sábado, 11 de julio de 2015

MANUEL ALVAREZ EL PRIMER MEDICO EN BUENOS AIRES,

MANUEL ALVAREZ

EL PRIMER MEDICO EN BUENOS AIRES,  ENERO DE 1605


Manuel Alvarez era «surujano»
.
¿Cómo fueron los inicios de la profesión médica en un lugar como la actual capital argentina, que hasta bien entrado el siglo XIX era poco más que una aldea? Las actas del Cabildo bonaerense contienen riquísimo material histórico sobre ese y otros aspectos de la vida en la ciudad. Con la ayuda de diversas fuentes historiográficas, el investigador Héctor A. Cordero reconstruye los primeros pasos de la ahora pujante urbe.

El primer médico que ejerció su profesión en la ciudad de que tenemos noticias fue Manuel Alvarez. No se ha hallado constancia de otro que lo hiciera antes que el nombrado. La presentación que hace al Cabildo en 24 de enero de 1605, acompañado por el regidor Pedro Morán, no dice que es médico precisamente, sino cirujano. «Surujano», escribirá el redactor del acta de la fecha; posiblemente lo pronunciara de esa manera. Manuel Alvarez entró en la sala de sesión y «pidió se le recibiese por cirujano»; dijo que «se obligaría a curar españoles y naturales» en la ciudad; «curar y sangrar a todos de las enfermedades que tuvieren, y acudiendo a todo como se debe y es obligado». Como se debe y es obligado, justo juicio sobre su responsabilidad. Naturalmente, si nuestro primer médico aceptaba la responsabilidad de su cargo, de su función, también puso de manifiesto sus derechos, y pidió «se le señalase estipendio y salario».
«Solicita se «le den cuatrocientos pesos en los frutos de la tierra a precio de reales, y además de ésto, le paguen las medicinas y ungüentos que pusiere». A los cabildantes les pareció muy caro lo requerido, y las exigencias de Alvarez no fueron aceptadas. El cirujano se retiró de la sala. No sabemos qué habrán dicho los señores del Cabildo; tal vez, expresado enojo por las desmedidas pretensiones del médico.
Y debieron tener razón, porque en la sesión efectuada el 31 de ese mismo mes, en un momento dado «entró el cirujano y dijo que aceptaba el concierto del salario que se le ofrece de cuatrocientos pesos»; nada se dice allí del pago de los ungüentos y medicinas, pero sí en el contrato que se firma el 7 de marzo. En el acta se lee: «el Cabildo lo dé cobrado y por tercios del año». Hubo acuerdo esta vez, y el doctor Alvarez firmó su conformidad.»

De El primitivo Buenos Aires, por Héctor Adolfo Cordero. Segunda edición. Plus Ultra, Buenos Aires: 1986

La alimentación en la Buenos Aires colonial

La alimentación en la Buenos Aires colonial


  La historia de Buenos Aires es un tesoro que se descubre de a poco. La ciudad tiene bajo su suelo un valioso patrimonio histórico demostrado en las diversas excavaciones arqueológicas. Ese patrimonio, ya reconocido por la sociedad, es estudiado e intenta servir para su preservación y los hallazgos obtenidos pueden contar, inclusive, qué y cómo se alimentaban los habitantes de Buenos Aires en épocas de la colonia.
  Mario Silveira, investigador del Centro de Arqueología Urbana de la UBA, especializado en zooarqueología, (el estudio de las faunas de sitios arqueológicos.) ofreció la charla “Genealogía de una ciudad: los habitantes de la Buenos Aires colonial y su alimentación” en el marco del Ciclo de Conferencias organizado por el Centro Cultural Rojas en la Sociedad Científica.
  Silveira, experto en realizar trabajos sobre los restos óseos que aparecen en los sitios arqueológicos detalló que “esto nos cuenta cuál fue la subsistencia de un grupo o de los habitantes de la ciudad de Buenos Aires de los distintos estratos sociales”. Para ello se estudiaron los restos que había en los basureros de la época y que fueron rescatados gracias a las excavaciones realizadas por Arqueología Urbana de la UBA.
  “Lo que tratamos de conocer es cómo era la comida en el pasado”, aseguró el investigador para quien “la comida es algo más que un sustento y que calorías. Es casi como el lenguaje; hay una forma social de comer”.
  Silveira distingue dos claras fronteras para la comida en el Río de la Plata. La primera se establece cuando llegan los españoles, “ahí se exporta un sistema de comida indígena y entra una forma de comer traída desde España”. Es forma de comer “colonial” llega hasta mucho más allá de la época colonial, “hasta mediados del S XIX, diríamos hasta poco después de la caída de Rosas”.
  La primera frontera es la caracterizada por la “comida indígena, comen pescado, la caza y consumo de venados y perdices”. La pampa era habitada por los querandíes (nombre dado por los guaraníes ya que en su dieta diaria consumían grasa de animal y significa "hombres o gente con grasa"). Por cierto que tenían una costumbre extraña, “cuando las langostas copaban los campos, quemaban la maleza, los restos eran molidos convirtiéndolo en harina y la comían”. Ni bien se funda la ciudad hacia 1580 se establece una manera de distribuir la carne. Por cierto, esto lo disponía el Cabildo quien hacía una especie de licitación “veía quién y cuánta carne ofrecía durante un año”.
  En esa época se faenaba de manera muy primitiva y se vendía por cuartos. “Esa carne era dura y nos da pautas para saber cómo se cocinaba. La carne era el ingrediente principal en las comidas de la época”. La carne era tiernizada hirviéndola durante mucho tiempo. El puchero no faltaba como así tampoco la sopa. Esta era la entrada de cualquier menú. El locro y los guisos eran menús típicos”, sostuvo Silveira.
  En cuanto al valor, “la carne era muy barata. En proporción, el azúcar y la yerba costaban entre 20 y 30 veces más que la carne”. Esto hace suponer que la carne era consumida en todos los estratos sociales.
  La feria más importante se asentaba en la plaza que estaba frente al puerto. Ocupaba dos manzanas y asentando la mercadería en el suelo, se disponían los puestos para la venta. La pieza frita de pescado era la comida “al paso” que los habitantes tenían en la época colonial, similar al “pancho” actual.
  Hasta mediados del siglo XVIII se mantuvo el sistema de licitación anual por el Cabildo y ya existían tres mataderos en la ciudad.
  Uno de los problemas básicos que tenía la ciudad era dónde tirar la basura. “Como no había recolección, era una cosa terrible. Se encontraba de todo, restos de animales y hasta esclavos” aseguró el investigador. Esto se descubrió en las excavaciones de los basureros. De acuerdo a los hallazgos, se determinó que en la Buenos Aires colonial “casi todos tenían quintas”. Los habitantes eran además grandes consumidores de verduras y frutas. “se encontraron semillas de zapallos, carozos de duraznos, ananá, pelones, higos, naranjas, etc.
 . Fuente: Télam-UBA.



ESCUELA DE NÁUTICA

ESCUELA DE NÁUTICA


La Escuela de Náutica de Argentina fue fundada a finales de 1799 por Manuel Belgrano, uno de los padres de la patria argentina y por Ventura Miguel Marcó del Pont, Síndico del Consulado de Comercio.-

