viernes, 29 de enero de 2016

EL SECRETO DE EVITA UNA CARTA INEDITA DE SU CONFESOR, EL PADRE BENITEZ TODO LO QUE PROVOCA EL TEXTO

EL SECRETO DE EVITA
UNA CARTA INEDITA DE SU CONFESOR, EL PADRE BENITEZ TODO LO QUE PROVOCA EL TEXTO
Datos de un extraño sentido


Por Marta Cichero
 A fines de 1991 el libro Cartas peligrosas estaba terminado: salí de la casa de piedra del padre Hernán Benítez en la calle Blas Parera apretando una carpeta con las cartas inéditas de su correspondencia con Perón. Hacía dos años que visitaba al sacerdote con regularidad, sometiéndome a cariñosas pruebas e ignorando cuándo iba a calificar. En cuanto cerré el portón de su casa, sentí la resistencia de la tarde calurosa y mis latidos rápidos. A la distancia me veo como quien ve su infancia: creí tener una clave sobre la violencia de los años '70.
Poco antes de la impresión del libro, el padre Benítez me dio otro documento. Era una carta a Blanca Duarte de Alvarez Rodríguez, fechada el 3 de enero de 1985. Me pidió enfáticamente que la publicara. Al leerla por primera vez me detuve en el relato de los últimos momentos de la vida de Evita que él tantas veces me había contado, impresionada por el dato de que un débil responso había dado aviso de su muerte a la gente reunida sobre la avenida Libertador en silencio. Que Evita tuviese un secreto me pareció muy propio de una heroína histórica o literaria, pero nunca me interesó conocerlo por un pudor parecido al que uno siente cuando ve a otro ser humano expuesto por una enfermedad y conoce por primera vez sus mucosas y sus líquidos. El se reía cuando algún biógrafo o biógrafa le pedía una pista acerca del secreto, lo consideraba vulgar. Decía que jamás iba a traicionar el juramento y a la vez jugaba conmigo y me preguntaba: "¿Usted qué piensa que es?". Una maternidad frustrada es una conjetura que se puede verificar con una prueba científica. Benítez llegó a conocer el reclamo de la hija conjetural y sólo refutó el argumento: "Si Evita estaba inconsciente cuando nació la hija y pensó que había muerto, ¿por qué habría de sufrir?".
El hecho es que por algún motivo él le daba más importancia a este documento que a todos los otros que me había entregado. Lo supe cuando se publicó el libro y leyó la carta a Blanca criminalmente fragmentada por mí, porque no me pareció pertinente en un libro político. Un agudo corresponsal extranjero me preguntó en estos días si yo había respondido a ese mandato de dar a conocer las extrañas coordenadas que aparecen en la carta. Creo que no. Siempre pensé que el confesor había querido demostrar que Eva Perón sobrellevaba un trágico dolor, como algunos santos. Pero hay otros datos cargados de un extraño significado en esa carta --que Blanca Duarte negó haber recibido-- como el que alude a la casa de la calle 3 de Febrero que aún pertenece a la familia Duarte; los omití en el libro y considero que deben difundirse.


(*) Escritora. Autora del libro Cartas peligrosas.

EL SECRETO DE EVITA UNA CARTA INEDITA DE SU CONFESOR, EL PADRE BENITEZ

EL SECRETO DE EVITA
UNA CARTA INEDITA DE SU CONFESOR, EL PADRE BENITEZ

EL SECRETO DE EVITA UNA CARTA INEDITA DE SU CONFESOR, EL PADRE BENITEZ


PUBLICADO Por primera vez Página 12

Se trata del texto al que tuvo acceso la escritora Marta Cichero, de una misteriosa carta de su confesor, el sacerdote Hernán Benítez, a una hermana de Evita.

