Salón de Madame Mandeville, ubicado en el solar que hoy ocupa Florida 271, en Buenos Aires
Era este salón el más concurrido desde antes de llevar ese apellido la señorita Sánchez, que fue igualmente señora de Thompson, tres nombres distintos y una sola verdadera. Fue también el más largo, no sólo por sus trece varas de longitud y seis de ancho, en el que llegaron á bailar sesenta parejas á la vez, sino porque reunió lo más selecto de nuestra sociedad. Desde antes de 1806, hasta después de 1866, en largo medio siglo, con breves interrupciones, pasó por él cuanto de notable llegaba al país. Tan consecuentes fueron sus comensales, que todavía en ésta última fecha, concurrían treinta años ha, algunos de la juventud elegante de 1837.
Ya el año de la Reconquista se reunían en torno a la mesa de malilla, las bellezas de su tiempo, rodeando al Virrey de la Victoria, y codeándose Pueyrredón, Sáenz Valiente, Sarratea, Lezica, Escalada y Almagro, con Beresford y sus ayudantes, que hallaban en tan amable sociedad lenitivo a sus breves horas de prisión.
No fueron meras sonrisas de banalidad, efímera galantería ó crítica de modas, lo que en ese ambiente de tolerancia y cultura se desarrollaba. Entre dos amables cortesías, San Martín combinaba con el mayor Alvear, el color del uniforme y equipo del “Regimiento de Granaderos”, que ambos organizaban, entrando allí al pasar para el Cuartel del Retiro, (1812); como Rivadavia, en otro ángulo del salón, daba los últimos toques al “Reglamento de la Sociedad de Beneficencia” (1822), y en 1826, el Almirante Brown, ofrecía al general Balcarce bautizar con su nombre el buque más velero de la Escuadra, en recuerdo del que firmó el parte de nuestra primera victoria. Mientras señoritas y caballeros flirteaban entre la danza, la amable dueña de casa, dábase tiempo para secuestrarse breves momentos en el aposento de sus secretos, y trazar con la velocidad de su pensamiento, páginas que han quedado hasta nuestros días, palpitantes de sentimiento patrio.
La noche del 15 de Octubre de 1812, numerosísima era la concurrencia. Ostentaban sus joyas y belleza en estrado principal, las primeras patriotas argentinas, que ofrecieron al Gobierno el armamento costeado con su propio peculio, elevando la nota que la señora Thompson terminaba con este bello pensamiento: “Yo armé el brazo de ese valiente que aseguró su gloria y nuestra Libertad”.
Acompañaban a la activa Secretaria perpetua de toda noble iniciativa, las señoras: Quintana, Remedios, Nieves, María y Eugenia Escalada, Ramona Esquivel y Aldao, Petrona Cordero, Rufina de Orma, Isabel Calvimontes de Agrelo, Encarnación Andonaegui, Magdalena Castro, Angela Castelli de Igarzábal y Carmen Quintanilla de Alvear. Esta, y el dueño de la casa, Señor Thompson, hacían “vis a vis” en la cuadrilla de honor, al mayor Alvear, con la espiritual Mariquita; el comandante San Martín acompañando la señora de Escalada, y el general Balcarce, la de Quintana. A las de Azcuénaga, Casacuberta, Gómez, Elía, Luca, Riglos, Sarratea, Barquín, Balbastro, Rubio, Oromí, Casamayor, Soler, La Sala, atendían galantemente los Señores: Luca, García, Viamont, Rojas, López, Pueyrredón, Larrea, Tagle, Olazábal, Guido y otros.
Pero la nota sobresaliente de esa tertulia, en celebración de la victoria de Belgrano, no lo era tanto el Capitán Helguera, quién volara desde Tucumán con el parte Oficial, (rodeado en antesalas por militares, ciudadanos y aún sacerdotes, como Don Valentín Gómez, Molina, Rodríguez, pidiendo los primeros, detalles de la acción, y todos, informes de sus deudos en el ejército), como la gravedad del Jefe de Granaderos, derretido, cual simple cadete, ante la más jovencita, candidato oficial de tan tierna candidatura. El mes anterior ya había obtenido licencia para desposar, a la que tan pocas horas le fue dable endulzar los días nublados del gran Capitán.
