Cuando Marechal descubrió Cuba
“¡Cuba, qué linda es Cuba! Quien la defiende la quiere más”. Esta canción popular nos siguió, a mi mujer y a mí, durante los 40 días en que fuimos huéspedes de la isla de Fidel Castro, donde transcurre la experiencia económico-social más fascinante de esta segunda mitad del siglo.
En 1967 Leopoldo Marechal fue invitado a participar como jurado del certamen anual de literatura organizado por Casa de las Américas. Datalló su experiencia en un texto lleno de asombros a pedido de Primera Plana, que finalmente lo censuró, hasta que fue publicado en la revista El Descamisado Nº 7 en julio de 1973.
Leopoldo Marechal vio Cuba con los ojos de un “viejo cristiano y justicialista”
“¡Cuba, qué linda es Cuba! Quien la defiende la quiere más”. Esta canción popular nos siguió, a mi mujer y a mí, durante los 40 días en que fuimos huéspedes de la isla de Fidel Castro, donde transcurre la experiencia económicosocial más fascinante de esta segunda mitad del siglo.
Cuando la Casa de las Américas me invitó a visitar la patria de Martí, como jurado de su certamen anual de literatura, me asombré:
¿Cómo puede ser —me dije— que un Estado marxista-leninista invite a un cristiano viejo, como yo, que además es un antiguo “justicialista”, hombre de tercera posición?
Y decidí viajar a la isla en busca de respuesta a esa pregunta, y a otras que yo me había formulado acerca de un pequeño país del Caribe sobre el cual gravitan leyendas negras y leyendas blancas, miedos y amores tal vez prefabricados. Entre las cosas de mi equipaje llevaba dos aforismos de mi cosecha, útiles para estos casos: 1) “Hombre soy, y nada que sea humano me asusta”, y 2) “El miedo nace de la ignorancia: es necesario conocer para no temer”.
Y ya estamos en vuelo, sobre el Golfo de México, rumbo a una isla sospechada, sospechosa. Es, sin duda, un país socialista, sudoroso de planes quinquenales, con músculos tensos y frentes deslustradas por el materialismo histórico. Una de las azafatas distribuye bocadillos de caviar: ¿no es una referencia evidente a la Cortina de Hierro? Pero, a manera de un desmentido, vienen los daiquiri espirituosos y la fragante caja de habanos.
¡Cuba, qué linda es Cuba! Y, mirándolo bien, ¿las mismas azafatas no tienen el ritmo cimbreante de las palmeras y la frescura de los bananos en flor?
Horas más tarde aterrizamos en el aeropuerto José Martí. En el atardecer de invierno, advertimos cierto calor y cierta humedad de trópico. Nos aguardan allá Ricardo y Norma, jóvenes, eficientes y plácidos en cierta madurez acelerada: se anuncia en ellos la “efebocracía” o gobierno de los jóvenes; así me definió más tarde don Pedro González, profesor jubilado de la Universidad de California, el régimen de Cuba revolucionaria, régimen sin ancianos visibles, de jóvenes, adolescentes y niños.
Los “carros” nos conducen a La Habana por un camino bordeado de palmeras: la ciudad no está lejos, y poco después vemos erguirse sus grandes monobloques, en cuyas ventanas empiezan a brillar las luces de la noche. Llegamos, por fin, al Hotel Nacional, que será nuestra casa durante cuatro días. Es un edificio monumental, concebido por la imaginación lujosa que requerían los fines a que se lo destinaba, lugar de week end para millonarios en exaltación, tahúres internacionales, actores famosos de la cinematografía. Lo asombroso es que la revolución lo haya conservado, como los demás hoteles, restaurantes y cabarets de Cuba, en la plenitud de sus actividades, con personal y servicios completos.
Ya en nuestra habitación, abrimos las ventanas que dan al mar y vemos la bahía de La Habana, con su antiguo morro, a cuyos pies festonea la espuma. En otra parte del hotel, y entre palmeras, una gran piscina de natación que abandonan ya unos bañistas corridos por la noche.
Pero, ¿qué formas se yerguen allá, en aquel terreno vecino al parque? Son dos pequeñas baterías antiaéreas, cuyas bocas de fuego apuntan al Norte.
La mucama de nuestro piso, joven y hermosa, entra en nuestra habitación y lo prepara todo con una meticulosidad tranquila de mansión solariega.
—Mercedes es mi nombre —le dice a Elbiamor con un despunte de risa—. ¿De dónde eres tú?
—De la Argentina —responde.
—¡La patria del Che! —recuerda Mercedes.
Nos pide que cuidemos los materiales del hotel. Ahora son del pueblo todo: ella lo sabe porque no hace mucho que fue “alfabetizada” y ya tiene una “conciencia social”.
—Antes de la revolución —aclara— yo no podía entrar en este hotel. —¿Por qué no? —interrogo. —Soy una mujer de color.
Vuelve a reír con su blanca dentadura de choclo. Elbiamor, entre lágrimas, besa su mejilla de ébano.
Bajamos al comedor. Luego de la cena nos llevarán a Varadero, donde se realiza la última sesión del Encuentro de Poetas, organizado en homenaje a Rubén Darío al cumplirse el centenario de su nacimiento. En el comedor me encuentro con Julio Cortázar: hace veinte años que no nos vemos. Abrazo su fuerte y magro esqueleto de alambre. Su melena y sus patillas le dan el aspecto de un beatle. Hemos de actuar en el mismo jurado de novela. Antes de separarnos me anuncia, en voz baja, con cierto humor perverso:
—Han llegado cuarenta y dos originales de gran envergadura.
Arañas de cristal, manteles lujosos, vajillas resplandecientes, flores y músicas, evocan en el gran comedor los esplendores del antiguo régimen. Son los mismos camareros de ayer, con los mismos smokings y la misma eficiencia; sirven cocktails de frutas tropicales, langostas y otros manjares, a una concurrencia visiblemente internacional, de la que formamos parte. Si, son los mismos; pero ahora trabajan en una revolución. No tardaremos en tuteamos con ellos y llamarnos “compañeros”, diferentes en la función social que cumplimos, iguales en cierta dignidad niveladora.
En los días que seguirán, repetiremos esa experiencia extraña con todos los hombres de la isla; la aprenderemos y sabremos que la palabra “humanidad” puede recobrar aún su antiguo calor solidario.
Esa misma noche, en una surte fantástica, llegamos a las playas de Varadero, a ciento cincuenta kilómetros de la capital. ¿A quién se le ocurrió la idea de reunir allí a una pléyade de poetas iberoamericanos con el solo fin de celebrar a Rubén Darío? ¿Se perseguía un objetivo puramente poético? ¿Por que no?, me dije antes de llegar.
Cuba fue siempre vivero de poetas.
Y recordé aquellos versos de Darío que figuran en su poema dedicado a Roosevelt: “Eres los Estados Unidos, eres el futuro invasor de la América ingenua que tiene sangre indígena, / que aún reza a Jesucristo y aún habla en español”. ¡Qué resonancia profética tenían esos versos del nicaragüense, junto al mar de las Antillas, y en Cuba, que aún tiene la pretensión exhorbitante de ser libre, de edificar en libertad sus estructuras nacionales!
# Varadero está de fiesta por un poeta muerto y una nación viva. Entre las mesas ubicadas al aire libre, veo de pronto a Nicolás Guillen: también él me ha reconocido, y éste es mi segundo abrazo demorado, en una noche de iniciación. Después correrá el buen ron de la isla, cantarán los improvisadores de décimas, bailarán los litúrgicos danzarines afrocubanos, y !a señora del poeta Fernández Retamar ha de brindarle a Elbiamor una enorme caracola del Caribe. Diálogo con guayaberas
A la mañana siguiente nos bañamos en aquel mar de colores cambiantes, o discurrimos con los compañeros, en blancas y finísimas arenas, como vidrio molido. Por la noche, dando fin al Encuentro de Poetas, cenamos en la gran morada que fue de mister Dupont, el financista internacional que apuraba en ella su week end para contrarrestar el frío de sus computadoras instaladas en Nueva York. Cierto, la casa es monumental, con su embarcadero propio, su piscina y su jungla, pero adolece de un mal gusto que parecería insanable en la mentalidad de los Cresos. El hall, verbigracia, en conjunto inarmónico, reúne un piano de cola, un órgano Hammond, muebles en anarquía, cuadros y tapices anónimos que parecen salidos de una casa de remate.
Afortunadamente, aquella noche una revolución socialista consigue hacer el milagro de dignificar la casa y sus tristes objetos: poetas y escritores de Iberoamérica están sentados a la mesa de los periclitados manqueras: nalgas líricas o filosóficas substituyen en los sillones dorados a las nalgas macizas del capitalismo. Se come, se bebe, se recita, se canta. Por un instante me asalta la idea curiosa de que me estoy bebiendo los estacionados vinos del opulento y alegre pirata. Mister Dupont, disculpe: la Historia no se detiene.
