viernes, 29 de enero de 2016

EL SECRETO DE EVITA UNA CARTA INEDITA DE SU CONFESOR, EL PADRE BENITEZ

EL SECRETO DE EVITA
UNA CARTA INEDITA DE SU CONFESOR, EL PADRE BENITEZ

EL SECRETO DE EVITA UNA CARTA INEDITA DE SU CONFESOR, EL PADRE BENITEZ


PUBLICADO Por primera vez Página 12

Se trata del texto al que tuvo acceso la escritora Marta Cichero, de una misteriosa carta de su confesor, el sacerdote Hernán Benítez, a una hermana de Evita.

Sra. Blanca Duarte de Alvarez Rodríguez
Querida hermana:
 ¿Podría llamarla de otro modo que hermana, cuando hemos llorado a unos mismos muertos queridos y padecido unos mismos sufrimientos?
En primer lugar: gracias por sus saludos de Navidad y Año Nuevo. Pido al Señor que las colme de bendiciones: a Chicha, a usted, sus hijos, sus nietos, sus seres queridos todos. Y, si esas bendiciones escondieran sufrimientos, que les dé paciencia para aceptarlos y fe para reconocer en ellos la mano de Dios.
Blanca --y comienza el sermón--, debemos aspirar a lo mejor. A lo mejor en lo espiritual y también en lo material, para nosotros y para nuestros seres queridos. Pero no desesperemos luego, si la realidad no se acomoda a nuestros ensueños. Dios la ama a usted y ama a los suyos con predilección. Déjelo a Dios escoger los caminos de salvación y santificación trazados por El para cada uno de los suyos. Déjelo, gozosa, convencida de que el Señor sabe lo que hace, y ama a los suyos infinitamente más de cuanto usted puede amarlos.
Le acompaño la semblanza de Angélica, esposa de mi hermano Enrique, que pronuncié en sus exequias. Falleció el 8-9-84, tras breve enfermedad.
Trece días después habría cumplido los 70. Llevaban 47 de casados. Quedan tres hijos, cuatro nietos y un marido, quien no acierta a saber si el muerto es él o la muerta es ella. La segunda parte de esa semblanza: "Allá, en el cielo", acaso lleve algún alivio a su corazón, aunque toda esa teología la sabe usted bien y la vive mejor.
Cierta vez me expresó usted, Blanca, su deseo de que yo la acompañe en la última hora, como acompañé a Evita. Seguramente, moriré antes que usted. Será la norma. Pero, aunque muera antes, en los cielos (los que espero de la divina misericordia) pediré al Señor que su muerte sea entrar en éxtasis. El que nace para los cielos no sabe que muere para la tierra. Estaré por tanto a su lado. Espiritualmente al menos. Lo prometo. Prestándole sin duda mayor ayuda a usted desde los cielos que cuanto pude prestarle a Evita en la tierra...
* * *
En julio se cumplirán 33 años de su muerte. ¡33 años! Los que ella contaba de edad al morir. Pero, créame, no me parece recordar sino vivir la noche aquella de su muerte. No se me ha vuelto pasado. La sigo viviendo de presente. La contemplo a ella al vivo. De espaldas en el lecho. Serena. Respirando cada vez más espaciada pero más profundamente. La veo emitir el postrer aliento. Sin un solo estertor. Sin un solo estremecimiento. La veo quedarse inmóvil. Su rostro refleja serena beatitud. O acaso, asombro al comprender, en los umbrales de la eternidad, el don inmenso que Dios le hizo en vida al elegirla para servir sin medida a los humildes y para sufrir, asimismo sin medida, padecimientos que jamás se sabrán en este mundo.
Ignoro si vive alguna otra de las siete u ocho personas que rodeábamos al lecho en el instante preciso de la muerte. En ese momento ustedes, las tres hermanas, acompañaban a la mamá en la habitación vecina. Al lado derecho de la cama estábamos por este orden: Finochietto, yo, Juan. El General se hallaba un poco distante, como solía, tras el respaldo trasero. Siempre fue aprensivo al dolor y mucho más a la muerte. A la izquierda recuerdo a Renzi, Nicolini y no sé si Taiana o Aloé.
Como usted recordará, la extremaunción se la había administrado ese mismo sábado, en las primeras horas de la tarde. Ustedes estaban presentes. Luego de su último respiro, le di la postrera absolución. Y, tras ella, recé el primer responso. El rumor de las plegarias sirvió de aviso de su muerte a las personas de la planta baja. Las que comunicaron la infausta noticia al gentío inmenso congregado en calle Agüero y Avenida del Libertador.