La historia de la Primera Flotilla Mercante Armada de Buenos Aires, fue tan heroica como efímera. En el breve período entre 1800 y 1803; nació, se cubrió de gloria y desapareció sin casi dejar rastros. La cúspide de gloria estuvo dada por la Batalla de Bahía de Todos los Santos, Primer Combate de la Historia Naval Argentina. Sus héroes no pasaron al bronce ni al mármol, pero sus herederos de la Marina Mercante Argentina nunca dejamos de recordarlos, conmemorarlos y emularlos.
Desde los lejanos tiempos de la conquista, para los vecinos de puertos y ciudades de ultramar, tanto como desde siempre para los peninsulares, era tan común entrar en guerra contra Portugal; Francia o Gran Bretaña, como hacer las paces, o, incluso aliarse fraternalmente a ellas con la misma naturalidad con la que algún tiempo antes se las había combatido a muerte. Particularmente en el Río de la Plata, el enfrentamiento permanente era entre españoles y portugueses por la posesión de la Colonia del Sacramento en la costa enfrentada a la capital virreinal: Santa María de los Buenos Aires.
La entrada en vigor en 1778 del Real Reglamento de Aranceles de Comercio Libre, junto al permanente arribo de toneladas de plata provenientes del Alto Perú que partían hacia España, aumentaron notablemente el volumen del comercio de Buenos Aires. Esto no pasaba inadvertido a los portugueses e ingleses, sobre todo en tiempos de guerra. Las naves españolas, cargadas de valores, eran atacadas en alta mar por los mismos mercantes que comerciaban en el mercado negro de los puertos cercanos a Buenos Aires o Montevideo.
En marzo de 1797, “…deseando el Rey fomentar en sus dominios de América el armamento de Corsarios que protejan nuestras costas y hostilicen al enemigo…” firma en Aranjuez esta Real Orden, “… concediendo con este objeto las gracias y franquicias que proporciona a los que armen en corso la ultima ordenanza de este ramos…”.
Esta orden hace eco inmediato en el Real Consulado de Buenos Aires. Este tribunal que reunía a los más poderosos comerciantes de la próspera capital, había sido erigido para estímulo del comercio, la industria y la educación especializada, apenas tres años antes. Al frente de la Secretaría, y a título Perpetuo fue designado directamente por S.M. el joven abogado porteño Dn. Manuel Belgrano, universitario formado en los claustros salamantinos, de gran visión y claras ideas sobre las potencialidades de su tierra natal.
Su puesto en el Consulado sirvió para difundir esas ideas de desarrollo e intentar concretarlas. Una de las más interesantes tuvo su hora el 25 de noviembre de 1799, cuando en una de las salas del tribunal consular se inauguraban los cursos de la Escuela de Náutica, que a semejanza de las establecidas en la Península, fue erigida bajo la protección del Real Consulado. Era la consagración de una de sus ideas más fuertemente promovidas. Belgrano había observado, estimulado por la lectura de Jovellanos y otros singulares contemporáneos, la importancia estratégica de la posesión de una flota mercante.
El establecimiento de la Escuela de Náutica, reforzó la añeja rivalidad entre Buenos Aires y Montevideo. Aquella era la capital virreinal y este un excelente puerto de mar, pero el comercio de la Reina del Plata era cinco veces mayor que el de su vecina cisplatina. Para colmo, la Comandancia de Marina del Río de la Plata -inspectora natural de las eventuales Escuelas de Náutica que pudiesen crearse- no se encontraba en la capital sino en el puerto oriental.
En esta coyuntura, la colaboración que prestaba la Armada al comercio de Buenos Aires, no era precisamente perfecta. Las pasiones humanas competían con los ideales del deber, amparados por la lejanía de la Metrópolis. A la hora de patrullar y combatir a los corsarios enemigos que asolaban a los buques españoles en tránsito hacia y desde Buenos Aires, siempre había plausibles fundamentos -ciertamente muy relacionados con la realidad colonial- para no salir a navegar: cuando no faltaban velas, cabuyería o pólvora; hacían falta marineros, pilotos o prácticos experimentados en la riesgosa navegación del inmenso Río de la Plata.
Los ataques portugueses ya eran alevosos. Las impunes naves enemigas podían verse en el horizonte argentino del río. Colmada la paciencia y exasperados por las cuantiosas pérdidas económicas, en noviembre de 1800, a instancias de Belgrano, la Junta de Gobierno del Real Consulado porteño resuelve recaudar fondos para armar buques mercantes en corso para la defensa de la ciudad y el comercio. Para ello se cobraría un Derecho de Avería del 4% a las importaciones y de la mitad para las exportaciones.
La Navidad de 1800 encontró a los miembros del regio tribunal ensimismados con los arreglos administrativos referentes a la compra y entrega del bergantín estadounidense “Antilop”, que había sido el elegido para encabezar la Armada de Buenos Aires.
Su precio había sido convenido en 11.000 pesos corrientes, que fueron abonados a su capitán con fondos de la Tesorería consular, previo acuerdo y visto bueno del Marqués de Avilés, virrey del Río de la Plata. El virrey había ya expresado su urgencia para que
“… pueda sin más demora proceder a activar las disposiciones concernientes á su apresto y pronta habilitazion, realizando el armamento qe tiene ofrecido pª concurrir de su parte á la defensa del comercio por medio del predicho Bergantin y otros buques que pueda proporcionarse, ya que el Navio Pilar (de la Real Armada. N. del A.) no remitió á propósito, y qe en estos puertos no hay otro alguno de su porte que poder subrrogar en su lugar…”
El “Antilop” era un bergantín guarnido como goleta, artillado con 4 carronadas cortas de a 16 libras; 10 cañones de a 10´ (5 en la banda de babor y 5 en la de estribor; todos sobre la cubierta principal y con sus correspondientes troneras), y otros 4 de a 4´.
Finalizados los trámites administrativos, el 28 de marzo de 1801, el buque del consulado se encontraba fondeado en las Balizas, frente a Buenos Aires. Ese día todo relucía particularmente; sus guarniciones habían sido renovadas: velas, cabos, amarras. Pilotos, marineros, artilleros y los granaderos que componían su guarnición militar estaban formados sobre la cubierta, impecablemente vestidos con sus correspondientes uniformes, orgullosos de su nave.
El Consulado había confiado el comando en el capitán mercante, Dn. Juan Bautista Egaña, un prestigioso criollo, fogueado en las lides de la mar que prestaba servicios en el puerto del Callao (Perú). A la hora señalada, varias lanchas acercaron a la nave a los miembros del Consulado, quienes encabezarían una particular ceremonia. Sonaron silbatos indicando órdenes desconocidas para el común de las gentes de tierra. Todo se puso en su sitio.
El Prior y el Secretario del Consulado pronunciaron sendos discursos arengando el fervor patriótico de la tripulación encargada de la defensa de la ciudad y su comercio. Se designó formalmente a Egaña capitán de la nave, que a partir de ese instante llevaría el nombre del Santo Patrono del Consulado: “San Francisco Xavier”, aunque todos conocerían al buque por su alias de “Buenos Aires”, pues ese nombre llevaba escrito en su popa, designando a su puerto de Matrícula como a su propietario.
Se hizo un solemne silencio mientras por la driza del pico de la cangreja se izaba el magnífico pabellón mercante del Río de la Plata , acompañado por el correspondiente toque de silbato. Al llegar al tope, la quietud del río se estremeció por el bramido del cañonazo con que se afirmaba el pabellón. Toda la tripulación e invitados rompieron en gritos de alegría y vivas a España y al Rey.
Abastecido de personal -a través de las “levas” que se hacían periódicamente en los puertos de Buenos Aires y Montevideo-, de guarniciones, munición y alimentos, zarpó de las “Balizas” en su viaje inaugural, el 11 de abril, llevando a su bordo varios cadetes de la Escuela de Náutica quienes, según su instituto, y por especial iniciativa de su Segundo Director -el piloto mercante corcubionés Dn. Juan de Alsina- pues se inclinaba decididamente hacia la enseñanza práctica. Según su idea, los cadetes “…debían saber cortar las jarcias, y otras faenas, para que cuando sean jefes, conozcan aquello que van a mandar…”.
Junto a su compañera, la goleta “Carolina”, adquirida también por el Consulado porteño, se dedicaron al patrullaje del Río de la Plata, persiguiendo a los corsarios portugueses y evitando sus tropelías. La iniciativa de Belgrano daba frutos concretos, y el comercio estaba protegido por una fuerza naval propia con un poder disuasorio suficiente.