Han entrado los danzarines negros y los cantores que eternizan su África. Discutimos o bailamos, ¿qué importa la distinción en esta primera noche del mundo? Desde su mesa, un grupo de cubanos entona en mi honor “Los muchachos peronistas”.
Lo peor es el regreso, claro está. Entre un poeta de guayabera blanca y un sociólogo de guayabera gris, camino junto al mar feérico, bajo el plenilunio. Y mi inquietud toma la forma de un remordimiento: ¿seremos nosotros, una minoría, los únicos usufructuantes de una herencia reciente? El de guayabera blanca me responde:
—Tranquilízate, alma buena. En Cuba no hay ahora ningún hambriento; no hay desnudos ni descalzos; no hay desocupación, ni despidos, ni embargos; no hay mendigos ni analfabetos.
En cuarenta días de viajes, estudios e inquisiciones, pude comprobar, más tarde, la verdad que había en las aseveraciones del poeta, y lo fácil que es resolver un problema de justicia social cuando un pueblo se decide a tomar el toro por las astas. Pero en aquella noche de Varadero las preguntas afluyen a mis labios de recién venido:
—¿Pero el marxismo-leninismo es esto? ¿Nada más que esto? El sociólogo se vuelve al poeta y le dice con ese tono inimitable de la travesura cubana:
—No creo que Fidel haya leído ni ochenta páginas de El Capital.
—¿Es que pueden leerse más de ochenta páginas? —reflexiona el poeta.
—Sin embargo —insisto—, el propio Fidel se ha declarado marxista.
—¿Y por qué no? —argumenta el sociólogo—. A juzgar por algunas Encíclicas, más de un Papa está en ese riesgo. ¿Y sabes por qué? Porque el marxismo se resuelve al fin en una “dialéctica” que se adapta muy bien a cualquier forma de lo contingente social. Quiero decir que sirve tanto para un barrido como para un fregado, si se trata de barrer o fregar en una vieja estructura político-económica.
Yo me río:
—El viejo Marx —arguyo— ha prolongado su gloria merced a esa flexibilidad de su dialéctica. Pero, en cambio, lanzó al mundo una “logofobia” retardante de muchos procesos revolucionarios.
—¿Qué es una “logofobia”? —inquiere el de la guayabera blanca.
-Logofobia —respondo— es el temor a ciertas palabras. Y el término “marxismo”, una de las más actuales.
— ¡Eso merece un extra seco en las rocas! —ruge el sociólogo entusiasmado.
—Lo tomaremos en cuanto exponga mi enseñanza paralela sobre la “logolatría”.
—¿Y qué diablo es una “logolatría”?
—Es una adoración de la palabra por la palabra misma —le contesto—. Gene-estilo de la colonia, es la más bella que conozco, incluyendo la de México; los paralmente, se toma una logolatría para defenderse de una logofobia.
—¿Ejemplos de logolatrias? Los términos “democracia”, “liberalismo”, “civilización occidental y cristiana”, o “defender nuestro estilo de vida”: esto ultimo, naturalmente, a costa de los estilos ajenos. – ¿No es ésa una mulettilla del Tío Sam?
- El Tío Sam, ¡que tío!
Suenan tres carcajadas en la noche del trópico. Pero el sociólogo de guayabera gris tiende una mano al horizonte marítimo:
— ¡Silencio! — dice —, El tío Sam está desvelando, a noventa millas náuticas de aquí. —¿Que hace?
—Esté revisando su cuadragésimo submarino atómico. —¿Con qué fin?
—Le quita el sueño, entre otras cosas, una islita de siete millones de habitantes que ha tenido el tupé de ensayar un régimen socialista en sus propias barbas.
Cierta mañana, y a mi pedido, un arquitecto arqueólogo, joven como todo el mundo en la isla, me hace recorrer la vieja Habana: su catedral, en el más puro lacios condales, al enmarcar la plaza de la catedral, integran un conjunto arquitectónico de sobria pureza.
Mi acompañante y mentor me conduce luego al Castillo de la Fuerza, reducto castrense que los españoles erigieron antaño contra los invasores de la isla, reales algunos y hasta hoy siempre posibles. Cruzamos el puente levadizo, recorremos los oscuros pasillos, nos asomamos a las troneras y almenares.
—Esta fortaleza —dice mi guía— es un símbolo perfecto de Cuba.
—¿Por qué?
—Sus constructores y defensores representaron al colonialismo; sus atacantes representaron a la piratería. Y, hasta Fidel, Cuba se ha debatido entre colonialistas y piratas.
—¿Ya no? —insisto.
—El riesgo subsiste en potencia. ¿Tú eres argentino?
—Sí.
—Entonces has de saber, en carne propia, que hay nuevas formas de colonialismo y nuevas formas de piratería
“¡Tocado!”, me digo en mi alma. Y el arqueólogo concluye: —La revolución cubana sólo tiene su explicación entera en la Historia Nacional de Cuba.
Regreso al hotel, en cuyos ámbitos empiezo a conocer la naturaleza de sus huéspedes. Ya me topé, con los tenistas polacos, tan elegantes con sus conjuntos rojos de pantalón y remera. Eludo ahora a los ciclistas hispanoamericanos que han de correr la Vuelta de Cuba: llevan siempre consigo sus bicicletas, en el comedor y en los ascensores; Cortázar me comunica su sospecha de que los corredores duermen con sus máquinas y tienen con ellas relaciones extraconyugales (¡diablo de novelista!).
Luego me voy a la piscina: es un gran espejo de agua entre palmeras y bajo el sol de Cáncer, que acaricia y muerde a la vez como un ungüento. ¿Quiénes han invadido la piscina, tan solitaria otras veces? Porque ¡a gente de Cuba sólo nada en verano, y la isla está en la mitad de su invierno.
Estudio a los invasores: no hay duda, son caras y pelambres del mundo eslavo. Y al fin identifico a los deportistas soviéticos, entre los cuales alza su mole ciclópea el campeón olímpico de levantamiento de pesas. Paseándose en torno a la piscina, muy a lo peripatético, Dalmiro Sáenz, jury en el certamen de cuento, lee originales con toda la gravedad que le consiente su pantalón de baño.
—¿Qué hacen aquí los rusos? —me pregunta, indicando a los invasores.
—Vienen a descansar, después de su zafra —le respondo.
—¿Qué zafra?
—La del Uranio 235.
Dalmiro estudia mi respuesta. Y, sin embargo, su atención está fija en el ciclope ruso.
—Un gran levantador —me dice.
—No hay duda —le contesto—: ahora me crucé con él en la cafetería, y lo estudié en el fondo de los ojos. —¿Qué viste?
—Una caverna del paleolítico y un gran desfile de brontosaurios.
Naturalmente, hay rusos en Cuba, y checos, y búlgaros, y polacos, técnicos, hombres de deportes y hasta turistas. ¿Por qué “naturalmente”? Se dice que cuando, triunfante su revolución, Fidel Castro se dirigía a la capital, llevaba in mente dos preocupaciones: evitar que la burguesía local, dúctil actriz de la historia cubana, intentase usufructuar pro domo sua, como lo hizo tantas veces desde la colonia, un triunfo que había costado sangre y lágrimas; y evitar que hiciese lo propio el marxismo intelectual y minoritario, que también alentaba en la isla, como sucede aquí y en todas partes. Fácil es deducir que una “tercera posición” equilibrante maduraba en la cabeza del líder. Y se produjo entonces la intervención y bloqueo contra una pequeña y esforzada nación que sólo buscaba una reforma de sus estructuras para lograr su propio estilo de vida.
Claro está, bloqueada y amenazada, la isla de Fidel, sin combustibles, sin contradicciones del mundo latino. Está dándose aquí, evidentemente, un comunismo sin industrias básicas y sin comunicaciones, habría tenido que declinar su revolución; los norteamericanos, que no tienen experiencia ni prudencia históricas, la arrojaron a la órbita de Rusia, que tiene todo eso y, además, un estilo y método revolucionarios.
Por aquellos días, los cubanos entonaban el estribillo siguiente: “Los rusos nos dan, / los yanquis nos quitan, / por eso lo queremos a Nikita”. Cierto es que más tarde, cuando los rusos, movidos por la estrategia de la hora, retiraron los cohetes cedidos a Cuba, se cantó este estribillo: “Nikita, Nikita, / lo que se da no se quita”.
Un oyente que escuchaba esta explicación, me dijo:
—No puede ser: es demasiado ingenuo, demasiado “simplista”.
—Compañero —intervine yo—, ahí está la madre del borrego, como decimos en Argentina. Desde hace muchos años observo una tendencia universal a desconfiar de las explicaciones “simplistas”; en cambio, se prefiere complicar los esquemas en lo político, en lo social, en lo económico, y hacer una metafísica inextricable de lo que es naturalmente “simple”. A mi entender, toda esa complejomanía proviene de los interesados en “enturbiar las aguas”.
