martes, 29 de noviembre de 2016

Leopoldo Marechal vio Cuba con los ojos de un “viejo cristiano y justicialista”

Cuando Marechal descubrió Cuba
 Leopoldo Marechal vio Cuba con los ojos de un “viejo cristiano y justicialista”

“¡Cuba, qué linda es Cuba! Quien la defiende la quiere más”. Esta canción popular nos siguió, a mi mujer y a mí, durante los 40 días en que fuimos huéspedes de la isla de Fidel Castro, donde transcurre la experiencia económico-social más fascinante de esta segunda mitad del siglo.

En 1967 Leopoldo Marechal fue invitado a participar como jurado del certamen anual de literatura organizado por Casa de las Américas. Datalló su experiencia en un texto lleno de asombros a pedido de Primera Plana, que finalmente lo censuró, hasta que fue publicado en la revista El Descamisado Nº 7 en julio de 1973.
 

Leopoldo Marechal vio Cuba con los ojos de un “viejo cristiano y justicialista”
 
“¡Cuba, qué linda es Cuba! Quien la defiende la quiere más”. Esta canción popular nos siguió, a mi mujer y a mí, durante los 40 días en que fuimos huéspedes de la isla de Fidel Castro, donde transcurre la experiencia económicosocial más fascinante de esta segunda mitad del siglo.
 
 Cuando la Casa de las Américas me invitó a visitar la patria de Martí, como jurado de su certamen anual de literatura, me asombré:

¿Cómo puede ser —me dije— que un Estado marxista-leninista invite a un cristiano viejo, como yo, que además es un antiguo “justicialista”, hombre de tercera posición?

Y decidí viajar a la isla en busca de respuesta a esa pregunta, y a otras que yo me había formulado acerca de un pequeño país del Caribe sobre el cual gravitan leyendas negras y leyendas blancas, miedos y amores tal vez prefabricados. Entre las cosas de mi equipaje llevaba dos aforismos de mi cosecha, útiles para estos casos: 1) “Hombre soy, y nada que sea humano me asusta”, y 2) “El miedo nace de la ignorancia: es necesario conocer para no temer”.

Y ya estamos en vuelo, sobre el Golfo de México, rumbo a una isla sospechada, sospechosa. Es, sin duda, un país socialista, sudoroso de planes quinquenales, con músculos tensos y frentes deslustradas por el materialismo histórico. Una de las azafatas distribuye bocadillos de caviar: ¿no es una referencia evidente a la Cortina de Hierro? Pero, a manera de un desmentido, vienen los daiquiri espirituosos y la fragante caja de habanos.

¡Cuba, qué linda es Cuba! Y, mirándolo bien, ¿las mismas azafatas no tienen el ritmo cimbreante de las palmeras y la frescura de los bananos en flor?

Horas más tarde aterrizamos en el aeropuerto José Martí. En el atardecer de invierno, advertimos cierto calor y cierta humedad de trópico. Nos aguardan allá Ricardo y Norma, jóvenes, eficientes y plácidos en cierta madurez acelerada: se anuncia en ellos la “efebocracía” o gobierno de los jóvenes; así me definió más tarde don Pedro González, profesor jubilado de la Universidad de California, el régimen de Cuba revolucionaria, régimen sin ancianos visibles, de jóvenes, adolescentes y niños.

Los “carros” nos conducen a La Habana por un camino bordeado de palmeras: la ciudad no está lejos, y poco después vemos erguirse sus grandes monobloques, en cuyas ventanas empiezan a brillar las luces de la noche. Llegamos, por fin, al Hotel Nacional, que será nuestra casa durante cuatro días. Es un edificio monumental, concebido por la imaginación lujosa que requerían los fines a que se lo destinaba, lugar de week end para millonarios en exaltación, tahúres internacionales, actores famosos de la cinematografía. Lo asombroso es que la revolución lo haya conservado, como los demás hoteles, restaurantes y cabarets de Cuba, en la plenitud de sus actividades, con personal y servicios completos.

Ya en nuestra habitación, abrimos las ventanas que dan al mar y vemos la bahía de La Habana, con su antiguo morro, a cuyos pies festonea la espuma. En otra parte del hotel, y entre palmeras, una gran piscina de natación que abandonan ya unos bañistas corridos por la noche.

Pero, ¿qué formas se yerguen allá, en aquel terreno vecino al parque? Son dos pequeñas baterías antiaéreas, cuyas bocas de fuego apuntan al Norte.

La mucama de nuestro piso, joven y hermosa, entra en nuestra habitación y lo prepara todo con una meticulosidad tranquila de mansión solariega.

—Mercedes es mi nombre —le dice a Elbiamor con un despunte de risa—. ¿De dónde eres tú?

—De la Argentina —responde.

—¡La patria del Che! —recuerda Mercedes.

Nos pide que cuidemos los materiales del hotel. Ahora son del pueblo todo: ella lo sabe porque no hace mucho que fue “alfabetizada” y ya tiene una “conciencia social”.

—Antes de la revolución —aclara— yo no podía entrar en este hotel. —¿Por qué no? —interrogo. —Soy una mujer de color.

Vuelve a reír con su blanca dentadura de choclo. Elbiamor, entre lágrimas, besa su mejilla de ébano.

Bajamos al comedor. Luego de la cena nos llevarán a Varadero, donde se realiza la última sesión del Encuentro de Poetas, organizado en homenaje a Rubén Darío al cumplirse el centenario de su nacimiento. En el comedor me encuentro con Julio Cortázar: hace veinte años que no nos vemos. Abrazo su fuerte y magro esqueleto de alambre. Su melena y sus patillas le dan el aspecto de un beatle. Hemos de actuar en el mismo jurado de novela. Antes de separarnos me anuncia, en voz baja, con cierto humor perverso:

—Han llegado cuarenta y dos originales de gran envergadura.

Arañas de cristal, manteles lujosos, vajillas resplandecientes, flores y músicas, evocan en el gran comedor los esplendores del antiguo régimen. Son los mismos camareros de ayer, con los mismos smokings y la misma eficiencia; sirven cocktails de frutas tropicales, langostas y otros manjares, a una concurrencia visiblemente internacional, de la que formamos parte. Si, son los mismos; pero ahora trabajan en una revolución. No tardaremos en tuteamos con ellos y llamarnos “compañeros”, diferentes en la función social que cumplimos, iguales en cierta dignidad niveladora.

En los días que seguirán, repetiremos esa experiencia extraña con todos los hombres de la isla; la aprenderemos y sabremos que la palabra “humanidad” puede recobrar aún su antiguo calor solidario.

Esa misma noche, en una surte fantástica, llegamos a las playas de Varadero, a ciento cincuenta kilómetros de la capital. ¿A quién se le ocurrió la idea de reunir allí a una pléyade de poetas iberoamericanos con el solo fin de celebrar a Rubén Darío? ¿Se perseguía un objetivo puramente poético? ¿Por que no?, me dije antes de llegar.
Cuba fue siempre vivero de poetas.

Y recordé aquellos versos de Darío que figuran en su poema dedicado a Roosevelt: “Eres los Estados Unidos, eres el futuro invasor de la América ingenua que tiene sangre indígena, / que aún reza a Jesucristo y aún habla en español”. ¡Qué resonancia profética tenían esos versos del nicaragüense, junto al mar de las Antillas, y en Cuba, que aún tiene la pretensión exhorbitante de ser libre, de edificar en libertad sus estructuras nacionales!