Sra. Blanca Duarte de Alvarez Rodríguez
Querida hermana:
 ¿Podría llamarla de otro modo que hermana, cuando hemos llorado a unos mismos muertos queridos y padecido unos mismos sufrimientos?
En primer lugar: gracias por sus saludos de Navidad y Año Nuevo. Pido al Señor que las colme de bendiciones: a Chicha, a usted, sus hijos, sus nietos, sus seres queridos todos. Y, si esas bendiciones escondieran sufrimientos, que les dé paciencia para aceptarlos y fe para reconocer en ellos la mano de Dios.
Blanca --y comienza el sermón--, debemos aspirar a lo mejor. A lo mejor en lo espiritual y también en lo material, para nosotros y para nuestros seres queridos. Pero no desesperemos luego, si la realidad no se acomoda a nuestros ensueños. Dios la ama a usted y ama a los suyos con predilección. Déjelo a Dios escoger los caminos de salvación y santificación trazados por El para cada uno de los suyos. Déjelo, gozosa, convencida de que el Señor sabe lo que hace, y ama a los suyos infinitamente más de cuanto usted puede amarlos.
Le acompaño la semblanza de Angélica, esposa de mi hermano Enrique, que pronuncié en sus exequias. Falleció el 8-9-84, tras breve enfermedad.
Trece días después habría cumplido los 70. Llevaban 47 de casados. Quedan tres hijos, cuatro nietos y un marido, quien no acierta a saber si el muerto es él o la muerta es ella. La segunda parte de esa semblanza: "Allá, en el cielo", acaso lleve algún alivio a su corazón, aunque toda esa teología la sabe usted bien y la vive mejor.
Cierta vez me expresó usted, Blanca, su deseo de que yo la acompañe en la última hora, como acompañé a Evita. Seguramente, moriré antes que usted. Será la norma. Pero, aunque muera antes, en los cielos (los que espero de la divina misericordia) pediré al Señor que su muerte sea entrar en éxtasis. El que nace para los cielos no sabe que muere para la tierra. Estaré por tanto a su lado. Espiritualmente al menos. Lo prometo. Prestándole sin duda mayor ayuda a usted desde los cielos que cuanto pude prestarle a Evita en la tierra...
* * *
En julio se cumplirán 33 años de su muerte. ¡33 años! Los que ella contaba de edad al morir. Pero, créame, no me parece recordar sino vivir la noche aquella de su muerte. No se me ha vuelto pasado. La sigo viviendo de presente. La contemplo a ella al vivo. De espaldas en el lecho. Serena. Respirando cada vez más espaciada pero más profundamente. La veo emitir el postrer aliento. Sin un solo estertor. Sin un solo estremecimiento. La veo quedarse inmóvil. Su rostro refleja serena beatitud. O acaso, asombro al comprender, en los umbrales de la eternidad, el don inmenso que Dios le hizo en vida al elegirla para servir sin medida a los humildes y para sufrir, asimismo sin medida, padecimientos que jamás se sabrán en este mundo.
Ignoro si vive alguna otra de las siete u ocho personas que rodeábamos al lecho en el instante preciso de la muerte. En ese momento ustedes, las tres hermanas, acompañaban a la mamá en la habitación vecina. Al lado derecho de la cama estábamos por este orden: Finochietto, yo, Juan. El General se hallaba un poco distante, como solía, tras el respaldo trasero. Siempre fue aprensivo al dolor y mucho más a la muerte. A la izquierda recuerdo a Renzi, Nicolini y no sé si Taiana o Aloé.
Como usted recordará, la extremaunción se la había administrado ese mismo sábado, en las primeras horas de la tarde. Ustedes estaban presentes. Luego de su último respiro, le di la postrera absolución. Y, tras ella, recé el primer responso. El rumor de las plegarias sirvió de aviso de su muerte a las personas de la planta baja. Las que comunicaron la infausta noticia al gentío inmenso congregado en calle Agüero y Avenida del Libertador.
"Hermanita, hermanita, fuimos siempre tan unidos...", dijo Juan sollozando. Y se tendió un instante de bruces sobre los pies de Evita. Terminado el responso, me acerqué al General. Lo tomé por la cintura y lo acerqué a la cabecera deslizándole al oído, como si fuera parte de la liturgia: "Bésela en la frente". La besó, regando de lágrimas el rostro de la esposa. Tras él, todos los presentes la besamos.
* * *
En ese instante entraron ustedes, la madre y las hermanas, con entereza y dominio ejemplar. Los hombres se retiraron discretamente y las dejaron solas. Yo también quise retirarme. Pero usted me lo impidió, rogándome rezáramos juntos las plegarias de la liturgia. El cuadro de ustedes acariciando a Evita, sollozando y orando dulcemente merecía los pinceles del Tiziano. Ni a la reina Isabel, la española, pudo rodearla en su muerte tanta majestad y tanta espiritualidad. Lo digo así, con todas las letras, cuantas veces refiero este hecho.
Muy dueño de sí el General dictó al intendente las normas para el velatorio, en el edificio de Trabajo y Previsión. Las exequias comenzarían en la mañana del día siguiente, domingo 27, con la misa de réquiem. A su pedido y en su nombre, invitó al cardenal Copello a asistir a la ceremonia. Monseñor se hallaba profundamente conmovido. Me rogó transmitiera sus condolencias a los familiares. "A la señora madre, especialmente." Y me aseguró asistiría a la ceremonia. Asistió, por supuesto, con lágrimas en los ojos. Admiraba de verdad a Evita. En el '55, a la caída de Perón, pagó caro esa admiración. Perón no hizo de él el mérito debido. Y los "libertadores" lo persiguieron con saña. Hasta deponerlo de su arzobispado. Consintiendo en el atropello Pío XII, tan absolutista e independiente como se mostró siempre.
Pasadas las 21, arribó a la residencia el doctor Ara. Antes de dar paso alguno, y sin asomarse a la cámara mortuoria, pidió lo primero, tratar a solas con el General las condiciones de su trabajo. Ocuparon para ello la salita de la biblioteca, en el extremo opuesto a la habitación de Evita. Los acompañó Mende. Allí estuvieron, cerca de una hora, concertando los términos y honorarios del embalsamamiento. El español era amigo de cuentas claras. Lo conocía yo de tiempo atrás. Eramos amigos. El largo cónclave me vino de perlas para meditar largo rato, a solas en ocasiones, sin apremios de tiempo, ante el cadáver de Evita. Tenía la percepción viva, diría que sensorial, de la trascendencia de esos momentos, cuando miles de millares de seres humildes lloraban desconsolados la pérdida de quien era para ellos su todo.
* * *
¿Sabe, Blanca, qué sentimientos embargaban mi corazón, cuando el frío de la muerte iba señoreándose del ser ante mis ojos? Lo primero: "¡Gracias, Dios mío, por el regalo de Eva Perón a la Argentina, aunque nos la lleves cuando más la necesitamos, gracias!". Luego, sentí sin la menor vacilación que la historia le haría justicia. Algún día el mundo reconocería la pasión casi sobrehumana, y por cierto carisma de Dios, con que ella había servido a los necesitados, inmolándose entera. Esto era lo sustancial de su ser. Esta su misión. Todo lo demás eran postizos e intrascendencias. Pero, le confieso a usted, yo estaba convencido de que el reconocimiento histórico tardaría años, muchos años. No lo contemplaríamos nosotros por descontado. Su nombre para imponerse debía atravesar barreras de prejuicios inveterados, de enconos, de infamias...
¡Qué error el mío! No se me cruzó por las mientes que pudiera entrar en las trazas de Dios sublimarla de inmediato, elaborando su hombradía mundial, paradojalmente, no con la baba de los adulones, sino con la bilis de los calumniadores. Esta técnica divina despistante y enigmática la llamé "el misterio de Eva Perón" en el discurso del 17-10-82 ante su tumba. ¿Lo recuerda?
Pero --escúcheme bien, Blanca-- lo que más me conmovía aquella noche, ante los despojos de Evita, en medio del impresionante silencio de la residencia, era que veía alzarse su corazón ya sin latidos, como una patena, ante el rostro de Dios, brindándole el holocausto de un inmenso dolor. De un dolor que jamás se sabrá en este mundo. De un dolor más meritorio a los ojos de Dios que su lucha en favor de los necesitados, con ser ésta heroica, como no cabe negarlo. Usted sabe muy bien a qué dolor me refiero. Sabe quién lo provocaba y de qué manera. Dolor que, como ningún otro, desgarró su corazón. Más, mucho más, que la enfermedad. Lo hemos comentado en nuestras conversaciones, con usted y Chicha, sangrándonos todavía el corazón.
Con qué ganó más Evita el corazón de Dios: ¿con ése su secreto sufrimiento, que ignorará la historia, o con su obra social pública, en la que --como no podía ser de otro modo-- se mezclaba mucho de vanidad, mucho de éxito mundano, mucho de política y ostentación? Sorprendente: lo que de verdad hizo grande a Eva Perón jamás se sabrá en este mundo. Lo ignorarán las gentes. Escapará a la búsqueda de los historiadores. Morirá con la muerte de contadas personas. La de usted, la de Chicha, la mía, y no sé si de alguien más.
* * *
Las veces que ella, anegada en lágrimas, me confesaba no aguantar más y estar dispuesta a adoptar medidas extremas --bien sabe usted cuáles--, y le machacaba: "Evita, nada grande se hace sin dolor. Sin su secreto dolor, toda su obra pública ¿qué sería a los ojos de Dios? ¡Vanidad de vanidades y todo vanidad! (Ec. 1.1). Por inmenso que sea el bien que usted hace a los humildes, por mucho que la aplauda el mundo, sin secretos renunciamientos, todo eso ante la eternidad de poco y de nada le serviría..."
