AIMÉ TSCHIFFELY, MANCHA Y GATO ¡Hazaña! De Buenos Aires a Nueva York a caballo
“¡Tschiffely: mozo jinetazo, ahijuna!”.
Una
de las mayores aventuras que involucraron al hombre y al caballo, empezó como
muchas de las grandes aventuras de la historia; con una apuesta. Su propulsor
era un tímido profesor suizo radicado en Buenos Aires, Aimé Félix Tschiffely,
quien cansado de oír que el caballo criollo era denostado por criadores de
equinos extranjeros, lanzó un desafío por radio.
“El
caballo criollo no sólo es más noble que la gran mayoría, sino que es el más
resistente del mundo” –dijo el suizo. “Y para probárselo a todos quienes lo
desprecian y denostan, voy a ir montado en uno de ellos desde Buenos Aires
hasta Nueva York”, remató en tono de desafío.
Loco.
Delirante. Farsante. Lunático. Fueron los adjetivos más suaves que recibió
Tschiffily de parte de la opinión pública, sobre todo al saberse que el suizo
no tenía experiencia ecuestre alguna. Sin embargo, el profesor tenía una firme
convicción teórica, y era la que había ido recabando día tras día tras sus
enfebrecidas lecturas; esas que lo hacían sentirse orgulloso del país que tan
generosamente lo había acogido; más orgulloso incluso que la inmensa mayoría de
hipócritas que se inflaban el pecho cantando el himno pero preferían lo
extranjero a cualquier producto nacional, incluido el caballo.
“El
23 de abril de 1925, por la mañana temprano, dejé mi hotel de la calle
Reconquista (el “Universelle”, que ya no existe) y me dirigí a las
instalaciones de la Sociedad Rural, acompañado por mi perro, que parecía
husmear el desastre y debió ser atado a un cordel para que me
acompañase. Los inconvenientes comenzaron temprano; los caballos se
oponían tenazmente a ser ensillados…” Así comenzó años más tarde el
primer capítulo de sus memorias, Aimé Félix Tschiffely, el protagonista de una
hazaña no superada hasta el presente: unir a caballo las tres Américas,
recorriendo para ello…. ¡alrededor de 21.500 kilómetros!
Tschiffely
contaba entonces, 29 años. Había nacido en Berna el 7 de mayo de
1895.
El
nacido en Berna, bien había tenido tiempo para ensalzarse con las bondades y
costumbres argentinas. Pues, tras haber finalizado sus estudios en Suiza, y
luego de una estancia en Inglaterra, Aimé habitó suelo nacional por largo
tiempo. Fueron nueve años en los que ofició de profesor de idiomas en
el Saint Georges’s College, en el bonaerense partido de Quilmes. Y así fue
como los aires provincianos comenzaron a copar su vida…y su imaginación. El
mecanismo mental del suizo daba cuerda a un sueño americano, y pronto llegaría
el tiempo de poner manos a la obra.
Hasta
ese entonces su vida se deslizó dentro de una singular normalidad y tan sólo
los paseos de domingo, cabalgando algún caballo del lugar rompían la monotonía
de su vida, consagrada enteramente a la enseñanza. Más, un espíritu
emprendedor y dinámico, cual era el suyo, poco tiempo habría de permanecer
sujeto a la monótona vida del colegio. Y así fue generando la idea
de “la gran aventura”.
Después
de varias tentativas frustradas, se dirigió una tarde a la redacción del diario
“La Nación”, de la Capital, solicitando una entrevista con el doctor Osvaldo
Peró, por entonces “técnico, periodista, escultor y sobre todo muy gaucho”,
como él mismo lo definió años más tarde. Por intermedio del doctor
Peró, conoció en seguida al doctor Emilio Solanet, amigo y colega de aquél, dueño
de la estancia “El Cardal”, cerca de Ayacucho, en la provincia de Buenos Aires.
Ya
lo había dicho Tschiffely, y a las pruebas pudo remitirse después: la raza
criolla tiene aguante. Se lo demostrarían Mancha, de pelaje overo, y Gato,
así bautizado a raíz de su pelaje “gateado”. De 15 y 16 años respectivamente,
estos equinos conocían ya largo y tendido de hostilidades: habiendo crecido en
la inmensidad de la Patagonia, allí donde el clima resulta poco amigable, su
doma era asunto de valientes…y pacientes. Aquella fue la receta de
don Emilio Solantet, quien compró los caballos al cacique tehuelche
Liempichún para llevárselos consigo a su estancia “El Cardal”. Y así
fue como Gato y Mancha dejaron las tierras chubutenses para instalarse en pagos
bonaerenses. Lo que no imaginaban era que, para entonces, la aventura recién
comenzaba. ¿Quién era ese forastero que tocaba la puerta de don Emilio? ¿Un
loco? ¿Un aventurero? Quizá todo eso junto. Pero, por sobre todo, un hombre de
convicciones firmes: Tschiffely estaba convencidísimo de la fortaleza casi
innata que caracterizaba a los caballos criollos. A fin de cuentas, su origen se
hallaba en las cruzas de razas traídas a suelo americano por los conquistadores
españoles, y había sido durante el fulgor de la conquista y las posteriores
guerras de independencia que se habían esparcido por todo el continente,
haciendo uso de su rusticidad y rudeza. Y vaya si sabía de ello el bueno
de Solanet, criador y propulsor del reconocimiento de la raza; y por tanto
miembro fundador de la Asociación de Caballos Criollos de Argentina.
Entusiasta
cultor de la crianza del caballo criollo, el doctor Solanet no pudo menos que
extrañarse ante el raro pedido suyo:
-¿Adónde
quiere ir?…
-A
Nueva York, doctor –y de no haber sido por la seriedad del personaje, aquel
hombre hubiera tomado a broma lo que se le solicitaba. Y allí mismo,
lo invitó a pasar al corral.