# Varadero está de fiesta por un poeta muerto y una nación viva. Entre las mesas ubicadas al aire libre, veo de pronto a Nicolás Guillen: también él me ha reconocido, y éste es mi segundo abrazo demorado, en una noche de iniciación. Después correrá el buen ron de la isla, cantarán los improvisadores de décimas, bailarán los litúrgicos danzarines afrocubanos, y !a señora del poeta Fernández Retamar ha de brindarle a Elbiamor una enorme caracola del Caribe. Diálogo con guayaberas

A la mañana siguiente nos bañamos en aquel mar de colores cambiantes, o discurrimos con los compañeros, en blancas y finísimas arenas, como vidrio molido. Por la noche, dando fin al Encuentro de Poetas, cenamos en la gran morada que fue de mister Dupont, el financista internacional que apuraba en ella su week end para contrarrestar el frío de sus computadoras instaladas en Nueva York. Cierto, la casa es monumental, con su embarcadero propio, su piscina y su jungla, pero adolece de un mal gusto que parecería insanable en la mentalidad de los Cresos. El hall, verbigracia, en conjunto inarmónico, reúne un piano de cola, un órgano Hammond, muebles en anarquía, cuadros y tapices anónimos que parecen salidos de una casa de remate.

Afortunadamente, aquella noche una revolución socialista consigue hacer el milagro de dignificar la casa y sus tristes objetos: poetas y escritores de Iberoamérica están sentados a la mesa de los periclitados manqueras: nalgas líricas o filosóficas substituyen en los sillones dorados a las nalgas macizas del capitalismo. Se come, se bebe, se recita, se canta. Por un instante me asalta la idea curiosa de que me estoy bebiendo los estacionados vinos del opulento y alegre pirata. Mister Dupont, disculpe: la Historia no se detiene.

Han entrado los danzarines negros y los cantores que eternizan su África. Discutimos o bailamos, ¿qué importa la distinción en esta primera noche del mundo? Desde su mesa, un grupo de cubanos entona en mi honor “Los muchachos peronistas”.

Lo peor es el regreso, claro está. Entre un poeta de guayabera blanca y un sociólogo de guayabera gris, camino junto al mar feérico, bajo el plenilunio. Y mi inquietud toma la forma de un remordimiento: ¿seremos nosotros, una minoría, los únicos usufructuantes de una herencia reciente? El de guayabera blanca me responde:

—Tranquilízate, alma buena. En Cuba no hay ahora ningún hambriento; no hay desnudos ni descalzos; no hay desocupación, ni despidos, ni embargos; no hay mendigos ni analfabetos.

En cuarenta días de viajes, estudios e inquisiciones, pude comprobar, más tarde, la verdad que había en las aseveraciones del poeta, y lo fácil que es resolver un problema de justicia social cuando un pueblo se decide a tomar el toro por las astas. Pero en aquella noche de Varadero las preguntas afluyen a mis labios de recién venido:

—¿Pero el marxismo-leninismo es esto? ¿Nada más que esto? El sociólogo se vuelve al poeta y le dice con ese tono inimitable de la travesura cubana:

—No creo que Fidel haya leído ni ochenta páginas de El Capital.

—¿Es que pueden leerse más de ochenta páginas? —reflexiona el poeta.

—Sin embargo —insisto—, el propio Fidel se ha declarado marxista.

—¿Y por qué no? —argumenta el sociólogo—. A juzgar por algunas Encíclicas, más de un Papa está en ese riesgo. ¿Y sabes por qué? Porque el marxismo se resuelve al fin en una “dialéctica” que se adapta muy bien a cualquier forma de lo contingente social. Quiero decir que sirve tanto para un barrido como para un fregado, si se trata de barrer o fregar en una vieja estructura político-económica.

Yo me río:

—El viejo Marx —arguyo— ha prolongado su gloria merced a esa flexibilidad de su dialéctica. Pero, en cambio, lanzó al mundo una “logofobia” retardante de muchos procesos revolucionarios.

—¿Qué es una “logofobia”? —inquiere el de la guayabera blanca.

-Logofobia —respondo— es el temor a ciertas palabras. Y el término “marxismo”, una de las más actuales.

— ¡Eso merece un extra seco en las rocas! —ruge el sociólogo entusiasmado.

—Lo tomaremos en cuanto exponga mi enseñanza paralela sobre la “logolatría”.

—¿Y qué diablo es una “logolatría”?

—Es una adoración de la palabra por la palabra misma —le contesto—. Gene-estilo de la colonia, es la más bella que conozco, incluyendo la de México; los paralmente, se toma una logolatría para defenderse de una logofobia.

—¿Ejemplos de logolatrias? Los términos “democracia”, “liberalismo”, “civilización occidental y cristiana”, o “defender nuestro estilo de vida”: esto ultimo, naturalmente, a costa de los estilos ajenos. – ¿No es ésa una mulettilla del Tío Sam?

- El Tío Sam, ¡que tío!

Suenan tres carcajadas en la noche del trópico. Pero el sociólogo de guayabera gris tiende una mano al horizonte marítimo:

— ¡Silencio! — dice —, El tío Sam está desvelando, a noventa millas náuticas de aquí. —¿Que hace?

—Esté revisando su cuadragésimo submarino atómico. —¿Con qué fin?

—Le quita el sueño, entre otras cosas, una islita de siete millones de habitantes que ha tenido el tupé de ensayar un régimen socialista en sus propias barbas.

Cierta mañana, y a mi pedido, un arquitecto arqueólogo, joven como todo el mundo en la isla, me hace recorrer la vieja Habana: su catedral, en el más puro lacios condales, al enmarcar la plaza de la catedral, integran un conjunto arquitectónico de sobria pureza.

Mi acompañante y mentor me conduce luego al Castillo de la Fuerza, reducto castrense que los españoles erigieron antaño contra los invasores de la isla, reales algunos y hasta hoy siempre posibles. Cruzamos el puente levadizo, recorremos los oscuros pasillos, nos asomamos a las troneras y almenares.

—Esta fortaleza —dice mi guía— es un símbolo perfecto de Cuba.

—¿Por qué?

—Sus constructores y defensores representaron al colonialismo; sus atacantes representaron a la piratería. Y, hasta Fidel, Cuba se ha debatido entre colonialistas y piratas.

—¿Ya no? —insisto.

—El riesgo subsiste en potencia. ¿Tú eres argentino?

—Sí.

—Entonces has de saber, en carne propia, que hay nuevas formas de colonialismo y nuevas formas de piratería

“¡Tocado!”, me digo en mi alma. Y el arqueólogo concluye: —La revolución cubana sólo tiene su explicación entera en la Historia Nacional de Cuba.

Regreso al hotel, en cuyos ámbitos empiezo a conocer la naturaleza de sus huéspedes. Ya me topé, con los tenistas polacos, tan elegantes con sus conjuntos rojos de pantalón y remera. Eludo ahora a los ciclistas hispanoamericanos que han de correr la Vuelta de Cuba: llevan siempre consigo sus bicicletas, en el comedor y en los ascensores; Cortázar me comunica su sospecha de que los corredores duermen con sus máquinas y tienen con ellas relaciones extraconyugales (¡diablo de novelista!).

Luego me voy a la piscina: es un gran espejo de agua entre palmeras y bajo el sol de Cáncer, que acaricia y muerde a la vez como un ungüento. ¿Quiénes han invadido la piscina, tan solitaria otras veces? Porque ¡a gente de Cuba sólo nada en verano, y la isla está en la mitad de su invierno.

Estudio a los invasores: no hay duda, son caras y pelambres del mundo eslavo. Y al fin identifico a los deportistas soviéticos, entre los cuales alza su mole ciclópea el campeón olímpico de levantamiento de pesas. Paseándose en torno a la piscina, muy a lo peripatético, Dalmiro Sáenz, jury en el certamen de cuento, lee originales con toda la gravedad que le consiente su pantalón de baño.

—¿Qué hacen aquí los rusos? —me pregunta, indicando a los invasores.

—Vienen a descansar, después de su zafra —le respondo.

—¿Qué zafra?

—La del Uranio 235.