Notado el idilio por la dueña de casa, al pasar del brazo de Monteagudo, le hizo exclamar: “Observe Ud. a Hércules, teniendo la madeja en que le enreda Onphala. Parece que San Martín vuelve de Libia…”.
Y esta ilustrada señora de ingenio, supo colocarse siempre al nivel de las exigencias, siendo la primera en todas las manifestaciones de patriotismo y caridad. Fue así designada por sus compañeras, para pronunciar el discurso tan sentido como elocuente, el 3 de Julio del año 26, en la Sala Argentina, presentando al General Brown, a nombre del bello sexo argentino, una bandera de Almirante, inscrito entre orlas de laurel, en letras de oro: Al día 11 de Junio de 1826, que terminó con esta frase: “Ofrenda de su admiración, las señoras esperan que os acompañará en los combates que emprendéis en
defensa de nuestra Patria”. El bravo irlandés, todo conmovido, contestó: “Que una vez enarbolada aquella bandera, no vendría abajo, sino cuando cayera el palo, o se sumergiera el buque”.
Un poco antes, nombradas las primeras socias que formaron la Sociedad de Beneficencia, ésta su Secretaria fundadora, ofreció la comida de recepción, a la que, si no faltó ninguna de sus consocias, sí faltaron más de una pieza de su numerosa vajilla de plata, pues marino inglés hubo la habilidad de sustituirlas por loza inglesa, tratando de convencer, que más valor tenía una porcelana china, o cristal de Bohemia, que fuente de plata maciza del Perú. A lo que la anfitriona contestaba: “Sí, pero como ya dejado de ser nuestro el Alto Perú, el Potosí se aleja”.
No impidió esto enviara al contralmirante la bandeja de plata tan elogiada, añadiendo la negrita esclava, recado en su media lengua: “Manda decir mi amita que las naranjas también son para su merced”. El contenido, fruto era del hermoso naranjo de su patio, y el continente, obsequio del señor Lezica, hecho a martillo en Chuquisaca.
Rodeaban a Madame Mandeville, la presidenta de la Sociedad de Beneficencia, Mercedes La Sala, y a su izquierda, la vice-presidenta María Cabrera; en frente, a uno y otro lado de la otra secretaria, Isabel Casamayor de Luca, Doña Joaquina Izquierdo, y Doña Manuela Aguirre, siguiendo las señoras Cossio de Gutiérrez, Foguet de Sánchez, Azcuénaga, Cipriana Viana y Boneo, Isabel Agüero, Josefa Ramos, y Chavarría de Viamont.
Alegre y concurrida tertulia siguió a la comida, en que descollaban por su gracia y las Sosas, López, Sarratea, del Pino, Coronel, Lezica, Lozano, Garrigós, Espinosa, Darragueira, distinguiéndose por su galantería, los jóvenes: Garmendia, Azcuénaga, Alcorta, Terrero, Gómez, (Don Goyito), Wilde, Lezica, Olazábal, Balcarce, Elía, Luca, Calzadilla, Olaguer Feliú, Varela y otros.
Delgada, de baja estatura, no llegó a ser una belleza; al par de la de sus hijas y nietas, remarcables tipos de esbeltez, sobresaliendo, sí, por aquella otra más durable belleza de la inteligencia, como lo comprueba su atracción, rodeada de todo lo más distinguido, y por su gran corazón y obras de beneficencia, que en pos de sí ha dejado. Su fina educación, desde los primitivos tiempos de la Patria vieja, le hacía descollar, así en su fácil expresión en diversos idiomas, cual por su habilidad en el clave, el arpa y el canto.
De su ilustración como escritora, dejan muestra numerosos documentos, en el archivo de la Sociedad de Beneficencia. El General Guido la compara en sus cartas a Madame Récamier, y el poeta Echeverría, oyéndola cantar al arpa sus poesías, en música de Esnaola, la denominaba La Corina del Plata.