Y le recordaba lo que San Agustín decía de no pocas grandes celebridades de la historia:"Laudantur ubi non sunt et cremantur ubi sunt". Los aplaude el mundo, donde no están. Pero los condena la eternidad, donde están. ¡Tremendo! ¿No es verdad? Si el condenado ilustre y famoso pudiera desde el más allá hacerles llegar una súplica a cuantos lo exaltan en el más acá, esta súplica sería: "Señores, por favor, olvídense de mí. Bórrenme de su recuerdo". Y es que deben sonarles a sarcasmo los aplausos del reino de la mentira (este mundo) a quienes fracasaron en el reino de la verdad (los cielos de Dios).
Aquella noche, ante los despojos de Evita, a la congoja por su pérdida se sobreponía en mi alma la satisfacción de saber, como sabía, que ella comparecía ante Dios cargada de merecimientos eternos. Al purgatorio lo había padecido ya en este mundo. No en su carne cancerada, sino en su corazón acrisolado en la peor de las torturas. Bien sabe usted, Blanca, a qué me refiero. Eran ustedes sus hermanas las únicas a quienes ella abría todo su corazón.
Quien camina en esta vida a la luz del Evangelio llegará a la eternidad con su carga ineludible de secretos sufrimientos. El billete de entrada a los cielos lo compran en este mundo las incomprensiones, ingratitudes, desaires, desencantos, desatenciones..., tanto más dolorosas cuanto nos son más queridos aquellos de quienes nos vienen. ¡Ah! Y los muchos años, en vez de endurecernos el alma, volviéndonos indiferentes, nos la ablandan más y supersensibilizan, decuplándonos los padecimientos. Un silencio, una mirada dura del ser querido basta para que empiecen a sangrarnos las entrañas del alma. ¿No es verdad?
"El sufrimiento más insufrible sería para mí no sufrir." Esto sólo pudo decirlo Teresa de Lisieux. Así veía el misterio del dolor, desde la cima de la santidad que alcanzara. Los que distamos de ella toto coelo nos conformamos con aguantarlo, así sea a bramidos, como Job. Malo es rechazar la cruz de Cristo. Pero peor, que la cruz de Cristo nos rechace, abandonándonos al goce de los placeres de este mundo convertidos en cielo. Presagio de condenación eterna ya en este mundo. A quienes abundaron en padecimientos en esta vida es absurdo creer puedan esperarles nuevos padecimientos en la otra. Por contrapartida, Cristo asentó contundentemente: "Hijo (al hombre ciro), recuerda que a ti te fue muy bien en la vida, en tanto que al pobre Lázaro le fue muy mal. Ahora le toca a él recibir aquí alegrías; y a ti, sufrir". (Luc. 16, 25).
* * *
Los anales de la Iglesia están llenos de seres insignos por su capacidad de sufrimiento y por su capacidad de secreto. No hablemos de los clásicos: Santa Teresa, la de Avila, San Juan de la Cruz, fray Juan de los Angeles. Recuerde usted a Don Bosco, Don Orione, Juan XXIII, Kentenich, el fundador de Schoensta. Nadie, ni un sabueso de la garra de Yallop, ha podido develar el misterio que envolvió la muerte del papa Luciani, Juan Pablo I, en el amanecer del día 34 de su pontificado. Y esto, ¡en las barbas de San Pedro! Es que en todas partes se cuecen habas. Si en el Vaticano, sí; ¡como para que no, en calle 3 de Febrero 1350! ¿Me entiende, verdad?
¿Sabe usted quién fue el campeón en esto de sufrir en secreto, con la particularidad de alzar a los ojos de la historia la punta del velo que lo cubría y cubrir el resto, para castigar la curiosidad humana? ¡San Pablo! Era su misión propagar el Evangelio en el mundo pagano, trotando de un lugar a otro. Pero, no bien dejaba una iglesia para fundar otra, luego se infiltraban "falsos cristos y falsos apóstoles", envenenándoles la fe a los nuevos cristianos. El tiro de sus enemigos apuntaba a negarle fuera él apóstol como los otros apóstoles, los doce. En su defensa San Pablo alegaba sus luchas, sufrimientos, revelaciones, en nada inferiores las suyas, antes superiores, a las de los otros apóstoles.
En la ad Galatas y segunda ad Corintios asombra la cantidad de páginas y el énfasis que gasta en su defensa. "Pero --advierte--, para no engreírme ni estimarme en más que a los otros, a causa de los dones y maravillosas revelaciones que recibí del cielo, datus est mihi stimulus carnis meae, angelus Satanas, qui me colaphiset, llevo en mi carne un aguijón que me abofetea, como clavado en ella por el mismísimo demonio" (2 Cor. 12, 7).
¿Cuál era el misterioso sufrimiento que lo atormentaba por donde iba? Desde dos mil años vienen indagándolo cientos de teólogos, exégetas, comentaristas, ¡y nada! Nadie acierta a detectarlo. Sigue siendo un enigma. ¿Eran los efectos de la malaria, como creen unos? ¿O cierta deformidad y fealdad corporal, como dicen otros? ¿O la tartamudez, o un poco de cobardía para presentarse en público, o su griego malo, poco más que básico? Dios lo sabe. Y no faltan quienes, tomando la palabra carne por sexo, sospechen si no lo traería al retortero cierto escozor sexual, provocado acaso por la represión de la soltería.
¿Ve usted? Cada cual interpreta el secreto sufrimiento de San Pablo como le viene en gana. Fue pillería en él alzar la punta del velo del misterio para que se soltaran los intérpretes a desenmadejar el ovillo, enmarañando más la cosa. ¡Cómo se divertirá él oyéndolos desde lo cielos! Y si esta carta cayera algún día en manos de los biógrafos o de los historiadores de Eva Perón, ¡lo que no inventarán éstos para descifrar su secreto sufrimiento!
Era San Pablo solterón empedernido. Coqueteaba con su celibato. Pero aclarando con cierto retintín que, si no tenía mujer, no era porque ninguna le llevara el apunte, sino por renunciar él libremente, por amor a Cristo, a quien se lo llevara. Escuche usted esto: "Tengo yo derecho de llevar conmigo una esposa cristiana. Como la llevan los otros apóstoles. Y los hermanos del Señor. E incluso Pedro (1 Cor. 9, 3-5). Posiblemente su ejemplar de la Biblia diga "hermana" donde la moderna Biblia de las Sociedades Bíblicas Unidas Traduce "esposa". "Hermana" vuelve más potable el celibato obligatorio impuesto por el Vaticano a los clérigos. "Esposa" arguye un celibato optativo en la Iglesia apostólica. Yo --le confieso a usted-- soy celibatario a outrance.Pero me dignificaría más llevar mi celibato libremente.
* * *
Sería imperdonable callar que también Cristo Nuestro Señor quiso presentarse al Padre en su muerte llevando un albricias inefable de misterioso secreto. ¡Sí, señor! Porque bajo la crucifixión visible padeció el Señor otra invisible. Esta más cruel que aquélla. ¿Cómo lo sé? Porque hubo un momento en el cual los sufrimientos de la cruz invisible fueron tan atroces que lo traicionaron. No pudo más. Y se le escapó el gemido misterioso: "Eli, Eli, lema sabactani" (Mat. 27, 46) Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? La queja más atroz pronunciada por lengua humana.
¿El alcance de estas palabras? Abismal. Imposible medirlo. No recuerdo si Orígenes o Clemente de Alejandría aventura esta exégesis impactante. Quiso el Señor --dice--, llevado de su amor al hombre, a todos los hombres, los condenados incluso, experimentar en su corazón el sufrimiento de la condenación eterna. Sufrimiento que, en el fondo, consiste en sentirse el precito abandonado de Dios. ¿Cómo pudo experimentar el verbo de Dios el abandono de Dios? Pregunta imposible de responder. Se soslaya diciendo: puso para ello en juego la omnipotencia infinita. Como quiera que sea, el resultado de experimentar Cristo en su corazón lo que pasa por el corazón del condenado a muerte eterna, fue ese gemido: "Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
¡Dos condenados al infierno! ¡Condenado al vacío de sí mismo! ¡A esencialización de su esencia esencial! ¡Adesabsolutización del Absoluto. Marea pensarlo. Las palabras ya no dicen nada por pretender decirlo todo. Marea semejante amasijo de aporías. La vuelta a la nada del Universo no es absurdo pensarla. Nos da la cabeza para ello. Pero la desabsolutización del Absoluto es locura pretender imaginarla, por poco que se entienda el sentido de estas palabras.
***
Punto al sermón. Comencé a teclear estas páginas sólo para augurarle un 85 feliz. Su cruz, tan meritoria, me llevó a recordar la cruz de Evita, de la que quedamos tan pocos testigos con vida todavía. Ella me remontó a la cruz de todo cristiano. A la de Pablo, A la de Cristo. La invisible cruz de Cristo. La de la queja inenarrable. No podía ocurrirme de otro modo. Recuerde sólo esto, Blanca. Nuestras cruces constituyen una y la misma cruz con la de Cristo. La visible y la invisible.
Como recordé al comienzo, el 26-7-85 se cumplirán 33 años del fallecimiento de Evita. Como ella había nacido el 7-5-19 (la menor de los cinco hermanos) contaba al morir 33 años y 80 días. Por consiguiente, si mis cuentas no fallan, el 14-10-85 se contarán igual número de años y días desde su muerte que cuantos ella vivió en su vida. El dato, al parecer baladí, ¡cuánto no hace pensar! Recuérdenmelo, les ruego, ese día.
Saben que las quiero como a hermanas. A usted y a Chicha. Saben que rezo por ustedes. No es cierto que Evita se llevara toda la gloria dejándoles a ustedes sólo sufrimientos. Nadie sabe mejor que ustedes cuánto padeció ella. Pero, aun suponiendo erróneamente que a ustedes las hubiera elegido Dios para padecer y a ella para gozar en este mundo, deberían dar gracias a Dios por semejante elección. A la luz de la fe, serían ustedes las favorecidas, las predilectas de Dios. Lo saben perfectamente. Un fuerte abrazo. El Señor nos bendiga.
Hernán Benítez  
Confesor de Eva Perón. La carta es de 1985, a 33 años de la muerte de Evita, que murió a los 33 años.