Dalmiro estudia mi respuesta. Y, sin embargo, su atención está fija en el ciclope ruso.

—Un gran levantador —me dice.

—No hay duda —le contesto—: ahora me crucé con él en la cafetería, y lo estudié en el fondo de los ojos. —¿Qué viste?

—Una caverna del paleolítico y un gran desfile de brontosaurios.

Naturalmente, hay rusos en Cuba, y checos, y búlgaros, y polacos, técnicos, hombres de deportes y hasta turistas. ¿Por qué “naturalmente”? Se dice que cuando, triunfante su revolución, Fidel Castro se dirigía a la capital, llevaba in mente dos preocupaciones: evitar que la burguesía local, dúctil actriz de la historia cubana, intentase usufructuar pro domo sua, como lo hizo tantas veces desde la colonia, un triunfo que había costado sangre y lágrimas; y evitar que hiciese lo propio el marxismo intelectual y minoritario, que también alentaba en la isla, como sucede aquí y en todas partes. Fácil es deducir que una “tercera posición” equilibrante maduraba en la cabeza del líder. Y se produjo entonces la intervención y bloqueo contra una pequeña y esforzada nación que sólo buscaba una reforma de sus estructuras para lograr su propio estilo de vida.

Claro está, bloqueada y amenazada, la isla de Fidel, sin combustibles, sin contradicciones del mundo latino. Está dándose aquí, evidentemente, un comunismo sin industrias básicas y sin comunicaciones, habría tenido que declinar su revolución; los norteamericanos, que no tienen experiencia ni prudencia históricas, la arrojaron a la órbita de Rusia, que tiene todo eso y, además, un estilo y método revolucionarios.

Por aquellos días, los cubanos entonaban el estribillo siguiente: “Los rusos nos dan, / los yanquis nos quitan, / por eso lo queremos a Nikita”. Cierto es que más tarde, cuando los rusos, movidos por la estrategia de la hora, retiraron los cohetes cedidos a Cuba, se cantó este estribillo: “Nikita, Nikita, / lo que se da no se quita”.

Un oyente que escuchaba esta explicación, me dijo:

—No puede ser: es demasiado ingenuo, demasiado “simplista”.

—Compañero —intervine yo—, ahí está la madre del borrego, como decimos en Argentina. Desde hace muchos años observo una tendencia universal a desconfiar de las explicaciones “simplistas”; en cambio, se prefiere complicar los esquemas en lo político, en lo social, en lo económico, y hacer una metafísica inextricable de lo que es naturalmente “simple”. A mi entender, toda esa complejomanía proviene de los interesados en “enturbiar las aguas”.

Pero, impuesta o no por las circunstancias, es de imaginar lo que una teoría filosóífico-social, como el marxismo, logra o puede lograr en un pueblo que, como el cubano, tiene toda la soltura, toda la imaginación y, además, todas las alegres sui géneris, o más bien una empresa-nacional “comunitaria” que deja perplejos a los otros Estados marxistas, en razón de su originalidad fuera de serie.

Un soviético, un checoslovaco, un búlgaro, de los que frecuentemente visitan a Cuba, no dejan de preguntarse, vista la espontánea y confesa “heterodoxia” cubana:

—¿Qué desconcertante flor latina estará brotando en las viejas y teóricas barbas de Marx?

# La “primera” y la “segunda”

De pronto nos anuncian que Fidel Castro ha de asistir, en San Andrés, en la provincia de Pinar del Río, a la inauguración de una comunidad erigida en plena montaña.

Llegamos al atardecer en un ómnibus (allá le dicen guagua) de construcción checa, atravesando villas coloreadas y paisajes de sueño. Una concentrar multitudinaria se ha instalado allá: son hombres y mujeres de toda la isla, que quieren oír a Fidel. Además, está jugándose allí mismo un trascendente partido de baseball, el de los “industriales” contra los “granjeros: el baseball es el deporte nacional, como el fútbol entre nosotros, y suscita en las tribunas populares las mismas discusiones y trompadas que se dan en la “bombonera”, por ejemplo; el mismo Fidel Castro es un “bateador” satisfactorio. El partido concluye: ganaron los “industriales”. Risas y broncas. Pero la noche ha caído; se oye un helicóptero; y poco después una gran figura barbada sube a la plataforma.

Déjenme ahora esbozar un retrato del líder.

Fidel Castro es un hombre joven, apenas cuarentón, fuerte y sólido en su uniforme verde oliva: cariñosamente lo llaman El Caballo, en razón de su fortaleza militante. Bien plantado en la tribuna, deja oír su alocución directa, con una voz resonante y a la vez culta, que traiciona en él al universitario metido por las circunstancias en un uniforme castrense. Al hablar acaricia los micrófonos; y en algún instante de pausa dubitativa se rasca la cabeza con un índice crítico, lo cual hace

Reúne a los “compañeros”, les habla de asuntos concretos: planes de trabajo, análisis y critica de lo ya realizado, exhortaciones de conducta civil, palabras de aliento y de censura según el caso. Nunca se dirige a ellos en primera persona del singular —”yo”—, sino en la primera y segunda del plural —”nosotros” y “ustedes”—, lo cual le confiere un tono de entrecasa, humano y familiar, que borra en él cualquier arista de demagogia o se resuelve en una demagogia tan sutil que nadie la advierte. Dialoga con el pueblo que lo interroga y le sirve de coro, lo cual me trae algunas reminiscencias argentinas: “Oye, Fidel, ¿y esto? Oye, Fidel, ¿y aquello?” Y Fidel Castro recoge las preguntas en el aire y las contesta, rápido, certero y a menudo incisivo.

Una de sus preocupaciones actuales es el “burocratismo” en que suelen aletargarse y morir las revoluciones. Informa en un discurso que se ha creado la Comisión Nacional contra el Burocratismo; y una quincena más tarde anunciará en otro:

—Compañeros, la Comisión Nacional contra el Burocratismo se ha burocratizado.

Conoce a fondo los problemas generales de su pueblo, y hasta los particulares de sus individuos, tanto en el bien como en el mal. Durante el huracán “Flora”, que asoló a la isla, condujo un tanque anfibio de salvataje y estuvo a punto de morir ahogado. En el corte de caña de azúcar, empresa nacional que moviliza hoy a todos los habitantes, Fidel Castro interviene, como todos, y no cortando algunas cañas simbólicas, sino trabajando jornadas enteras a razón de ocho horas cada una.

Esta noche lo escuchó en San Andrés: hace frío en la montaña, vinimos desprevenidos y nos abrigamos con mantas del ejército. Fidel no es ya el orador “larguero” y teatral, imagen con ¡a que aún se lo ridiculiza fuera: sus apariciones en público son cada vez más escasas y sus discursos cada vez más cortos. En esta oportunidad, además de referirse al asunto concreto de la reunión, toca dos puntos que me interesan como escucha foráneo: define a la suya como a la “primera revolución socialista de América”, y es verdad que lo ha dicho muchas veces. Pero, a continuación, la identifica con una “segunda independencia de Cuba”, y me acuerdo entonces de lo que dijo el arqueólogo en el Castillo de la Fuerza: “La revolución cubana sólo tiene su explicación entera en la Historia Nacional de Cuba”.

Ya en el ómnibus o guagua, que a través de la noche nos devuelve a la capital, y mientras Ricardo y Ernesto cantan aquello de “¿Cuándo volveré al bohío?”, sin duda para que no se duerma el compañero chofer en el volante, doy cuenta de mis observaciones al sociólogo de guayabera gris que compartió con nosotros la bodega ilustre de mister Dupont.

—Evidentemente —me dice—, el movimiento revolucionario de Fidel en pro de la “segunda independencia” no es más ni menos que una continuación inevitable del movimiento de José Martí en favor de la “primera”.