Pero, impuesta o no por las circunstancias, es de imaginar lo que una teoría filosóífico-social, como el marxismo, logra o puede lograr en un pueblo que, como el cubano, tiene toda la soltura, toda la imaginación y, además, todas las alegres sui géneris, o más bien una empresa-nacional “comunitaria” que deja perplejos a los otros Estados marxistas, en razón de su originalidad fuera de serie.
Un soviético, un checoslovaco, un búlgaro, de los que frecuentemente visitan a Cuba, no dejan de preguntarse, vista la espontánea y confesa “heterodoxia” cubana:
—¿Qué desconcertante flor latina estará brotando en las viejas y teóricas barbas de Marx?
# La “primera” y la “segunda”
De pronto nos anuncian que Fidel Castro ha de asistir, en San Andrés, en la provincia de Pinar del Río, a la inauguración de una comunidad erigida en plena montaña.
Llegamos al atardecer en un ómnibus (allá le dicen guagua) de construcción checa, atravesando villas coloreadas y paisajes de sueño. Una concentrar multitudinaria se ha instalado allá: son hombres y mujeres de toda la isla, que quieren oír a Fidel. Además, está jugándose allí mismo un trascendente partido de baseball, el de los “industriales” contra los “granjeros: el baseball es el deporte nacional, como el fútbol entre nosotros, y suscita en las tribunas populares las mismas discusiones y trompadas que se dan en la “bombonera”, por ejemplo; el mismo Fidel Castro es un “bateador” satisfactorio. El partido concluye: ganaron los “industriales”. Risas y broncas. Pero la noche ha caído; se oye un helicóptero; y poco después una gran figura barbada sube a la plataforma.
Déjenme ahora esbozar un retrato del líder.
Fidel Castro es un hombre joven, apenas cuarentón, fuerte y sólido en su uniforme verde oliva: cariñosamente lo llaman El Caballo, en razón de su fortaleza militante. Bien plantado en la tribuna, deja oír su alocución directa, con una voz resonante y a la vez culta, que traiciona en él al universitario metido por las circunstancias en un uniforme castrense. Al hablar acaricia los micrófonos; y en algún instante de pausa dubitativa se rasca la cabeza con un índice crítico, lo cual hace
Reúne a los “compañeros”, les habla de asuntos concretos: planes de trabajo, análisis y critica de lo ya realizado, exhortaciones de conducta civil, palabras de aliento y de censura según el caso. Nunca se dirige a ellos en primera persona del singular —”yo”—, sino en la primera y segunda del plural —”nosotros” y “ustedes”—, lo cual le confiere un tono de entrecasa, humano y familiar, que borra en él cualquier arista de demagogia o se resuelve en una demagogia tan sutil que nadie la advierte. Dialoga con el pueblo que lo interroga y le sirve de coro, lo cual me trae algunas reminiscencias argentinas: “Oye, Fidel, ¿y esto? Oye, Fidel, ¿y aquello?” Y Fidel Castro recoge las preguntas en el aire y las contesta, rápido, certero y a menudo incisivo.
Una de sus preocupaciones actuales es el “burocratismo” en que suelen aletargarse y morir las revoluciones. Informa en un discurso que se ha creado la Comisión Nacional contra el Burocratismo; y una quincena más tarde anunciará en otro:
—Compañeros, la Comisión Nacional contra el Burocratismo se ha burocratizado.
Conoce a fondo los problemas generales de su pueblo, y hasta los particulares de sus individuos, tanto en el bien como en el mal. Durante el huracán “Flora”, que asoló a la isla, condujo un tanque anfibio de salvataje y estuvo a punto de morir ahogado. En el corte de caña de azúcar, empresa nacional que moviliza hoy a todos los habitantes, Fidel Castro interviene, como todos, y no cortando algunas cañas simbólicas, sino trabajando jornadas enteras a razón de ocho horas cada una.
Esta noche lo escuchó en San Andrés: hace frío en la montaña, vinimos desprevenidos y nos abrigamos con mantas del ejército. Fidel no es ya el orador “larguero” y teatral, imagen con ¡a que aún se lo ridiculiza fuera: sus apariciones en público son cada vez más escasas y sus discursos cada vez más cortos. En esta oportunidad, además de referirse al asunto concreto de la reunión, toca dos puntos que me interesan como escucha foráneo: define a la suya como a la “primera revolución socialista de América”, y es verdad que lo ha dicho muchas veces. Pero, a continuación, la identifica con una “segunda independencia de Cuba”, y me acuerdo entonces de lo que dijo el arqueólogo en el Castillo de la Fuerza: “La revolución cubana sólo tiene su explicación entera en la Historia Nacional de Cuba”.
Ya en el ómnibus o guagua, que a través de la noche nos devuelve a la capital, y mientras Ricardo y Ernesto cantan aquello de “¿Cuándo volveré al bohío?”, sin duda para que no se duerma el compañero chofer en el volante, doy cuenta de mis observaciones al sociólogo de guayabera gris que compartió con nosotros la bodega ilustre de mister Dupont.
—Evidentemente —me dice—, el movimiento revolucionario de Fidel en pro de la “segunda independencia” no es más ni menos que una continuación inevitable del movimiento de José Martí en favor de la “primera”.
—Es tan verdad —asiento yo—, que la figura de Marti está hoy en Cuba tan presente y es tan actual como la del mismo Fidel, y los escritos de Martí abundan en la formulación teórica del movimiento castrista.
Los cantantes de¡ ómnibus han pasado en este momento a la canción “No la llores”, y el de la guayabera gris insiste:
—Esa continuidad revolucionaria está favorecida por el hecho de que la pasada historia de Cuba y la presente casi se tocan. Y si no, recapitulemos: la gesta de Martí comienza en 1895; el primer presidente de Cuba, Tomás Estrada Cabrera, es reconocido por “ellos” en 1902; luego, dos gobernadores norteamericanos, con el pretexto de pacificar la isla, se mantienen en el poder hasta 1909; después, una serie de gobiernos, electos o dictatoriales, que duran o no según el apoyo de los Estados Unidos, cuyos intereses económicos en la isla son cada vez más fuertes. La primera independencia (José Martí) y la segunda (Fidel Castro) se parecen como dos gotas de agua. Tienen los mismos opositores: un imperialismo exterior, ávido y prepotente, y una oligarquía local en colaboración con el primero. Uno y otro líder se parecen hasta en el modus operandi que utilizan: desembarcos furtivos en la costa cubana, internación en los montes, actividad de guerrillas. Lo único que añade Fidel a esa empresa insistente de Cuba es el acento de lo social-económico, que, por otra parte, resuena hoy universalmente.
Las luces de La Habana se nos vienen encima. En el recibimiento del hotel (que allá se llama “carpeta”) encuentro una nota de Granma, órgano del partido, en la cual se me solicita un reportaje. Granma es el nombre del yate que, en 1956, trajo a Fidel Castro y a sus 82 compañeros desde México a la provincia de Oriente, donde la Sierra Maestra ofrecía un campo ya histórico de operaciones. Al día siguiente respondo a las dos preguntas del reportaje: —Usted —inquiere mi repórter—, que ha sido testigo y partícipe de la historia de nuestro continente a lo largo de este siglo, ¿cómo definiría este momento de América latina?
—Desde hace tiempo —respondo—, América latina vive en estado “agónico , vale decir, de lucha, según el significado etimológico de la palabra. Y esa lucha tiende, o debe tender, a lo que Fidel Castro llamó anoche “segunda independencia”. Yo diría que nuestro continente pugna por entrar en su verdadero “tiempo histórico”: lo que vivió hasta hoy es una suerte de prehistoria.
—¿Qué impresiones tiene usted de su primer viaje a Cuba? —A primera vista, y mirada con ojos imparciales, Cuba me parece un laboratorio donde se plasma la primera experiencia socialista de Iberoamérica. Por encima de cualquier “parnaso teórico”, de ¡deas, entiendo que Cuba está realizando una revolución nacional y popular, típicamente cubana e iberoamericana, que puede servir no de patrón, sino de ejemplo a otras que, sin duda, se darán en nuestro continente, cada una con su estilo propio y su propia originalidad.
Resuelto ya el certamen literario de La Casa de las Américas, hemos de viajar al interior de la isla con el propósito de visitar la base militar de Guantánamo y después Minas de Frío.
Desde la ventana de mi cuarto estudio las dos pequeñas baterías antiaéreas que, según dije, apuntan al norte marinero. Porque a 90 millas de aquí está un enemigo al que no se odia ni se teme, pero se lo vigila en un tranquilo alerta. Ésas dos baterías tienen, ante mis ojos, la puerilidad de la honda de David ante la cara inmensa de un Goliath en acecho. Regularmente, el crucero “Oxford” entra en las aguas territoriales de Cuba, y su blanca silueta se recorta en el horizonte marítimo.
