados sobre la situación política y social de la época.
Las damas también gustaban de las corridas de toros pero preferían el teatro, la Opera y las veladas, que eran reuniones literarias y musicales realizadas en las casas. Eran la ocasión ideal para conseguir novio.
Los negros 
Apenas siete años después de la segunda fundación de Buenos Aires, en 1587, se produjo el primer desembarque de africanos esclavos en Buenos Aires. Las travesías del Atlántico eran terribles. Viajaban amontonados sin las más mínimas condiciones sanitarias, mal alimentados y sometidos a la brutalidad de los traficantes.
Buenos Aires era una especie de centro distribuidor de esclavos. Desde aquí se los vendía y se los llevaba a los distintos puntos del virreinato. En Buenos Aires a los esclavos negros se los ocupaba sobre todo en las tareas domesticas como sirvientes en las casas de las familias más adineradas.
A pesar de la esclavitud, los negros de Buenos Aires y Montevideo no perdieron sus ganas de vivir e hicieron oír sus candombes y milongas y aportaron palabras a nuestro vocabulario como mucama, mandinga (el diablo) y tango.
El teatro 
Una vez a la semana "la parte más sana del vecindario", como definía el Cabildo a sus miembros, es decir, los propietarios porteños, concurría al teatro para asistir a paquetas veladas de ópera y a disfrutar de las obras de teatro de Lavardén. Desde que la inaugurara el Virrey Vértiz en 1783, la Casa de Comedias, conocida como el Teatro de la Ranchería, se transformó en el centro de la actividad lírica y teatral de Buenos Aires hasta su incendio en 1792. En 1810 pudo reabrirse el Coliseo Provisional de Comedias dando un nuevo impulso al arte dramático.
El primer periódico de la colonia y la primera censura a la prensa 
Durante el virreinato de Joaquín del Pino comienza a publicarse en Buenos Aires El Telégrafo Mercantil, el primer periódico de nuestra historia. El numero 1 apareció el primero de abril de 1801. Pero como el periódico decía cosas que molestaron al poder, fue clausurado por orden del virrey en octubre de 1802.
Las comunicaciones 
Muy lejos del teléfono y la internet, los habitantes del virreinato se comunicaban por carta. Pero, ¿cuánto tardaba en llegar una carta a destino? Dependiendo lógicamente de las distancias, desde una semana a seis meses.
Las cartas eran llevadas a caballo a través de las postas, donde descansaban los mensajeros y cambiaban de caballo. Desde Buenos Aires tres veces por año salía un hombre a caballo hacia Chile, otro hacia el Perú y otro al Paraguay. Así que... había que armarse de paciencia. Con el tiempo aparecieron las galeras tiradas por varios caballos que transportaban pasajeros y correspondencia, acelerando los tiempos de llegada de las cartas.
En 1747 se creó el correo, pero recién con la apertura del puerto se regularizo la correspondencia con España.
El Consulado 
Durante el virreinato de Arredondo se creó el Consulado en 1794, un organismo destinado a organizar la vida económica de la Colonia. Controlaba a los comerciantes para que no aumentaran injustificadamente sus precios y para que no engañaran a sus clientes con los pesos y medidas de sus mercaderías.
El primer secretario fue un joven criollo que había estudiado en Europa las más modernas teorías económicas, Manuel Belgrano, quien en los informes anuales del consulado aconsejara a las autoridades fomentar la industria y las artes productivas.

SILOGISMO DE CHUQUISACA, ANTECEDENTE FUNDAMENTAL DE LA REVOLUCION DE MAYO

SILOGISMO DE CHUQUISACA

 ANTECEDENTE FUNDAMENTAL DE LA REVOLUCION DE MAYO



A Bernardo de Monteagudo no se le da la verdadera importancia que tuvo en la independencia Americana. A los 18 años da a conocer este importante antecedente de la revolución de mayo. Fue uno de los principales ideólogos de San Martín. Luego de Bolivar.
El silogismo de Chuquisaca, silogismo de Charcas o silogismo alto peruano fue una proclamación realizada por Bernardo de Monteagudo en la Ciudad boliviana de Chuquisaca, cuando ésta formaba parte de los dominios del Alto Perú del Virreinato del Río de la Plata. Tras conocerse el 23 de septiembre de 1808 la destitución del rey español Fernando VII por el imperio napoleónico, comenzó un debate en la universidad y los círculos intelectuales sobre la legitimidad del gobierno virreinal. Fue en este contexto que Monteagudo realizó la proclama:

¿Debe seguirse la suerte de España o resistir en América? Las Indias son un dominio personal del rey de España; el rey está impedido de reinar; luego las Indias deben gobernarse a sí mismas.

Dicha proclamación encendió los ánimos revolucionarios en Chuquisaca y La Paz, llevando a la Revolución de Chuquisaca y la formación de la Junta Tuitiva en La Paz. Dichos movimientos independentistas fueron detenidos por el virrey Baltasar Hidalgo de Cisneros y sus autores fueron sentenciados a muerte; pero dichas ejecuciones precipitaron a su vez la Revolución de Mayo en la ciudad de Buenos Aires.