En una de esas tertulias, después de encargada la Sociedad del Colegio de Huérfanas, tuvo ocasión de escapar a su saloncito para escribir, entre dos rigodones, la siguiente plegaria:
Oración que se enseñará a los niños expósitos. “Padre Nuestro que estás en los cielos, tú eres nuestro solo Padre ¡por que los que nos dieron el ser nos han abandonado y arrojado al mundo sin guía ni amparo! No los castigues, Señor, por esta culpa, pero dadnos resignación para soportar nuestra horfandad. No permitas que cuando nuestra razón se desarrolle, sintamos odio y rencor contra los autores de nuestra desgracia; que ella nos sirva de ejemplo para no imitarlos; dadnos, Señor, entendimiento para aprender, a fin que podamos adquirir con nuestro trabajo nuestra subsistencia. Haznos humildes, pues no tendremos tantos motivos para que nuestro amor propio sea irritado; dadnos un juicio recto para sabernos conducir; no nos abandone jamás tu misericordia; inspira caridad a los corazones que nos protejan para que no se cansen de nosotros, y haznos, Señor, dignos de tu gloria!”.
Fue, desde antes de su matrimonio, una de las más ricas herederas. La manzana entera, limitada por las calles, hoy Cangallo, San Martín, Cuyo y Florida, se contaba entre los cuantiosos bienes de sus antepasados; la Quinta de los Olivos, desde las “Cinco Esquinas” hasta la Recoleta, y la Chacra de trescientas varas, por legua y media de fondo, desde la lengua del agua, tras la Iglesia de San Isidro, mínima parte fueron de sus cuantiosos bienes.
La sociedad elegante de entonces, como al presente y en todo tiempo, siempre ha sido dispendiosa. Aunque en los tiempos que tradicionamos, al chocolate de la tertulia, no seguía la mesa cargada de flores y frutas, ni la moda de un nuevo traje por noche, ya había empezado a venderse en solares, la gran manzana referida; por sólo catorce mil pesos, la Quinta con lagares y esclavos, en la que ésta escribimos, y posteriormente en diversos lotes, los terrenos de San Isidro, excepto el contiguo al que habitara (actual propiedad de la sucesión Gramajo) que regaló a una de sus íntimas, para tenerla en su inmediación.
La casa que describimos a continuación, de tres altas ventanas con rejas, (apareciendo como en alto) abría su ancha puerta bajo el número 98 de la calle Florida, (numeración antigua), y subiendo sus cinco escalones de mármol, se entraba al patio. Por la primera puerta de la derecha introducíase al gran salón, tapizados sus muros de riquísimo damasco de seda. En medio del techo de espejos, enmarcados en espléndido maderaje, pendía una riquísima araña de plata, y gran chimenea francesa en el centro, había ya sustituido las antiguas copas de bronce con fuego. Muebles de brocato amarillo, bajo cortinaje de lo mismo, completaban su mobiliario; hacia el testero opuesto al alto estrado, el arpa y el clavicordio, donde ensayó el Maestro Parera, la música del Himno Nacional. Floreros y zahumadores en las esquineras, y sobre mesitas o consolas de pié de cabra, altos espejos venecianos, con plateados marcos de lo mismo.
En sus últimos tiempos, lucían una de las rinconeras, entre pebeteros de plata, la taza de Sévres, y grandes floreros que Luis Felipe obsequió a la esposa de su representante, en ocasión de repetidos actos de prodigalidad para el Hospital Francés. Pasando una salita, seguía el gran comedor, con sus altos aparadores relumbrantes de argentería. Antecediendo al salón, el gabinetito de confianza, con elevadas ventanas a la calle. A otro cuarto de entrada, o antesala, se subía por los cinco escalones antedichos, pues, bajo tan altos pisos, había un gran sótano.
Suntuoso era el aspecto de aquel salón donde bailaban la contradanza, el minué, la polka de variadas figuras, en que se lucía el piecesito sobre medias finísimas caladas, o bordadas de oro o acero, zapatitos de raso negro, con atacados; el traje sobre el tobillo; muy tirante la pollera; el talle corto lo mismo; de dos mangas muy anchas, peinetones y peinado de bucles.
De aquel movible jardín de bellezas, destacábase en su salón color de oro, elegante y coquetona, la señora de la casa con su espléndido collar de perlas, pero de menos reflejos que sus pequeños ojos vivísimos; sumamente graciosa y atrayente, derramando gracia su ingenio tan movible como su personita, teniendo una palabra amable para cada uno.