Tschiffely
reconocía en el doctor Solanet a una verdadera autoridad en materia
equina. Había seguido toda su actuación en defensa del caballo,
recordando que en una charla pronunciada en la Facultad de Agronomía y
Veterinaria, los méritos del “criollo” habían sido largamente ponderados por
él. Expuso allí Solanet que cien, doscientas leguas y más aún,
fueron cubiertas durante meses por los bravos caballos criollos durante la
Guerra de la Emancipación y, cómo después de cargas victoriosas, su alimentación
alcanzó tan sólo a lo que podían encontrar. Aquellos nobles
productos habían soportado el abrasante sol del desierto y los hielos, con
verdadero estoicismo y las muestras de esos sacrificios merecieron que el
doctor Solanet –en función de cabañero- dedicara ahora todos sus desvelos a
criarlos.
Al
inicio de la travesía, Mancha (pelaje: overo) y Gato (pelaje: gateado) tenían
15 y 16 años respectivamente. Su carácter era poco amigable. Habían crecido en
la Patagonia, donde se habían acostumbrado a las condiciones más hostiles. Su
propietario, Emilio Solanet, se los había comprado al cacique tehuelche
Liempichún en Chubut.
Domarlos
puso a prueba las facultades de varios de los mejores domadores. Cuenta el
profesor suizo: “Desde los primeros días advertí una real diferencia entre sus
personalidades. Mancha era un excelente perro guardián: estaba siempre alerta,
desconfiaba de los extraños y no permitía que hombre alguno, aparte de mí
mismo, lo montase… Si los extraños se le acercaban, hacía una buena advertencia
levantando la pata, echando hacia atrás las orejas y demostrando que estaba
listo para morder… Gato era un caballo de carácter muy distinto. Fue domado con
mayor rapidez que su compañero. Cuando descubrió que los corcovos y todo su
repertorio de aviesos recursos para arrojarme al suelo fracasaban, se resignó a
su destino y tomó las cosas filosóficamente… Mancha dominaba completamente a
Gato, que nunca tomaba represalias”.
El
amor a su jinete está reflejado en sus cariñosas palabras: “Mis dos caballos me
querían tanto que nunca debí atarlos, y hasta cuando dormía en alguna choza
solitaria, sencillamente los dejaba sueltos, seguro de que nunca se alejarían
más de algunos metros y de que me aguardarían en la puerta a la mañana
siguiente, cuando me saludaban con un cordial relincho.”
El
baqueano y rastreador que se encargó de la compra, selección y arreo de los
mismos fue el gaucho Don Reynaldo Rodríguez, quien en sus últimos años vivió en
la zona de América, Prov. de Bs. As.
Mancha
era overo rosado, manchado. Gato, como bien su nombre indicaba,
gateado. A Mancha había que reconocerle todos los atributos de un
“perro guardián”. Siempre atento a cuanto a su alrededor ocurría,
vivía desconfiando de los extraños y no permitía que otra persona, más que el
amo, lo montase. Gato era muy distinto. A diferencia de
su compañero de morada, no era expresivo. Por lo contrario, era
menos intuitivo, pero más voluntarioso. Sus ojos poseían una
expresión infantil y parecía mirar todo con inusitada sorpresa. En
ambos estaban dadas las dos cualidades: para Mancha, el instinto, suerte de
dominación además que imponía sobre Gato; y para éste, una inocente contracción
para el trabajo. Empero, había que reconocerle a Gato, como el mismo
Tschiffely lo hizo años después, una rara intuición para pantanos, tembladerales
y fango. El maestro suizo escribió en sus memorias, que si los dos
caballos hubiesen tenido la facultad de la voz y la comprensión humanas,
hubiera recurrido a Gato para confiarle sus preocupaciones y
secretos. Pero si hubiese necesitado ir de fiesta, hubiera preferido
invariablemente a Mancha. Tenía más personalidad que aquél.
Un
viejo gaucho inglés, don Edmundo Griffin, propietario de la estancia “La
Palma”, cercana a Paysandú, puso a disposición de Tschiffely un cirigote (tipo
de silla usado en Entre Ríos). Esa fue la única montura que usó
durante el viaje. Y completó su atavío con un gran poncho
impermeable y un mosquitero, de modo que el peso total no sobrepasara los
sesenta kilogramos, teniendo en cuenta que debería usar de carga, indistintamente,
a los dos caballos.
En
las vacaciones de ese año 1925, Tschiffely se entrenó convenientemente,
preparándose para la “excursión”, como el simplemente llamó a su
empresa. Cuando todo estuvo listo, los dos caballos fueron enviados
al local de la Sociedad Rural, en Buenos Aires, y allí se alojaron hasta el
momento de la partida. Los comentarios previos de la prensa,
mostraron un escepticismo muy singular. Hasta se lo llegó a acusar
de “crueldad” hacia los animales, en conocimiento de lo que se
proponía. Pero a despecho de todas esas acusaciones, el “aventurero”
contó con el apoyo de algunos deportistas conocidos y el de la Sociedad
“Criadores de Criollo”.
La
histórica partida
En
la mañana del 25 de abril de aquel lejano 1925, Aimé Félix Tschiffely dejó su
alojamiento céntrico y en compañía de un ejemplar de policía belga –el perro
iba a ser también de la partida- se dirigió en busca de sus dos
“amigos”. Mas, aquel perro no contó con la inicial simpatía de los
caballos, en especial con la de Mancha, quien en el primer día de marcha, le
obsequió tan brutal coz en una cadera, que le obligó a quedarse en Buenos
Aires.
Montando
a Gato, en tanto que el otro animal hacía de carguero, Tschiffely recibió el
saludo de muy pocos amigos e inició la marcha, en momentos en que una tenue
llovizna comenzó a caer sobre Buenos Aires.
Esa
llovizna se convirtió en lluvia torrencial antes de llegar a Morón y hubo que
hacer noche en un boliche de campaña. Los caminos quedaron intransitables
y a tren muy lento se dirigió hacia Rosario, donde arribó después de varios
días de marcha. De allí tomó rumbo noroeste, hacia la frontera con
Bolivia, debiendo pasar antes por “las desoladas regiones de Santiago del
Estero”, por Tucumán, a la que denominó “el edén argentino” y por Jujuy, desde
donde tomó por un vasto y profundo valle, orientado directamente hacia el
Norte.