Desde Miami, las emisoras difunden noticias truculentas: el malecón de La Habana está lleno de fusilados que hieden al sol; faltan alimentos en la isla; Fidel Castro ha desaparecido misteriosamente. Yo estoy ahora observando el malecón lleno de paseantes alegres y de tranquilos pescadores; todos comen bien en la isla, y hace unas horas ví a Fidel Castro en una reunión de metalúrgicos.
Pero en otro lugar del territorio, el enemigo está más cerca y se hace visible. ¿Dónde? En Guantánamo. Yo estoy en Guantánamo, junto al mar del Caribe, donde los norteamericanos tienen la base conocida, separados de los cubanos por una cortina de alambre tejido. Ese limite somero es el lugar de las “provocaciones”. Converso con la tropa del destacamento cubano, miro fotografías y documentales cinematográficos:
—A veces —me dice un oficial—, los marines yanquis arrojan piedras al destacamento, con las mismas actitudes y el furor de un peacher de baseball; otras, en son de burla, parodian ante los centinelas de Cuba los movimientos de los bailes afrocubanos, y orinan ostensiblemente cuando izamos nuestra bandera.
—¿Y ustedes qué hacen;? —pregunto.
—La consigna es no responder a las provocaciones. Uno de nuestros centinelas les volvió la espalda, sólo para no verlos. —¿Y ellos qué hicieron?
—Lo mataron de un tiro en la nuca. Vea usted su cadáver.
Desde Guantánamo, tras regresar a nuestra base de Santiago de Cuba, nos dirigimos a la Sierra Maestra con el propósito de subir a Minas de Frío, cumbre donde el comandante Ernesto Che Guevara tuvo su cuartel de operaciones. Siguiendo la norma revolucionaria de instalar escuelas donde hubo cuarteles y escenarios de lucha, se ha fundado un centro educacional, donde se preparan los maestros del futuro.
La subida es difícil, ya que se hace por una cuesta empinada, rica en torrenteras y despeñaderos, que hasta no hace mucho sólo era transitable a pie o a lomo de muta. Nosotros la franqueamos en un camión de guerra soviético, que en dos horas de. trajín, sacudones, y, patinadas nos> deja, en la cima, algo así como un altiplano donde conviven 7.000 alumnos, muchachas y muchachos de todas las pieles, bien alojados y guarnecidos.
—¿Por qué instalar esa escuela en una cumbre sometida a todos los rigores climáticos?
—Para fortalecer y templar —responden— a los jóvenes que han de ejercer el magisterio en los más duros rincones de la isla. Nuestra campaña de alfabetización, iniciada en 1961, redujo el índice de analfabetos a un 3,5 por ciento. Ahora, Fidel quiere que toda Cuba sea una escuela.
Y abordamos a los alumnos, con su ropa y zapatos de montaña (ellas, naturalmente, con ruleros en la cabeza). Blancos, negros y mulatos tienen la conversación fácil y una seguridad alegre que anula toda ostentación o dramatismo. Quieren saber de nosotros: los fascinan nuestros diversos tonos del idioma español. Al fin piden que cantemos: yo berreo una vidalita sureña, y Juan Marsé arriesga una sardana de su terruño catalán.
A la caña
¡Tendría tantas cosas que referir! Sólo puedo hacerlo en síntesis rapsódicas o en pantallazos de cinematografía. Estamos ahora en un grande y viejo taller metalúrgico, donde Fidel Castro reúne a trabajadores y estudiantes de escuelas tecnológicas
Tras un intento inicial de industrialización, la isla entera se vuelca hoy a los afanes de la agricultura. Pero hay que pensar en el futuro, y el conductor habla: se refiere a la explotación de los minerales que abundan en las sierras, a sus aleaciones posibles, a los futuros altos hornos y acerías, a la perfección técnica de los obreros. Un químico visitante, que tengo a mi costado murmulla:
—¡Sueña! ¡Está soñando en alta voz!
—¿Qué importa? —le contesto—. ¿Qué Importa, si todo este pueblo que lo escucha está soñando con él? al fin y al cabo, ¿qué sueña? La ilusión de una felicidad en la soberanía, siempre posible y siempre demorada. ¿No están, acaso, en ese mismo sueño todas las otras repúblicas de Iberoamérica?
Y Fidel sigue hablando, frente a los rostros encendidos. Fidel está soñando: ¡pobre del que se ría!
Esta mañana, Elbiamor y yo estamos a solas con Haydée Santamaría, heroína de la revolución cubana en sus preparativos y combates. Su hermano y su prometido fueron torturados hasta morir, frente a ella misma, para que revelara el paradero de los jefes. Toda revolución cruenta deja siempre como posible y hasta inevitable el juego numeral de las victimas, de modo tal que uno y otro bando puedan sentarse a la mesa y barajar en el tapete sus propios muertos. Haydée no lo hace, aunque tal vez en sus sueños perdura una pesadilla de ojos arrancados. Perdonar y olvidar ha dicho ella—, y sobre todo combatir por un orden humano y una sociedad que hagan imposibles, en adelante, los horrores de la jungla.
Detrás de ese afán, ella trabaja día y noche, como si fuese la madre, la hermana y la novia del movimiento. De pronto recuerda mi cristianismo y el de Elbiamor:
—Antes de la revolución —nos dice—, yo era creyente, como todos los míos. Después entendí que, si deseaba trabajar por un orden nuevo, debía prescindir de Dios, olvidarlo.
No entendemos el porqué de tal resolución, romántica, y callamos. —El otro día —refiere de pronto—, mi hija de cuatro años me preguntó quién era Dios.
—¿Y qué le respondió usted?
—Le dije que Dios era todo lo hermoso, lo bueno y lo verdadero que nos gustaba en la naturaleza.
La miramos con ternura.
—Belleza, Bondad y Verdad —le dije al fin—: son, justamente, tres nombres y tres atributos de lo Divino.
Haydée calla. Luego se dirige a su escritorio y me trae como obsequio una caja de habanos construida con maderas preciosas de Cuba.
¿Y el ambiente religioso de la isla? Puedo decir que actualmente se oficia con regularidad en los templos católicos y protestantes. En las santerías, se ofrece al público el acervo iconográfico tradicional, junto con la utilería de las magias africanas, que conservan en la isla una tradición semejante. Fidel Castro, en una campaña contra las malezas rurales, aconsejó, no sin humorismo, respetar las hierbas rituales de los brujos. En realidad, no se manifiesta en Cuba ni menor ni mayor religiosidad verdadera que en muchos otros países del orbe cristiano, incluido el nuestro.
Sé, de muy buena fuente, que en el Comité Central del Partido hay católicos viejos y católicos de reciente conversión, además de algunos marxistas puros, uno de los cuales, en su inocencia, me confesó haber bautizado a un niño con champagne y en el nombre de Marx, de Lenin y de Fidel. Y digo “en su inocencia”, porque aquel hombre, fundamentalmente bueno, “no sabia lo que hacía”, dicho evangélicamente.
Triunfante la gesta revolucionaria, tuvo un despunte de oposición en algunos sacerdotes de nacionalidad española y algunos pastores protestantes de nacionalidad estadounidense, que obraban, sin duda, por razones “patrióticas”. Fidel Castro dijo, entonces, que todo cristiano debería ser, por definición, un revolucionario. Recuerdo que hace ya muchos años, en cierto debate sobre el comunismo realizado en París, alguien (creo que Jacques Maritain) definió al comunismo como una “versión materialista del Evangelio”. Pensé yo en aquel entonces que era preferible tener y practicar una versión materialista del Evangelio a no tener ni practicar ninguna.
Y me digo ahora, con más ciencia y experiencia, que toda realización en el orden amoroso de la caridad, sea consciente o inconsciente, entraña en sí misma una “petición” de Jesucristo.
Terminó para nosotros la Misión Cuba. Una tarde respondemos a los alumnos, en la Escuela de Letras. Uno me pregunta por el Facundo, de Sarmiento, y le aclaro algunas nociones. Otro Interroga sobre El Matadero, de Echeverría, y César Fernández Moreno se encarga de las respuestas. Pero todos los cubanos acuden al corte de caña: gobernantes y gobernados, obreros y estudiantes, artistas y técnicos.
Se ha iniciado la Séptima Zafra de la Revolución, que promete ser la más cuantiosa del siglo. Los contingentes están saliendo a la tierra (o a la caña, como dicen allá): todos van alegres, porque el trabajo ya no es una “maldición antigua”, sino un esfuerzo que hace doler las manos en el machete, los tres primeros días, y concluye por mudarse en una felicidad virgiliana.