"Hermanita, hermanita, fuimos siempre tan unidos...", dijo Juan sollozando. Y se tendió un instante de bruces sobre los pies de Evita. Terminado el responso, me acerqué al General. Lo tomé por la cintura y lo acerqué a la cabecera deslizándole al oído, como si fuera parte de la liturgia: "Bésela en la frente". La besó, regando de lágrimas el rostro de la esposa. Tras él, todos los presentes la besamos.
* * *
En ese instante entraron ustedes, la madre y las hermanas, con entereza y dominio ejemplar. Los hombres se retiraron discretamente y las dejaron solas. Yo también quise retirarme. Pero usted me lo impidió, rogándome rezáramos juntos las plegarias de la liturgia. El cuadro de ustedes acariciando a Evita, sollozando y orando dulcemente merecía los pinceles del Tiziano. Ni a la reina Isabel, la española, pudo rodearla en su muerte tanta majestad y tanta espiritualidad. Lo digo así, con todas las letras, cuantas veces refiero este hecho.
Muy dueño de sí el General dictó al intendente las normas para el velatorio, en el edificio de Trabajo y Previsión. Las exequias comenzarían en la mañana del día siguiente, domingo 27, con la misa de réquiem. A su pedido y en su nombre, invitó al cardenal Copello a asistir a la ceremonia. Monseñor se hallaba profundamente conmovido. Me rogó transmitiera sus condolencias a los familiares. "A la señora madre, especialmente." Y me aseguró asistiría a la ceremonia. Asistió, por supuesto, con lágrimas en los ojos. Admiraba de verdad a Evita. En el '55, a la caída de Perón, pagó caro esa admiración. Perón no hizo de él el mérito debido. Y los "libertadores" lo persiguieron con saña. Hasta deponerlo de su arzobispado. Consintiendo en el atropello Pío XII, tan absolutista e independiente como se mostró siempre.
Pasadas las 21, arribó a la residencia el doctor Ara. Antes de dar paso alguno, y sin asomarse a la cámara mortuoria, pidió lo primero, tratar a solas con el General las condiciones de su trabajo. Ocuparon para ello la salita de la biblioteca, en el extremo opuesto a la habitación de Evita. Los acompañó Mende. Allí estuvieron, cerca de una hora, concertando los términos y honorarios del embalsamamiento. El español era amigo de cuentas claras. Lo conocía yo de tiempo atrás. Eramos amigos. El largo cónclave me vino de perlas para meditar largo rato, a solas en ocasiones, sin apremios de tiempo, ante el cadáver de Evita. Tenía la percepción viva, diría que sensorial, de la trascendencia de esos momentos, cuando miles de millares de seres humildes lloraban desconsolados la pérdida de quien era para ellos su todo.
* * *
¿Sabe, Blanca, qué sentimientos embargaban mi corazón, cuando el frío de la muerte iba señoreándose del ser ante mis ojos? Lo primero: "¡Gracias, Dios mío, por el regalo de Eva Perón a la Argentina, aunque nos la lleves cuando más la necesitamos, gracias!". Luego, sentí sin la menor vacilación que la historia le haría justicia. Algún día el mundo reconocería la pasión casi sobrehumana, y por cierto carisma de Dios, con que ella había servido a los necesitados, inmolándose entera. Esto era lo sustancial de su ser. Esta su misión. Todo lo demás eran postizos e intrascendencias. Pero, le confieso a usted, yo estaba convencido de que el reconocimiento histórico tardaría años, muchos años. No lo contemplaríamos nosotros por descontado. Su nombre para imponerse debía atravesar barreras de prejuicios inveterados, de enconos, de infamias...
¡Qué error el mío! No se me cruzó por las mientes que pudiera entrar en las trazas de Dios sublimarla de inmediato, elaborando su hombradía mundial, paradojalmente, no con la baba de los adulones, sino con la bilis de los calumniadores. Esta técnica divina despistante y enigmática la llamé "el misterio de Eva Perón" en el discurso del 17-10-82 ante su tumba. ¿Lo recuerda?