Los
medios económicos con que contó Tschiffely, fueron propios. No
recibió subvención alguna, que le permitiera pasar siquiera los primeros días
de marcha. Como los preparativos de su viaje insumieron algo más de
seis meses, durante ese lapso, todas sus entradas fueron destinadas a solventar
económicamente su firme decisión. Después, durante el viaje y a
medida que avanzaban las jornadas de marcha, la cosa resultó más fácil. En
los lugares que detenía su andar, se lo recibía con alimentación adecuada, para
él y sus animales y se le proveía el suficiente forraje para que sus
cabalgaduras pudieran aguantar al menos un par de semanas.
Habían
pasado varias semanas de azarosa marcha –lluvias, calor y frío acrisolados en
un lento derrotero- cuando llegó Tschiffely a la quebrada de
Humahuaca. Y contó de ella, años más tarde, una muy antigua fábula,
que oyó de labios de un viejo indio:
“En
los tiempos de nuestros viejos antecesores, vivía en un lado del valle una
tribu de indios poderosa y próspera y en las laderas de la montaña opuesta,
habíase instalado una tribu igualmente fuerte y bien organizada. La
envidia y la ambición los convirtió en enconados enemigos y se libraron entre
ambas feroces batallas. El cacique de una tribu tenía un hijo y su
enemigo de la otra tribu, una hermosa muchacha. Por las noches
solían verse. Pronto despertaron sospechas y un día el padre de la
joven envió un mensajero a su rival, amenazándole con ejecutar a su hijo si lo
descubría con su hija. En una ocasión fue descubierto, tomado
prisionero y conducido ante el enemigo. Este ordenó que lo
decapitaran en seguida, orden que se cumplió de inmediato. La cabeza,
separada del cuerpo, fue llevada a la muchacha, quien la acarició en un
arrebato nervioso. Según cuenta la leyenda, los ojos de la cabeza,
aún tibia, se abrieron y dejaron escapar dos lágrimas. Desde
entonces ese valle se ha llamado Humahuaca, que quiere decir “cabeza que
llora”.
Seis
meses, seis, fueron los que demoraron los preparativos para tamaña empresa,
aquella que, por cierto, no fue solventada por nadie más que por el propio
Tschiffely. Claro que el corredero de voces sobre aquel loco devenido en héroe
resultó, a lo largo del viaje, por demás positivo. La fama de este
aventurero llegó hasta los periódicos, de modo que no faltaron sitios en los
que fuera, junto a sus inseparables equinos, recibido con buena atención y
comida. Sin embargo, la historia fue bien distinta al comienzo: montado sobre
Gato -ya que Mancha hacía las veces de carguero-, don Aimé apenas fue despedido
por un puñado de amigos y una lluvia que sentenció buenos augurios. Así
abandonaron la porteña Buenos Aires, y así, bajo un agua que comenzaba a
espesar su grosor, se dispusieron a atravesar las pampas. Llegaría luego
el turno de enfilarse hacia el noroeste, dejando huella por Santiago de
Estero, Tucumán y Jujuy.
El trío ascendió los Andes argentinos y bolivianos,
surcó los desiertos peruanos y se las vio con las
nutridas selvas colombianas y panameñas. ¡Y cuánto restaba aún! La
delgada América Central: Costa Rica, El Salvador, Guatemala…y bien que
podría haber sido Guate peor, ya que las guerras civiles frecuentaban
aquellas tierras para entonces. Hasta que, finalmente, don Aimé y compañía se
adentraron ensuelo azteca. Y hasta allí llegó el amor y el cuerpito
de Gato, quien, lastimado y maltrecho, abandonó la marcha. Tschiffely
decide entonces resguardar a su fiel camarada, allí en México, y continuar
camino junto a Mancha. Pero… ¿Cuánto más faltaba para alcanzar las luces
neoyorquinas? Cada vez menos.
Y como si de un sueño se tratara, sueño hecho
realidad al fin, la Quinta Avenida fue testigo de su arribo. Ocurrió un 20
de septiembre de 1928, a tres años y poco menos de cinco meses de la
partida. El suizo y Mancha fueron recibidos por el alcalde Jimmy Walker,
quien entregaría al corajudo jinete la medalla de la ciudad de Nueva York.
Desde entonces, todo fue reconocimiento. Sin embargo, lejos de olvidar a sus
compañeros de ruta, tras tanto agasajo, don Aimé fue en busca de Mancha -quien
descansaba en Governors island, en la bahía de Nueva York-, y de Gato -aún
en la localidad de St. Louis, México- para que fueran admirados por el mundo
en la Exposición Internacional de Caballos, realizada en el Madison Square
Garden.
Aunque
bien vale decir que Mancha, Gato y Tschiffely se las han visto fuleras más de
una vez. Imagine lo que habrán sido los cruces por la Cordillera de los
Andes, con más de 5000m de altura y -18ºC. Y nada de caminos bien marcados eh…
¿Algún terrenito donde campar? Pues ni carpa alcanzó a llevar el suizo, ya que
las que se conseguían por aquel entonces resultaban muy pesadas. Claro que el
calor extremo también se torna impiadoso. Y luego del frío cordillerano, los
cascos de los pobres criollos conocieron la candente arena del trayecto
que unía Huarmey con Casma, en Perú, a lo largo de 30 leguas. ¡El termómetro
marcaba 52º a la sombra! Sin embargo, nada iría a detener este trío de
obstinados. Hasta que, ya en suelo azteca, Gato tiró la toalla. Las coses de
una mula que supo llevar atada a su lado le habían herido la rodilla a punto
tal de imposibilitar su marcha. Las curaciones que Tschiffely le propició
durante un mes no fueron suficientes. Si hasta hubo quien le sugiriera
sacrificar a la bestia. ¡De ninguna manera! A través de la embajada
argentina, don Aimé envía a Gato por tren al DF y continúa su ruta con Marcha.