BOSQUEJO HISTÓRICO DEL GENERAL DON MANUEL BELGRANO ESCRITO EN EL AÑO 1839, POR UN CONTEMPORÁNEO

general manuel belgrano
BOSQUEJO HISTÓRICO DEL GENERAL DON MANUEL BELGRANO ESCRITO EN EL AÑO 1839, POR UN CONTEMPORÁNEO



Bosquejo Histórico de Manuel Belgrano de Ignacio Álvarez Thomas

Ignacio Álvarez Thomas
Belgrano no existe! Y este nombre Venerable a todo corazón Argentino reclama a los ojos de sus conciudadanos algunos rasgos que recogerá la historia para adornarse con el recuerdo de uno de los hombres más ilustres que han figurado en la grande escena del continente Americano. La familia Belgrano una de las más distinguidas y acomodadas en Buenos Aires, tiene origen en su padre, natural de Italia, casado con una Señora oriunda de Santiago del Estero, cuyo afortunado enlace produjo una numerosa prole de que Don Manuel es el tercer hijo nacido en 1770, baja el dominio de la Corona de España. Como en el sistema co­lonial de aquel tiempo, la educación elemental era prohibida, te­nían los jóvenes americanos que atravesar el Océano para adqui­rirla en las Universidades de la Península. Allí fue en donde Bel­grano completó sus estudios hasta el grado de Bachiller, y regreso a su Patria con el empleo de Secretario del Tribunal de Comercio. Su talento ya perfeccionado, la dulzura de su carácter, sus co­nocimientos en la música, y su bella figura le dieron en La So­ciedad un lugar muy distinguido, y las mejores relaciones. El fue uno de los promovedores y colaboradores del Semanario Científico, que la mezquina política del Gobierno Español, mandó suspender después.
Cuando en 1806 la Guerra con los Ingleses se hizo sentir en el Río de la Plata, voló al llamamiento de la Autoridad que formó Cuerpos de Voluntarios para la defensa, enrolándose en el más numeroso que llevaba el nombre de Patricios, condecorado con el rango de Mayor, en cuya clase asistió a la espléndida Victoria­ alcanzada sobre el Ejercito Británico al mando del general Waitelock (sic) en 807. Los varios acontecimientos de aquella época, empezaron a despertar en los naturales del país el espíritu guerrero; y el conocimiento de sus fuerzas, que los disponía para entrar después en una lucha que a costa de sangre y sacrificios generosos. los elevaría a la condición de hombres Libres.
Belgrano hacía parte del movimiento popular que se agitaba en las sociedades patrióticas, aunque secretas, en el tiempo en que derribada del trono la dinastía reinante de España por el poder de Napole6n, empezaba la Nación a armarse para resistir al Conquistador de media Europa. Un bastago (sic) de aquella (la Señora Carlota Joaquina de Borbón) que los mismos sucesos habían trasplantado con la Corte de Portugal a sus dominios del Brasil, entablo relaciones privadas para abrirse un camino a la Regencia de los países de su cautivo hermano; y fue entonces que así Belgrano, como muchos otros patriotas estimables, juzgaron oportuno el alimentar tales esperanzas, para comenzar por este medio, la grande obra de la regeneración Americana. Algunos sin buen criterio, han pretendido hallar poco Republicanos estos primeros pasos de la infancia revolucionaria.
No tardaron los sucesos políticos en amontonarse para poner en acción al partido demócrata. La dispersión del Gobierno Cen­tral por los franceses en principios de 810 que se trasladó eléctricamente al Nuevo Mundo, dió la señal del Combate. En Buenos Aires, la Asamblea de notables declaró caduca la representación del Virrey Cisneros, asociándole en el mando dos ciudadanos, en cuya forma mixta de Gobierno ocupó Belgrano la Secretaría General. Mas la desconfianza de los patriotas era inmensa y esta armazón gubernativa, solo contó horas de existencia, y tuvo que ceder el puesto el memorable 25 de Mayo, a una Junta de nueve individuos, presidida por Saavedra, entre cuyos Vocales fue contado Belgrano. Las tareas de este Cuerpo, aunque llevando por escudo el nombre del Monarca destronado, eran encaminadas a uniformar la opinión de todas las provincias comprendidas en la demarcación del Virreinato, hacia un punto de vista de que bien pronto se apercibieron los mandatarios españoles, oponiéndose al reconocimiento del nuevo Gobierno.
Entonces fue que empezaron a tomarse medidas enérgicas para sofocar la resistencia, que consagran los actos públicos de aquella época. Los más marcados son: el cambio de tropas auxiliares para favorecer el libre pronunciamiento de los pueblos, tanto al Oeste, como al Norte de la Capital. Las que tomaron es­ta dirección eran mandadas por Belgrano, nombrado Coronel, y revestido del alto carácter de Representante. Su marcha fue triunfal hasta pisar el territorio del Paraguay en donde le espera­ban peligros y dificultades que vencer. El Jefe español puso sobre las armas un número prodigioso de hombres que Belgrano deshizo en los primeros encuentros con su pequeño Ejército de bravos, casi a las puertas de la misma Capital. Más forzado a reconcentrar sus recursos para acometer de nuevo, se halló cortado en su retirada, en el preciso paso del Río Tacuarí por fuerzas todavía mayores, y que se aumentaban por instantes. Tuvo que combatirse sin tardanza de un modo heroico para obtener el tratado que salvando al Ejército entero, cubrió su nombre de una gloria que lo asemeja a Carlos XII, no solo en valor y pericia, sino también en afrontar las duras privaciones de que dió repetidas pruebas en esta memorable Campaña, la primera en que se ensayaba un hombre acostumbrado a los goces de la vida pasiva1 a quien sostenía el mas noble patriotismo. No fueron efímeras las ventajas que se reportaron, porque la sagacidad de Belgrano supo al tiempo de combatir, abrirse comunicaciones, con los jefes y personas influyentes del país, que más tarde derrocaron al Partido Europeo sirviendo así a la causa pública.
Llamado a la Capital, se le confirió el mando del Regimiento I de Línea, que era el antiguo Cuerpo de Patricios en que sirvió, y como el estado de su disciplina pidiese mejoras, Belgrano las emprendió con el tezón infatigable en llenar sus deberes que tanto le distinguía, más cuando se lisonjeaba de haberlas alcanzado, un tumulto inesperado en la mayor parte de estos valientes soldados, puso en alarma toda la población (Diciembre 811) que la autoridad, con acuerdo del mismo Jefe, reprimió pronto y severamente. Ya entonces, la forma de la Administración había cambiado en un Poder Ejecutivo de tres personas que se encontraba envuelto en dificu1tades para atender a la defensa común del territorio de la Unión. La plaza de Montevideo, enarbolaba el pendón de Castilla mientras que un Ejército portugués penetraba hasta la margen izquierda del Uruguay, en ademán hostil.
Las fuerzas enviadas al interior de las Provincias Peruanas habían arrollado al principio todas las resistencias que los jefes españoles le opusieron hasta situarse en los confines. Más las organizadas al otro lado del Desaguadero, las asaltaron alevosamente, y desbarataron. Los restos se concentraron en Tucumán, mientras que el enemigo ocupando hasta Salta amenazaba caer sobre ellos. Jamás el peligro de la Patria se mostró tan de cerca. La misma Capital inspiraba cuidados, en donde acababa de sofocarse una terrible conspiración de los Europeos domiciliados en ella.
En tan difíciles circunstancias, Belgrano fue mandado a hacerse cargo de las reliquias del Ejército en Tucumán, llevando consigo algunos destacamentos. Su ya restablecida reputación, su celo y constancia, reanimaron el espíritu marcial como por encanto, y cuando todos esperaban con temor el éxito de una acción tan desigual, la admiración sucedió al común abatimiento, al recibir la noticia del triunfo alcanzado sobre el enemigo el 24 de Septiembre de 812, en los arrabales de la misma Ciudad. Tan luego como remontó el Ejército llamado Auxiliar del Perú, bus­co al enemigo, que reforzado con nuevas tropas le aguardaba or­gulloso en Salta. A La vista de sus Torres se dió la famosa batalla que lleva aquel nombre, en donde el Mayor General Tristán, dobló el cuello a la espada de Belgrano, después de un combate sangriento (Febrero 20 de 813) a quien por respeto a su calidad de Americano, como lo eran la mayor parte de sus oficiales y tropa, concedió los honores militares para rendir las armas, y el restituirse a sus hogares, a condición expresa, de no tomarlas du­rante La Guerra de Independencia, promesa que violaron tan pronto como reentraron en Perú por mandato de las autorida­des Españolas, que reputaban no obligatorios los pactos con aque­llos a quienes denominaban “Insurgentes”. Desde que fue cono­cido este acto de perfidia, la rivalidad quiso asestar sus tiros contra el General Belgrano, acusándole de “imprevisión”, reproche que juzgaba por solo el resultado, una política que prometía al vencedor las más alagüeñas esperanzas, según los datos en cuya po­sesión estaba, y que otros incidentes vinieron a malograr por entonces. En el desenlace de la porfiada lucha con la España, se ha conocido cuanto influjo produjo en los Peruanos tal gene­rosidad.