Estamos en el aeropuerto José Marti, como a nuestra llegada: el cuatrimotor Britannia nos espera, trajinado y temible a los ojos de Elbiamor. Nuestro compañeros de Cuba nos despiden: hay calor en sus manos y esperanza en sus voces. El avión toma la pista: ellos quedan allá, con su ensueño acunado entre peligros, y sin otro sostén que su líder y los símbolos de su enseña nacional, enumerados en la misma canción con que inicié esta crónica: “Un Fidel que vibra en la montañas, un rubí, cinco franjas y una estrella”.
Revista El Descamisado Nº 7, 03/07/73
¿Cómo puede ser —me dije— que un Estado marxista-leninista invite a un cristiano viejo, como yo, que además es un antiguo “justicialista”, hombre de tercera posición?
Y decidí viajar a la isla en busca de respuesta a esa pregunta, y a otras que yo me había formulado acerca de un pequeño país del Caribe sobre el cual gravitan leyendas negras y leyendas blancas, miedos y amores tal vez prefabricados. Entre las cosas de mi equipaje llevaba dos aforismos de mi cosecha, útiles para estos casos: 1) “Hombre soy, y nada que sea humano me asusta”, y 2) “El miedo nace de la ignorancia: es necesario conocer para no temer”.
Y ya estamos en vuelo, sobre el Golfo de México, rumbo a una isla sospechada, sospechosa. Es, sin duda, un país socialista, sudoroso de planes quinquenales, con músculos tensos y frentes deslustradas por el materialismo histórico. Una de las azafatas distribuye bocadillos de caviar: ¿no es una referencia evidente a la Cortina de Hierro? Pero, a manera de un desmentido, vienen los daiquiri espirituosos y la fragante caja de habanos.
¡Cuba, qué linda es Cuba! Y, mirándolo bien, ¿las mismas azafatas no tienen el ritmo cimbreante de las palmeras y la frescura de los bananos en flor?
Horas más tarde aterrizamos en el aeropuerto José Martí. En el atardecer de invierno, advertimos cierto calor y cierta humedad de trópico. Nos aguardan allá Ricardo y Norma, jóvenes, eficientes y plácidos en cierta madurez acelerada: se anuncia en ellos la “efebocracía” o gobierno de los jóvenes; así me definió más tarde don Pedro González, profesor jubilado de la Universidad de California, el régimen de Cuba revolucionaria, régimen sin ancianos visibles, de jóvenes, adolescentes y niños.
Los “carros” nos conducen a La Habana por un camino bordeado de palmeras: la ciudad no está lejos, y poco después vemos erguirse sus grandes monobloques, en cuyas ventanas empiezan a brillar las luces de la noche. Llegamos, por fin, al Hotel Nacional, que será nuestra casa durante cuatro días. Es un edificio monumental, concebido por la imaginación lujosa que requerían los fines a que se lo destinaba, lugar de week end para millonarios en exaltación, tahúres internacionales, actores famosos de la cinematografía. Lo asombroso es que la revolución lo haya conservado, como los demás hoteles, restaurantes y cabarets de Cuba, en la plenitud de sus actividades, con personal y servicios completos.
Ya en nuestra habitación, abrimos las ventanas que dan al mar y vemos la bahía de La Habana, con su antiguo morro, a cuyos pies festonea la espuma. En otra parte del hotel, y entre palmeras, una gran piscina de natación que abandonan ya unos bañistas corridos por la noche.
Pero, ¿qué formas se yerguen allá, en aquel terreno vecino al parque? Son dos pequeñas baterías antiaéreas, cuyas bocas de fuego apuntan al Norte.
La mucama de nuestro piso, joven y hermosa, entra en nuestra habitación y lo prepara todo con una meticulosidad tranquila de mansión solariega.
—Mercedes es mi nombre —le dice a Elbiamor con un despunte de risa—. ¿De dónde eres tú?
—De la Argentina —responde.
—¡La patria del Che! —recuerda Mercedes.
Nos pide que cuidemos los materiales del hotel. Ahora son del pueblo todo: ella lo sabe porque no hace mucho que fue “alfabetizada” y ya tiene una “conciencia social”.
—Antes de la revolución —aclara— yo no podía entrar en este hotel. —¿Por qué no? —interrogo. —Soy una mujer de color.
Vuelve a reír con su blanca dentadura de choclo. Elbiamor, entre lágrimas, besa su mejilla de ébano.
Bajamos al comedor. Luego de la cena nos llevarán a Varadero, donde se realiza la última sesión del Encuentro de Poetas, organizado en homenaje a Rubén Darío al cumplirse el centenario de su nacimiento. En el comedor me encuentro con Julio Cortázar: hace veinte años que no nos vemos. Abrazo su fuerte y magro esqueleto de alambre. Su melena y sus patillas le dan el aspecto de un beatle. Hemos de actuar en el mismo jurado de novela. Antes de separarnos me anuncia, en voz baja, con cierto humor perverso:
—Han llegado cuarenta y dos originales de gran envergadura.
Arañas de cristal, manteles lujosos, vajillas resplandecientes, flores y músicas, evocan en el gran comedor los esplendores del antiguo régimen. Son los mismos camareros de ayer, con los mismos smokings y la misma eficiencia; sirven cocktails de frutas tropicales, langostas y otros manjares, a una concurrencia visiblemente internacional, de la que formamos parte. Si, son los mismos; pero ahora trabajan en una revolución. No tardaremos en tuteamos con ellos y llamarnos “compañeros”, diferentes en la función social que cumplimos, iguales en cierta dignidad niveladora.
En los días que seguirán, repetiremos esa experiencia extraña con todos los hombres de la isla; la aprenderemos y sabremos que la palabra “humanidad” puede recobrar aún su antiguo calor solidario.
Esa misma noche, en una surte fantástica, llegamos a las playas de Varadero, a ciento cincuenta kilómetros de la capital. ¿A quién se le ocurrió la idea de reunir allí a una pléyade de poetas iberoamericanos con el solo fin de celebrar a Rubén Darío? ¿Se perseguía un objetivo puramente poético? ¿Por que no?, me dije antes de llegar.
Cuba fue siempre vivero de poetas.
Y recordé aquellos versos de Darío que figuran en su poema dedicado a Roosevelt: “Eres los Estados Unidos, eres el futuro invasor de la América ingenua que tiene sangre indígena, / que aún reza a Jesucristo y aún habla en español”. ¡Qué resonancia profética tenían esos versos del nicaragüense, junto al mar de las Antillas, y en Cuba, que aún tiene la pretensión exhorbitante de ser libre, de edificar en libertad sus estructuras nacionales!
# Varadero está de fiesta por un poeta muerto y una nación viva. Entre las mesas ubicadas al aire libre, veo de pronto a Nicolás Guillen: también él me ha reconocido, y éste es mi segundo abrazo demorado, en una noche de iniciación. Después correrá el buen ron de la isla, cantarán los improvisadores de décimas, bailarán los litúrgicos danzarines afrocubanos, y !a señora del poeta Fernández Retamar ha de brindarle a Elbiamor una enorme caracola del Caribe. Diálogo con guayaberas
A la mañana siguiente nos bañamos en aquel mar de colores cambiantes, o discurrimos con los compañeros, en blancas y finísimas arenas, como vidrio molido. Por la noche, dando fin al Encuentro de Poetas, cenamos en la gran morada que fue de mister Dupont, el financista internacional que apuraba en ella su week end para contrarrestar el frío de sus computadoras instaladas en Nueva York. Cierto, la casa es monumental, con su embarcadero propio, su piscina y su jungla, pero adolece de un mal gusto que parecería insanable en la mentalidad de los Cresos. El hall, verbigracia, en conjunto inarmónico, reúne un piano de cola, un órgano Hammond, muebles en anarquía, cuadros y tapices anónimos que parecen salidos de una casa de remate.
Afortunadamente, aquella noche una revolución socialista consigue hacer el milagro de dignificar la casa y sus tristes objetos: poetas y escritores de Iberoamérica están sentados a la mesa de los periclitados manqueras: nalgas líricas o filosóficas substituyen en los sillones dorados a las nalgas macizas del capitalismo. Se come, se bebe, se recita, se canta. Por un instante me asalta la idea curiosa de que me estoy bebiendo los estacionados vinos del opulento y alegre pirata. Mister Dupont, disculpe: la Historia no se detiene.
Han entrado los danzarines negros y los cantores que eternizan su África. Discutimos o bailamos, ¿qué importa la distinción en esta primera noche del mundo? Desde su mesa, un grupo de cubanos entona en mi honor “Los muchachos peronistas”.