Eso sí, una vez llegado a la capital mexicana, poco importó el
recibimiento de los locales -por cierto, ya anoticiados de las aventuras
de este gaucho loco-.
El jinete fue derecho al reencuentro de su fiel
amigo, a quien abrazó por el cuello. Es más, dicen que dicen, que cuando Gato
vio a Mancha lanzó un relincho, de puro contento nomás. Y así siguieron los
tres, nuevamente unidos. Solo que la travesía Mexicana se ponía complicada, ya
no por obra de la indómita naturaleza; sino por la urbanización. Imposible
transitar con dos caballos por las carreteras de Saint Louis, por lo que allí
quedó nuevamente Gato, a pasitos de la ansiada meta, y a cuidados de un ricachón
muy afecto a los equinos.
Tras
dejar los Andes, Tschiffely siguió caminando hacia Bolivia. De allí
pasó a Potosí, el altiplano, hasta llegar a La Paz. De su andar por
Potosí, quedó la referencia hacia los aimaraes, indios de ese lugar, cuyo idioma
debe figurar entre los menos musicales de todas las lenguas dado
que parecen hablarlo con el fondo de la garganta y el estómago.
Después
de abandonar el lago Titicaca y llegar a su desembocadura, los “tres amigos” se
hallaron ante un puente, y luego de cruzarlo, entraron en la República del
Perú. Varias semanas en Cuzco, y luego en Lima, para llegar después
a los arenales y desiertos de la costa peruana. De esos penosos
cruces, escribió Tschiffely esta historia:
“Contrariando
la práctica de la mayoría de los viajeros de las regiones secas, no llevé
agua. Para mi uso personal disponía de una caramañola de coñac y
otra llena de jugo de limón mezclado con sal. Esta bebida resultaba
muy estimulante, pero de sabor tan ingrato que nunca sentí deseos de beber
mucho de una sola vez. En cuanto a los caballos, calculé que la
energía que gastarían en transportar agua, sería muy superior al beneficio
derivado de beberla, así que sólo la tuvieron cuando llegamos a algún río o
poblado. Creo que mi teoría era sólida; con carga ligera ganábamos
en velocidad y evitábamos que los caballos se lastimasen los lomos, porque el
agua es la carga más incómoda que un animal puede llevar. Sólo en
raras ocasiones, parecieron mis caballos sufrir algo de sed”.
Al
recorrer estas latitudes, el andar se hizo enteramente penoso. Un
día de marcha era compensado con dos de descanso, o tal vez más, a causa de la
aridez de los caminos y los constantes desiertos. Las noches lo
sorprenderían pidiendo albergue en calabozos de comisarías, de los que el
“infatigable” suizo, anotó frases como esta: “El bueno y patriota ciudadano
peruano Pedro Alvarez, sufrió hambre y lloró aquí durante seis
meses”. En otra oportunidad, acampó en un cementerio y de allí, de
una de las tumbas que le sirvieron de almohada, registró esto: “Aquí yacen los
huesos de XX, que era un buen hombre, pero mal peleador”.
Al
llegar a Olmos, después de evitar el desierto de Sechura, pernoctó en otra
comisaría. Las muchas historias que había oído, referidas a
bandidos, mortandad y hambre, a pesar de no resultarle nuevas, no las
vivió. Sin embargo –contó años más tarde- la única molestia que
soportó durante la noche que pasó en Olmos, fue la de numerosas ratas, una de
las cuales le mordió una oreja.
La
región montañosa del Ecuador, fue la escala siguiente en el itinerario del
maestro. A esta altura del relato, cabe consignar que la importancia
dada por el periodismote nuestro país a la aventura, fue realmente
escasa. Algunos diario solamente se limitaron a reproducir cables de
este tenor: “Llegó Tschiffely”, “Partió Tschiffely”, agregando a ello, el
nombre del país de donde provenía la información.
Contrariamente
con ello, las recepciones en los distintos puntos que tocaba, iban siendo más
numerosas a medida que el tiempo transcurría, aumentando la magnitud de su
hazaña.
En
la región montañosa del Ecuador, conoció Tschiffely la historia de los indios
jíbaros, que descarnadamente pintó años después en su libro:
“Habitan
en el interior y son de un tipo distinto a los “runas”, que en su mayoría son
agricultores o trabajan como albañiles, barrenderos, etc. A los
jíbaros s eles llama a veces “cazadores de cabezas”, pero la mayor parte de las
historias que corren acerca de su ferocidad y crueldad es invención de viajeros
y escritores que se sirven más de la imaginación que del conocimiento de los
hechos. Cuando el jíbaro mata a un enemigo, dispone de un
procedimiento para reducirle la cabeza a un tamaño muy pequeño, sin desfigurar
sus rasgos. He visto cabezas reducidas al tamaño del puño de un
hombre y una vez tuve en mis manos, la de una muchacha, la más hermosa que he
visto jamás, porque parecía dormida. Cuando me cansé de llevar tan
fúnebre carga, se la regalé a un conocido, lo que no he cesado de lamentar
desde entonces”.
Después
de abandonar Quito, los “viajeros” cruzaron el Ecuador para llegar a
Colombia y luego a Bogotá. Insólita aventura significó sortear el
“río de los cocodrilos”, incidente tras el cual arribaron a
Cartagena. Desde allí cruzaron el canal de Panamá, a bordo del barco
holandés “Crynsson”, diciéndole desde cubierta un temporario adiós a
Sudamérica.
En
sus escritos posteriores Aimé Tschiffely ha puesto especial interés en
demostrar a todos cómo cruzó el canal de Panamá. Dos esclusas –Gatún
y Pedro Miguel- Cada una tenían una puerta muy grande, al nivel del agua y
cuando estaban cerradas, podían pasarse con un automóvil
pequeño. Todas las otras puertas de esclusas tenían caminos por
donde los peatones podían caminar sin peligro. Las de Gatún y Pedro
Miguel eran frecuentemente utilizadas por el ejército para pasar
caballos. Por ahí lo hizo, utilizando el “ferryboat”.