A más del ilustre poeta argentino Don Juan Thompson, su primogénito, y Don Julio Mandeville, Secretario de la Legación Argentina en Londres, (su último hijo), ornato fueron de su salón cuatro bellísimas hijas, tan finas como bien educadas: Clementina, de admirable cuerpo escultural, con cierta tinturita de coquetería de buen tono; la espiritual Magdalena, que tanto era galanteada en francés, como en inglés, idiomas que hablaba bien, pero no mejor que el de sus expresivos ojos, sumamente habladores; Florencia, preciosa, fina, delicada, tipo algo ideal, que descollaba en la danza por su agilidad, y la Albina, la blanca Albina, tocando el arpa admirablemente como ninguna en su época: sus manos lindísimas y casi transparentes, recorrían las cuerdas arrancando mágicos sones, que iban a levantar eco en más de un corazón. Completaba grupo tan interesante el Señor de Mandeville, Cónsul General de Francia por muchos años, esbelto y buen mozo, de distinguida y antigua familia, vivo, inteligente, atrayente; tocaba todos los instrumentos en los cuartetos o quintetos que se improvisaban, supliendo el eximio aficionado cualquier instrumento que faltaba.
El Dr. López, recuerda con cuanto tacto y disimulo la Señora de Mandeville, con su gran talento, educaba indirectamente, de una manera hábil, a jóvenes del tiempo, en que lo eran, Alberdi, Gutiérrez, Florencio Varela, etc.
Refería en la conversación los defectos y malas costumbres adquiridas sin pensar, y ellos se reían, repitiendo sottovoce: “Al que le caiga el sayo, que se lo ponga”. Quería mucho a la juventud que daba esperanzas para la felicidad del país. ¡Hasta dónde el roce de la mujer de distinción, acaba disimuladamente de completar la educación en cuantos le rodean! Y este es uno de los descollantes méritos de tan gran dama, así en lo político, como en lo social.
Empezó por reunir sus amigas para adquirir los fusiles que armaron a los Patricios, ofreciendo banderas por sus propias manos bordadas, reuniendo luego en su salón cosmopolita, extranjeros y nacionales de todas las opiniones, cual en oasis donde todos se encontraban bien, en suave atmósfera de tolerancia; como empezó por ser secretaria de la Sociedad, que llegó a ser Presidenta. Fundó la primera Escuela de ambos sexos en la campaña, y también la Escuela Normal, convirtiendo su salón en escuela de buenas costumbres, de elegancia, de buen tono. Su prolongación no fue sólo en los frecuentes almuerzos y meriendas (Quinta de los Olivos), a la sombra del primitivo que dio nombre a ésta donde escribimos, sino también en la referida Chacra de San Isidro, al pié de sus barrancas, y en el Bosque Alegre, las cacerías de patos en la playa del gran río, empezadas, concluían por improvisados bailes, en el antiguo solar de sus abuelos, tras la Iglesia del Santo Labrador. Hotel de Madama Mariquita, llamaban a este antiguo caserón, (Colegio de Aravena, posteriormente) los oficiales de la Escuadra, por la hospitalidad con que se les obsequiaba.
Al recordar que Don Vicente Fidel López, es el único superviviente de sus contertulianos de aquella generación, de que el sabio Don Diego Alcorta fue Profesor de Filosofía, el acaso nos trae, de su última amiga, la cartita que extractamos. Ella, la Señora Casamayor de Luca, y Spano de Guido, fueron sus más íntimas. Consolando a una de sus nietas, escribe a las noventa y seis navidades, con letra nada trémula, la solitaria de San Isidro: “Se por una cruel experiencia que en las pérdidas irreparables, sólo el tiempo tiene el poder de dar el ánimo y la calma. Me refugié en mi Quinta, inmediatamente después de haber recibido uno de esos golpes terribles que casi matan, y en mi desesperación me dije: Yo también voy a desaparecer para siempre del mundo. De esto hacen ya treinta años, y desde entonces vivo aislada la mayor parte del tiempo, completamente sola, y al fin he conseguido saber que la soledad tiene también sus ventajas; pero para tenerlas, es preciso que la soledad sea absoluta; si se abre una brecha en ella, desaparece”.
También eran, sus asiduas en aquella época, las señoritas de Arana, Beláustegui, Cordero, Lahitte, Garrigós, Vélez, Castelli, y los jóvenes Avelino y Mariano Balcarce, Lozano, Esnaola, Terreros, Peralta, Arenales, Riglos, García (Doroteo), Casajemas, Posadas, Gowland, Alvear, (E.) López, (F.) Azcuénaga, Lahitte, Olaguer, Alcorta, Pinedo, Esteban Moreno, Faustino Lezica, Lorey, Treserra, Cherón, Du Brossay; luego sus hijos políticos, los cuatro últimos.