Mientras que el General Belgrano se aparejaba para penetrar al Alto Perú (hoy Bolivia), con su victorioso Ejército, en Buenos Aires, se celebraban sus triunfos con entusiasmo. El Ejecutivo presentó al Congreso, en gran ceremonia, las Banderas y Estan­dartes arrancados L enemigo que hoy adornan los Templos para su eterna gloria. La Soberanía Nacional declaró que el General Belgrano había merecido la gratitud de la Patria, y le decretó un premio de “cuarenta” mil pesos sobre el Tesoro, además de los honores acordados al Ejército. Empero este, con un despren­dimiento sin ejemplo, a pesar de su escasa fortuna, los adjudicó por entero al establecimiento de Escuelas de educación en las Ciu­dades de Tarija, Jujuy, y Santiago del Estero, que llevan su nom­bre. La Municipalidad también le ofreció un magnifico bastón, y dos riquísimas pistolas con los emblemas e inscripciones que real­zan su mérito. La autoridad del General Belgrano era tan marcada era todos sus actos, que jamás quiso emplear su influjo para me­jorar la condición de sus deudos. Así fue que, despojados de sus empleos dos de sus cuñados, en consecuencia de la Ley que exigía a los Españoles la Carta de Naturaleza pan continuarlos, se negó a los clamores de ambas hermanas, aunque bien conven­cido del carácter pacífico y honrado de sus esposos.
Al emprender su nueva Campaña Belgrano, vióse con cuanto anhelo recibían los Peruanos a sus libertadores auxiliares. El ene­migo abandonó la mayor parte de las Provincias, concentrándose en Oruro, mientras que el Ejército patriota disciplinaba nume­rosos cuadros para atacarlo. El orden y la conducta de los Vencedores, era admirable. Belgrano incansable, velaba personalmente en todos los detalles. Era el ídolo del Soldado, y el amor de los Pueblos. Aún el fanatismo respetó su persona, porque supo aco­modar las prácticas religiosas con el deber de la espada. Quizá antes de tiempo se vio precisado a arriesgar un combate. La impaciencia democrática ha malogrado muchas empresas. Ce­diendo a ellas, el General Belgrano buscó y atacó a los Realistas en la Pampa de Vilcapujio (Octubre 1º 813). Había éste ya aban­donado el campo de batalla, cuando un accidente inútil de re­ferir, arrancoles el laurel de la victoria que empezaban a reco­ger, después de la más sangrienta pelea. impertérrito Belgrano tomó á dar frente al enemigo a los “43” días, en los altos de Vilhuma, en donde, aunque se combatió con el mismo denuedo, la fortuna le volvió a ser adversa. El elogio de ambas acciones lo consignaron en sus partes oficiales los Jefes realistas. Siendo impo­sible ya el mantenerse en el Alto Perú, sin arriesgar los restos y el material del Ejército, que había de contribuir algún día a sacarle de extraña dominación, fue necesario evacuarlo, trayendo en pos de sí una numerosa emigración comprometida, y dejando organi­zados Cuerpos francos que hostilizasen al enemigo. Las gargantas del Perú se guarnecieron debidamente, y para remontarse el Ejército, se estableció el cuartel general en Tucumán. El Poder Ejecutivo, a solicitud de Belgrano, nombró un nuevo General en Jefe, baja cuyas órdenes, tuvo la modestia de ponerse a la Ca­beza de su Regimiento de Patricios, y presidir á su instrucción como un simple Coronel.
Al año siguiente (814) fue llamado a la Capital, y enviado á Inglaterra con carácter público, en consorcio de Rivadavia, de donde regresó en principios de 816. Esta misión diplomática le causó grandes y penosos sinsabores.
Aún no había descansado en su Patria, de la que casi siempre estuvo ausente, cuando el Directorio le nombró General de las fuerzas de Observasión en Santa Fé, que en aquella sazón eran atacadas por instigación del Caudillo Artigas, que en disidencia del Gobierno Central, despotizaba las Provincias, al otro lado del Paraná.
La repugnancia de Belgrano en tomar parte en la guerra civil, se templó con la esperanza de contribuir a un advenimien­to que cortase este escándalo, que tantos males aparejaba á la causa del orden, y para lo que iba ampliamente autorizado. Cuando se ocupaba de esto, un cambio en la Administración Nacional y un desaire á su persona, retiraron sus benéficos oficios.
Por este mismo tiempo se reunía en la Ciudad del Tucumán, el Segundo Congreso de las Provincias Unidas, que firmó el 9 de Julio la siempre inmortal Acta de la Independencia de España y de todo poder extranjero, llenando así, los votos de los buenos patriotas que por un sentimiento uniforme habían ya adoptado las armas y colores, que los diferenciaban de sus antiguos Señores. Aun antes de este paso Varonil, los Diputados sentían la urgencia con que el bien público pedía que el General Belgrano reasu­miese de nuevo el mando en Jefe del Ejército Auxiliar, á que el Directorio subscribió convencido de su importancia. Tomaba á su cargo esta responsabilidad, en circunstancias de que en el año anterior, había sido dehecho aquél en la desgraciada jornada de Sipe-Sipe dirigido por otro General. Empeñado Belgrano en co­rresponder, á tal muestra de estimación, puso en ejercicio su celo para remontarlo, mientras que su nombre inspiraba temores al enemigo, y alentaba á las “montoneras” que le hostilizaban en el mismo país que ocupaba. A favor de la disposición de los naturales, Belgrano destacando Jefes hábiles con fuerzas volantes, y proclamaciones enérgicas, obligaba a los realistas á no desmembrar sus tropas para operaciones en que estaban empeñados por Chile, y el Ecuador; y aún hizo circular la idea de que se trataba de establecer una Monarquía en los vástagos dispersos de los Incas. Esto tendía, evidentemente á propagar la deserción en las filas enemigas, cuya gran mayoría era compuesta de infelices Indígenas arrancados con violencia de sus hogares.
En el año 819 estaba ya el Ejército en aptitud de empreender la restauración del Perú, por su moral y disciplina, más el gen­io del mal había renovado la discordia intestina, y la Provincia de Santa Fé era el teatro de nuevos escándalos. Para reprimirlos, el Directorio, quizá indiscretamente, mandó bajar un Ejército que tenía que llenar una misión más elevada. Verdad es que él sirvió para sofocar, aunque momentáneamente, la rebelión administrativa, Belgrano, incapaz de plegarse á ninguno de los parti­dos políticos, era poco favorecido de ellos. Así fué que, al contra­marchar se detuvo en la Cruz Alta para esperar los auxilios que la Autoridad Suprema le tenía prometidos. El tiempo pasaba sin re­cibirlos, y tan beneméritos Soldados, se encontraban desnudos, impagos, y muchas veces, sin alimento. En vano los reclamaba con instancia, y aún despachó para apresurarlos, á su Mayor General. Los padecimientos del Ejército que Belgrano miraba con el cariño de Padre, debilitaron su físico, harto delicado ya con las penurias de una existencia tan agitada, hasta el punto de postrarle. Los facultativos, sus oficiales, y desde la Capital, su familia, sus amigos, le rogaron para que viniese a reparar su salud, antes de que el mal tomase mayor incremento. Todo fue en vano. Miraba Belgrano como una fé de su creencia política, el no apartarse de sus Soldados en la hora de la común amargura. Este es el más bello episodio de una vida tan pura. En tal estado de cosas, el Congreso, y el Poder Ejecutivo, fueron disueltos por el vértigo revolucionario que extendió su maléfico influjo hasta el mismo Ejército, dechado de tantas virtudes. Los principales Jefes conspiraron para apropiar­se las tropas y parques, bajo pretextos especiosos (año 820). Así quedaron rotos los vínculos de la subordinación militar, mientras que la República ofrecía los fragmentos de un cuerpo despedazado. El espectáculo de tamaños males agravó los que ya sufría el General Belgrano, física y moralmente. Prefirió en tal desventura, hacerse transportar a la Ciudad del Tucumán, que presenciar la hu­millación en que estaba sumida su Patria. Más allí mismo, lugar de su fama, le esperaban disgustos preparados por hombres que lleva­ron después al sepulcro, la execración de sus Compatriotas. En fuerza de ellos, se arrastró al seno de su familia casi moribundo, en donde a pesar de los esfuerzos del Arte, y de los cuidados afano­sos de sus deudos y amigos, expiró con la serenidad del Justo, el 20 de Junio en la casa paterna que lo vio nacer, á los 50 años de edad.
Así desapareció de entre los mortales, un nombre inmacula­do que es la admiración del Suelo Argentino, y el ornamento de la República por sus virtudes cívicas, por su moral severa, y por el desinterés más patriótico. De Belgrano no queda sino un Vástago ilustre, en una virgen educada en el seno de su familia, que lleva sus facciones y que tanto recomendó en su agonía. Sus restos fueron depositados, sin pompa, baja sencilla loza, en el atrio de la Iglesia más cercana á su morada. Allí reposan como en depósito sagrado, hasta que llegue el día en que la gratitud de su patria los coloque en el Panteón destinado para los grandes hombres. Desde su celestial descanso. mira con ternura la suerte desastrosa de la Ciudad - Cautiva, que gime bajo el peso de la más brutal tiranía, e interpone sus ruegos para que sus buenos hijos la saquen de la desolación en que está sumergida por tan largo tiempo; y éstos entonan en sus fervorosos anhelos, la estrofa con que lloró la muerte del héroe, el malogrado Poeta Don Juan Cruz Varela, a quien recientemente ha arrebatado también la Parca.
“¡Ven ó grande Belgrano!”
“¡Ven ó Sombra Sublime!”
“Del llanto nos redime”
“Del luto y del dolor”
Ofrecido a la Señorita Doña Manuela Belgrano como presente de familia, su afectísimo Primo, el Redactor.
I.Az. (Ignacio Alvarez)
Quiritón, Setiembre 12/1839. En la República Oriental del Uruguay.