Al
hacer el cruce del canal, Mancha dio señas de estar sentido en una pata
trasera. Al examinársele, se comprobó que había un corte profundo
bajo la cuartilla. Como al llegar a Gallard el caballo estaba muy
rengo, aceptó Tschiffely la hospitalidad del cuartel, permaneciendo allí hasta
que Mancha curó.
Con
cinchas y estribos nuevos, con alforjas nuevas también y con herraduras
relucientes en sus cabalgaduras, el viaje se reinició hacia el oeste, ahora
rumbo a Santiago. Desde ahí pasaron a David y luego a Concepción,
para entrar en la zona de los bosques conocidos como el “laberinto
verde”. De esta travesía escribió luego el viajero, con singular
patetismo la matanza de los monos, episodio que lo hizo sentir un criminal común
por haber participado de él y que lo alejó del típico plato de “mono adobado”
que le ofrecieron luego. Alejarse, claro, hasta que sintió apetito y
se lanzó desaforadamente a comer monos, como jamás soñó hacerlo…
San
Salvador y Guatemala fueron sucesivos mojones al cabo de meses de
marcha. En esta última, un clavo mal puesto en una herradura de
Gato, le provocó un agudo abceso. Y en Tapachulá, repetidas coces
dadas por una mula atada a su lado, le dejó una rodilla imposibilitada para
continuar la marcha. Tschiffely le curó durante un mes, y al cabo se
había puesto tan grave que alguien que lo vio, habló de
sacrificarlo. Inmediatamente se comunicó con la Embajada argentina
en México y valiéndose de ella, lo envió por tren, continuando solamente con Mancha,
que durante días lanzó lamentos por su compañero ausente, muy similares a los
que éste había emitido, cuando el tren se puso en marcha camino a ciudad de
México.
Para
suplir la ausencia de Gato, Tschiffely adquirió dos caballos, los que luego
regaló a un guía, antes de llegar a la capital azteca. Y tras los
últimos hitos, que fueron Tehuantepec y Oaxaca, entre las ciudades más
importantes, llegaron a ciudad de México.
En
México contrajo la fiebre malaria y después de ponerse bien y recorrer varias
leguas, un fotógrafo le adelantó una gratísima sorpresa. Montado en
Mancha, no reparó en la multitud que se había dado cita para recibirlo y
abriendo el círculo que formaba la gente, corrió hasta dar con un viejo
conocido… Era Gato.
Tschiffely
olvidó todos los agasajos en su honor y corrió a abrazarse al cuello del
“amigo”, frotándole la frente, tal como lo había hecho durante interminables
kilómetros. Cuando Gato vio a Mancha, lanzó un relincho bajo, abrió
sus fosas nasales y movió un poco el belfo superior. Los dos
caballos se unieron, en tanto Tschiffely comprobó que el accidente no le había
dejado marca alguna.
La
travesía mexicana duró algunas semanas y al cabo de ellas cruzó el puente
internacional de Laredo, encaminándose hacia los Estados Unidos. Los
“tres amigos” recorrieron casi al trote Texas, Oklahoma y los Ozarks hasta St.
Louis. Allí dejó nuevamente a Gato, dado que era imposible viajar con dos
caballos por carreteras de intenso tránsito. El noble Gato quedó
esta vez en poder de un hombre rico y muy afecto a los caballos.
Después
de cruzar el río Misisipi, siguieron por Indianápolis, Columbia a través de las
montañas Blue Ridge y las llanuras de Cumberland, hasta que una aparición en el
horizonte, hizo despertar a Tschiffely de su largo y fatigoso sueño de más de
dos años. Allí, muy cerca, se alzaba la cúpula del Capitolio de
Washington.
La
idea primitiva del esforzado raidista fue concluir su peregrinaje en Nueva
York, pero luego de experimentar dos accidentes con automóviles en los caminos
de Washington, donde permaneció unas semanas, resolvió dar por concluida allí
su aventura. Embarcó a Mancha hacia Nueva York y ambos hicieron la
travesía en ferryboat. El caballo quedó alojado en Fort Jay, en Governor’s
Island y el jinete aceptó la invitación del Club del Ejército y de la Armada,
instalándose allí. Días después fue recibido en el municipio
neoyorkino por el alcalde Jimmy Walker, quien le confirió la medalla de la
Ciudad de Nueva York, en una ceremonia a la que asistió el embajador argentino,
doctor Manuel E. Malbrán.
“Decidí
abandonar una lucha tan despareja con la naturaleza, renunciar al raid y
desaparecer, irme a cualquier parte aceptando la razón y los pronósticos de mi
fracaso. Pero en esos momentos recordé al doctor Octavio Peró, del que había
aceptado una amistad incondicional y al cual había prometido llegar a Nueva
York o quedar en el camino, recordé a La Nación, que seguía en sus
crónicas la trayectoria de mi raid, comprometiéndose con su apoyo moral y
sobreponiéndose a todas las ironías y a las mofas con que acogió mi propósito
la mayoría de los periódicos, recordé a Emilio Solanet que me regaló los
caballos y que me dijo: Si usted no afloja, mis criollos llegan. Y con
todo este bagaje auspicioso de cariño y con la fuerza que desde Buenos Aires me
enviaban mis amigos, sentí como si una voz me dijera: Seguí, gringo,
levantate. Y seguí, seguí enfermo. Como hipnotizado veía a Nueva York y mis
nobles caballos me siguieron”.
Entrada
a New York con la celeste y blanca en el pecho
Y
Aimé Félix Tschiffely llegó un día a la Gran Manzana. Fue el 22 de setiembre de
1928; es decir 3 años, 4 meses y 6 días después de su partida. Y lo hizo tras
recorrer 21.500 kilómetros marchando a un promedio de 46,2 kilómetros por día y
descansando en 504 etapas diferentes.