La helada mañana del 25 de agosto de 1801, zarpa el “San Francisco Xavier” en el viaje de corso que lo llevaría a la gloria. La patrulla se extendería hasta donde fuese necesario. Recorrieron la costa sur de Buenos Aires, para luego subir por la costa oriental del Uruguay y más allá hacia el norte.
El amanecer del 12 de octubre, encontró al “Buenos Aires” a 8 leguas al sudeste de la barra de la Bahía de Todos los Santos, al norte del Brasil. Desde la cofa del trinquete, el vigía anunció tres velas unidas.
Egaña dio las órdenes para arribar sobre ellas. Eran un paquebote armado en guerra, y dos mercantes a los que comboyaba: un bergantín y una zumaca. Serían los mismos de los que le habían dado noticias a Egaña los prisioneros portugueses que llevaba a su bordo.
El paquebote de guerra “San Juan Bautista”, armado en guerra con más de 20 cañones de gran calibre, izó las señales de reunión, a lo que los mercantes respondieron de inmediato. Al punto Egaña ordenó zafarrancho: Aprontar velas, armas mayores y menores, agua y arena para los incendios, municiones, aclarar los cabos, etc… Se aproximó a las naves portuguesas, y estando a tiro de cañón, enarboló su pabellón español de primer tamaño, afianzándolo con su correspondiente cañonazo; los adversarios ejecutaron igual maniobra, y a las 7 de la mañana, apenas clareaba el día, rompieron el fuego por ambas partes. En ese momento quedó perfectamente clara la diferencia de poder de fuego entre el “San Francisco Xavier” y sus oponentes, tal como le habían predicho a Egaña. Aun así, los primeros disparos no surtieron mayores efectos, sobre todo porque el portugués se afanaba en desarbolar el bergantín porteño.
Egaña aprovecho el tiempo y el entrenamiento de su tripulación, para generar varias escaramuzas con el objeto de verificar cuáles podrían ser sus ventajas sobre el enemigo, quien lo superaba claramente en poder de fuego. A poco andar pudo observar que su preeminencia radicaba en el poder de maniobra del “Buenos Aires”. En él Egaña haría pivotear el combate para intentar volcarlo en su favor. No se podía arriesgar al combate de artillería, la diferencia era abismal; debería forzar a los portugueses a maniobrar de modo tal que pudiera abordarlo.
La confianza de Egaña en el valor y destreza de su gente, se emparejaba con la que tenía en su nave y en su propia idoneidad en los arcanos de la mar.
Resuelto el capitán criollo a la acción, y a darle la victoria a las armas de Su Majestad, ordenó largar todo aparejo en ademán de huir, a fin de engañar al enemigo, llamando toda su atención a su maniobra. Por su parte, el capitán del paquebote portugués, persuadido como estaría de la victoria, descuidó el buen arreglo que había mantenido durante el corto combate y, sin contención, dispuso largar “cuanto trapo podía” haciendo los mayores esfuerzos para alcanzar a los huidizos españoles. En ese estado de la persecución, viró Egaña repentinamente “por avante”, quedando “de vuelta encontrada” con el enemigo.
En pocos minutos las bordas del “San Francisco Xavier” y del “San Juan Bautista” quedaron enfrentadas y a tiro de fusil. Antes de que los portugueses pudieran salir de su asombro, el bergantín porteño descargó toda la artillería que tenía previamente lista con bala y metralla, para cubrir el abordaje.
Las descargas de bala, metralla, palanqueta y pie de cabra que efectuaba el paquebote lusitano, no surtían efecto en la tripulación de Egaña que se encontraba íntegramente tendida sobre cubierta; pero hicieron estragos en la arboladura del trinquete del “San Francisco Xavier”, provocando severos incendios en el velamen.
Con su autoridad e idoneidad, el capitán criollo había adiestrado tan disciplinadamente a su tripulación, que ningún contratiempo distraía su atención. Ordenadamente disparaban la artillería, la fusilería y “esmeriles” de las cofas. Los granaderos hacían estragos con sus granadas de mano. El desorden y horror provocado entre los portugueses, abrió paso a los 36 hombres del “San Francisco Xavier” quienes, a la voz de Egaña, abordaron el paquebote, con sable y pistola en mano.
En el combate cuerpo a cuerpo, los bravos españoles y criollos no tardaron mucho en superar ampliamente a los sorprendidos portugueses que se defendieron con valor y coraje. En medio del fragor del combate, entre disparos,humo de pólvora, golpes de acero, fuego y charcos de sangre; un marinero del “Buenos Aires”, eludiendo a la muerte a cada paso, corrió evadiendo directamente hacia la popa del paquebote.
Un solo objetivo nublaba su visión: Obsequiar a su bravo capitán el Pabellón de Guerra Portugués, el premio que tanta bizarría merecía. Al llegar al sitio del honor, los siete escoltas de la Bandera de Guerra, atacaron al marinero Manuel Díaz con fiereza. Nada podría interponerse entre este bravo marinero canario y ese pabellón.
Un portugués le asesta un chuzaso en la sien, a lo que el canario responde con un certero pistoletazo que le vuela la sien. Hiere a unos y ahuyenta al resto, corta la driza y recibe su tan ansiado trofeo. El Pabellón de Guerra cae tersamente en las manos de Díaz, condecorándose con la valiente sangre de los hijos de Portugal que el marinero llevaba entre sus dedos.
A las 10:30 de esa mañana, el paquebote se rendía bajo el pabellón de España. Habían muerto 7 portugueses, entre ellos su piloto; y otros 30 salieron heridos, contando a su capitán, quien lo estaba de gravedad. El propio Egaña había recibido dos serias heridas. Los dos mercantes portugueses, al percibir la derrota de su escolta, forzando la vela, se pusieron en huida hacia el puerto de Bahía desde donde habían zarpado.
Egaña encargó a algunos de sus oficiales el cuidado de su presa y, desatracándose de ella, se dispuso a la persecución. A pocas millas los apresó a ambos, descubriendo que en el bergantín llevaban 250 esclavos, y la zumaca estaba cargada de carnes.
Ante tan apretada circunstancia, viéndose Egaña con tres buques apresados y 160 prisioneros, resolvió embarcar a estos en la nave de menor entidad – la zumaca -, y devolverlos al puerto de Bahía de donde habían partido, llevando en triunfo Buenos Aires al paquebote y el bergantín portugueses. La alegría entre la tripulación era tanta, que en Acción de Gracias, Egaña ordenó celebrar una “función” litúrgica, junto a su tripulación, en honor a Nuestra Señora del Pilar, por ser ese día del combate, el de su solemnidad.
El alborozo de los porteños a la llegada de la “Flota” no tenía comparación. En el muelle se apiñaban los curiosos para vivar al valiente capitán, cuyo buque se erguía orgulloso sobre el manto de plata del anchuroso río, escoltando a sus presas. Los miembros del Consulado, acompañaron a Egaña y al valiente marinero Díaz hacia el Salón Noble del regio tribunal, para expresarles la gratitud del “Comercio” y de la ciudad toda. A Egaña se le honró con el asiento del Prior, y a Díaz con el de uno de los Cónsules. La multitud, desde la calle, escuchó atentamente a través de los amplios ventanales enrejados, los laudatorios discursos.
Como premio a tan valerosa acción de guerra, se obsequió a Egaña con un “sable con su cinturón a nombre de este Real Consulado con Puño de Oro y las armas de este mismo Cuerpo con la inscripción correspondiente que en todo tiempo acredite su valor y pericia”, y al marinero Manuel Díaz, la Junta de Gobierno le concedió “un Escudo de Plata con las armas de este Real Consulado para que lo lleve en el brazo derecho en memoria de su valor y desprendimiento con su correspondiente inscripción”. Asimismo el Consulado “informará de la acción a S.M. con toda energía, y suplicándole le conceda los honores de Teniente de Fragata”.
El año de 1801 pasó sin mayores sobresaltos. Los buques del Consulado continuaron patrullando las costas, desde “La frontera” en Carmen de Patagones, hasta el Brasil, llevando a su bordo cadetes de la Escuela de Náutica, tanto en puerto como en navegación.
A pesar de los resultados positivos, oscuras presiones ejercidas desde el anonimato por sicarios que veían en la “Armada de Buenos Aires” la evidencia de su inoperancia, hizo que esta vea el fin de sus días de gloria para las Armas de S.M..
En febrero de 1802, se abría un “Expediente formado para la venta de la Goleta nombrada Carolina perteneciente al Real Consulado, y el Bergantín San Francisco Xavier Alias Buenos Ayres”.
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Escuela Nacional de Náutica Manuel Belgrano
Historia y Arqueología Marítima (Histarmar)
Portal www.revisionistas.com.ar
Vázquez, Horacio Guillermo – Glorioso origen de nuestra Marina Mercante
Se permite la reproducción citando la fuente: www.revisionistas.com.ar