EL GRINGO TOSCO Un recuerdo de ese gran militante sindical que fue Agustín Tosco relatado por Osvaldo Bayer

EL GRINGO TOSCO

Un recuerdo de ese gran militante sindical que fue Agustín Tosco relatado por Osvaldo Bayer

 Agustín Tosco


Qué alegría profunda. Poder verlo de nuevo a Agustín Tosco en el video documental Tosco, grito de piedra, de Adrián Jaime. Tosco, como siempre, lleno de vida, saludando con el puño izquierdo cerrado. Oírlo en los grandes mitines de la gloria de los obreros de aquellos tiempos. Hablar claro, decir la cosas sin temor a las calificaciones partidistas. Agustín Tosco, el mejor líder obrero que conocí en mi vida. Un Hijo del Pueblo.
Los monumentos en la Argentina no están para los hacedores de la dignidad y de la solidaridad sino para los generales genocidas, como aquel del “desierto”. Para los héroes del pueblo, y más si es bien de abajo, no hay monumentos. No, ahí, en este documental, aparece tal cual fue: con su ropa humilde, con su rostro al frente, con su palabra clara, absolutamente clara y sus propósitos de llevar justicia a todos los barrios.
Lo conocí en el congreso organizativo de la CGT, en 1956. Congreso que era nada menos que presidido por un capitán de navío, Patrón Laplacete. Nada menos. Las Fuerzas Armadas con el automandato de ser ellas las que dictaban la vida obrera. Realidades argentinas. Pero también ese dirigente obrero de 26 años, allí con esa claridad y ese coraje civil a toda prueba: no, señores, así no se hacen las cosas. Ni con bombardeos, ni a balazos, ni con cárceles, ni dictaduras uniformadas. Sí con asambleas y con marchas por la calles. A los 27 años de edad ya era secretario general de Luz y Fuerza de Córdoba.
El film sobre él nos trae los momentos fundamentales. Tosco en las calles del Cordobazo, Tosco en las asambleas obreras, Tosco en los actos con miles de obreros y estudiantes. Su palabra. Un país para todos, con pan para todos, con techo para todos, con escuelas para todos. Y fundamentalmente con trabajo para todos, y allí, los obreros, sí el trabajo, pero también cultura, y las horas de descanso para la cultura, jugar con sus niños, el amor con sus mujeres. Agustín Tosco, cariñosamente “El Gringo”. Querido para siempre, para siempre en el recuerdo.
Voy en busca de algo que escribí hace doce años. Cuando los “gordos” de la CGT trataban por todos los medios de ningunear la figura más limpia de la historia sindical argentina de las décadas del ’60 y del ’70. Y lo dije así: “Tosco no era antiperonista, era antiburócrata. Un enemigo acérrimo de la burocracia sindical. Porque justamente allí, para él, estaba el cáncer del movimiento obrero: la falta de democracia de base, el caudillismo, la prebenda, el acomodo, en fin, la corrupción”. Barrionuevo, un símbolo de todo eso. “Es decir, el fiel reflejo de la falta de democracia interna que perennemente habían padecido los dos partidos clásicos de la política argentina.” Y en esto no fue con eufemismos. Siempre los denunció, sin pelos en la lengua, con el adjetivo que los pintaba de cuerpo entero. Basta con dos ejemplos. Dijo Tosco, textualmente: “Rucci y sus discípulos son prisioneros por sus compromisos con los detentadores del poder, presos de la custodia que les presta el aparato policial; presos de una cárcel de la que jamás podrán salir: la de la claudicación, indignidad y participacionismo”.
Hombre fundamental en el Cordobazo, una de las rebeliones justas más increíbles de la historia de nuestro pueblo. Obreros y estudiantes. Lucha a brazo partido contra el Ejército. Y esto aparece en el film en escenas que muestran todo el arrojo de la gente para terminar con las humillaciones. Son muy sentidas las intervenciones de los testigos, protagonistas muy cercanos a este luchador de abajo, cuando relatan las características personales de Tosco en esos días. Por supuesto, la cárcel. Las injustas detenciones bien prolongadas que sufrió este dirigente de Luz y Fuerza. Condenado a ocho años por un tribunal militar, recuperó la libertad a los diecisiete meses. Sus cartas: nunca vencido, nunca lágrimas, siempre esperanzas.
Trelew. Cuando el golpe contra la cárcel que liberó a dirigentes del ERP trató de liberarlo también a Tosco, él se negó. Creía más en la fuerza de sus compañeros de las fábricas que obligarían a la dictadura militar a finalmente dejarlo en libertad. Un momento indescriptible cuando sale, por fin, de atrás de las rejas para respirar nuevamente el aire de la libertad.
El retorno de Tosco a Córdoba fue triunfal.
Y seguirá siendo él mismo un dirigente sindical que primero trabajaba y luego era dirigente, sin ningún dinero adicional, ni auto con chofer. Su línea fue clara: alianza con los peronistas surgidos de la base y repudio valiente a los peronistas del populismo demagógico y corrupto. No a Osinde, a López Rega, a Otero (a) “Oterito”, el ministro de Trabajo, que una vez dijo: “Si el general Perón me manda a limpiar su baño, voy y lo limpio”.
Pero cuando Rucci, el secretario general de la CGT oficialista, cae víctima de un atentado, Tosco será el primero en estar contra esa acción. Dirá: “Nuestro gremio, Luz y Fuerza, denunció permanentemente a la burocracia sindical cuyo principal exponente era José I. Rucci. Mas ello no llevará a nuestro gremio nunca a la acción de los atentados personales para desembarazar al sindicalismo argentino de tránsfugas y traidores. Sólo la lucha por la plena democracia sindical de bases se considera camino apta para la autodeterminación de los trabajadores. Por eso se condenó abiertamente el asesinato del secretario general de la CGT Nacional”. Como se ve, lo denomina taxativamente asesinato.
Pero, igual, la persecución a Tosco por parte del gobierno justicialista de Isabel va a ser despiadada. En octubre de 1974 es intervenido el sindicato de Luz y Fuerza, Tosco va a pasar a la clandestinidad, perseguido. Es cuando se va a enfermar y no se lo puede internar, porque iba a ser ejecutado cuando se supiera el lugar donde se encontraba. Es atendido por amigos médicos que también se juegan la vida. Hasta que Tosco muere, el 5 de noviembre de 1975. Tenía apenas 45 años de edad.
Pero ahora vendrá lo peor. A su entierro irán miles de cordobeses. A pesar de las amenazas de la Triple A gubernamental. Cuando comenzaron los discursos de despedida, comenzó la venganza del régimen. Desde los techos, a balazos, la policía y sus ayudantes. La violencia extrema. La gente tuvo que huir. Quedó el cementerio sembrado de zapatos, carteras de mujer, paraguas. El poder corrupto se despedía de quien sólo quería un país justo para todos.
Pero siempre el tiempo hace justicia. ¿Quién respeta hoy a ese gobierno corrupto hasta la médula de los huesos, quién se acuerda de sus represores? Serán maldecidos por todos los tiempos. En cambio, la figura de Tosco emerge cada vez más en la esperanza de que vengan otros como él. El film nos permite conocerlo más, estar otra vez con él. Ver su fuerza. Y sus triunfos, a pesar de los corruptos, de los traidores, de los deshonestos, de los uniformes. Tosco, grito de piedra. El espontaneísmo de las masas. El Cordobazo. La honestidad, la humildad. La enorme fuerza que le dio el ideal de soñar con una sociedad sin hambre y sin explotación. Sí, repitámoslo: un Hijo del Pueblo.