Sin el temor de no ensartar rosario más largo que de quince misterios, otros tantos nombres conocidos podríamos agregar, pues, sólo desde la moderna introducción de la tarjeta de visita, unos cuantos miles de ella, colecciona el libro de la amistad de tan digna dama, con religioso cariño conservado. Y esta noble amistad de larga consecuencia, por tantos años prolongada, herencia ha sido de una, dos y tres generaciones. No fue Santiago Estrada el único intelectual de nuestra generación, que galanteara vecinas de la calle Florida en 1866, en aquel salón y ante la misma dueña de casa, a cuya mesa de malilla se habían sentado sus abuelos, sesenta años antes.
Hace más de treinta años, una de las últimas veces que tuvimos el gusto de verla, la encontramos limitando por Francia e Inglaterra, es decir, entre sus representantes. Acompañando nuestro buen padre, a felicitarla en el arribo de su hijo, Don Juan Thompson, referíamos al ilustre poeta, cómo un año antes instalamos en la capital de Corrientes, la Redacción de “El Nacionalista”, en la misma casa de las Señoras Berón de Astrada, donde veinte años atrás había él fundado otro periódico liberal, órgano de la “cruzada libertadora” del ejército de Lavalle. La animación que resurgía en el patriota tales recuerdos, fue interrumpida, al interrogar el contralmirante francés:
- Madama. ¿Cómo Vd. tan amante de todo lo que es francés, y esposa de uno de sus representantes, no ha llegado en sus viajes á Francia?
- Por el canto de la uña – contestó con gracia.
- No comprendo, señora, tan distante de ésta mi tierra, y tan cortas que usan aquí las uñas
- Ahí verá Ud. Señor contralmirante. Cuando en vísperas del bloqueo francés empezó a ser mal visto mi esposo, Cónsul General, tuvo que salir para Francia. Acreciendo sus dolencias, menos por obligación que por cariño, creí deber ir a cuidarle. Mis hijas estaban ya casadas, y éste, mi Juan, no podía volver al país, declarado salvaje unitario. ¿Qué le parece, señor contralmirante? No siendo francés idioma pampa, ¿le pronuncia muy mal este salvaje de ella?
- Oh! Madama! Salvajes con la ilustración de Mr. Thompson, tan reputado hombre de letras, codiciaríamos muchos en Francia.
- Bien; en ese más prolongado eclipse de mis amigos, aunque muy miedosa para el mar, decidí embarcarme. Hasta Montevideo fui bien, pero al llegar a Río Janeiro, tan deshecha pamperada azotó la barca de vela que me conducía, que no obstante llamarse “La Esperanza” sin ésta quedé, de ver más a mis hijas. Pero, al fin, la espléndida Bahía de Río Janeiro, tranquilizó mi espíritu y el mar. Allí no iba tan mal, rodeada de la primera sociedad, en Corte que damas y caballeros son tan amables y obsequiosos. Jóvenes como Diego Alvear, Posadas, Costa, la familia Vernet, Daniel, Carlos y Eduardo Guido, me hicieron con sus atenciones y cuidados olvidar los sufrimientos de la tormenta. Al día siguiente de un baile de Corte, (todavía ésta, mi nieta Florencia, guarda el vestido, con el cual, del brazo del ministro argentino, General Guido, hice vis-a-vis al joven Emperador), me invitaron para una merienda bajo la cascadiña en Tijuca, donde el Marqués de Caxias me ofreció una manzana, que si no fue la de Eva, casi casi fue la de mi perdición. Notando en sus rubicundos colores, pequeña picadurita, rasqué un poco la corteza. ¡Quién le dice a Ud. que amanecí con todo el dedo hinchado, hinchazón que al segundo día avanzaba a la mano, y al tercero, por todo el brazo, con agudos dolores! Este segundo susto me hizo reflexionar, y me dije: “¿Donde vas, Mariquita? ¡Vuélvete!” Bien pudiera recaer o sorprenderme grave enfermedad, y en viaje tan largo, acompañada sólo de una sirvienta de confianza, no me decidí a cruzar el Océano. Recibí mejores noticias de mi marido, y el amor de un hogar que todavía podía rehacer para mis nietas, me retornó a la playa natal. No recuerdo día de mayor satisfacción, como el que volví a entrar áaésta mi casita de la calle Florida, donde nací, he pasado ochenta años y espero acabar en ella. Aún para morir, en ninguna parte se halla uno mejor que en su rinconcito de casa propia. . . .