viernes, 10 de julio de 2015

Salón de Madame Mandeville

Salón de Madame Mandeville



Salón de Madame Mandeville, ubicado en el solar que hoy ocupa Florida 271, en Buenos Aires
Era este salón el más concurrido desde antes de llevar ese apellido la señorita Sánchez, que fue igualmente señora de Thompson, tres nombres distintos y una sola verdadera.  Fue también el más largo, no sólo por sus trece varas de longitud y seis de ancho, en el que llegaron á bailar sesenta parejas á la vez, sino porque reunió lo más selecto de nuestra sociedad.  Desde antes de 1806, hasta después de 1866, en largo medio siglo, con breves interrupciones, pasó por él cuanto de notable llegaba al país.  Tan consecuentes fueron sus comensales, que todavía en ésta última fecha, concurrían treinta años ha, algunos de la juventud elegante de 1837.

Ya el año de la Reconquista se reunían en torno a la mesa de malilla, las bellezas de su tiempo, rodeando al Virrey de la Victoria, y codeándose Pueyrredón, Sáenz Valiente, Sarratea, Lezica, Escalada y Almagro, con Beresford y sus ayudantes, que hallaban en tan amable sociedad lenitivo a sus breves horas de prisión.
No fueron meras sonrisas de banalidad, efímera galantería ó crítica de modas, lo que en ese ambiente de tolerancia y cultura se desarrollaba.  Entre dos amables cortesías, San Martín combinaba con el mayor Alvear, el color del uniforme y equipo del “Regimiento de Granaderos”, que ambos organizaban, entrando allí al pasar para el Cuartel del Retiro, (1812); como Rivadavia, en otro ángulo del salón, daba los últimos toques al “Reglamento de la Sociedad de Beneficencia” (1822), y en 1826, el Almirante Brown, ofrecía al general Balcarce bautizar con su nombre el buque más velero de la Escuadra, en recuerdo del que firmó el parte de nuestra primera victoria.  Mientras señoritas y caballeros flirteaban entre la danza, la amable dueña de casa, dábase tiempo para secuestrarse breves momentos en el aposento de sus secretos, y trazar con la velocidad de su pensamiento, páginas que han quedado hasta nuestros días, palpitantes de sentimiento patrio.
La noche del 15 de Octubre de 1812, numerosísima era la concurrencia.  Ostentaban sus joyas y belleza en estrado principal, las primeras patriotas argentinas, que ofrecieron al Gobierno el armamento costeado con su propio peculio, elevando la nota que la señora Thompson terminaba con este bello pensamiento: “Yo armé el brazo de ese valiente que aseguró su gloria y nuestra Libertad”.
Acompañaban a la activa Secretaria perpetua de toda noble iniciativa, las señoras: Quintana, Remedios, Nieves, María y Eugenia Escalada, Ramona Esquivel y Aldao,  Petrona Cordero, Rufina de Orma, Isabel Calvimontes de Agrelo, Encarnación Andonaegui, Magdalena Castro, Angela Castelli de Igarzábal y Carmen Quintanilla de Alvear. Esta, y el dueño de la casa, Señor Thompson, hacían “vis a vis” en la cuadrilla de honor, al mayor Alvear, con la espiritual Mariquita; el comandante San Martín acompañando la señora de Escalada, y el general Balcarce, la de Quintana.  A las de Azcuénaga, Casacuberta, Gómez, Elía, Luca, Riglos, Sarratea, Barquín, Balbastro, Rubio, Oromí, Casamayor, Soler, La Sala, atendían galantemente los Señores: Luca, García, Viamont, Rojas, López, Pueyrredón, Larrea, Tagle, Olazábal, Guido y otros.
Pero la nota sobresaliente de esa tertulia, en celebración de la victoria de Belgrano, no lo era tanto el Capitán Helguera, quién volara desde Tucumán con el parte Oficial, (rodeado en antesalas por militares, ciudadanos y aún sacerdotes, como Don Valentín Gómez, Molina, Rodríguez, pidiendo los primeros, detalles de la acción, y todos, informes de sus deudos en el ejército), como la gravedad del Jefe de Granaderos, derretido, cual simple cadete, ante la más jovencita, candidato oficial de tan tierna candidatura.  El mes anterior ya había obtenido licencia para desposar, a la que tan pocas horas le fue dable endulzar los días nublados del gran Capitán.
Notado el idilio por la dueña de casa, al pasar del brazo de Monteagudo, le hizo exclamar: “Observe Ud. a Hércules, teniendo la madeja en que le enreda Onphala.  Parece que San Martín vuelve de Libia…”.
Y esta ilustrada señora de ingenio, supo colocarse siempre al nivel de las exigencias, siendo la primera en todas las manifestaciones de patriotismo y caridad.  Fue así designada por sus compañeras, para pronunciar el discurso tan sentido como elocuente, el 3 de Julio del año 26, en la Sala Argentina, presentando al General Brown, a nombre del bello sexo argentino, una bandera de Almirante, inscrito entre orlas de laurel, en letras de oro: Al día 11 de Junio de 1826, que terminó con esta frase: “Ofrenda de su admiración, las señoras esperan que os acompañará en los combates que emprendéis en
defensa de nuestra Patria”.  El bravo irlandés, todo conmovido, contestó: “Que una vez enarbolada aquella bandera, no vendría abajo, sino cuando cayera el palo, o se sumergiera el buque”.
Un poco antes, nombradas las primeras socias que formaron la Sociedad de Beneficencia, ésta su Secretaria fundadora, ofreció la comida de recepción, a la que, si no faltó ninguna de sus consocias, sí faltaron más de una pieza de su numerosa vajilla de plata, pues marino inglés hubo la habilidad de sustituirlas por loza inglesa, tratando de convencer, que más valor tenía una porcelana china, o cristal de Bohemia, que fuente de plata maciza del Perú.  A lo que la anfitriona contestaba: “Sí, pero como ya dejado de ser nuestro el Alto Perú, el Potosí se aleja”.
No impidió esto enviara al contralmirante la bandeja de plata tan elogiada, añadiendo la negrita esclava, recado en su media lengua: “Manda decir mi amita que las naranjas también son para su merced”.  El contenido, fruto era del hermoso naranjo de su patio, y el continente, obsequio del señor Lezica, hecho a martillo en Chuquisaca.
Rodeaban a Madame Mandeville, la presidenta de la Sociedad de Beneficencia, Mercedes La Sala, y a su izquierda, la vice-presidenta María Cabrera; en frente, a uno y otro lado de la otra secretaria, Isabel Casamayor de Luca, Doña Joaquina Izquierdo, y Doña Manuela Aguirre, siguiendo las señoras Cossio de Gutiérrez, Foguet de Sánchez, Azcuénaga, Cipriana Viana y Boneo, Isabel Agüero, Josefa Ramos, y Chavarría de Viamont.
Alegre y concurrida tertulia siguió a la comida, en que descollaban por su gracia y las Sosas, López, Sarratea, del Pino, Coronel, Lezica, Lozano, Garrigós, Espinosa, Darragueira, distinguiéndose por su galantería, los jóvenes: Garmendia, Azcuénaga, Alcorta, Terrero, Gómez, (Don Goyito), Wilde, Lezica, Olazábal, Balcarce, Elía, Luca, Calzadilla, Olaguer Feliú, Varela y otros.
Delgada, de baja estatura, no llegó a ser una belleza; al par de la de sus hijas y nietas, remarcables tipos de esbeltez, sobresaliendo, sí, por aquella otra más durable belleza de la inteligencia, como lo comprueba su atracción, rodeada de todo lo más distinguido, y por su gran corazón y obras de beneficencia, que en pos de sí ha dejado.  Su fina educación, desde los primitivos tiempos de la Patria vieja, le hacía descollar, así en su fácil expresión en diversos idiomas, cual por su habilidad en el clave, el arpa y el canto.
De su ilustración como escritora, dejan muestra numerosos documentos, en el archivo de la Sociedad de Beneficencia.  El General Guido la compara en sus cartas a Madame Récamier, y el poeta Echeverría, oyéndola cantar al arpa sus poesías, en música de Esnaola, la denominaba La Corina del Plata.
En una de esas tertulias, después de encargada la Sociedad del Colegio de Huérfanas, tuvo ocasión de escapar a su saloncito para escribir, entre dos rigodones, la siguiente plegaria:
Oración que se enseñará a los niños expósitos.  “Padre Nuestro que estás en los cielos, tú eres nuestro solo Padre ¡por que los que nos dieron el ser nos han abandonado y arrojado al mundo sin guía ni amparo!  No los castigues, Señor, por esta culpa, pero dadnos resignación para soportar nuestra horfandad.  No permitas que cuando nuestra razón se desarrolle, sintamos odio y rencor contra los autores de nuestra desgracia; que ella nos sirva de ejemplo para no imitarlos; dadnos, Señor, entendimiento para aprender, a fin que podamos adquirir con nuestro trabajo nuestra subsistencia.  Haznos humildes, pues no tendremos tantos motivos para que nuestro amor propio sea irritado; dadnos un juicio recto para sabernos conducir; no nos abandone jamás tu misericordia; inspira caridad a los corazones que nos protejan para que no se cansen de nosotros, y haznos, Señor, dignos de tu gloria!”.
Fue, desde antes de su matrimonio, una de las más ricas herederas.  La manzana entera, limitada por las calles, hoy Cangallo, San Martín, Cuyo y Florida, se contaba entre los cuantiosos bienes de sus antepasados; la Quinta de los Olivos, desde las “Cinco Esquinas” hasta la Recoleta, y la Chacra de trescientas varas, por legua y media de fondo, desde la lengua del agua, tras la Iglesia de San Isidro, mínima parte fueron de sus cuantiosos bienes.
La sociedad elegante de entonces, como al presente y en todo tiempo, siempre ha sido dispendiosa.  Aunque en los tiempos que tradicionamos, al chocolate de la tertulia, no seguía la mesa cargada de flores y frutas, ni la moda de un nuevo traje por noche, ya había empezado a venderse en solares, la gran manzana referida; por sólo catorce mil pesos, la Quinta con lagares y esclavos, en la que ésta escribimos, y posteriormente en diversos lotes, los terrenos de San Isidro, excepto el contiguo al que habitara (actual propiedad de la sucesión Gramajo) que regaló a una de sus íntimas, para tenerla en su inmediación.
La casa que describimos a continuación, de tres altas ventanas con rejas, (apareciendo como en alto) abría su ancha puerta bajo el número 98 de la calle Florida, (numeración antigua), y subiendo sus cinco escalones de mármol, se entraba al patio.  Por la primera puerta de la derecha introducíase al gran salón, tapizados sus muros de riquísimo damasco de seda.  En medio del techo de espejos, enmarcados en espléndido maderaje, pendía una riquísima araña de plata, y gran chimenea francesa en el centro, había ya sustituido las antiguas copas de bronce con fuego.  Muebles de brocato amarillo, bajo cortinaje de lo mismo, completaban su mobiliario; hacia el testero opuesto al alto estrado, el arpa y el clavicordio, donde ensayó el Maestro Parera, la música del Himno Nacional.  Floreros y zahumadores en las esquineras, y sobre mesitas o consolas de pié de cabra, altos espejos venecianos, con plateados marcos de lo mismo.
En sus últimos tiempos, lucían una de las rinconeras, entre pebeteros de plata, la taza de Sévres, y grandes floreros que Luis Felipe obsequió a la esposa de su representante, en ocasión de repetidos actos de prodigalidad para el Hospital Francés.  Pasando una salita, seguía el gran comedor, con sus altos aparadores relumbrantes de argentería.  Antecediendo al salón, el gabinetito de confianza, con elevadas ventanas a la calle.  A otro cuarto de entrada, o antesala, se subía por los cinco escalones antedichos, pues, bajo tan altos pisos, había un gran sótano.
Suntuoso era el aspecto de aquel salón donde bailaban la contradanza, el minué, la polka de variadas figuras, en que se lucía el piecesito sobre medias finísimas caladas, o bordadas de oro o acero, zapatitos de raso negro, con atacados; el traje sobre el tobillo; muy tirante la pollera; el talle corto lo mismo; de dos mangas muy anchas, peinetones y peinado de bucles.
De aquel movible jardín de bellezas, destacábase en su salón color de oro, elegante y coquetona, la señora de la casa con su espléndido collar de perlas, pero de menos reflejos que sus pequeños ojos vivísimos; sumamente graciosa y atrayente, derramando gracia su ingenio tan movible como su personita, teniendo una palabra amable para cada uno.
A más del ilustre poeta argentino Don Juan Thompson, su primogénito, y Don Julio Mandeville, Secretario de la Legación Argentina en Londres, (su último hijo), ornato fueron de su salón cuatro bellísimas hijas, tan finas como bien educadas: Clementina, de admirable cuerpo escultural, con cierta tinturita de coquetería de buen tono; la espiritual Magdalena, que tanto era galanteada en francés, como en inglés, idiomas que hablaba bien, pero no mejor que el de sus expresivos ojos, sumamente habladores; Florencia, preciosa, fina, delicada, tipo algo ideal, que descollaba en la danza por su agilidad, y la Albina, la blanca Albina, tocando el arpa admirablemente como ninguna en su época: sus manos lindísimas y casi transparentes, recorrían las cuerdas arrancando mágicos sones, que iban a levantar eco en más de un corazón.  Completaba grupo tan interesante el Señor de Mandeville, Cónsul General de Francia por muchos años, esbelto y buen mozo, de distinguida y antigua familia, vivo, inteligente, atrayente; tocaba todos los instrumentos en los cuartetos o quintetos que se improvisaban, supliendo el eximio aficionado cualquier instrumento que faltaba.
El Dr. López, recuerda con cuanto tacto y disimulo la Señora de Mandeville, con su gran talento, educaba indirectamente, de una manera hábil, a jóvenes del tiempo, en que lo eran, Alberdi, Gutiérrez, Florencio Varela, etc.
Refería en la conversación los defectos y malas costumbres adquiridas sin pensar, y ellos se reían, repitiendo sottovoce: “Al que le caiga el sayo, que se lo ponga”.  Quería mucho a la juventud que daba esperanzas para la felicidad del país.  ¡Hasta dónde el roce de la mujer de distinción, acaba disimuladamente de completar la educación en cuantos le rodean!  Y este es uno de los descollantes méritos de tan gran dama, así en lo político, como en lo social.
Empezó por reunir sus amigas para adquirir los fusiles que armaron a los Patricios, ofreciendo banderas por sus propias manos bordadas, reuniendo luego en su salón cosmopolita, extranjeros y nacionales de todas las opiniones, cual en oasis donde todos se encontraban bien, en suave atmósfera de tolerancia; como empezó por ser secretaria de la Sociedad, que llegó a ser Presidenta.  Fundó la primera Escuela de ambos sexos en la campaña, y también la Escuela Normal, convirtiendo su salón en escuela de buenas costumbres, de elegancia, de buen tono.  Su prolongación no fue sólo en los frecuentes almuerzos y meriendas (Quinta de los Olivos), a la sombra del primitivo que dio nombre a ésta donde escribimos, sino también en la referida Chacra de San Isidro, al pié de sus barrancas, y en el Bosque Alegre, las cacerías de patos en la playa del gran río, empezadas, concluían por improvisados bailes, en el antiguo solar de sus abuelos, tras la Iglesia del Santo Labrador.  Hotel de Madama Mariquita, llamaban a este antiguo caserón, (Colegio de Aravena, posteriormente) los oficiales de la Escuadra, por la hospitalidad con que se les obsequiaba.
Al recordar que Don Vicente Fidel López, es el único superviviente de sus contertulianos de aquella generación, de que el sabio Don Diego Alcorta fue Profesor de Filosofía, el acaso nos trae, de su última amiga, la cartita que extractamos.  Ella, la Señora Casamayor de Luca, y Spano de Guido, fueron sus más íntimas.  Consolando a una de sus nietas, escribe a las noventa y seis navidades, con letra nada trémula, la solitaria de San Isidro: “Se por una cruel experiencia que en las pérdidas irreparables, sólo el tiempo tiene el poder de dar el ánimo y la calma.  Me refugié en mi Quinta, inmediatamente después de haber recibido uno de esos golpes terribles que casi matan, y en mi desesperación me dije: Yo también voy a desaparecer para siempre del mundo.  De esto hacen ya treinta años, y desde entonces vivo aislada la mayor parte del tiempo, completamente sola, y al fin he conseguido saber que la soledad tiene también sus ventajas; pero para tenerlas, es preciso que la soledad sea absoluta; si se abre una brecha en ella, desaparece”.
También eran, sus asiduas en aquella época, las señoritas de Arana, Beláustegui, Cordero, Lahitte, Garrigós, Vélez, Castelli, y los jóvenes Avelino y Mariano Balcarce, Lozano, Esnaola, Terreros, Peralta, Arenales, Riglos, García (Doroteo), Casajemas, Posadas, Gowland, Alvear, (E.) López, (F.) Azcuénaga, Lahitte, Olaguer, Alcorta, Pinedo, Esteban Moreno, Faustino Lezica, Lorey, Treserra, Cherón, Du Brossay; luego sus hijos políticos, los cuatro últimos.