LOS YÁMANAS, NÓMADES DEL MAR

LOS YÁMANAS, NÓMADES DEL MAR


LOS YÁMANAS, NÓMADES DEL MAR


Cazar ballenas y lobos marinos, pescar y recoger mariscos eran las actividades más importantes de los yámanas. Estos pueblos cazadores y recolectores habitaban en el sur de la isla Grande de Tierra del Fuego y en las islas del archipiélago del Cabo de Hornos. Aunque eran muchos, vivían en pequeños grupos formados por unas pocas familias muy independientes. No tenían jefes ni caciques.
Los yámanas no se establecían en forma permanente en una isla. Eran nómadas: levantaban su campamento en una playa o cerca de un arroyo y se quedaban allí unos pocos días. Cuando los alimentos escaseaban, abandonaban las viviendas y se iban en sus canoas buscando aguas y playas donde hubiera buena caza y buena pesca.

Vivían en chozas muy sencillas

Las casas que construían los yámanas eran muy simples. Sus chozas tenían forma de cono o cúpula.
Para hacer una choza, primero construían un armazón con postes o ramas. Luego lo cubrían con hojas y ramas y finalmente, con cueros de lobos marinos.
La casa tenia una entrada pequeña que cubrían con un trozo de cuero para protegerse del frío. La parte superior de la choza se dejaba abierta. Por esa abertura salía el humo de las brasas que siempre ardían en el centro de la choza.

Hábitos

Los yámanas, para darse calor, dormían muy apretujados, uno sobre otro.
Los yámanas comían huevos duros de cormorán, pingüino, cauquén... También comían hongos y algunas raíces y tallos. Pero su alimentación era fundamentalmente de origen animal: carne asada y grasa derretida de lobos marinos, ballenas y delfines; peces, mejillones y otros moluscos.
Las mujeres preparaban pieles, confeccionaban ropa, hacían canastos, cocinaban y cuidaban a los chicos. También eran ellas las que construían las chozas.
Además de cazar en el mar, los hombres cazaban sobre tierra firme guanacos, pájaros, cormoranes, pingüinos... Para ello, fabricaban arcos, flechas, hondas y lazos.
A los niños varones les encantaba dejarse caer por las lomas.

Las canoas: un segundo hogar

Los yámanas pasaban gran parte del tiempo navegando por las aguas encrespadas de la región. Desde sus frágiles canoas, obtenían los alimentos fundamentales para su supervivencia.
Las canoas yámanas eran muy grandes (cinco metros de largo y un metro de ancho en su parte media) y livianas. Las hacían con la corteza del coíhue, un árbol de la región. Sólo utilizaban madera para la construcción del armazón.

Una tarea comunitaria: la caza de la ballena

Cuando los yámanas descubrían alguna ballena descansando en las aguas de un canal, se organizaban para atacarla. Varias familias se acercaban y desde las distintas canoas le arrojaban arpones que llovía sobre el animal. Si no lograba escapar, la ballena se desangraba y moría. Entre todos la llevaban hasta la playa más cercana. Entonces, tras tantas horas de esfuerzos, la alegría estallaba entre los cazadores porque cientos de kilos de grasa y carne les aseguraban una buena alimentación por muchos días.

Más hábitos

Las mujeres remaban incansablemente. Tenían una gran habilidad para dirigir la canoa hacia los lugares que les señalaba el cazador.
Los niños sacaban el agua que se filtraba en la canoa y cuidaban que no se apagaran las brasas del fogón. El fuego no incendiaba la canoa porque se hacía sobre una plataforma de piedras.
Los hombres yámanas iban al acecho, parados en la proa de la embarcación. Para cazar y pescar usaban arpones de distinto tamaño que terminaban en una punta de hueso que podía tener forma de dientes, serruchos o ganchos.
Hombres, mujeres y niños usaban un taparrabos de cuero pequeño. Se cubrían con una capa que fabricaban con pieles de lobo marino, nutria de mar, guanaco o zorro. A veces, se calzaban con mocasines de piel.
Las mujeres recogían mejillones y otros mariscos. Para ello usaban unos largos palos que terminaban en forma de pinza. También pescaban con línea y carnada o con canastos.



LA MUERTE DE LOS DOS AMANTES YANDUBALLO Y LIROPEYA

LA MUERTE DE LOS DOS AMANTES YANDUBALLO Y LIROPEYA


LA ARGENTINA LA MUERTE DE LOS DOS AMANTES YANDUBALLO Y LIROPEYA


Se transcribe un fragmento de épico poema “LA ARGENTINA o la conquista del Río de la Plata”, del sacerdote arcediano extremeño Martín del Barco Centenera, publicada en Lisboa, en 1602, es en verdad una crónica en verso, más que un poema épico renacentista.

Martín del Barco Centenera era miembro de la expedición de Juan Ortiz de Zárate, e imitando a Ercilla con su La Araucana, publicó un largo poema de la historia del Río de la Plata y de los reinos del Perú, Tucumán y del Estado del Brasil, bajo el título La Argentina, en el que se denomina al territorio del Río de la Plata como El Argentino.

Hay en Centenera una sorprendente valoración del indígena, acorde con la línea humanista de Las Casas y Ercilla. No podemos pasar por alto que Centenera da cuentas en su libro de la vida y carácter de los charrúas o charusúes, los guaraníes, chiriguanos, tambús, chanás, calchines, chiloazas, melpenes, mañue o minuanes, veguanes, cherandíes, meguay, curuces y tapui-miries.

El indígena, cuyos orígenes se entremezclan en su visión inclusiva con el génesis bíblico, empieza a tener presencia viva a partir del canto VIII, cuando el relato del autor se hace autobiográfico. Este canto y los siguientes que documentan la expedición de Ortiz de Zárate, muestran a los indios que pueblan las costas del Brasil auxiliando y transportando a los españoles en sus canoas, sin poder impedir que algunos mueran.

Se instala de hecho un contraste abrupto entre la amigabilidad y solidaridad aborigen y la rígida actitud de los jefes españoles.

En el Canto duodécimo sucede la muerte de los dos firmes amantes Yanduballo y Liropeya

LA ARGENTINA LA MUERTE DE LOS DOS AMANTES YANDUBALLO Y LIROPEYA


Con gran solicitud en su caballo
entre aquestos mancebos se señala
en andar por las islas Caraballo,
y así por la espesura hiende y tala
en medio de una selva, y Yanduballo
halló con Liropeya, su zagala.
La bella Liropeya reposaba
y el bravo Yanduballo la guardaba.
El mozo, que no vio a la doncella,
en el indio enristró su fuerte lanza,
el cual se levantó como centella,
un salto da y el golpe no le alcanza.

