ESCUELA DE NÁUTICA
La Escuela de
Náutica de Argentina fue fundada a finales de 1799
por Manuel Belgrano, uno de los padres de la patria argentina y
por Ventura Miguel Marcó del Pont, Síndico del Consulado de Comercio.-
La
historia de la Primera Flotilla Mercante Armada de Buenos Aires, fue tan
heroica como efímera. En el breve período entre 1800 y 1803; nació, se cubrió
de gloria y desapareció sin casi dejar rastros. La cúspide de gloria estuvo
dada por la Batalla de Bahía de Todos los Santos, Primer Combate de la Historia
Naval Argentina. Sus héroes no pasaron al bronce ni al mármol, pero sus
herederos de la Marina Mercante Argentina nunca dejamos de recordarlos, conmemorarlos
y emularlos.
Desde
los lejanos tiempos de la conquista, para los vecinos de puertos y ciudades de
ultramar, tanto como desde siempre para los peninsulares, era tan común entrar
en guerra contra Portugal; Francia o Gran Bretaña, como hacer las paces, o,
incluso aliarse fraternalmente a ellas con la misma naturalidad con la que
algún tiempo antes se las había combatido a muerte. Particularmente en el Río
de la Plata, el enfrentamiento permanente era entre españoles y portugueses por
la posesión de la Colonia del Sacramento en la costa enfrentada a la capital
virreinal: Santa María de los Buenos Aires.
La
entrada en vigor en 1778 del Real Reglamento de Aranceles de Comercio Libre,
junto al permanente arribo de toneladas de plata provenientes del Alto Perú que
partían hacia España, aumentaron notablemente el volumen del comercio de Buenos
Aires. Esto no pasaba inadvertido a los portugueses e ingleses, sobre todo en
tiempos de guerra. Las naves españolas, cargadas de valores, eran atacadas en
alta mar por los mismos mercantes que comerciaban en el mercado negro de los
puertos cercanos a Buenos Aires o Montevideo.
En
marzo de 1797, “…deseando el Rey fomentar en sus dominios de América el
armamento de Corsarios que protejan nuestras costas y hostilicen al enemigo…”
firma en Aranjuez esta Real Orden, “… concediendo con este objeto las gracias y
franquicias que proporciona a los que armen en corso la ultima ordenanza de
este ramos…”.
Esta
orden hace eco inmediato en el Real Consulado de Buenos Aires. Este tribunal
que reunía a los más poderosos comerciantes de la próspera capital, había sido
erigido para estímulo del comercio, la industria y la educación especializada,
apenas tres años antes. Al frente de la Secretaría, y a título Perpetuo fue
designado directamente por S.M. el joven abogado porteño Dn. Manuel Belgrano,
universitario formado en los claustros salamantinos, de gran visión y claras
ideas sobre las potencialidades de su tierra natal.
Su
puesto en el Consulado sirvió para difundir esas ideas de desarrollo e intentar
concretarlas. Una de las más interesantes tuvo su hora el 25 de noviembre de
1799, cuando en una de las salas del tribunal consular se inauguraban los
cursos de la Escuela de Náutica, que a semejanza de las establecidas en la
Península, fue erigida bajo la protección del Real Consulado. Era la
consagración de una de sus ideas más fuertemente promovidas. Belgrano había
observado, estimulado por la lectura de Jovellanos y otros singulares
contemporáneos, la importancia estratégica de la posesión de una flota
mercante.
El
establecimiento de la Escuela de Náutica, reforzó la añeja rivalidad entre
Buenos Aires y Montevideo. Aquella era la capital virreinal y este un excelente
puerto de mar, pero el comercio de la Reina del Plata era cinco veces mayor que
el de su vecina cisplatina. Para colmo, la Comandancia de Marina del Río de la
Plata -inspectora natural de las eventuales Escuelas de Náutica que pudiesen
crearse- no se encontraba en la capital sino en el puerto oriental.
En
esta coyuntura, la colaboración que prestaba la Armada al comercio de Buenos
Aires, no era precisamente perfecta. Las pasiones humanas competían con los
ideales del deber, amparados por la lejanía de la Metrópolis. A la hora de
patrullar y combatir a los corsarios enemigos que asolaban a los buques
españoles en tránsito hacia y desde Buenos Aires, siempre había plausibles
fundamentos -ciertamente muy relacionados con la realidad colonial- para no
salir a navegar: cuando no faltaban velas, cabuyería o pólvora; hacían falta marineros,
pilotos o prácticos experimentados en la riesgosa navegación del inmenso Río de
la Plata.