—Es tan verdad —asiento yo—, que la figura de Marti está hoy en Cuba tan presente y es tan actual como la del mismo Fidel, y los escritos de Martí abundan en la formulación teórica del movimiento castrista.

Los cantantes de¡ ómnibus han pasado en este momento a la canción “No la llores”, y el de la guayabera gris insiste:

—Esa continuidad revolucionaria está favorecida por el hecho de que la pasada historia de Cuba y la presente casi se tocan. Y si no, recapitulemos: la gesta de Martí comienza en 1895; el primer presidente de Cuba, Tomás Estrada Cabrera, es reconocido por “ellos” en 1902; luego, dos gobernadores norteamericanos, con el pretexto de pacificar la isla, se mantienen en el poder hasta 1909; después, una serie de gobiernos, electos o dictatoriales, que duran o no según el apoyo de los Estados Unidos, cuyos intereses económicos en la isla son cada vez más fuertes. La primera independencia (José Martí) y la segunda (Fidel Castro) se parecen como dos gotas de agua. Tienen los mismos opositores: un imperialismo exterior, ávido y prepotente, y una oligarquía local en colaboración con el primero. Uno y otro líder se parecen hasta en el modus operandi que utilizan: desembarcos furtivos en la costa cubana, internación en los montes, actividad de guerrillas. Lo único que añade Fidel a esa empresa insistente de Cuba es el acento de lo social-económico, que, por otra parte, resuena hoy universalmente.

Las luces de La Habana se nos vienen encima. En el recibimiento del hotel (que allá se llama “carpeta”) encuentro una nota de Granma, órgano del partido, en la cual se me solicita un reportaje. Granma es el nombre del yate que, en 1956, trajo a Fidel Castro y a sus 82 compañeros desde México a la provincia de Oriente, donde la Sierra Maestra ofrecía un campo ya histórico de operaciones. Al día siguiente respondo a las dos preguntas del reportaje: —Usted —inquiere mi repórter—, que ha sido testigo y partícipe de la historia de nuestro continente a lo largo de este siglo, ¿cómo definiría este momento de América latina?

—Desde hace tiempo —respondo—, América latina vive en estado “agónico , vale decir, de lucha, según el significado etimológico de la palabra. Y esa lucha tiende, o debe tender, a lo que Fidel Castro llamó anoche “segunda independencia”. Yo diría que nuestro continente pugna por entrar en su verdadero “tiempo histórico”: lo que vivió hasta hoy es una suerte de prehistoria.

—¿Qué impresiones tiene usted de su primer viaje a Cuba? —A primera vista, y mirada con ojos imparciales, Cuba me parece un laboratorio donde se plasma la primera experiencia socialista de Iberoamérica. Por encima de cualquier “parnaso teórico”, de ¡deas, entiendo que Cuba está realizando una revolución nacional y popular, típicamente cubana e iberoamericana, que puede servir no de patrón, sino de ejemplo a otras que, sin duda, se darán en nuestro continente, cada una con su estilo propio y su propia originalidad.

Resuelto ya el certamen literario de La Casa de las Américas, hemos de viajar al interior de la isla con el propósito de visitar la base militar de Guantánamo y después Minas de Frío.

Desde la ventana de mi cuarto estudio las dos pequeñas baterías antiaéreas que, según dije, apuntan al norte marinero. Porque a 90 millas de aquí está un enemigo al que no se odia ni se teme, pero se lo vigila en un tranquilo alerta. Ésas dos baterías tienen, ante mis ojos, la puerilidad de la honda de David ante la cara inmensa de un Goliath en acecho. Regularmente, el crucero “Oxford” entra en las aguas territoriales de Cuba, y su blanca silueta se recorta en el horizonte marítimo.

Desde Miami, las emisoras difunden noticias truculentas: el malecón de La Habana está lleno de fusilados que hieden al sol; faltan alimentos en la isla; Fidel Castro ha desaparecido misteriosamente. Yo estoy ahora observando el malecón lleno de paseantes alegres y de tranquilos pescadores; todos comen bien en la isla, y hace unas horas ví a Fidel Castro en una reunión de metalúrgicos.

Pero en otro lugar del territorio, el enemigo está más cerca y se hace visible. ¿Dónde? En Guantánamo. Yo estoy en Guantánamo, junto al mar del Caribe, donde los norteamericanos tienen la base conocida, separados de los cubanos por una cortina de alambre tejido. Ese limite somero es el lugar de las “provocaciones”. Converso con la tropa del destacamento cubano, miro fotografías y documentales cinematográficos:

—A veces —me dice un oficial—, los marines yanquis arrojan piedras al destacamento, con las mismas actitudes y el furor de un peacher de baseball; otras, en son de burla, parodian ante los centinelas de Cuba los movimientos de los bailes afrocubanos, y orinan ostensiblemente cuando izamos nuestra bandera.

—¿Y ustedes qué hacen;? —pregunto.

—La consigna es no responder a las provocaciones. Uno de nuestros centinelas les volvió la espalda, sólo para no verlos. —¿Y ellos qué hicieron?

—Lo mataron de un tiro en la nuca. Vea usted su cadáver.

Desde Guantánamo, tras regresar a nuestra base de Santiago de Cuba, nos dirigimos a la Sierra Maestra con el propósito de subir a Minas de Frío, cumbre donde el comandante Ernesto Che Guevara tuvo su cuartel de operaciones. Siguiendo la norma revolucionaria de instalar escuelas donde hubo cuarteles y escenarios de lucha, se ha fundado un centro educacional, donde se preparan los maestros del futuro.

La subida es difícil, ya que se hace por una cuesta empinada, rica en torrenteras y despeñaderos, que hasta no hace mucho sólo era transitable a pie o a lomo de muta. Nosotros la franqueamos en un camión de guerra soviético, que en dos horas de. trajín, sacudones, y, patinadas nos> deja, en la cima, algo así como un altiplano donde conviven 7.000 alumnos, muchachas y muchachos de todas las pieles, bien alojados y guarnecidos.

—¿Por qué instalar esa escuela en una cumbre sometida a todos los rigores climáticos?

—Para fortalecer y templar —responden— a los jóvenes que han de ejercer el magisterio en los más duros rincones de la isla. Nuestra campaña de alfabetización, iniciada en 1961, redujo el índice de analfabetos a un 3,5 por ciento. Ahora, Fidel quiere que toda Cuba sea una escuela.

Y abordamos a los alumnos, con su ropa y zapatos de montaña (ellas, naturalmente, con ruleros en la cabeza). Blancos, negros y mulatos tienen la conversación fácil y una seguridad alegre que anula toda ostentación o dramatismo. Quieren saber de nosotros: los fascinan nuestros diversos tonos del idioma español. Al fin piden que cantemos: yo berreo una vidalita sureña, y Juan Marsé arriesga una sardana de su terruño catalán.

A la caña

¡Tendría tantas cosas que referir! Sólo puedo hacerlo en síntesis rapsódicas o en pantallazos de cinematografía. Estamos ahora en un grande y viejo taller metalúrgico, donde Fidel Castro reúne a trabajadores y estudiantes de escuelas tecnológicas

Tras un intento inicial de industrialización, la isla entera se vuelca hoy a los afanes de la agricultura. Pero hay que pensar en el futuro, y el conductor habla: se refiere a la explotación de los minerales que abundan en las sierras, a sus aleaciones posibles, a los futuros altos hornos y acerías, a la perfección técnica de los obreros. Un químico visitante, que tengo a mi costado murmulla:

—¡Sueña! ¡Está soñando en alta voz!

—¿Qué importa? —le contesto—. ¿Qué Importa, si todo este pueblo que lo escucha está soñando con él? al fin y al cabo, ¿qué sueña? La ilusión de una felicidad en la soberanía, siempre posible y siempre demorada. ¿No están, acaso, en ese mismo sueño todas las otras repúblicas de Iberoamérica?