Pero
Félix no llegó a tierra norteamericana con sus dos amigos, ya que el pobre
“Gato” tuvo que quedarse varado en México al ser lastimado por la coz de una
mula.
Por
eso al entrar en Nueva York triunfantes por la Quinta Avenida, el tráfico paró
en homenaje al jinete y su caballo, a aquellos amigos que habían recorrido las
tres Américas cubriendo una superficie que ningún conquistador español siquiera
imaginó. La gente se detuvo en honor a ese animal blanco de manchas oscuras y a
ese hombre que llevaba una escarapela celeste y blanca desconocida en el pecho;
en honor a ese dúo tan particular que ahora atravesaba la arteria más
importante de Manhattan rumbo al Palacio Municipal. Allí los recibió el alcalde
Mayor Walker, quien ante el Embajador argentino (el doctor Manuel Malbrán) le
entregó a Aimé Félix la Medalla de Oro de la ciudad y desde entonces, desde
aquel 20 de septiembre, en toda la Argentina se celebra el Día Nacional del
Caballo.
En
el lomo habían quedado más de 1200 días y sus respectivas noches; 20 naciones
atravesadas y un derrotero digno de su sangre, de su raza. Criollo y
argentino, Mancha se abrió paso con moño celeste y blanco sobre su pecho,
la condecoración de una hazaña cumplida. Esa que también reclamaba su merecido
y triunfal regreso, ocurrido un 19 de diciembre de 1928: “Ahí están Gato y
Mancha. Han sufrido más este regreso por mar, que en el largo e inacabable
viaje por tierra. ¡Pobrecitos! Me ofrecieron una pequeña fortuna por ellos en
los Estados Unidos, pero no los quise vender. Hay una cuestión de moral que es
superior a los dólares. Ellos debían ser también partícipes de este homenaje y
el descanso que se merecen, deben tenerlo aquí, en la Argentina” ¿Qué cómo
habría de titular el diario Crítica estas declaraciones?
“¡Tschiffely: mozo jinetazo, ahijuna!”.
Luego
de los agasajos que le brindaron en Nueva York, Tschiffely se dirigió en busca
de Mancha y posteriormente de Gato que estaba en St. Louis, permitiendo que
ambos ejemplares fueran exhibidos durante diez días en la Exposición
Internacional de Caballos, que se realizó en el Madison Square Garden.
De
regreso a Washington, el presidente Calvin Coolidge le confirió el honor de
recibirlo en la Casa Blanca. En su transcurso, le felicitó por el
buen éxito de tan singular hazaña y el dejó en manos del primer ciudadano
estadounidense unas hermosas boleadoras en nombre del Club de Oficiales
Retirados del Ejército y la Armada argentinos.
La
fortuita causa de ser invitado por la Sociedad Geográfica Nacional (National
Geographic) para pronunciar una conferencia en Washington sobre su viaje, salvó
la vida de Tschiffely, Gato y Mancha. Puesto que al demorarse la
partida hacia Buenos Aires, despreció tomar pasaje en el “Vestris”, que días
más tarde provocara con su naufragio, la muerte de más de cien personas.
Por
un momento dejamos las andanzas del “gaucho” Tschiffely en Estados Unidos, para
explicar cómo se recibió la noticia en nuestro país. En sus
ejemplares del jueves 30 de agosto de 1928, “Crítica” titulaba: “Mancha y Gato
han terminado su viaje”. Y en la misma edición del “Tábano”, en la
cual se comentaba que el doctor Marcelino Ugarte volvía a alejarse de la
política, por prescripción médica; que en el Teatro Nuevo de la calle
Corrientes (Actualmente en dicho predio se halla el Teatro Gral. San Martín),
Roberto Casaux ofrecía el estreno de “No se jubile, Don Pancho” y que Pascual
Contursi había sido internado de gravedad en un sanatorio metropolitano, en esa
misma edición, pudo leerse: “Tschiffely dijo al llegar, una sentencia que fue
definitiva: Sólo el caballo criollo podía resistir esta prueba”.
Las
declaraciones de Timoteo Usher, vocal de la Asociación de Criadores de Criollo,
se publicaron al día siguiente:
“El
caballo criollo come cualquier clase de pasto, no necesita de granos
seleccionados como los caballos extranjeros y resiste sin cuidados las amenazas
del campo. Tschiffely lo ha demostrado con las descripciones que nos
hace de sus largas incursiones por insanos lodazales, el accidentado cruce de
los ríos, las terribles odiseas por los bosques tropicales, el ataque de
insectos dañinos, la potencia del sol meridional y el frío atenaceante de las
cumbres andinas. Todo coopera a darnos la sensación de la heroica
hazaña”.
El
1º de diciembre de 1928, los “tres camaradas” embarcaron en el paquebote “Pan
America”, de la línea Munson –hubo una deferencia especial hacia ellos y por
primera vez viajaron animales en el paquebote- rumbo a Buenos
Aires. Tocaron Río, Santos y Montevideo en sucesivas escalas, hasta que
por fin, el miércoles 19 de setiembre, a las 12.30 hs, el poco público que se
congregó en la Dársena Norte de nuestro puerto, pudo vitorear el nombre de
Tschiffely, cuando éste asomó sobre la planchada del “Pan
America”. Lidia M. Schneider, admirable jinete de aquellos años, se
adelantó para entregarle un ramo de flores. Seguidamente una
comisión de la Sociedad Rural Argentina y otra de la Sociedad de Retirados del
Ejército le testimoniaron su admiración:
“Si
me dieran mil millones no vuelvo a repetir el viaje. He recorrido
unas 10.000 millas. Se sufre enormemente debido a la falta de
alimentación y a los pésimos alimentos que uno encuentra en el
trayecto. Yo tengo el estómago deshecho. Gato y Mancha no
tienen vejiguillas ni sobrehuesos. Este triunfo es de la capacidad
del caballo criollo y también, si se me permite, el del carácter”, expuso en
breve reportaje. Luego prosiguió diciendo:
“Soy
cervecero, es decir de la patria chica de Victorio Cámpolo, de
Quilmes. Estoy sumamente satisfecho, aunque a veces, pienso si no
sería todo un sueño, dada la diversidad de impresiones que he recogido durante
el raid. Ahí están Gato y Mancha. Han sufrido más este
regreso por mar, que en el largo e inacabable viaje por
tierra. ¡Pobrecitos! Me ofrecieron una pequeña fortuna
por ellos en los Estados Unidos, pero no los quise vender. Hay una
cuestión de moral que es superior a los dólares. Ellos debían ser
también partícipes de este homenaje y el descanso que se merecen, deben tenerlo
aquí, en la Argentina”. Cómo no iba a titular “Crítica” estas
declaraciones: “¡Tschiffely: mozo jinetazo, ahijuna!”.