Lo peor es el regreso, claro está. Entre un poeta de guayabera blanca y un sociólogo de guayabera gris, camino junto al mar feérico, bajo el plenilunio. Y mi inquietud toma la forma de un remordimiento: ¿seremos nosotros, una minoría, los únicos usufructuantes de una herencia reciente? El de guayabera blanca me responde:
—Tranquilízate, alma buena. En Cuba no hay ahora ningún hambriento; no hay desnudos ni descalzos; no hay desocupación, ni despidos, ni embargos; no hay mendigos ni analfabetos.
En cuarenta días de viajes, estudios e inquisiciones, pude comprobar, más tarde, la verdad que había en las aseveraciones del poeta, y lo fácil que es resolver un problema de justicia social cuando un pueblo se decide a tomar el toro por las astas. Pero en aquella noche de Varadero las preguntas afluyen a mis labios de recién venido:
—¿Pero el marxismo-leninismo es esto? ¿Nada más que esto? El sociólogo se vuelve al poeta y le dice con ese tono inimitable de la travesura cubana:
—No creo que Fidel haya leído ni ochenta páginas de El Capital.
—¿Es que pueden leerse más de ochenta páginas? —reflexiona el poeta.
—Sin embargo —insisto—, el propio Fidel se ha declarado marxista.
—¿Y por qué no? —argumenta el sociólogo—. A juzgar por algunas Encíclicas, más de un Papa está en ese riesgo. ¿Y sabes por qué? Porque el marxismo se resuelve al fin en una “dialéctica” que se adapta muy bien a cualquier forma de lo contingente social. Quiero decir que sirve tanto para un barrido como para un fregado, si se trata de barrer o fregar en una vieja estructura político-económica.
Yo me río:
—El viejo Marx —arguyo— ha prolongado su gloria merced a esa flexibilidad de su dialéctica. Pero, en cambio, lanzó al mundo una “logofobia” retardante de muchos procesos revolucionarios.
—¿Qué es una “logofobia”? —inquiere el de la guayabera blanca.
-Logofobia —respondo— es el temor a ciertas palabras. Y el término “marxismo”, una de las más actuales.
— ¡Eso merece un extra seco en las rocas! —ruge el sociólogo entusiasmado.
—Lo tomaremos en cuanto exponga mi enseñanza paralela sobre la “logolatría”.
—¿Y qué diablo es una “logolatría”?
—Es una adoración de la palabra por la palabra misma —le contesto—. Gene-estilo de la colonia, es la más bella que conozco, incluyendo la de México; los paralmente, se toma una logolatría para defenderse de una logofobia.
—¿Ejemplos de logolatrias? Los términos “democracia”, “liberalismo”, “civilización occidental y cristiana”, o “defender nuestro estilo de vida”: esto ultimo, naturalmente, a costa de los estilos ajenos. – ¿No es ésa una mulettilla del Tío Sam?
- El Tío Sam, ¡que tío!
Suenan tres carcajadas en la noche del trópico. Pero el sociólogo de guayabera gris tiende una mano al horizonte marítimo:
— ¡Silencio! — dice —, El tío Sam está desvelando, a noventa millas náuticas de aquí. —¿Que hace?
—Esté revisando su cuadragésimo submarino atómico. —¿Con qué fin?
—Le quita el sueño, entre otras cosas, una islita de siete millones de habitantes que ha tenido el tupé de ensayar un régimen socialista en sus propias barbas.
Cierta mañana, y a mi pedido, un arquitecto arqueólogo, joven como todo el mundo en la isla, me hace recorrer la vieja Habana: su catedral, en el más puro lacios condales, al enmarcar la plaza de la catedral, integran un conjunto arquitectónico de sobria pureza.
Mi acompañante y mentor me conduce luego al Castillo de la Fuerza, reducto castrense que los españoles erigieron antaño contra los invasores de la isla, reales algunos y hasta hoy siempre posibles. Cruzamos el puente levadizo, recorremos los oscuros pasillos, nos asomamos a las troneras y almenares.
—Esta fortaleza —dice mi guía— es un símbolo perfecto de Cuba.
—¿Por qué?
—Sus constructores y defensores representaron al colonialismo; sus atacantes representaron a la piratería. Y, hasta Fidel, Cuba se ha debatido entre colonialistas y piratas.
—¿Ya no? —insisto.
—El riesgo subsiste en potencia. ¿Tú eres argentino?
—Sí.
—Entonces has de saber, en carne propia, que hay nuevas formas de colonialismo y nuevas formas de piratería
“¡Tocado!”, me digo en mi alma. Y el arqueólogo concluye: —La revolución cubana sólo tiene su explicación entera en la Historia Nacional de Cuba.
Regreso al hotel, en cuyos ámbitos empiezo a conocer la naturaleza de sus huéspedes. Ya me topé, con los tenistas polacos, tan elegantes con sus conjuntos rojos de pantalón y remera. Eludo ahora a los ciclistas hispanoamericanos que han de correr la Vuelta de Cuba: llevan siempre consigo sus bicicletas, en el comedor y en los ascensores; Cortázar me comunica su sospecha de que los corredores duermen con sus máquinas y tienen con ellas relaciones extraconyugales (¡diablo de novelista!).
Luego me voy a la piscina: es un gran espejo de agua entre palmeras y bajo el sol de Cáncer, que acaricia y muerde a la vez como un ungüento. ¿Quiénes han invadido la piscina, tan solitaria otras veces? Porque ¡a gente de Cuba sólo nada en verano, y la isla está en la mitad de su invierno.
Estudio a los invasores: no hay duda, son caras y pelambres del mundo eslavo. Y al fin identifico a los deportistas soviéticos, entre los cuales alza su mole ciclópea el campeón olímpico de levantamiento de pesas. Paseándose en torno a la piscina, muy a lo peripatético, Dalmiro Sáenz, jury en el certamen de cuento, lee originales con toda la gravedad que le consiente su pantalón de baño.
—¿Qué hacen aquí los rusos? —me pregunta, indicando a los invasores.
—Vienen a descansar, después de su zafra —le respondo.
—¿Qué zafra?
—La del Uranio 235.
Dalmiro estudia mi respuesta. Y, sin embargo, su atención está fija en el ciclope ruso.
—Un gran levantador —me dice.
—No hay duda —le contesto—: ahora me crucé con él en la cafetería, y lo estudié en el fondo de los ojos. —¿Qué viste?
—Una caverna del paleolítico y un gran desfile de brontosaurios.
Naturalmente, hay rusos en Cuba, y checos, y búlgaros, y polacos, técnicos, hombres de deportes y hasta turistas. ¿Por qué “naturalmente”? Se dice que cuando, triunfante su revolución, Fidel Castro se dirigía a la capital, llevaba in mente dos preocupaciones: evitar que la burguesía local, dúctil actriz de la historia cubana, intentase usufructuar pro domo sua, como lo hizo tantas veces desde la colonia, un triunfo que había costado sangre y lágrimas; y evitar que hiciese lo propio el marxismo intelectual y minoritario, que también alentaba en la isla, como sucede aquí y en todas partes. Fácil es deducir que una “tercera posición” equilibrante maduraba en la cabeza del líder. Y se produjo entonces la intervención y bloqueo contra una pequeña y esforzada nación que sólo buscaba una reforma de sus estructuras para lograr su propio estilo de vida.
Claro está, bloqueada y amenazada, la isla de Fidel, sin combustibles, sin contradicciones del mundo latino. Está dándose aquí, evidentemente, un comunismo sin industrias básicas y sin comunicaciones, habría tenido que declinar su revolución; los norteamericanos, que no tienen experiencia ni prudencia históricas, la arrojaron a la órbita de Rusia, que tiene todo eso y, además, un estilo y método revolucionarios.
Por aquellos días, los cubanos entonaban el estribillo siguiente: “Los rusos nos dan, / los yanquis nos quitan, / por eso lo queremos a Nikita”. Cierto es que más tarde, cuando los rusos, movidos por la estrategia de la hora, retiraron los cohetes cedidos a Cuba, se cantó este estribillo: “Nikita, Nikita, / lo que se da no se quita”.
Un oyente que escuchaba esta explicación, me dijo:
—No puede ser: es demasiado ingenuo, demasiado “simplista”.
—Compañero —intervine yo—, ahí está la madre del borrego, como decimos en Argentina. Desde hace muchos años observo una tendencia universal a desconfiar de las explicaciones “simplistas”; en cambio, se prefiere complicar los esquemas en lo político, en lo social, en lo económico, y hacer una metafísica inextricable de lo que es naturalmente “simple”. A mi entender, toda esa complejomanía proviene de los interesados en “enturbiar las aguas”.
Pero, impuesta o no por las circunstancias, es de imaginar lo que una teoría filosóífico-social, como el marxismo, logra o puede lograr en un pueblo que, como el cubano, tiene toda la soltura, toda la imaginación y, además, todas las alegres sui géneris, o más bien una empresa-nacional “comunitaria” que deja perplejos a los otros Estados marxistas, en razón de su originalidad fuera de serie.