Y Fidel sigue hablando, frente a los rostros encendidos. Fidel está soñando: ¡pobre del que se ría!

Esta mañana, Elbiamor y yo estamos a solas con Haydée Santamaría, heroína de la revolución cubana en sus preparativos y combates. Su hermano y su prometido fueron torturados hasta morir, frente a ella misma, para que revelara el paradero de los jefes. Toda revolución cruenta deja siempre como posible y hasta inevitable el juego numeral de las victimas, de modo tal que uno y otro bando puedan sentarse a la mesa y barajar en el tapete sus propios muertos. Haydée no lo hace, aunque tal vez en sus sueños perdura una pesadilla de ojos arrancados. Perdonar y olvidar ha dicho ella—, y sobre todo combatir por un orden humano y una sociedad que hagan imposibles, en adelante, los horrores de la jungla.

Detrás de ese afán, ella trabaja día y noche, como si fuese la madre, la hermana y la novia del movimiento. De pronto recuerda mi cristianismo y el de Elbiamor:

—Antes de la revolución —nos dice—, yo era creyente, como todos los míos. Después entendí que, si deseaba trabajar por un orden nuevo, debía prescindir de Dios, olvidarlo.

No entendemos el porqué de tal resolución, romántica, y callamos. —El otro día —refiere de pronto—, mi hija de cuatro años me preguntó quién era Dios.

—¿Y qué le respondió usted?

—Le dije que Dios era todo lo hermoso, lo bueno y lo verdadero que nos gustaba en la naturaleza.

La miramos con ternura.

—Belleza, Bondad y Verdad —le dije al fin—: son, justamente, tres nombres y tres atributos de lo Divino.

Haydée calla. Luego se dirige a su escritorio y me trae como obsequio una caja de habanos construida con maderas preciosas de Cuba.

¿Y el ambiente religioso de la isla? Puedo decir que actualmente se oficia con regularidad en los templos católicos y protestantes. En las santerías, se ofrece al público el acervo iconográfico tradicional, junto con la utilería de las magias africanas, que conservan en la isla una tradición semejante. Fidel Castro, en una campaña contra las malezas rurales, aconsejó, no sin humorismo, respetar las hierbas rituales de los brujos. En realidad, no se manifiesta en Cuba ni menor ni mayor religiosidad verdadera que en muchos otros países del orbe cristiano, incluido el nuestro.

Sé, de muy buena fuente, que en el Comité Central del Partido hay católicos viejos y católicos de reciente conversión, además de algunos marxistas puros, uno de los cuales, en su inocencia, me confesó haber bautizado a un niño con champagne y en el nombre de Marx, de Lenin y de Fidel. Y digo “en su inocencia”, porque aquel hombre, fundamentalmente bueno, “no sabia lo que hacía”, dicho evangélicamente.

Triunfante la gesta revolucionaria, tuvo un despunte de oposición en algunos sacerdotes de nacionalidad española y algunos pastores protestantes de nacionalidad estadounidense, que obraban, sin duda, por razones “patrióticas”. Fidel Castro dijo, entonces, que todo cristiano debería ser, por definición, un revolucionario. Recuerdo que hace ya muchos años, en cierto debate sobre el comunismo realizado en París, alguien (creo que Jacques Maritain) definió al comunismo como una “versión materialista del Evangelio”. Pensé yo en aquel entonces que era preferible tener y practicar una versión materialista del Evangelio a no tener ni practicar ninguna.

Y me digo ahora, con más ciencia y experiencia, que toda realización en el orden amoroso de la caridad, sea consciente o inconsciente, entraña en sí misma una “petición” de Jesucristo.

Terminó para nosotros la Misión Cuba. Una tarde respondemos a los alumnos, en la Escuela de Letras. Uno me pregunta por el Facundo, de Sarmiento, y le aclaro algunas nociones. Otro Interroga sobre El Matadero, de Echeverría, y César Fernández Moreno se encarga de las respuestas. Pero todos los cubanos acuden al corte de caña: gobernantes y gobernados, obreros y estudiantes, artistas y técnicos.

Se ha iniciado la Séptima Zafra de la Revolución, que promete ser la más cuantiosa del siglo. Los contingentes están saliendo a la tierra (o a la caña, como dicen allá): todos van alegres, porque el trabajo ya no es una “maldición antigua”, sino un esfuerzo que hace doler las manos en el machete, los tres primeros días, y concluye por mudarse en una felicidad virgiliana.

Estamos en el aeropuerto José Marti, como a nuestra llegada: el cuatrimotor Britannia nos espera, trajinado y temible a los ojos de Elbiamor. Nuestro compañeros de Cuba nos despiden: hay calor en sus manos y esperanza en sus voces. El avión toma la pista: ellos quedan allá, con su ensueño acunado entre peligros, y sin otro sostén que su líder y los símbolos de su enseña nacional, enumerados en la misma canción con que inicié esta crónica: “Un Fidel que vibra en la montañas, un rubí, cinco franjas y una estrella”.

Revista El Descamisado Nº 7, 03/07/73
http://www.elortiba.org/notatapa3.html

lunes, 21 de noviembre de 2016

AGUADO, MARQUÉS DE LAS MARISMAS Amigo, confidente, financista y finalmente SAN MARTIN fue su albacea y heredero

AGUADO, MARQUÉS DE LAS MARISMAS Amigo, confidente, financista y finalmente
SAN MARTIN fue su albacea y heredero


AGUADO, MARQUÉS DE LAS MARISMAS Amigo, confidente, financista y finalmente  SAN MARTIN fue su albacea y heredero

Alejandro María Aguado y Rodríguez de Estenoz, marqués de las Marismas del Guadalquivir; Sevilla, 1784 - Gijón, 1842) merece salir del largo olvido que la tiene relegada en los desvanes de la Historia. Este Banquero hizo rico a nuestro Libertador pero ni en su aniversario se lo recuerda.

Político, militar y financiero español.

Alejandro Aguado, en la órbita de su tío el general O’Farril, se alineó del lado del rey José I Bonaparte. En su familia, como en otras, sobre todo de las de alto copete, había surgido la división entre patriotas y afrancesados josefinos.

En Extremadura, Alejandro Aguado se curtió  como combatiente. Entre otros momentos, dejó huella en su memoria la batalla de La Albuera, que evocaba épicamente, años después en Francia. Ascendido a capitán, recibió la condecoración de la Orden Militar de España, conocida extraoficialmente como “La Berenjena”.

Distinguido por el mariscal Soult, Duque de Dalmacia, Aguado llegó a coronel de lanceros.

Edecán del mariscal francés Soult durante la ocupación napoleónica, al terminar la guerra se trasladó a Francia y fundó una banca en París.

Su actividad comercial se iniciaría bajo el marbete de “Epiceries fines. Produits coloniaux”. De España, con apoyo familiar, recibía aceitunas, aceite de oliva, pasas, almendras, así como vinos de Jerez y de Málaga. De Cuba, frutas tropicales, café, azúcar, ron y tabacos. De la tienda de ultramarinos selectos pasó a ampliar su dedicación con la perfumería, incluyendo la fabricación de cosméticos como el “Jabón de las Sultanas”.

AGUADO, MARQUÉS DE LAS MARISMAS Amigo, confidente, financista y finalmente  SAN MARTIN fue su albacea y heredero
Exportó también a España productos franceses y creó diversas empresas para la gestión de propiedades de otros españoles en Francia, como el cobro de deudas, la intermediación y otras dedicaciones que le descubrieron la mecánica de la Bolsa, sin pisar el “parquet”. Con 39 años, el negociante se convertiría en banquero.