Y a ese espíritu fuerte, que cual lámpara de aceite íbase apagando lentamente, veíamos salir de nuestra Iglesia parroquial los domingos, del brazo de una u otra de sus rubiecísimas nietas, de aquella misma Iglesia de la Merced, cerca de cuya pila bendita, setenta años antes, otros muchos domingos, repetía al esbelto joven que le alcanzaba el agua: “Por más que se opongan, siempre de Thompson”. Todavía pocos días antes a su fallecimiento, concurrió allí con su lujoso vestido recién traído, conducida por una de esas bellezas.
Dotada de una inteligencia superior, como la mujer más ilustrada de su época, Rivadavia la inició en la idea de formar una Sociedad de Beneficencia, que a la vez que elevara el nivel intelectual de la compañera del hombre, le abriera más vastos horizontes por su mejor preparación. Medio siglo más tarde, Sarmiento también encontró en ella la más hábil coadyutora para las reformas de la educación, según el sistema norteamericano. Desde los Jardines de Infantes, escuelas de ambos sexos, en la ciudad y campaña, hasta la Escuela Normal de mujeres, la enseñanza superior con las profesoras traídas de Norte América, todo progreso tuvo implantación bajo su Presidencia.
Nació con la aurora de este siglo, (anticipándose a su siglo) en la casa que el señor Sánchez Velazco edificó ciento veinticinco años ha. En el último invierno de la vida, al través de los cristales de su aposento, a los que le aproximaba su cariñosa Florencita, divisaba melancólicamente, caer las hojas del decrépito naranjo, plantado en el centro del ancho patio el día de su nacimiento. Al través de las rejas de esa ventana interior, era su postrera recreación su verdor y sus flores. Recordaba, cómo le había dado sombra por toda la vida, y también los azahares de su velo de desposada. Ellas blanqueaban ahora al pié del tronco que se curvaba ya hacia la tierra, semejando pálida mortaja próxima a cubrir sus restos. Refería que ni el sabio Bonpland, ni Holemberg, lograra extirpar el hormiguero criado en su tronco, cómo las amenas pláticas que bajo el follaje coronado de doradas frutas, distrajeron sus horas en distintas épocas, con el Mariscal Santa Cruz, el Conde Waleski, Mackau y el Marqués de Caxias, pues honrada había sido con la amistad de todos los notables y hombres de letras que concurrieron a centro tan culto y agradable.
Una imaginación viva y abierta a todas las impresiones de lo bueno y de lo bello, indulgencia notable, y urbanidad exquisita, daban a su trato, a sus confidencias y a sus cartas, cierto encanto que constituía el amable imperio ejercido sobre su virtud. Por esto, el reloj que desde la chimenea de su alcoba, marcó la hora de su muerte, había señalado muchas veces a Saavedra, Belgrado, Rivadavia y Pueyrredón, a Presidentes, Ministros y Diplomáticos la hora de sus tareas, detenidos por su atrayente conversación. Aquel reloj sigue parado en su última hora, y ¡doble coincidencia! decrépito y carcomido, secándose el árbol plantado a su nacimiento, murió con su dueña.
De opuestas ideas a su íntima superviviente, treinta años ha secuestrada en la soledad de su Quinta, Madama Mandeville, quería morir como había vivido, rodeada de las flores por sus propias manos cultivadas, que perfumaron su vida, y de la amistad que endulzó sus más bellas horas. Y así en sus conversaciones, recordaba las últimas amigas con que había tomado mate a la sombra del histórico naranjo, señoras de: Telechea de Pueyrredón, Correa de Lavalle, de Zumarán, de Angelis, Villanueva de Armstrong, Reinoso de Pacheco, Plomer de Lozano y la Marquesa de Forbin-Jackson.
Fuente
Patricios de Vuelta de Obligado
Obligado, Pastor – Tradiciones de Buenos Aires (1580-1880).
www.revisionistas.com.ar