Un soviético, un checoslovaco, un búlgaro, de los que frecuentemente visitan a Cuba, no dejan de preguntarse, vista la espontánea y confesa “heterodoxia” cubana:
—¿Qué desconcertante flor latina estará brotando en las viejas y teóricas barbas de Marx?
# La “primera” y la “segunda”
De pronto nos anuncian que Fidel Castro ha de asistir, en San Andrés, en la provincia de Pinar del Río, a la inauguración de una comunidad erigida en plena montaña.
Llegamos al atardecer en un ómnibus (allá le dicen guagua) de construcción checa, atravesando villas coloreadas y paisajes de sueño. Una concentrar multitudinaria se ha instalado allá: son hombres y mujeres de toda la isla, que quieren oír a Fidel. Además, está jugándose allí mismo un trascendente partido de baseball, el de los “industriales” contra los “granjeros: el baseball es el deporte nacional, como el fútbol entre nosotros, y suscita en las tribunas populares las mismas discusiones y trompadas que se dan en la “bombonera”, por ejemplo; el mismo Fidel Castro es un “bateador” satisfactorio. El partido concluye: ganaron los “industriales”. Risas y broncas. Pero la noche ha caído; se oye un helicóptero; y poco después una gran figura barbada sube a la plataforma.
Déjenme ahora esbozar un retrato del líder.
Fidel Castro es un hombre joven, apenas cuarentón, fuerte y sólido en su uniforme verde oliva: cariñosamente lo llaman El Caballo, en razón de su fortaleza militante. Bien plantado en la tribuna, deja oír su alocución directa, con una voz resonante y a la vez culta, que traiciona en él al universitario metido por las circunstancias en un uniforme castrense. Al hablar acaricia los micrófonos; y en algún instante de pausa dubitativa se rasca la cabeza con un índice crítico, lo cual hace
Reúne a los “compañeros”, les habla de asuntos concretos: planes de trabajo, análisis y critica de lo ya realizado, exhortaciones de conducta civil, palabras de aliento y de censura según el caso. Nunca se dirige a ellos en primera persona del singular —”yo”—, sino en la primera y segunda del plural —”nosotros” y “ustedes”—, lo cual le confiere un tono de entrecasa, humano y familiar, que borra en él cualquier arista de demagogia o se resuelve en una demagogia tan sutil que nadie la advierte. Dialoga con el pueblo que lo interroga y le sirve de coro, lo cual me trae algunas reminiscencias argentinas: “Oye, Fidel, ¿y esto? Oye, Fidel, ¿y aquello?” Y Fidel Castro recoge las preguntas en el aire y las contesta, rápido, certero y a menudo incisivo.
Una de sus preocupaciones actuales es el “burocratismo” en que suelen aletargarse y morir las revoluciones. Informa en un discurso que se ha creado la Comisión Nacional contra el Burocratismo; y una quincena más tarde anunciará en otro:
—Compañeros, la Comisión Nacional contra el Burocratismo se ha burocratizado.
Conoce a fondo los problemas generales de su pueblo, y hasta los particulares de sus individuos, tanto en el bien como en el mal. Durante el huracán “Flora”, que asoló a la isla, condujo un tanque anfibio de salvataje y estuvo a punto de morir ahogado. En el corte de caña de azúcar, empresa nacional que moviliza hoy a todos los habitantes, Fidel Castro interviene, como todos, y no cortando algunas cañas simbólicas, sino trabajando jornadas enteras a razón de ocho horas cada una.
Esta noche lo escuchó en San Andrés: hace frío en la montaña, vinimos desprevenidos y nos abrigamos con mantas del ejército. Fidel no es ya el orador “larguero” y teatral, imagen con ¡a que aún se lo ridiculiza fuera: sus apariciones en público son cada vez más escasas y sus discursos cada vez más cortos. En esta oportunidad, además de referirse al asunto concreto de la reunión, toca dos puntos que me interesan como escucha foráneo: define a la suya como a la “primera revolución socialista de América”, y es verdad que lo ha dicho muchas veces. Pero, a continuación, la identifica con una “segunda independencia de Cuba”, y me acuerdo entonces de lo que dijo el arqueólogo en el Castillo de la Fuerza: “La revolución cubana sólo tiene su explicación entera en la Historia Nacional de Cuba”.
Ya en el ómnibus o guagua, que a través de la noche nos devuelve a la capital, y mientras Ricardo y Ernesto cantan aquello de “¿Cuándo volveré al bohío?”, sin duda para que no se duerma el compañero chofer en el volante, doy cuenta de mis observaciones al sociólogo de guayabera gris que compartió con nosotros la bodega ilustre de mister Dupont.
—Evidentemente —me dice—, el movimiento revolucionario de Fidel en pro de la “segunda independencia” no es más ni menos que una continuación inevitable del movimiento de José Martí en favor de la “primera”.
—Es tan verdad —asiento yo—, que la figura de Marti está hoy en Cuba tan presente y es tan actual como la del mismo Fidel, y los escritos de Martí abundan en la formulación teórica del movimiento castrista.
Los cantantes de¡ ómnibus han pasado en este momento a la canción “No la llores”, y el de la guayabera gris insiste:
—Esa continuidad revolucionaria está favorecida por el hecho de que la pasada historia de Cuba y la presente casi se tocan. Y si no, recapitulemos: la gesta de Martí comienza en 1895; el primer presidente de Cuba, Tomás Estrada Cabrera, es reconocido por “ellos” en 1902; luego, dos gobernadores norteamericanos, con el pretexto de pacificar la isla, se mantienen en el poder hasta 1909; después, una serie de gobiernos, electos o dictatoriales, que duran o no según el apoyo de los Estados Unidos, cuyos intereses económicos en la isla son cada vez más fuertes. La primera independencia (José Martí) y la segunda (Fidel Castro) se parecen como dos gotas de agua. Tienen los mismos opositores: un imperialismo exterior, ávido y prepotente, y una oligarquía local en colaboración con el primero. Uno y otro líder se parecen hasta en el modus operandi que utilizan: desembarcos furtivos en la costa cubana, internación en los montes, actividad de guerrillas. Lo único que añade Fidel a esa empresa insistente de Cuba es el acento de lo social-económico, que, por otra parte, resuena hoy universalmente.
Las luces de La Habana se nos vienen encima. En el recibimiento del hotel (que allá se llama “carpeta”) encuentro una nota de Granma, órgano del partido, en la cual se me solicita un reportaje. Granma es el nombre del yate que, en 1956, trajo a Fidel Castro y a sus 82 compañeros desde México a la provincia de Oriente, donde la Sierra Maestra ofrecía un campo ya histórico de operaciones. Al día siguiente respondo a las dos preguntas del reportaje: —Usted —inquiere mi repórter—, que ha sido testigo y partícipe de la historia de nuestro continente a lo largo de este siglo, ¿cómo definiría este momento de América latina?
—Desde hace tiempo —respondo—, América latina vive en estado “agónico , vale decir, de lucha, según el significado etimológico de la palabra. Y esa lucha tiende, o debe tender, a lo que Fidel Castro llamó anoche “segunda independencia”. Yo diría que nuestro continente pugna por entrar en su verdadero “tiempo histórico”: lo que vivió hasta hoy es una suerte de prehistoria.
—¿Qué impresiones tiene usted de su primer viaje a Cuba? —A primera vista, y mirada con ojos imparciales, Cuba me parece un laboratorio donde se plasma la primera experiencia socialista de Iberoamérica. Por encima de cualquier “parnaso teórico”, de ¡deas, entiendo que Cuba está realizando una revolución nacional y popular, típicamente cubana e iberoamericana, que puede servir no de patrón, sino de ejemplo a otras que, sin duda, se darán en nuestro continente, cada una con su estilo propio y su propia originalidad.
Resuelto ya el certamen literario de La Casa de las Américas, hemos de viajar al interior de la isla con el propósito de visitar la base militar de Guantánamo y después Minas de Frío.
Desde la ventana de mi cuarto estudio las dos pequeñas baterías antiaéreas que, según dije, apuntan al norte marinero. Porque a 90 millas de aquí está un enemigo al que no se odia ni se teme, pero se lo vigila en un tranquilo alerta. Ésas dos baterías tienen, ante mis ojos, la puerilidad de la honda de David ante la cara inmensa de un Goliath en acecho. Regularmente, el crucero “Oxford” entra en las aguas territoriales de Cuba, y su blanca silueta se recorta en el horizonte marítimo.
Desde Miami, las emisoras difunden noticias truculentas: el malecón de La Habana está lleno de fusilados que hieden al sol; faltan alimentos en la isla; Fidel Castro ha desaparecido misteriosamente. Yo estoy ahora observando el malecón lleno de paseantes alegres y de tranquilos pescadores; todos comen bien en la isla, y hace unas horas ví a Fidel Castro en una reunión de metalúrgicos.