Javier de Burgos, ante las dificultades del Gobierno de Fernando VII de contratar empréstitos en Europa, negoció en París con Alejandro Aguado, quien se lanzó a fondo a las finanzas y pasó a ser el banquero del Monarca de España, el Rey felón, aquel que le había vetado el retorno a su nación.


En 1823 Alejandro Aguado se hizo cargo de una parte de los empréstitos (10 millones de pesetas al 60,5% de interés y un 2,5% de comisión) negociados por el ministro de Hacienda, López Ballesteros, para enjugar las deudas contraídas durante el Trienio Liberal (1820-1823), que no fueron reconocidas hasta 1831.

En 1825, con parte de las obligaciones que se encontraban en sus manos, emitió títulos por valor de 547,1 millones de pesetas y una garantía de poco más de 250.000 pesetas. Se atribuyó a Fernando VII una lucrativa participación en la citada operación financiera que, por otra parte, pudo ser el origen del enfrentamiento entre López Ballesteros y el banquero. Alejandro María Aguado realizó otros empréstitos en los años 1827, 1828 y 1830.

La última transacción financiera la hizo directamente con Fernando VII con el fin de cancelar los bonos emitidos durante el Trienio Liberal, de los que una quinta parte se destinaban a convertirse en títulos de renta perpetua. En 1834 negoció empréstitos con el gobierno griego. En 1829 fue ennoblecido con el título de marqués de las Marismas del Guadalquivir.

Aguado llegó a ser uno de los grandes banqueros de Francia, donde se le consideraba en posesión de la primera fortuna personal de aquel país.

Fundamentalmente a partir de 1832, cuando, como relata Puente, “establece amistad con Aguado en París, a quien ha conocido el año anterior o en el viaje que hizo a Francia en 1828 –desde Bruselas-, antes de ir al fracasado retorno a Buenos Aires”.

Durante años, el general San Martín, en París, tuvo su residencia no lejos de la mansión del banquero Aguado, y su casa de campo, a treinta kilómetros de la capital francesa, también estaba próxima al palacio preferido del financiero español. Curiosamente, ese “chateau” del magnate, en Évry, radicaba en el espacio territorial denominado Petit Bourg, mientras que la residencia del Libertador -adquirida con apoyo económico de su craso amigo- pertenecía al Grand Bourg.

En el par de años que San Martín vivió solo, mientras su hija Mercedes y su yerno estaban en Buenos Aires, compró la modesta casa de campo de Grand Bourg, separada de los jardines del palacio de Petit Bourg por el Sena; el puente del Ris, construido por Aguado, enlazaba ambas orillas. Y adquirió también en una subasta judicial el edificio del Nº 1 de la calle Neuve de Saint Georg -cinco plantas, en el centro de la capital y a dos cuadras del palacio y oficinas de su amigo Aguado. Esta le costó 140.000 francos (la conservaría la familia hasta principios del siglo XX) y aquélla, la casa de campo, más familiar en la memoria de los argentinos, 13.500. La compra de ambas sólo fue posible gracias a la generosidad de su amigo Aguado, pues las rentas y jubilaciones del Libertador no lo habrían permitido.

“El general pasaba la mitad del año, de noviembre a abril en París y el resto en esa casa retirada en Evry, Grand Borug, ubicada a menos de 300 metros del palacio de Aguado. Estaban enlazados por un puente colgante construido por el banquero. No eran casualidades. A los amigos les gustaba estar cerca. Desde los patios y el huerto trasero de la casa de campo de San Martín se veía el palacio de Aguado”.

Aparte de las asiduas visitas a domicilio, para departir en las estancias de aquellas viviendas, ambos personajes pasearon juntos muchas veces a caballo por los bosques del Petit Bourg, pero también de París.

Las transferencias que correspondían al general San Martín, por las pensiones que tenía asignadas y por las rentas de sus propiedades al otro lado del Atlántico, no llegaban, en ocasiones, con la debida regularidad. A causa de ello, su economía particular presentaba inestabilidades y baches.

Utilizando fórmulas discretas y elegantes, Aguado apoyaba por sistema al  célebre criollo, con quien estrechó fuertes lazos de afecto y confianza.

Aguado era un apasionado del arte y la cultura dedicará tiempo y fortuna a financiar teatros –en particular la Operade París-, crear publicaciones, formar una colección de pintura y frecuentar artistas e intelectuales, como el compositor Rossini y los escritores Balzac y Nerval.

Como consecuencias de ese proceso, se produjo la elección de San Martín para encomendarle, por parte del potentado,  la intervención en el reparto de su herencia y en la tutela de sus hijos, que como albacea llevó a cabo sin escatimar tiempo ni dedicación.

Fue luego San Martín albacea y heredero de la fortuna de este hombre, le tocó liquidar la mayor colección de obras de arte de esos tiempos.

“Deseando dejar a mis ejecutores testamentarios – había dispuesto el marqués de la Marismas del Guadalquivir en testamento ológrafo depositado en la notaría- una muestra de mi afecto, les lego todas mis alhajas que tengo de mi uso personal y además una suma de treinta mil francos. Al morir San Martín esas joyas fueron heredadas por su hija. No hay noticias de qué pasó luego con ellas”.

De esa fecha –septiembre de 1842- data una carta al general Guillermo Miller en la cual San Martín dice: “Mi suerte se halla mejorada, y esta mejora es debida al amigo que acabo de perder, al señor Aguado, el que, aun después de su muerte, ha querido demostrarme los sentimientos de la sincera amistad que me profesaba, poniéndome a cubierto de la indigencia”.


Fuente: Armando Rubén Puente « Alejandro Aguado. Militar, banquero y mecenas». Editorial Edibesa. Madrid. Historia de una amistad. Alejandro Aguado y José de San Martín (Editorial Claridad, 2011



martes, 15 de noviembre de 2016

Alberti Héroe de las Invasiones Inglesas

Alberti Héroe de las Invasiones Inglesas
Alberti Héroe de las Invasiones Inglesas

La poco conocida vida de Manuel Alberti desde las Invasiones Inglesas hasta que fuera elegido Vocal de la Primera Junta de Gobierno.
 Manuel Alberti era párroco de Maldonado cuando, en Octubre de 1806, los ingleses ocuparon su pueblo, en la Banda Oriental. Poco tiempo después, los invasores, para congraciarse con la población local, mayoritariamente católica, que resistió fuertemente la invasión, y demostrar que no se trataba de una guerra religiosa, como se rumoreaba en el pueblo, publicaron un bando donde señalaban las pocas diferencias que existían entre el credo anglicano (que practicaba la mayoría del ejército ocupante) y la religión católica. Este bando fue fijado en las paredes de las distintas poblaciones ocupadas de la Banda Oriental (hoy Uruguay).
Cuando el padre Alberti lo leyó, se indignó mucho y procedió a arrancarlo de la pared, a la vista de sus feligreses; y se sumó, en ese acto, enérgicamente a la resistencia contra el invasor inglés; instando a sus fieles a hacer lo mismo. Llegó a ocultar en la iglesia, a medio construir, efectos, provisiones y valores, para esconderlos del saqueo enemigo. Se ve que el padre Alberti no debió haber sido tan disimulado en su prédica antibritánica; toda vez que su actividad se volvió sospechosa para los ingleses, quienes lo hicieron seguir y lo capturaron conduciendo cartas comprometedoras, cerca del Cerro Pan de Azúcar, revelando el movimiento de tropas británicas para las huestes españolas apostadas allí. El cerro Pan de Azúcar es la tercera elevación del Uruguay, y se ubica cerca de Piriápolis, en la ruta costera entre Punta del Este y Montevideo.