Los
ataques portugueses ya eran alevosos. Las impunes naves enemigas podían verse
en el horizonte argentino del río. Colmada la paciencia y exasperados por las
cuantiosas pérdidas económicas, en noviembre de 1800, a instancias de Belgrano,
la Junta de Gobierno del Real Consulado porteño resuelve recaudar fondos para
armar buques mercantes en corso para la defensa de la ciudad y el comercio.
Para ello se cobraría un Derecho de Avería del 4% a las importaciones y de la
mitad para las exportaciones.
La
Navidad de 1800 encontró a los miembros del regio tribunal ensimismados con los
arreglos administrativos referentes a la compra y entrega del bergantín
estadounidense “Antilop”, que había sido el elegido para encabezar la Armada de
Buenos Aires.
Su
precio había sido convenido en 11.000 pesos corrientes, que fueron abonados a
su capitán con fondos de la Tesorería consular, previo acuerdo y visto bueno
del Marqués de Avilés, virrey del Río de la Plata. El virrey había ya expresado
su urgencia para que
“…
pueda sin más demora proceder a activar las disposiciones concernientes á su
apresto y pronta habilitazion, realizando el armamento qe tiene ofrecido pª
concurrir de su parte á la defensa del comercio por medio del predicho
Bergantin y otros buques que pueda proporcionarse, ya que el Navio Pilar (de la
Real Armada. N. del A.) no remitió á propósito, y qe en estos puertos no hay
otro alguno de su porte que poder subrrogar en su lugar…”
El
“Antilop” era un bergantín guarnido como goleta, artillado con 4 carronadas
cortas de a 16 libras; 10 cañones de a 10´ (5 en la banda de babor y 5 en la de
estribor; todos sobre la cubierta principal y con sus correspondientes
troneras), y otros 4 de a 4´.
Finalizados
los trámites administrativos, el 28 de marzo de 1801, el buque del consulado se
encontraba fondeado en las Balizas, frente a Buenos Aires. Ese día todo relucía
particularmente; sus guarniciones habían sido renovadas: velas, cabos, amarras.
Pilotos, marineros, artilleros y los granaderos que componían su guarnición
militar estaban formados sobre la cubierta, impecablemente vestidos con sus
correspondientes uniformes, orgullosos de su nave.
El
Consulado había confiado el comando en el capitán mercante, Dn. Juan Bautista
Egaña, un prestigioso criollo, fogueado en las lides de la mar que prestaba
servicios en el puerto del Callao (Perú). A la hora señalada, varias lanchas
acercaron a la nave a los miembros del Consulado, quienes encabezarían una
particular ceremonia. Sonaron silbatos indicando órdenes desconocidas para el
común de las gentes de tierra. Todo se puso en su sitio.
El
Prior y el Secretario del Consulado pronunciaron sendos discursos arengando el
fervor patriótico de la tripulación encargada de la defensa de la ciudad y su
comercio. Se designó formalmente a Egaña capitán de la nave, que a partir de
ese instante llevaría el nombre del Santo Patrono del Consulado: “San Francisco
Xavier”, aunque todos conocerían al buque por su alias de “Buenos Aires”, pues
ese nombre llevaba escrito en su popa, designando a su puerto de Matrícula como
a su propietario.
Se
hizo un solemne silencio mientras por la driza del pico de la cangreja se izaba
el magnífico pabellón mercante del Río de la Plata , acompañado por el
correspondiente toque de silbato. Al llegar al tope, la quietud del río se
estremeció por el bramido del cañonazo con que se afirmaba el pabellón. Toda la
tripulación e invitados rompieron en gritos de alegría y vivas a España y al
Rey.
Abastecido
de personal -a través de las “levas” que se hacían periódicamente en los
puertos de Buenos Aires y Montevideo-, de guarniciones, munición y alimentos,
zarpó de las “Balizas” en su viaje inaugural, el 11 de abril, llevando a su
bordo varios cadetes de la Escuela de Náutica quienes, según su instituto, y
por especial iniciativa de su Segundo Director -el piloto mercante corcubionés
Dn. Juan de Alsina- pues se inclinaba decididamente hacia la enseñanza
práctica. Según su idea, los cadetes “…debían saber cortar las jarcias, y otras
faenas, para que cuando sean jefes, conozcan aquello que van a mandar…”.
Junto
a su compañera, la goleta “Carolina”, adquirida también por el Consulado
porteño, se dedicaron al patrullaje del Río de la Plata, persiguiendo a los
corsarios portugueses y evitando sus tropelías. La iniciativa de Belgrano daba
frutos concretos, y el comercio estaba protegido por una fuerza naval propia
con un poder disuasorio suficiente.