Pero en otro lugar del territorio, el enemigo está más cerca y se hace visible. ¿Dónde? En Guantánamo. Yo estoy en Guantánamo, junto al mar del Caribe, donde los norteamericanos tienen la base conocida, separados de los cubanos por una cortina de alambre tejido. Ese limite somero es el lugar de las “provocaciones”. Converso con la tropa del destacamento cubano, miro fotografías y documentales cinematográficos:
—A veces —me dice un oficial—, los marines yanquis arrojan piedras al destacamento, con las mismas actitudes y el furor de un peacher de baseball; otras, en son de burla, parodian ante los centinelas de Cuba los movimientos de los bailes afrocubanos, y orinan ostensiblemente cuando izamos nuestra bandera.
—¿Y ustedes qué hacen;? —pregunto.
—La consigna es no responder a las provocaciones. Uno de nuestros centinelas les volvió la espalda, sólo para no verlos. —¿Y ellos qué hicieron?
—Lo mataron de un tiro en la nuca. Vea usted su cadáver.
Desde Guantánamo, tras regresar a nuestra base de Santiago de Cuba, nos dirigimos a la Sierra Maestra con el propósito de subir a Minas de Frío, cumbre donde el comandante Ernesto Che Guevara tuvo su cuartel de operaciones. Siguiendo la norma revolucionaria de instalar escuelas donde hubo cuarteles y escenarios de lucha, se ha fundado un centro educacional, donde se preparan los maestros del futuro.
La subida es difícil, ya que se hace por una cuesta empinada, rica en torrenteras y despeñaderos, que hasta no hace mucho sólo era transitable a pie o a lomo de muta. Nosotros la franqueamos en un camión de guerra soviético, que en dos horas de. trajín, sacudones, y, patinadas nos> deja, en la cima, algo así como un altiplano donde conviven 7.000 alumnos, muchachas y muchachos de todas las pieles, bien alojados y guarnecidos.
—¿Por qué instalar esa escuela en una cumbre sometida a todos los rigores climáticos?
—Para fortalecer y templar —responden— a los jóvenes que han de ejercer el magisterio en los más duros rincones de la isla. Nuestra campaña de alfabetización, iniciada en 1961, redujo el índice de analfabetos a un 3,5 por ciento. Ahora, Fidel quiere que toda Cuba sea una escuela.
Y abordamos a los alumnos, con su ropa y zapatos de montaña (ellas, naturalmente, con ruleros en la cabeza). Blancos, negros y mulatos tienen la conversación fácil y una seguridad alegre que anula toda ostentación o dramatismo. Quieren saber de nosotros: los fascinan nuestros diversos tonos del idioma español. Al fin piden que cantemos: yo berreo una vidalita sureña, y Juan Marsé arriesga una sardana de su terruño catalán.
A la caña
¡Tendría tantas cosas que referir! Sólo puedo hacerlo en síntesis rapsódicas o en pantallazos de cinematografía. Estamos ahora en un grande y viejo taller metalúrgico, donde Fidel Castro reúne a trabajadores y estudiantes de escuelas tecnológicas
Tras un intento inicial de industrialización, la isla entera se vuelca hoy a los afanes de la agricultura. Pero hay que pensar en el futuro, y el conductor habla: se refiere a la explotación de los minerales que abundan en las sierras, a sus aleaciones posibles, a los futuros altos hornos y acerías, a la perfección técnica de los obreros. Un químico visitante, que tengo a mi costado murmulla:
—¡Sueña! ¡Está soñando en alta voz!
—¿Qué importa? —le contesto—. ¿Qué Importa, si todo este pueblo que lo escucha está soñando con él? al fin y al cabo, ¿qué sueña? La ilusión de una felicidad en la soberanía, siempre posible y siempre demorada. ¿No están, acaso, en ese mismo sueño todas las otras repúblicas de Iberoamérica?
Y Fidel sigue hablando, frente a los rostros encendidos. Fidel está soñando: ¡pobre del que se ría!
Esta mañana, Elbiamor y yo estamos a solas con Haydée Santamaría, heroína de la revolución cubana en sus preparativos y combates. Su hermano y su prometido fueron torturados hasta morir, frente a ella misma, para que revelara el paradero de los jefes. Toda revolución cruenta deja siempre como posible y hasta inevitable el juego numeral de las victimas, de modo tal que uno y otro bando puedan sentarse a la mesa y barajar en el tapete sus propios muertos. Haydée no lo hace, aunque tal vez en sus sueños perdura una pesadilla de ojos arrancados. Perdonar y olvidar ha dicho ella—, y sobre todo combatir por un orden humano y una sociedad que hagan imposibles, en adelante, los horrores de la jungla.
Detrás de ese afán, ella trabaja día y noche, como si fuese la madre, la hermana y la novia del movimiento. De pronto recuerda mi cristianismo y el de Elbiamor:
—Antes de la revolución —nos dice—, yo era creyente, como todos los míos. Después entendí que, si deseaba trabajar por un orden nuevo, debía prescindir de Dios, olvidarlo.
No entendemos el porqué de tal resolución, romántica, y callamos. —El otro día —refiere de pronto—, mi hija de cuatro años me preguntó quién era Dios.
—¿Y qué le respondió usted?
—Le dije que Dios era todo lo hermoso, lo bueno y lo verdadero que nos gustaba en la naturaleza.
La miramos con ternura.
—Belleza, Bondad y Verdad —le dije al fin—: son, justamente, tres nombres y tres atributos de lo Divino.
Haydée calla. Luego se dirige a su escritorio y me trae como obsequio una caja de habanos construida con maderas preciosas de Cuba.
¿Y el ambiente religioso de la isla? Puedo decir que actualmente se oficia con regularidad en los templos católicos y protestantes. En las santerías, se ofrece al público el acervo iconográfico tradicional, junto con la utilería de las magias africanas, que conservan en la isla una tradición semejante. Fidel Castro, en una campaña contra las malezas rurales, aconsejó, no sin humorismo, respetar las hierbas rituales de los brujos. En realidad, no se manifiesta en Cuba ni menor ni mayor religiosidad verdadera que en muchos otros países del orbe cristiano, incluido el nuestro.
Sé, de muy buena fuente, que en el Comité Central del Partido hay católicos viejos y católicos de reciente conversión, además de algunos marxistas puros, uno de los cuales, en su inocencia, me confesó haber bautizado a un niño con champagne y en el nombre de Marx, de Lenin y de Fidel. Y digo “en su inocencia”, porque aquel hombre, fundamentalmente bueno, “no sabia lo que hacía”, dicho evangélicamente.
Triunfante la gesta revolucionaria, tuvo un despunte de oposición en algunos sacerdotes de nacionalidad española y algunos pastores protestantes de nacionalidad estadounidense, que obraban, sin duda, por razones “patrióticas”. Fidel Castro dijo, entonces, que todo cristiano debería ser, por definición, un revolucionario. Recuerdo que hace ya muchos años, en cierto debate sobre el comunismo realizado en París, alguien (creo que Jacques Maritain) definió al comunismo como una “versión materialista del Evangelio”. Pensé yo en aquel entonces que era preferible tener y practicar una versión materialista del Evangelio a no tener ni practicar ninguna.
Y me digo ahora, con más ciencia y experiencia, que toda realización en el orden amoroso de la caridad, sea consciente o inconsciente, entraña en sí misma una “petición” de Jesucristo.
Terminó para nosotros la Misión Cuba. Una tarde respondemos a los alumnos, en la Escuela de Letras. Uno me pregunta por el Facundo, de Sarmiento, y le aclaro algunas nociones. Otro Interroga sobre El Matadero, de Echeverría, y César Fernández Moreno se encarga de las respuestas. Pero todos los cubanos acuden al corte de caña: gobernantes y gobernados, obreros y estudiantes, artistas y técnicos.
Se ha iniciado la Séptima Zafra de la Revolución, que promete ser la más cuantiosa del siglo. Los contingentes están saliendo a la tierra (o a la caña, como dicen allá): todos van alegres, porque el trabajo ya no es una “maldición antigua”, sino un esfuerzo que hace doler las manos en el machete, los tres primeros días, y concluye por mudarse en una felicidad virgiliana.
Estamos en el aeropuerto José Marti, como a nuestra llegada: el cuatrimotor Britannia nos espera, trajinado y temible a los ojos de Elbiamor. Nuestro compañeros de Cuba nos despiden: hay calor en sus manos y esperanza en sus voces. El avión toma la pista: ellos quedan allá, con su ensueño acunado entre peligros, y sin otro sostén que su líder y los símbolos de su enseña nacional, enumerados en la misma canción con que inicié esta crónica: “Un Fidel que vibra en la montañas, un rubí, cinco franjas y una estrella”.
Revista El Descamisado Nº 7, 03/07/73
http://www.elortiba.org/notatapa3.html
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