Recuperando la libertad

En virtud de la notoria popularidad del sacerdote, y para no generar la idea de que se trataba de una persecución religiosa, o para evitar sublevaciones de sus feligreses, Alberti fue liberado al cabo de poco tiempo, y se le permitió ejercer, limitadamente, su función pastoral, con una rigurosa custodia, en Montevideo. Con la derrota británica y su evacuación de la Banda Oriental (Setiembre de 1807), Alberti recuperó su libertad y retornó a su ministerio en Maldonado, donde fue recibido como un héroe. Hoy una placa lo recuerda en la Catedral de esa ciudad.

De regreso en Buenos Aires

En 1808, Alberti retornó a Buenos Aires, donde obtuvo, por concurso, la titularidad de la flamante parroquia de San Benito de Palermo, que se estaba por crear. Otro sacerdote se opuso a su toma de posesión, asesorado por un abogado que luego sería célebre: Mariano Moreno (futuro compañero de Alberti en la Primera Junta); reclamo que luego el obispo desestimaría por improcedente.
Como no se efectivizaba la creación de esa parroquia, Manuel Alberti ejercerá su ministerio, hasta el final de sus días, en la iglesia de San Nicolás de Bari (de la cual se había desprendido la de San Benito de Palermo, sin oficializarse aún). En esa época, Alberti empezó a frecuentar a Nicolás Rodríguez Peña, Miguel de Azcuénaga e Hipólito Vieytes (su antiguo compañero de colegio); vinculándose con los círculos revolucionarios. Algunos creen que integraba la famosa "Sociedad de los Siete". Asistió al Cabildo Abierto del 22 de Mayo de 1810 y de los 27 religiosos que concurrieron, fue uno de los 19 que votaron por el cese del virrey, contrariando la posición del Obispo Lué, de quien dependía en su ejercicio pastoral.

Alberti en la Primera Junta

En la jornada del 25 de Mayo, mientras su hermano y tocayo Manuel Silvestre (luego capitán del Regimiento de Granaderos a Caballo) firmaba, entusiasta, en la Plaza de la Victoria, el petitorio para que su hermano, el clérigo, integrara la Primera Junta; Manuel Maximiano estaba en la casa de su amigo Miguel de Azcuénaga, junto con otros patriotas; desde donde podían seguir los movimientos en la Plaza. La casa de Azcuénaga quedaba al frente de la Plaza, sobre la actual calle Rivadavia, lindera con la Catedral Metropolitana; donde hoy se erige un edificio donde funcionan oficinas del Banco Francés. Allí fue donde se enteró que había resultado designado vocal del Primer Gobierno Patrio, junto, precisamente, con su anfitrión, Azcuénaga.
No se sabe muy bien por qué se lo incluyó como Vocal de la Primera Junta. Algunos creen que los hombres de Mayo quisieron transmitir el mensaje de que no pretendían romper con la tradición católica de casi toda la población, a diferencia de los revolucionarios franceses.
Otros piensan que, su prestigio, su calidad de "cura héroe" de las Invasiones Inglesas y su carácter piadoso, reconocido unánimemente, contribuían a prestigiar a un nuevo gobierno, que necesitaba legitimarse rápidamente ante amplias franjas de la población del entonces virreinato, acostumbrado a la tradición colonial hispana.
Otros piensan que, ligado a Azcuénaga y a las ideas de Cornelio Saavedra, representaba un elemento "conservador" necesario para lograr un balance y equilibrio en la Junta. Finalmente, otros creen, sencillamente, que Alberti fue elegido por su carácter sacerdotal, para ser el "capellán" del flamante Gobierno Patrio.

Sin rencores

Sin embargo, una vez en la Junta, y a sus 46 años, Manuel Alberti adhirió a casi todas las ideas, principios y proyectos de Mariano Moreno, aquel abogado que, curiosamente, se había opuesto a que él se hiciera cargo de la Parroquia de San Benito de Palermo.
Ello revelaba que Alberti no tenía un carácter rencoroso o vengativo, y se guiaba por sus propios principios, valores y convicciones. Así, la firma de Alberti figuró en todos los actos en que la Junta resolvió: crear el Ejército Argentino y la Gazeta de Buenos Aires, la deportación del ex virrey Cisneros y los oidores de la Real Audiencia a las Islas Canarias, así como la destitución de los cabildantes realistas.
Por Juan Pablo Bustos Thames *
(*) Abogado, Ingeniero
en Sistemas de Información
y Docente Universitario



sábado, 12 de noviembre de 2016

EL CABALLO Y EL INDIO

EL CABALLO Y EL INDIO


EL CABALLO Y EL INDIO


Los primeros indios se encontraron con los equinos que quedaron de la expedición de Mendoza, aprendieron a amansarlos, y de esa unión hombre-caballo resultó una poderosa combinación que implicó una revolución de las estructuras sociales, políticas y económicas de los nativos de la pampa y de los araucanos que llegarían de Chile.

En el período anterior al conocimiento del caballo, el hábitat de los aborígenes era reducido a consecuencia de la falta de movilidad.

Gracias al caballo el territorio se agrandó enormemente y las técnicas de caza se perfeccionaron, con el rodeo de los animales salvajes.

En la guerra se reemplazó el arco y la flecha por la lanza y se usaron armaduras de cuero de equino.

Las actividades económicas se convirtieron en predadoras, porque se basaron en el robo de ganado.

El rol de la mujer cambió fundamentalmente al ser liberada del transporte de enseres, para dedicarse al grupo familiar y los trabajos en los toldos.

La alimentación cambió haciéndose en base a la carne del equino.

Y algo muy importante: el incomparable adiestramiento de sus caballos les permitió tener grandes ventajas cuando hubieron de enfrentarse con los cristianos.

Cuando regresaban a las tolderías, luego de un malón, los indios apartaban los caballos robados y los soltaban en el monte a pastorear; después los sometían al más duro aprendizaje para seleccionar los mejores. Ensillados, al salir el sol, los hacían galopar velozmente por terrenos difíciles -hondonadas, médanos o zonas pantanosas- hasta agotarlos. A continuación los ataban a un poste y los dejaban sin comer ni beber durante un día. Los caballos que resistían estas pruebas se volvían tan dóciles como infatigables y podían secundar eficazmente al indio en sus invasiones".( Párrafo extractado de la obra  "Descripción de la Patagonia", de Tomás Falkner
El español llegó al Río de la Plata con un elemento valioso para la guerra: el caballo.

Este animal causó espanto entre los indígenas, hasta que se acostumbraron a pelear con los europeos; entonces, tomándolo de las riendas hacen caer al jinete, pero para llegar a esto pierden muchas vidas.

El coronel  Wlather dice en su libro La conquista del desierto: «Antes de la introducción del caballo en las pampas, andaban y combatían a pie, pero cuando adaptaron el cuadrúpedo a sus costumbres, se convirtieron en habilísimos jinetes, transformando a los equinos en valiosos auxiliares para la guerra. Ello les permitió ganar movilidad y rapidez de acción en sus correrías».

Sobre los caballos de los indios de la pampa, una de las primeras referencias se encuentra en lo que escribiera el virrey Ceballos en 1777, al referirse al plan que quiso poner en práctica contra los enclaves indígenas. Allí dice: «Yo medito que se haga una entrada general en la vasta extensión a donde se retiran y tienen su madriguera estos bárbaros, favorecidos en la gran distancia y en la ligereza y abundante provisión de caballos de que están provistos».

Un párrafo de la memoria del virrey Vértiz, a su sucesor el marqués de Loreto, escrito en 1784, explica: «(…) Que los indios forman cuerpos errantes, sin población ni habitación determinada; que carecen de todos los bienes de fortuna, que no aprecian comodidades; que se alimentan de yeguas y otros animales distintos de los que usamos nosotros (…)>>.