En
cuanto terminaron las recepciones oficiales y amistosas, el doctor Emilio
Solanet llevó a los caballos a sus pagos de Ayacucho. Alguien
propuso dejarlos en el Jardín Zoológico de la Capital, donde la gente pudiera
desfilar ante ellos, pero Tschiffely se opuso, considerando que era mucho mejor
y más humanitario, permitirles que pasaran los últimos años de vida en “El
Cardal”. Y allí marcharon, donde permanecieron el resto de sus
vidas. Mancha y Gato dirían adiós a los 40 y 36 años de edad, respectivamente.
Aunque con un pasaje a la inmortalidad bien ganado. Sus cuerpos, hoy
embalsamados, pueden visitarse en el Museo de Transportes del Complejo
Museográfico Provincial Enrique Udaondo, en la ciudad de Luján. Sí, sí.
Recuerda bien, allí donde recaló un famoso virrey en fuga. Sólo que Gato y
Mancha lejos han estado de cobardía alguna. Lo suyo ha sido la valentía, ese
designio de sangre criolla que han cumplido con creces
Aimé
Tschiffely partió poco después para Europa y luego de recorrerla en todas
direcciones, escribió varios libros.
El
21 de diciembre de 1933 se casó con Violeta Hume, nacida en Buenos Aires, de
ascendencia escocesa-francesa, gran música. “Un día – dice Tschiffly-
Robert Cunninghame Graham me la presentó en una fiesta, habían sido amigos
durante muchos años”.
Llegó
a convertirse en autor de éxito, fueron obras suyas: “De Tschiffely Ride
or The Ride o Cruz del Sur a la Estrella Polar” (1933); “Brida
Caminos: la historia de un viaje a través de la Inglaterra
rural” (1936) Viaja a través de Gran Bretaña a caballo, una
mirada poética a una Gran Bretaña desaparecida; “Don Roberto: La vida de R B
Cuninghame Graham” (1937); “Coricancha (jardín de oro) Descubrimiento del Perú
y de la conquista del imperio Inca” (1943); “Este camino hacia el
sur” (1945), narra el viaje en coche hasta la Tierra del Fuego y el
emotivo reencuentro con sus dos caballos Mancha y Gato; “Ming y
Ping” (1948); “La historia de dos caballos” (1949). La
historia del viaje desde el punto de vista de sus dos caballos, Mancha y Gato.
“Matt Cass - la historia de un hombre del norte” (1953); “Bohemia
Junction”(1951). Una biografía de 40 años de viajes y
aventuras; Ronda y cerca de España” (1952)
Volvió
a la Argentina luego de 18 años de ausencia y una de sus primeras visitas la
hizo a la estancia “El Cardal”. No es difícil de imaginar el nudo en
la garganta que habrá experimentado el suizo al llegar hasta Ayacucho, ese nudo
que le ataba en la voz el miedo y la esperanza. Entonces Félix se baja en la
entrada de “El Cardal”, ve la llanura infinita y desde la tranquera y como si
llamara a fantasmas, lanza un silbido, el mismo con el que los llamaba a sus
potros que pastaban en la madrugada para seguir viaje rumbo a Nueva York. Y
hete aquí que a los pocos segundos y como desprendidos de la nada o de algún
pedazo del horizonte que no es la región borrosa del olvido, se le acercaron al
trote dos siluetas de caballos que luego empezaron a correr hacia el jinete:
eran “Gato” y “Mancha” que iban al encuentro de su querido amigo. Aquellos
nobles animales después de muchísimos años no lo habían olvidado.
Fue
la última vez que se vieron, porque al poco tiempo el “gaucho Tschiffely”
regresó a Europa. En la segunda guerra mundial fue voluntario de la
defensa y luchó en Londres. Cuando cesó la contienda, se fue a una
casita de las afueras de la ciudad y allí escribió dos libros más: el relato de
su aventura por América y una biografía de su amigo Robert Cunninghan Graham,
“don Roberto”, como lo llamaban cariñosamente los paisanos, otro enamorado de
esta tierra, cuyo cariño por ella le llevó a escribir sobre la Argentina
páginas llenas de vida y colorido. El mismo Cunningham que después
de varias décadas de ausencia quiso conocer a Gato y a Mancha y que viajó hasta
“su querencia”, como solía llamar cariñosamente a la Argentina, trayendo desde
Escocia dos bolsitas de avena. La muerte lo sorprendió aquí y al ser
conducidos sus restos a bordo para ser repatriados, Gato y Mancha lo
acompañaron. Desde entonces, descansa en la abadía de Menteith.
Gato
murió en 1944, a los 35 años de edad. Mancha lo sobrevivió tres años
más, hasta el 24 de diciembre de 1947. Los dos “amigos” de
Tschiffely están ahora en el Pabellón de Transportes del Museo de Luján. Gato
conserva la montura de aquella memorable travesía y mancha los arreos de
carga. A ambos lados de la vitrina que los guarda, puede leerse:
“Gato y Mancha – Estos famosos caballos criollos, realizaron en 1925 la
memorable marcha Buenos Aires-Nueva York.”