Sin el temor de no ensartar rosario más largo que de quince misterios, otros tantos nombres conocidos podríamos agregar, pues, sólo desde la moderna introducción de la tarjeta de visita, unos cuantos miles de ella, colecciona el libro de la amistad de tan digna dama, con religioso cariño conservado.  Y esta noble amistad de larga consecuencia, por tantos años prolongada, herencia ha sido de una, dos y tres generaciones.  No fue Santiago Estrada el único intelectual de nuestra generación, que galanteara vecinas de la calle Florida en 1866, en aquel salón y ante la misma dueña de casa, a cuya mesa de malilla se habían sentado sus abuelos, sesenta años antes.
Hace más de treinta años, una de las últimas veces que tuvimos el gusto de verla, la encontramos limitando por Francia e Inglaterra, es decir, entre sus representantes.  Acompañando nuestro buen padre, a felicitarla en el arribo de su hijo, Don Juan Thompson, referíamos al ilustre poeta, cómo un año antes instalamos en la capital de Corrientes, la Redacción de “El Nacionalista”, en la misma casa de las Señoras Berón de Astrada, donde veinte años atrás había él fundado otro periódico liberal, órgano de la “cruzada libertadora” del ejército de Lavalle.  La animación que resurgía en el patriota tales recuerdos, fue interrumpida, al interrogar el contralmirante francés:
- Madama. ¿Cómo Vd. tan amante de todo lo que es francés, y esposa de uno de sus representantes, no ha llegado en sus viajes á Francia?
- Por el canto de la uña – contestó con gracia.
- No comprendo, señora, tan distante de ésta mi tierra, y tan cortas que usan aquí las uñas
- Ahí verá Ud. Señor contralmirante.  Cuando en vísperas del bloqueo francés empezó a ser mal visto mi esposo, Cónsul General, tuvo que salir para Francia.  Acreciendo sus dolencias, menos por obligación que por cariño, creí deber ir a cuidarle.  Mis hijas estaban ya casadas, y éste, mi Juan, no podía volver al país, declarado salvaje unitario.  ¿Qué le parece, señor contralmirante?  No siendo francés idioma pampa, ¿le pronuncia muy mal este salvaje de ella?
- Oh! Madama! Salvajes con la ilustración de Mr. Thompson, tan reputado hombre de letras, codiciaríamos muchos en Francia.
- Bien; en ese más prolongado eclipse de mis amigos, aunque muy miedosa para el mar, decidí embarcarme.  Hasta Montevideo fui bien, pero al llegar a Río Janeiro, tan deshecha pamperada azotó la barca de vela que me conducía, que no obstante llamarse “La Esperanza” sin ésta quedé, de ver más a mis hijas.  Pero, al fin, la espléndida Bahía de Río Janeiro, tranquilizó mi espíritu y el mar.  Allí no iba tan mal, rodeada de la primera sociedad, en Corte que damas y caballeros son tan amables y obsequiosos.  Jóvenes como Diego Alvear, Posadas, Costa, la familia Vernet, Daniel, Carlos y Eduardo Guido, me hicieron con sus atenciones y cuidados olvidar los sufrimientos de la tormenta.  Al día siguiente de un baile de Corte, (todavía ésta, mi nieta Florencia, guarda el vestido, con el cual, del brazo del ministro argentino, General Guido, hice vis-a-vis al joven Emperador), me invitaron para una merienda bajo la cascadiña en Tijuca, donde el Marqués de Caxias me ofreció una manzana, que si no fue la de Eva, casi casi fue la de mi perdición.  Notando en sus rubicundos colores, pequeña picadurita, rasqué un poco la corteza.  ¡Quién le dice a Ud. que amanecí con todo el dedo hinchado, hinchazón que al segundo día avanzaba a la mano, y al tercero, por todo el brazo, con agudos dolores!  Este segundo susto me hizo reflexionar, y me dije: “¿Donde vas, Mariquita? ¡Vuélvete!”  Bien pudiera recaer o sorprenderme grave enfermedad, y en viaje tan largo, acompañada sólo de una sirvienta de confianza, no me decidí a cruzar el Océano.  Recibí mejores noticias de mi marido, y el amor de un hogar que todavía podía rehacer para mis nietas, me retornó a la playa natal.  No recuerdo día de mayor satisfacción, como el que volví a entrar áaésta mi casita de la calle Florida, donde nací, he pasado ochenta años y espero acabar en ella.  Aún para morir, en ninguna parte se halla uno mejor que en su rinconcito de casa propia. . . .
Y a ese espíritu fuerte, que cual lámpara de aceite íbase apagando lentamente, veíamos salir de nuestra Iglesia parroquial los domingos, del brazo de una u otra de sus rubiecísimas nietas, de aquella misma Iglesia de la Merced, cerca de cuya pila bendita, setenta años antes, otros muchos domingos, repetía al esbelto joven que le alcanzaba el agua: “Por más que se opongan, siempre de Thompson”.  Todavía pocos días antes a su fallecimiento, concurrió allí con su lujoso vestido recién traído, conducida por una de esas bellezas.
Dotada de una inteligencia superior, como la mujer más ilustrada de su época, Rivadavia la inició en la idea de formar una Sociedad de Beneficencia, que a la vez que elevara el nivel intelectual de la compañera del hombre, le abriera más vastos horizontes por su mejor preparación.  Medio siglo más tarde, Sarmiento también encontró en ella la más hábil coadyutora para las reformas de la educación, según el sistema norteamericano.  Desde los Jardines de Infantes, escuelas de ambos sexos, en la ciudad y campaña, hasta la Escuela Normal de mujeres, la enseñanza superior con las profesoras traídas de Norte América, todo progreso tuvo implantación bajo su Presidencia.
Nació con la aurora de este siglo, (anticipándose a su siglo) en la casa que el señor Sánchez Velazco edificó ciento veinticinco años ha.  En el último invierno de la vida, al través de los cristales de su aposento, a los que le aproximaba su cariñosa Florencita, divisaba melancólicamente, caer las hojas del decrépito naranjo, plantado en el centro del ancho patio el día de su nacimiento.  Al través de las rejas de esa ventana interior, era su postrera recreación su verdor y sus flores.  Recordaba, cómo le había dado sombra por toda la vida, y también los azahares de su velo de desposada.  Ellas blanqueaban ahora al pié del tronco que se curvaba ya hacia la tierra, semejando pálida mortaja próxima a cubrir sus restos.  Refería que ni el sabio Bonpland, ni Holemberg, lograra extirpar el hormiguero criado en su tronco, cómo las amenas pláticas que bajo el follaje coronado de doradas frutas, distrajeron sus horas en distintas épocas, con el Mariscal Santa Cruz, el Conde Waleski, Mackau y el Marqués de Caxias, pues honrada había sido con la amistad de todos los notables y hombres de letras que concurrieron a centro tan culto y agradable.
Una imaginación viva y abierta a todas las impresiones de lo bueno y de lo bello, indulgencia notable, y urbanidad exquisita, daban a su trato, a sus confidencias y a sus cartas, cierto encanto que constituía el amable imperio ejercido sobre su virtud.  Por esto, el reloj que desde la chimenea de su alcoba, marcó la hora de su muerte, había señalado muchas veces a Saavedra, Belgrado, Rivadavia y Pueyrredón, a Presidentes, Ministros y Diplomáticos la hora de sus tareas, detenidos por su atrayente conversación.  Aquel reloj sigue parado en su última hora, y ¡doble coincidencia! decrépito y carcomido, secándose el árbol plantado a su nacimiento, murió con su dueña.
De opuestas ideas a su íntima superviviente, treinta años ha secuestrada en la soledad de su Quinta, Madama Mandeville, quería morir como había vivido, rodeada de las flores por sus propias manos cultivadas, que perfumaron su vida, y de la amistad que endulzó sus más bellas horas.  Y así en sus conversaciones, recordaba las últimas amigas con que había tomado mate a la sombra del histórico naranjo, señoras de: Telechea de Pueyrredón, Correa de Lavalle, de Zumarán, de Angelis, Villanueva de Armstrong, Reinoso de Pacheco, Plomer de Lozano y la Marquesa de Forbin-Jackson.
Fuente
Patricios de Vuelta de Obligado
Obligado, Pastor – Tradiciones de Buenos Aires (1580-1880).
www.revisionistas.com.ar
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martes, 7 de julio de 2015