Está claro, por lo que escriben los virreyes, que en la segunda mitad del siglo XVIII era bien conocido que los indios disponían de muchos y buenos montados, y que se alimentaban con carne de yegua. Con respecto a la forma como amansó el caballo el indio, y como lo entrenó para la lucha, se ha escrito mucho, por lo que a continuación sólo nos referiremos a los autores que expresaron mejor esa habilidad, recordando que para varios entendidos en la materia, aquél superó al gaucho en ese aspecto.

El capitán F.B. Head, en su libro Las Pampas y los Andes, escribe al respecto:«Los gauchos, que son magníficos jinetes, declaran todos que es imposible correr con un indio, porque los caballos de los indios son mejores que los suyos, y también que tienen una forma de impulsarlos por medio de gritos y de movimientos peculiares de sus cuerpos, que, aun si cambiaran los caballos, los indios ganarían».

 Martiniano Leguizamón hizo notar por su parte que «el indio fue el maestro del gaucho en el manejo del lazo y de las boleadoras».

Lucio V. Mansilla escribió: «Los indios no echaron pie a tierra. Tienen ellos la costumbre de descansar sobre el lomo del caballo. Se echan como en una cama. haciendo cabecera del pescuezo del animal, y extendiendo las piernas cruzadas en las ancas, así permanecen largo rato, horas enteras a veces.
Ni para dar de beber se apean; sin desmontarse sacan el freno y lo ponen. El caballo del indio, además de ser fortísimo, es mansísimo. ¡Duerme el indio!, no se mueve. ¡Está ebrio”, le acompaña a guardar el equilibrio. ¡Se apea y le baja la rienda”, allí se queda. ¡Cuánto tiempo”, todo el día. Si no lo hace es castigado de modo que entienda por qué. Es raro encontrar un indio que use manea, traba, bozal y cabestro.
Si alguno de esos útiles lleva, de seguro que anda redomoneando a un potro, o es un caballo arisco, o enseñando a uno que ha robado en el último malón. «El indio vive sobre el caballo, como el pescador en su barca: su elemento es la Pampa, como el elemento de aquél es el mar. (…) Todo cuanto tiene dará el indio en un momento crítico por un caballo.»



 El dibujo es el cuadro “Palenqueando” del prestigioso pintor  Enrique Castells Capurro

miércoles, 9 de noviembre de 2016

¿DE DONDE VIENE EL NOMBRE DE RIVER?

¿DE DONDE VIENE EL NOMBRE DE RIVER?


¿DE DONDE VIENE EL NOMBRE DE RIVER?


En 1901, Leopoldo Bard, primer presidente y socio fundador de River, convocó a la comisión directiva a elegir un nombre para el flamante club. Entre los nombres propuestos, se resolvió votar entre los que a todos les parecieron más adecuados. Algunos de los miembros buscaban conservar el nombre de su equipo de origen, otros buscaban uno que marque la imagen del lugar donde se gestó el club, y otros buscaban un nombre tan nuevo como el nuevo club. Los nombres finalistas llegaron a ser: La Rosales, defendido por Carlos Antelo ; Club Atlético Forward, promovido por Pedro Ratto; Juventud Boquense, que era el preferido de Bernardo Messina; hubo quien votó por el viejo nombre de Santa Rosa, y fue Pedro Martínez quien ideó el nombre de River Plate, espantosa traducción de "Río de la Plata", ya que en realidad significa "Plato del Río". Dicen que Martínez había visto el nombre impreso en unas misteriosas cajas , y que le había gustado como quedaba escrito, tal vez por la curiosidad y el encanto del misterio de esas cajas de las que desconocían el contenido. 

El resultado de la votación fue un empate casi exacto entre los que optaban por llamar a River "Forward" y los que preferían el nombre de "River Plate". La razón de que se optara por nombres de origen inglés era que el fútbol aún se seguía considerando un deporte marcadamente ligado a su lugar de proveniencia: Gran Bretaña. Leopoldo Bard decidió entonces que un partido de fútbol entre los socios que optaban por bautizar Forward al club, contra los que preferían llamarlo River Plate, sería la manera más democrática de resolver la situación : el ganador sería quien le pondría el nombre definitivo. 

Lo curioso del caso es que el partido fue ganado por los defensores del nombre Forward, quienes en el momento de asistir a la reunión de bautismo oficial del club anunciaron arrepentidos que , pese a haber ganado...!a ellos también les gustaba más el nombre de River Plate!. Es por eso que durante años se hizo famoso el lema aquel de: "River Plate, tu grato nombre". Porque hasta los que no querían el nombre terminaron adoptándolo.

Fuente:  Ana von Rebeur


domingo, 6 de noviembre de 2016

REINO MONOMOTAPA O MUTAPA (1450-1884)

REINO MONOMOTAPA O MUTAPA (1450-1884)


REINO MONOMOTAPA O MUTAPA (1450-1884)

El estado Mutapa se estableció en el siglo XV, tras el declive del Gran  Zimbabue en el sur. Se extendía desde el norte de la meseta de Zimbabwe hasta las tierras bajas adyacentes del Zambeze, incluyendo extensas zonas de la actual Mozambique. Sus límites territoriales han sido exagerados por los primeros cartógrafos y cronistas, quienes llevaron a los historiadores a pensar que se trataba de un imperio que se extendía desde el Océano Índico hasta el desierto de Kalahari. Se sabe que desde los siglos XV y XVI mantenías relaciones con comerciantes Swahili y portugueses respectivamente.
La tradición oral sobre los orígenes del Estado Mutapa hablan de las migraciones desde Guruuswa, identificado con tierras del sur, tal vez desde el Gran Zimbabue, a la región de Dande en busca de depósitos de sal. Sus fundadores, de acuerdo con esta tradición oral, conquistaron y sometieron a los Tonga y Tavara del Zambeze inferior, y a los Manyika y Barwe hacia el este. La evidencia histórica sugiere que el primer Mwene Mutapa (Señor de Mutapa) inicialmente se estableció en Mukaranga, en la cuenca Ruya-Mazowe, antes del siglo XVI, y conquistó y absorbió las jefaturas preexistentes para poder controlar los recursos de tierras agrícolas y minerales, principalmente de oro y marfil. Extendieron los edificios de piedra y ciudades amuralladas que se habían construido anteriormente en el Gran Zimbabue.
Su expansión por el río Zambeze hacia el este se debió a la creciente importancia del río Zambeze en el comercio con el Océano Índico. Desde comienzos del siglo XVI, su historia está dominada por los intentos portugueses de interferir en la política de la corte, las guerras civiles, las conquistas y el comercio, especialmente tras su establecimiento en Sena y Tete en 1531. Los Tonga (grupo de habla shona) reaccionaron a la invasión portuguesa alrededor de 1570 con una fuerte resistencia.
Durante la segunda mitad del siglo XVII, la actividad comercial fue decayendo debido a la interferencia política portuguesa, en un intento por conquistar el estado, apoyando las insurrecciones e incluso armando ejércitos privados para robar o esclavizar a la gente. Esta inestabilidad política socavó seriamente el comercio de la zona oriental y central de la meseta, obligando a los comerciantes de Mutapa a moverse hacia el oeste para abrir nuevos mercados. Al mismo tiempo, el reino quedó dividido en dos estados separados el de Mutapa y el que más tarde se conocería como Imperio  Rozwi.
A principios del siglo XVIII, después de que importantes regiones del este habían caido bajo el control portugués, el estado Mutapa se vió obligado a desplazarse hacia Dande. Pero la presión continuó y aunque, ya en el siglo XIX, el estado Mutapa sobrevivió a las invasiones  Nguni en 1860 los portugueses comenzaron el asalto definitivo al Estado Mutapa, invadiéndola y obligándola a pagar tributo. En 1884 la desaparición del estado había sido completada.
Fuente : Inocencio Pikirayi


viernes, 4 de noviembre de 2016

ALGUNAS PUBLICIDADES ANTIGUAS, MUY ANTIGUAS

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