Afierra con el mozo, y aun perdella
la lanza piensa el mozo, que abalanza
el indio sobre él, por do al ruido
la moza despertó, y pone partido.
Al punto que a la lanza mano echaba
el indio, Liropeya ha recordado,
mirando a Yanduballo así hablaba:
«Deja, por Dios amigo, ese soldado,
un solo vencimiento te quedaba,
mas ha de ser de un indio señalado,
que muy diferente es aquesta empresa,
para cumplir conmigo la promesa».
Diciendo Liropeya estas razones,
el bravo Yanduballo muy modesto
soltó la lanza, y hace las acciones,
y a Caraballo ruega baje presto.
El mozo conoció las ocasiones,
y muévelo también el bello gesto
de Liropeya, y baja del caballo
y siéntase a la par de Yanduballo.
El indio le contó que un año había
que andaba a Liropeya tan rendido
que libertad ni seso no tenía,
y que le ha la doncella prometido
que si cinco caciques le vencía,
que al punto será luego su marido.
El tener de español una centella
no quiere, por quedar con la doncella.
Mas viendo el firme amor de estos amantes,
licencia les pidió para irse luego,
dejándoles muy firmes y constantes
en las brasas de amor y vivo fuego.
Dos tiros de herrón no fue distantes,
con furia revolvió, de amores ciego;
pensando de llevar por dama esclava,
al indio con la lanza cruda clava.
Yanduballo cayera en tierra frío,
la triste Liropeya desmayada;
el mozo con crecido desvarío
a la moza habló, que está turbada:
«Volved en vos», le dice, «ya amor mío,
que esta ventura estaba a mí guardada,
que ser tan lindo, bello y soberano,
no había de gozarlo aquel pagano».
La moza, con ardid y fingimiento,
al cristiano rogó no se apartase
de allí, si la quería dar contento,
sin que primero al muerto sepultase;
y que concluso ya el enterramiento
con él en el caballo la llevase.
Procurando el mancebo placer darle,
al muerto determina de enterrarle.
El hoyo no tenía medio hecho,
cuando la Liropeya con la espada
del mozo se ha herido por el pecho,
de suerte que la media atravesada
quedó diciendo: «Haz también el lecho
en que esté juntamente sepultada
con Yanduballo aquesta sin ventura
en una misma huesa y sepultura».
Lo que el triste mancebo sentiría
contemple cada cual de amor herido.
Estaba muy suspenso qué haría,
y cien veces matarse allí ha querido.
En esto oyó sonar gran gritería;
dejando al uno y otro allí tendido,
a la grita acudió con grande priesa,
y sale de la selva verde espesa.
Aquesta Liropeya en hermosura
en toda aquesta tierra era extremada;
al vivo retratada su figura
de pluma vide yo muy apropiada;
y vide lamentar su desventura,
conclusa Caraballo su jornada,
diciendo que aunque muerta estaba bella,
y tal como un lucero y clara estrella.
Mil veces se maldijo el desdichado
por ver que fue la causa de la muerte
de Liropeya, andando tan penado
que mal siempre decía de su suerte.
«¡Ay triste!, por saber que fui culpado
de un caso tan extraño, triste y fuerte,
tendré, hasta morir, pavor y espanto,
y siempre viviré en amargo llanto».
Salió pues de la selva Caraballo
a la grita y estruendo que sonaba,
y vido que la gente de a caballo
a gran priesa en las balsas se embarcaba.
No curan ya más tiempo de esperallo,
que de su vida ya no se esperaba,
teniendo por muy cierto que había sido
cautivo de los indios y comido.
Mas viéndole venir, alegremente
el Capitán y gente le esperaron;
allega, y embarcose con la gente,
y apriesa de aquel sitio se levaron.
Entrose por un río que de frente
está, y a tierra firme atravesaron,
a do está de Gaboto la gran torre,

por do el Carcarañá se extiende y corre.

jueves, 28 de enero de 2016

REPARTO DE TIERRAS POR SUERTE CUANDO SE FUNDÓ BUENOS AIRES

REPARTO DE TIERRAS POR SUERTE CUANDO SE FUNDÓ BUENOS AIRES

reparto de tierras de juan de garay por suertes

La fundación de Buenos Aires fue financiada por gentes  de Asunción, convocados al efecto por la publicación de edictos y repartidas luego por sorteo. Por ello las fracciones eran llamadas “suertes”.
Así repartió Juan de Garay las tierras de la nueva ciudad.

Suertes

Varas de tierra
1.
A Luis Gaytán, tomando, por lo más derecho, y ha de empezar desde una punta que está arriba de la ciudad, hacia el camino por donde vienen de la ciudad de Santa Fe, y han de llegar la frente de esta tierra y todas hasta la ribera del Paraná, y costa la tierra adentro ella, y de todas las demás, una legua, o hasta donde el égido, que tengo señalado para la ciudad, diere lugar porque sí antes lo descabezare alguna suerte del égido, ha correr la dicha legua por la tierra adentro, aunque sea en perjuicio de las suertes
500
2.
Otrosí, señalo a Pedro Álvarez Gaytán en la forma dicha
350  
3.
Otrosí, a Domingo de Irala
350
4.
Otrosí, para mí, desde su linde
500
5.
Luego, para el Alcalde Rodrigo Ortiz de Zárate
500
6.
Luego, Miguel López Madera
350
7.
Luego, Miguel Gómez
350
8.
Luego, Gerónimo Pérez
350
9.
Luego, Juan de Basualdo
350
10.
Luego, Diego de la Barrieta
400
11.
Luego, Víctor Casco
400
12.
Luego, Pedro Luis
400
13.
Luego, Pedro Fernández
400
14.
Luego, Pedro Franco
400
15.
Luego, Alonzo Gómez
350
16.
Luego, Estevan Alegre
350
17.
Luego, Pedro de Izarra
400
18.
Luego, Juan Fernández de Zárate
350
19.
Luego, Baltazar de Carbajal
350
20.
Luego, Antonio Bermúdez
400
21.
Luego, Jusepe de Salas
300
22.
Luego, Francisco Bernal
350
23.
Luego, Miguel del Corro
350
24.
Luego, Bernabé Veneciano
350
25.
Luego, Cristóval Altamirano
350
26.
Luego, Pedro de Xerez
350
27.
Luego, Sebastián Bello
350
28.
Luego, Juan Domínguez
400
29.
Luego, Pedro Izbran
350
30.
Luego, Pedro Rodríguez
350
31.
Luego, Pedro de Quiros
400
32.
Luego, Alonso Escobar
400
33.
Luego, Antón Higueras
400
34.
Luego, el Alcalde don Gonzalo Martel de Guzmán
400
35.
Luego, Juan Ruiz
400
36.
Luego, Juan Fernández de Enciso
400
37.
Luego, Hernando de Mendoza, Alguacil mayor
400
38.
Luego, Pedro Morán
400
39.
Luego, Rodrigo de Ibarrola
400
40.
Luego, Andrés de Vallejo
400
41.
Luego, Pedro de Sayas Espeluca
400
42.
Luego, Lázaro Griveo
400
43.
Luego, Juan de Carbajal
400
44.
Luego, Pantaleón
350
45.
Luego, Pedro de Medina
350
46.
Luego, Juan Martín
350
47.
Luego, Estevan Ruiz
350
48.
Luego, Andrés Méndez
350
49.
Luego, Miguel Navarro
350
50.
Luego, Sebastián Fernández
350
51.
Luego, Juan de España
300
52.
Luego, Ambrosio de Acosta
300
53.
Luego, Rodrigo Gómez
350
54.
Luego, Pablo Simbrón
300
55.
Luego, Antón Roberto
400   -6-  
56.
Luego, Gerónimo Martínez
400
57.
Luego, Pedro de la Torre
400
58.
Luego, Domingo de Areamendia
400
59.
Luego, Ana Díaz
300
60.
Luego, Antón de Porras
400
61.
Luego, Ochoa Márquez
400
62.
Luego, Juan Rodríguez
400
63.
Luego, Alonzo Pareja
400
64.
Luego, Pedro Hernández
400
65.
Luego, Juan de Garay
400


24500 varas.