PEDRO REGALADO DE LA PLAZA “uno de los principales colaboradores del general San Martín en la instrucción militar del Ejército de los Andes”.

PEDRO REGALADO DE LA PLAZA 

uno de los principales colaboradores del general San Martín en la instrucción militar del Ejército de los Andes”.
 



Nació en la ciudad de Mendoza, en 1787, siendo sus padres el teniente general don Gaspar de la Plaza y doña María Micaela de Acosta.

Ingresó a la carrera militar en clase de cadete, el 28 de enero de 1803, participando en las invasiones inglesas, donde por su heroica actuación contra el usurpador inglés fue designado teniente del “Cuerpo de Voluntarios del Río de la Plata”, el 1 de septiembre de 1807, y al año siguiente ayudante del primer batallón.

Después de los sucesos de mayo, la Primera Junta lo reconoció como capitán graduado, el 3 de agosto de 1810, otorgándole el nombramiento de primer ayudante mayor del Regimiento de Artillería. Fue nombrado capitán 2do de la 5ta Compañía, el 24 de mayo de 1811.

A raíz del desastre de Huaqui, integró el cuadro de oficiales formado por Manuel Dorrego, Ignacio Warnes, y otros, que al mando del Cnl Cornelio Saavedra se dirigieron a incorporarse en agosto de 1811 al Ejército del Alto Perú. Participó en las victorias de Tucumán y Salta, y en las derrotas de Vilcapugio y Ayohuma. 

A comienzos del año 1814 se sumó al ejército que sitiaba Montevideo. Una vez caída la plaza, fue enviado a Mendoza, el 13 de diciembre de 1814, para incorporarse a las fuerzas de San Martín; conduciendo 50 artilleros y cuatro cañones, con el grado de comandante general de artillería.

San Martín descubrió sus excelentes condiciones de organizador en el manejo del arma de artillería y lo designó director de la maestranza y parque.

El 15 de junio de 1815 le fue dado el empleo de sargento mayor, y recibió la confirmación del grado con la promoción de teniente coronel graduado en 1816.

Regalado de la Plaza era un oficial práctico en su arma y poseía notables condiciones de organizador. Su labor y capacidad llamaron la atención de San Martín, cuya estimación y confianza se granjeó rápidamente.

La confianza del Libertador lo hizo depositario de máximas responsabilidades, poniéndolo a cargo de todas las actividades del parque, laboratorio de mistos, fábrica de salitre, de pólvora y fundición. El director por su encomiable labor al frente de la maestranza, le dio gracias en nombre de la patria el 16 de setiembre de ese año, calificando sus servicios de “honrosa comportación”. Dice el Grl Florit en su libro: “San Martín y la causa de América” que el comandante Regalado de la Plaza fue uno de los principales colaboradores del general San Martín en la instrucción militar del Ejército de los Andes.

Puesto en mando el Ejército de los Andes, condujo por los desfiladeros de Los Patos el grueso de la artillería, gracias a las sabias disposiciones por él tomadas.

Actuó con brillo en la batalla de Chacabuco, mereciendo que el Grl San Martín  en un parte suplementario que envió al gobierno de las Provincias Unidas, el 14 de abril de 1817, recomendase varios jefes y oficiales que se habían  destacado en aquella acción. Refiriéndose a Regalado de la Plaza, señaló: “El comandante general de artillería D Pedro Regalado de la Plaza, que como jefe ha llevado su deber del modo más satisfactorio y en la campaña ha satisfecho la confianza que me merecía”.

El 31 de mayo de 1817 era promovido a teniente coronel efectivo y comandante de un batallón de artillería de reciente creación. Compartió el desastre de Cancha Rayada. Pocos días más tarde, actuó brillantemente en la batalla de Maipú al mando del regimiento “Artillería de los Andes”, comportamiento que San Martín, reconoció nombrándolo coronel, el 15 de abril de 1818.

Al mes siguiente, a su solicitud, obtuvo licencia, y el 1 de septiembre de dicho año se le concedió retiro por invalidez, radicándose desde esa fecha en su ciudad natal.

Por acciones de guerra, se le otorgaron las condecoraciones dadas a los vencedores de Tucumán y Salta, la medalla de Chacabuco y los cordones de Maipú; fue miembro de la Legión del Mérito de Chile. En 1820 comandó la artillería de las fuerzas mendocinas que se organizan para rechazar la invasión de José Miguel Carrera.

Fue comandante general de armas, jefe de estado mayor y comandante general de artillería en las administraciones de Alvarado y Videla Castillo. Invadida la provincia de Mendoza por Juan Facundo Quiroga luchó en su contra, en la localidad de Rodeo de Chacón en combate favorable  al jefe riojano, que lo obligó a exiliarse en Chile, donde murió en el año 1856. Dijo Sarmiento al recordarlo: “Es uno de esos fragmentos de las pasadas glorias, arrojadas aquí y allá como escombros de los grandes trastornos volcánicos. Actor y artífice de nuestras más grandes glorias militares”.

José A. Scotto en su antigua recopilación biográfica cita un fragmento  de la oración fúnebre que ante su féretro pronunciara don Bruno Larrain en Santiago de Chile: (...) “Aquí tenéis, señores, los restos de un hombre, que ayer no más era un rasgo histórico palpitante de la revolución que nos elevó a la dignidad de hombres libres, virtuoso, humilde, modesto hasta confundirse entre la multitud, padre de la patria, servidor infatigable de la humanidad, esposo digno, padre cariñosísimo, he aquí en compendio, señores, los rasgos distintivos de su carácter. ¿Quién no lo conoce en Chile y en la República Argentina, su patria? ¿Quién lo odia, ó más bien, quién no lo aprecia? (...)

Próximo a expirar, a la edad de 71 años, decía a sus hijos: “nada tiene que dejarles este pobre viejo que va a morir, nada: sino un nombre, y el recuerdo que a éste está unido, que el que lo llevaba se consagró con toda su alma al servicio de tres repúblicas”.



BIBLIOGRAFIA 
JOSE ALBERTO SCOTTO, Notas Biográficas, Bs. As., 1910, tomo II.
BARTOLOME MITRE, Obras Completas, Bs. As., 1938.
JOSE P. OTERO, Historia del Libertador José de San Martín, Bs. As., Biblioteca del oficial, 8 tomos, 1944/1945.
ALFREDO GARGARO, Pedro Regalado de la Plaza; Comandante General de Artillería; Director de Maestranza del Ejército de los Andes. Relación documental, Santiago del Estero, 1950. 
DOMINGO FAUSTINO SARMIENTO, Obras Completas, Bs. As., 1956, Tomo XIV.
ERNESTO FLORIT, San Martín y la Causa de América, Bs. As., Círculo Militar, 1967.
Cutolo, Vicente, Nuevo diccionario biográfico argentino, Ed. Elche, Bs. As., 1968-1985.
De Marco, Miguel Ángel, La patria, los hombres y el coraje, Ed. Emecé, Bs. As., 2006. ISBN 978-950-04-2776-0
Ruiz Moreno, Isidoro J., Campañas militares argentinas, Tomo I, Ed. Emecé, Bs. As., 2004. ISBN 950-04-2675-7




FRANCISCO ORTIZ DE OCAMPO “primer general de la guerra de independencia “

FRANCISCO ORTIZ DE OCAMPO 

primer general de la guerra de independencia “



 Francisco Antonio ORTIZ DE OCAMPO Nació en La Rioja, siendo bautizado el 4 de mayo de 1771, hijo de don Andrés Nicolás de Ocampo y de doña María Aurelia de Villafañe y Dávila, nieto del general Andrés Ortiz de Ocampo, natural de Sevilla, que pasó a Indias a fines del siglo XVII, contrayendo enlace en Asunción, donde fue gobernador del Paraguay, con doña Mariana Bazán de Pedraza descendiente del célebre conquistador Juan Gregorio de Bazán y de los Tejeda Guzmán, Vera de Aragón, Hurtado de Mendoza y otras linajudas familias de la conquista.

 Comenzó su vida militar a raíz de las invasiones inglesas, combatiendo durante la Reconquista y la Defensa de Buenos Aires con singular valor, mereciendo por su actuación ser ascendido a capitán del Cuerpo de Arribeños, el 8 de octubre de 1806.