El
doctor Emilio Solanet ordenó su embalsamamiento, tarea que efectuó el
taxidermista del Museo de la Plata, doctor Ernesto Echevarría con su ayudante
Emilio Risso. Frente a la enorme vitrina que los expone hoy a la
admiración del público, se observa un óleo de Luis Cordiviola, reproduciendo
sus figuras en el medio de la pampa.
El
5 de enero de 1954, un cable trajo la noticia desde Europa: “En una clínica
londinense, víctima de una afección renal, murió Aimé
Tschiffely”. En efecto, diez días antes de la Navidad de 1953, Aimé
Tschiffely se dirigió al hospital de Mile End en Londres para realizarse una
intervención quirúrgica menor, muriendo inesperadamente debido a una
complicación surgida durante la operación. Inmediatamente se integró
una comisión con Carlos A. Hogan, entonces ministro de Agricultura y Ganadería
de la nación, el Dr. Antonio J. Benítez, presidente de la Cámara de Diputados y
los señores Luis Lacey, Justo P. Sáenz y Emilio Solanet, para lograr que sus
cenizas reposaran en la Argentina. Sus deudos aceptaron el
ofrecimiento y el 13 de noviembre de ese mismo año, la urna pequeña, portadora
de las cenizas, de aquel suizo enamorado de nuestras pampas, marchó por las
calles de Buenos Aires en ancas de un caballo gateado, llevado de tiro por el
jinete Jorge Molina Salas.
La
caravana encabezada por el teniente 1º Tiburcio Aldao, e integrada por motociclistas
del cuerpo de cadetes de la Escuela de Policía, cadetes del Colegio Militar,
charanga de la policía montada, abanderado con su escolta, paisanos con lanzas
de caña tacuara en la diestra, la comitiva oficial a caballo, representantes de
clubes hípicos, miembros de agrupaciones tradicionalistas, jinetes y
motociclistas de la sección Tránsito, partió desde la plaza Intendente Seeber,
en el parque Tres de Febrero, tomando por avenida del Libertador hasta Junín y
desde allí se dirigió hacia la Recoleta.
Un
toque de atención llamó a silencio, y el ministro Hogan dijo entre otras cosas:
“..El dilatado y dificultoso peregrinaje de Tschiffely, montado indistintamente
en esos dos caballos criollos, tuvo, además, otra característica que se ha
señalado y exaltado con justicia. Aquella proeza sirvió para
demostrar las condiciones inigualables de resistencia, sobriedad y adaptación
que distinguen a esa raza equina, protagonistas principales, con su jinete, de
tan extraordinaria hazaña, como lo fueron en la gran aventura de la conquista,
en las luchas de la emancipación y en las campañas del desierto…”.
Tras
los discursos se hizo un breve silencio frente a la tumba, donde formaron
guardia de honor los Granaderos a caballo y luego se depositó la urna,
colocándose una placa.
Dice
Hernán Ceres: “Cada vez que las circunstancias me llevan al viejo cementerio de
la Recoleta, me detengo frente al sitio donde descansa de sus largos viajes
Aimé Félix Tschiffely.. Mientras pienso en la grandeza de su hazaña,
me parece oír desde lejos frases de una composición de Cunningham Graham,
idealizando un paraíso equino, en donde los “tres amigos” han vuelto a reunirse
y “…donde todo será dulce, sano e inocente, para que a la sombra de algún
celestial ombú, frondoso y ancho, en las horas de la siesta dormiten juntos y
de cuando en cuando comenten –porque entonces habrá caído la barrera del
lenguaje- los incidentes de su azaroso viaje por el suelo de las Tres
Américas”.
Las
cenizas de Tschiffely permanecieron en el cementerio de la Recoleta hasta 1998,
cuando fueron llevadas a “El Cardal” y depositadas en un sencillo
monumento. Y allí descansan los tres, juntos otra vez, seguramente
imaginando nuevos viajes.
Día
Nacional del Caballo
En
1999 el Congreso de la Nación Argentina aprobó una ley declarando Día Nacional
del Caballo cada 20 de setiembre, en conmemoración a la histórica jornada del
año 1828 en que Tschiffely, arribó a la ciudad de Nueva York, dando fin a su
increíble travesía.
Hoy,
se encuentran embalsamados, en exposición en el Museo de Lujan. Aimé Félix
Tschiffely murió el 5 de enero de 1954 y su último viaje lo realizó el 22 de
Febrero de 1998, cuando sus cenizas abandonaron el cementerio de la Recoleta y
fueron sepultadas en el campo que su amigo Solanet tenía en Ayacucho. Su libro
mas famoso fue Tschiffely's Ride (1933), en cual escribe sus aventuras para
llegar a los Estados Unidos, por tierra.
En
conmemoración de la fecha en que los nobles caballos Mancha y Gato , entraron
en la Ciudad de Nueva York, el Honorable Senado de la Nación Argentina y la
Cámara de diputados, han designado el día 20 de septiembre de cada año como el
Día Nacional del Caballo . Y finalmente, otro dato que se suma a la historia,
es que en el Museo Almirante Brown hay un libro que lleva la firma de Emilio
Solanet, y que está dedicado a esa institución cultural quilmeña.
Fuente
Affolter,
Benno – Sitio oficial de Aimé Tschiffely
Ceres,
Hernán – De Palermo a la Casa Blanca.
Efemérides
– Patricios de Vuelta de Obligado.
Fernández
Alt, Mariano – Tschifelly, Mancha y Gato: Tres amigos inseparables.
Portal
www.revisionistas.com.ar
Todo
es Historia – Año III, Nº 25, Mayo de 1969.
Tschiffely,
Aimé Félix – Long Rider
Affolter, Benno Tschiffely
Biografía. Suiza
http://www.thelongridersguild.com/Heroes.htm
http://www.aimetschiffely.org/welcome.htm
http://www.abchoy.com.a
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