La
helada mañana del 25 de agosto de 1801, zarpa el “San Francisco Xavier” en el
viaje de corso que lo llevaría a la gloria. La patrulla se extendería hasta
donde fuese necesario. Recorrieron la costa sur de Buenos Aires, para luego
subir por la costa oriental del Uruguay y más allá hacia el norte.
El
amanecer del 12 de octubre, encontró al “Buenos Aires” a 8 leguas al sudeste de
la barra de la Bahía de Todos los Santos, al norte del Brasil. Desde la cofa
del trinquete, el vigía anunció tres velas unidas.
Egaña
dio las órdenes para arribar sobre ellas. Eran un paquebote armado en guerra, y
dos mercantes a los que comboyaba: un bergantín y una zumaca. Serían los mismos
de los que le habían dado noticias a Egaña los prisioneros portugueses que
llevaba a su bordo.
El
paquebote de guerra “San Juan Bautista”, armado en guerra con más de 20 cañones
de gran calibre, izó las señales de reunión, a lo que los mercantes
respondieron de inmediato. Al punto Egaña ordenó zafarrancho: Aprontar velas,
armas mayores y menores, agua y arena para los incendios, municiones, aclarar
los cabos, etc… Se aproximó a las naves portuguesas, y estando a tiro de cañón,
enarboló su pabellón español de primer tamaño, afianzándolo con su
correspondiente cañonazo; los adversarios ejecutaron igual maniobra, y a las 7
de la mañana, apenas clareaba el día, rompieron el fuego por ambas partes. En
ese momento quedó perfectamente clara la diferencia de poder de fuego entre el
“San Francisco Xavier” y sus oponentes, tal como le habían predicho a Egaña.
Aun así, los primeros disparos no surtieron mayores efectos, sobre todo porque
el portugués se afanaba en desarbolar el bergantín porteño.
Egaña
aprovecho el tiempo y el entrenamiento de su tripulación, para generar varias
escaramuzas con el objeto de verificar cuáles podrían ser sus ventajas sobre el
enemigo, quien lo superaba claramente en poder de fuego. A poco andar pudo
observar que su preeminencia radicaba en el poder de maniobra del “Buenos
Aires”. En él Egaña haría pivotear el combate para intentar volcarlo en su
favor. No se podía arriesgar al combate de artillería, la diferencia era
abismal; debería forzar a los portugueses a maniobrar de modo tal que pudiera
abordarlo.
La
confianza de Egaña en el valor y destreza de su gente, se emparejaba con la que
tenía en su nave y en su propia idoneidad en los arcanos de la mar.
Resuelto
el capitán criollo a la acción, y a darle la victoria a las armas de Su
Majestad, ordenó largar todo aparejo en ademán de huir, a fin de engañar al
enemigo, llamando toda su atención a su maniobra. Por su parte, el capitán del
paquebote portugués, persuadido como estaría de la victoria, descuidó el buen
arreglo que había mantenido durante el corto combate y, sin contención, dispuso
largar “cuanto trapo podía” haciendo los mayores esfuerzos para alcanzar a los
huidizos españoles. En ese estado de la persecución, viró Egaña repentinamente
“por avante”, quedando “de vuelta encontrada” con el enemigo.
En
pocos minutos las bordas del “San Francisco Xavier” y del “San Juan Bautista”
quedaron enfrentadas y a tiro de fusil. Antes de que los portugueses pudieran
salir de su asombro, el bergantín porteño descargó toda la artillería que tenía
previamente lista con bala y metralla, para cubrir el abordaje.
Las
descargas de bala, metralla, palanqueta y pie de cabra que efectuaba el
paquebote lusitano, no surtían efecto en la tripulación de Egaña que se
encontraba íntegramente tendida sobre cubierta; pero hicieron estragos en la
arboladura del trinquete del “San Francisco Xavier”, provocando severos
incendios en el velamen.
Con
su autoridad e idoneidad, el capitán criollo había adiestrado tan
disciplinadamente a su tripulación, que ningún contratiempo distraía su
atención. Ordenadamente disparaban la artillería, la fusilería y “esmeriles” de
las cofas. Los granaderos hacían estragos con sus granadas de mano. El desorden
y horror provocado entre los portugueses, abrió paso a los 36 hombres del “San
Francisco Xavier” quienes, a la voz de Egaña, abordaron el paquebote, con sable
y pistola en mano.
En
el combate cuerpo a cuerpo, los bravos españoles y criollos no tardaron mucho
en superar ampliamente a los sorprendidos portugueses que se defendieron con
valor y coraje. En medio del fragor del combate, entre disparos,humo de
pólvora, golpes de acero, fuego y charcos de sangre; un marinero del “Buenos
Aires”, eludiendo a la muerte a cada paso, corrió evadiendo directamente hacia
la popa del paquebote.