Participó en la Defensa de Buenos Aires de julio de 1807, cayendo en el combate de Los Corrales prisionero, aunque logró escapar la noche de esa misma jornada.

Promovido a teniente coronel, se le designó comandante 1ro del Cuerpo de Arribeños, el 11 de enero de 1808. Abandonó por ello sin hesitar las labores comerciales donde había conseguido hacerse una sólida posición, colaborando con su peculio a la organización de aquel cuerpo.

En el Cabildo Abierto del 22 de mayo de 1810, votó inmediatamente después de Saavedra por la cesantía del virrey Cisneros y porque “asumiera el mando el Cabildo interín se nombre una junta que debe ejercerlo, cuya formación debe ser en la forma y modo que no quede duda de que el pueblo es el que confiere la autoridad y el mando”.

Producida la revolución, la Junta le dió el grado de coronel, el 9 de junio y lo nombró jefe del Ejército Auxiliador al Alto Perú, siendo segundo jefe el coronel Antonio González Balcarce y representante de la Junta Juan Hipólito Vieytes.

En junio de 1810 fue puesto al mando del Ejército Auxiliar a las Provincias — que luego sería el Ejército del Norte — y fue ascendido a general.

Avanzó rápidamente con un pequeño contingente hacia Córdoba para sofocar la contrarrevolución dirigida por Liniers y Juan Gutiérrez de la Concha. Fue muy eficaz en arrestar a los dirigentes del grupo, incluido el obispo de Córdoba, Rodrigo de Orellana. Acompañaba la expedición una Comisión Representativa de la Junta que contaba a Ortiz de Ocampo (como Presidente de la misma), Hipólito Vieytes (Delegado del Gobierno), Feliciano Chiclana (Auditor de Guerra) y Vicente López y Planes (Secretario).

Pero se negó a ejecutar a los prisioneros, como le había ordenado la Junta por iniciativa del secretario Mariano Moreno. No sólo los cordobeses le pidieron clemencia, sino que los mismos Liniers y Gutiérrez de la Concha eran sus amigos y compañeros de luchas desde 1806. Desobedeciendo órdenes de la Junta, envió los prisioneros a Buenos Aires.

Alarmada por el posible efecto del todavía muy popular Liniers en la capital, la Junta envió rápidamente a Juan José Castelli a hacerse cargo de las ejecuciones y a Antonio González Balcarce a reemplazar a Ocampo como jefe del Ejército.

Tras la ejecución de los reos en proximidades de Cruz Alta (Córdoba), Ocampo siguió como comandante nominal del Ejército hasta la batalla de Suipacha, pero Balcarce tenía el poder real. Mientras Vieytes fue sustituído por Castelli, éste hizo cumplir las órdenes de la Junta, haciendo fusilar a los prisioneros el 26 de agosto de 1810, al llegar al lugar llamado Monte de los Papagayos, situado cerca de la posta de Cabeza de Tigre, con excepción del obispo por su investidura eclesiástica.

Ocampo ejerció durante cinco días interinamente el gobierno de Córdoba desde el 11 hasta el 16 de agosto de 1810. Su carácter moderado y conciliador, mal se avenía con el plan político de violencia de corte jacobino, que adoptó la Junta.

De no mediar su indecisión y condescendencia en aquel momento crítico, es indudable que dados sus honorables antecedentes, su actuación posterior hubiera sido descollante, la que abruptamente quedó interrumpida.

En consecuencia fue sustituido en el gobierno por el Cnl Juan Martín de Pueyrredón y relevado del comando del Ejército Auxiliar, el 15 de noviembre de 1810, no obstante su reconocida hombría de bien y su energía bien probada en reiteradas ocasiones previas.

Pero muy pronto bajó a la capital, ya que había sido electo diputado por La Rioja a la Junta Grande. No tuvo casi actuación en la misma, sino que tomó el mando de un regimiento, que poco después adoptaría el nombre de Reg. Nro 2 de Infantería.

Cuando Saavedra marchó al norte, fue el comandante de armas de la ciudad y provincia de Buenos Aires. Después de la caída de la Junta, fue por corto tiempo gobernador militar de Rosario de Santa Fe.

Pasó a Buenos Aires, donde fue nombrado coronel del Regimiento Nº 4, el 17 de junio de 1811 y luego del Regimiento de Patricios Nº 2.

Fue uno de los jefes (junto a José de San Martín) de la revolución del 8 de octubre de1812, que derribó al Primer Triunvirato, que tuvo por efecto, no sólo el cambio de personas en el gobierno, sino dar rumbos más certeros a la guerra por la emancipación y a la organización institucional del Estado, próximo a declararse soberano.

Un año después integró con San Martín la comisión encargada de redactar los reglamentos para el Ejército.

Más tarde fue nombrado presidente de Charcas, cargo que debió abandonar a raíz de las derrotas de Vilcapugio y Ayohuma sufridas por el Ejército del Norte en su segunda expedición al Alto Perú.

En 1814, el director Posadas lo designó gobernador intendente de Córdoba, cargo que ejerció hasta el 25 de marzo de 1815, en que sin ofrecer resistencia a la acción de Artigas, por su indicación, se convocó a un cabildo abierto que eligió al Cnl José Javier Díaz como sucesor suyo.

De regreso a Buenos Aires fue ascendido a coronel mayor en ese mismo año, dirigiéndose luego a Mendoza para ponerse a las órdenes de San Martín, que preparaba el Ejército de los Andes.

Ese mismo año se hizo cargo de la gobernación mendocina, por enfermedad del Libertador, y meses después se retiraba del servicio activo, aunque quedó agregado a la plaza de Córdoba, de donde pasó en 1816 a la de San Juan.

Fue por unos meses gobernador de La Rioja a fines de 1816, y en 1819 comandante de los Cívicos de Córdoba.

En el año clave de 1820 signado por la crisis interna de Buenos Aires y el surgimiento de las autonomías provinciales, lo vemos protagonista estelar en La Rioja donde en el mes de enero depone al teniente de gobernador Gregorio Gonzalez y el 1º de marzo, día inicial de la nueva provincia, fue elegido por aclamación gobernador, cargo que desempeñó hasta que Juan Facundo Quiroga lo derrocó en septiembre de ese año.

El 7 de enero de 1820 se había sublevado en Arequito el Ejército del Norte. Los pueblos del interior comenzaban así el fenómeno secesivo, que se agudizó a raíz de la batalla de Cepeda. La Rioja aprovechó la situación para llevar a cabo su separación de Córdoba y elegir así en marzo gobernador al general Francisco Ortiz de Ocampo, el antiguo jefe de Arribeños y primer jefe del Ejército Auxiliar al Alto Perú. La declaración de la autonomía fue un signo de los tiempos; ese mismo año hicieron lo propio Santiago del Estero, San Juan y San Luis.

Al decir de Armando R. Bazán: “El general Francisco Ortiz de Ocampo era el político riojano que por su trayectoria tenía mejores títulos para gobernar su provincia en la nueva etapa. Primero como jefe del Cuerpo de Arribeños, sucesor de Saavedra como comandante del Regimiento de Patricios; primer general de la  revolución en su carácter de jefe del ejército auxiliar del Perú; presidente de Charcas para pasar a desempeñarse como gobernador intendente de Córdoba 1814/1815. Ninguno de sus comprovincianos exhibió un cursus honorum semejante y sólo Castro Barros lo aventajaba por su talento y formación cultural”. 

Ya en Buenos Aires en 1822 reclamó los sueldos que se le adeudaban, debido a llevar gastado toda su fortuna al servicio de la Patria.

Complicado en un plan revolucionario contra el gobierno de Córdoba, en 1826, fue tomado prisionero, y cuando el general Paz venció al general Bustos en 1829, le dió el mando de un regimiento.

Dos años después cayó prisionero de Quiroga, cerrándose para siempre su actuación pública y su vida en el ejército, pasando sus últimos años, en su provincia natal de La Rioja.

Falleció en la hacienda de Anguinón, Chilecito, el 15 de septiembre de 1840.

BIBLIOGRAFIA

ANGEL JUSTINIANO CARRANZA, El General Don Francisco Ortiz de Ocampo. 1771-1840, en Revista Nacional, Bs. As., 1895.
PABLO CABRERA, El General Francisco Ortiz de Ocampo, en Revista Mercedaria, Córdoba, 1933, Nº 55.
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