Un
solo objetivo nublaba su visión: Obsequiar a su bravo capitán el Pabellón de
Guerra Portugués, el premio que tanta bizarría merecía. Al llegar al sitio del
honor, los siete escoltas de la Bandera de Guerra, atacaron al marinero Manuel
Díaz con fiereza. Nada podría interponerse entre este bravo marinero canario y
ese pabellón.
Un
portugués le asesta un chuzaso en la sien, a lo que el canario responde con un
certero pistoletazo que le vuela la sien. Hiere a unos y ahuyenta al resto,
corta la driza y recibe su tan ansiado trofeo. El Pabellón de Guerra cae
tersamente en las manos de Díaz, condecorándose con la valiente sangre de los
hijos de Portugal que el marinero llevaba entre sus dedos.
A
las 10:30 de esa mañana, el paquebote se rendía bajo el pabellón de España.
Habían muerto 7 portugueses, entre ellos su piloto; y otros 30 salieron
heridos, contando a su capitán, quien lo estaba de gravedad. El propio Egaña
había recibido dos serias heridas. Los dos mercantes portugueses, al percibir
la derrota de su escolta, forzando la vela, se pusieron en huida hacia el
puerto de Bahía desde donde habían zarpado.
Egaña
encargó a algunos de sus oficiales el cuidado de su presa y, desatracándose de
ella, se dispuso a la persecución. A pocas millas los apresó a ambos,
descubriendo que en el bergantín llevaban 250 esclavos, y la zumaca estaba
cargada de carnes.
Ante
tan apretada circunstancia, viéndose Egaña con tres buques apresados y 160
prisioneros, resolvió embarcar a estos en la nave de menor entidad – la zumaca
-, y devolverlos al puerto de Bahía de donde habían partido, llevando en
triunfo Buenos Aires al paquebote y el bergantín portugueses. La alegría entre
la tripulación era tanta, que en Acción de Gracias, Egaña ordenó celebrar una
“función” litúrgica, junto a su tripulación, en honor a Nuestra Señora del
Pilar, por ser ese día del combate, el de su solemnidad.
El
alborozo de los porteños a la llegada de la “Flota” no tenía comparación. En el
muelle se apiñaban los curiosos para vivar al valiente capitán, cuyo buque se
erguía orgulloso sobre el manto de plata del anchuroso río, escoltando a sus
presas. Los miembros del Consulado, acompañaron a Egaña y al valiente marinero
Díaz hacia el Salón Noble del regio tribunal, para expresarles la gratitud del
“Comercio” y de la ciudad toda. A Egaña se le honró con el asiento del Prior, y
a Díaz con el de uno de los Cónsules. La multitud, desde la calle, escuchó
atentamente a través de los amplios ventanales enrejados, los laudatorios
discursos.
Como
premio a tan valerosa acción de guerra, se obsequió a Egaña con un “sable con
su cinturón a nombre de este Real Consulado con Puño de Oro y las armas de este
mismo Cuerpo con la inscripción correspondiente que en todo tiempo acredite su
valor y pericia”, y al marinero Manuel Díaz, la Junta de Gobierno le concedió
“un Escudo de Plata con las armas de este Real Consulado para que lo lleve en
el brazo derecho en memoria de su valor y desprendimiento con su correspondiente
inscripción”. Asimismo el Consulado “informará de la acción a S.M. con toda
energía, y suplicándole le conceda los honores de Teniente de Fragata”.
El
año de 1801 pasó sin mayores sobresaltos. Los buques del Consulado continuaron
patrullando las costas, desde “La frontera” en Carmen de Patagones, hasta el
Brasil, llevando a su bordo cadetes de la Escuela de Náutica, tanto en puerto
como en navegación.
A
pesar de los resultados positivos, oscuras presiones ejercidas desde el
anonimato por sicarios que veían en la “Armada de Buenos Aires” la evidencia de
su inoperancia, hizo que esta vea el fin de sus días de gloria para las Armas
de S.M..
En
febrero de 1802, se abría un “Expediente formado para la venta de la Goleta
nombrada Carolina perteneciente al Real Consulado, y el Bergantín San Francisco
Xavier Alias Buenos Ayres”.
Fuente
Efemérides
– Patricios de Vuelta de Obligado
Escuela
Nacional de Náutica Manuel Belgrano
Historia
y Arqueología Marítima (Histarmar)
Portal
www.revisionistas.com.ar
Vázquez,
Horacio Guillermo – Glorioso origen de nuestra Marina Mercante
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