Pero --escúcheme bien, Blanca-- lo que más me conmovía aquella noche, ante los despojos de Evita, en medio del impresionante silencio de la residencia, era que veía alzarse su corazón ya sin latidos, como una patena, ante el rostro de Dios, brindándole el holocausto de un inmenso dolor. De un dolor que jamás se sabrá en este mundo. De un dolor más meritorio a los ojos de Dios que su lucha en favor de los necesitados, con ser ésta heroica, como no cabe negarlo. Usted sabe muy bien a qué dolor me refiero. Sabe quién lo provocaba y de qué manera. Dolor que, como ningún otro, desgarró su corazón. Más, mucho más, que la enfermedad. Lo hemos comentado en nuestras conversaciones, con usted y Chicha, sangrándonos todavía el corazón.
Con qué ganó más Evita el corazón de Dios: ¿con ése su secreto sufrimiento, que ignorará la historia, o con su obra social pública, en la que --como no podía ser de otro modo-- se mezclaba mucho de vanidad, mucho de éxito mundano, mucho de política y ostentación? Sorprendente: lo que de verdad hizo grande a Eva Perón jamás se sabrá en este mundo. Lo ignorarán las gentes. Escapará a la búsqueda de los historiadores. Morirá con la muerte de contadas personas. La de usted, la de Chicha, la mía, y no sé si de alguien más.
* * *
Las veces que ella, anegada en lágrimas, me confesaba no aguantar más y estar dispuesta a adoptar medidas extremas --bien sabe usted cuáles--, y le machacaba: "Evita, nada grande se hace sin dolor. Sin su secreto dolor, toda su obra pública ¿qué sería a los ojos de Dios? ¡Vanidad de vanidades y todo vanidad! (Ec. 1.1). Por inmenso que sea el bien que usted hace a los humildes, por mucho que la aplauda el mundo, sin secretos renunciamientos, todo eso ante la eternidad de poco y de nada le serviría..."
Y le recordaba lo que San Agustín decía de no pocas grandes celebridades de la historia:"Laudantur ubi non sunt et cremantur ubi sunt". Los aplaude el mundo, donde no están. Pero los condena la eternidad, donde están. ¡Tremendo! ¿No es verdad? Si el condenado ilustre y famoso pudiera desde el más allá hacerles llegar una súplica a cuantos lo exaltan en el más acá, esta súplica sería: "Señores, por favor, olvídense de mí. Bórrenme de su recuerdo". Y es que deben sonarles a sarcasmo los aplausos del reino de la mentira (este mundo) a quienes fracasaron en el reino de la verdad (los cielos de Dios).
Aquella noche, ante los despojos de Evita, a la congoja por su pérdida se sobreponía en mi alma la satisfacción de saber, como sabía, que ella comparecía ante Dios cargada de merecimientos eternos. Al purgatorio lo había padecido ya en este mundo. No en su carne cancerada, sino en su corazón acrisolado en la peor de las torturas. Bien sabe usted, Blanca, a qué me refiero. Eran ustedes sus hermanas las únicas a quienes ella abría todo su corazón.
Quien camina en esta vida a la luz del Evangelio llegará a la eternidad con su carga ineludible de secretos sufrimientos. El billete de entrada a los cielos lo compran en este mundo las incomprensiones, ingratitudes, desaires, desencantos, desatenciones..., tanto más dolorosas cuanto nos son más queridos aquellos de quienes nos vienen. ¡Ah! Y los muchos años, en vez de endurecernos el alma, volviéndonos indiferentes, nos la ablandan más y supersensibilizan, decuplándonos los padecimientos. Un silencio, una mirada dura del ser querido basta para que empiecen a sangrarnos las entrañas del alma. ¿No es verdad?
"El sufrimiento más insufrible sería para mí no sufrir." Esto sólo pudo decirlo Teresa de Lisieux. Así veía el misterio del dolor, desde la cima de la santidad que alcanzara. Los que distamos de ella toto coelo nos conformamos con aguantarlo, así sea a bramidos, como Job. Malo es rechazar la cruz de Cristo. Pero peor, que la cruz de Cristo nos rechace, abandonándonos al goce de los placeres de este mundo convertidos en cielo. Presagio de condenación eterna ya en este mundo. A quienes abundaron en padecimientos en esta vida es absurdo creer puedan esperarles nuevos padecimientos en la otra. Por contrapartida, Cristo asentó contundentemente: "Hijo (al hombre ciro), recuerda que a ti te fue muy bien en la vida, en tanto que al pobre Lázaro le fue muy mal. Ahora le toca a él recibir aquí alegrías; y a ti, sufrir". (Luc. 16, 25).
* * *
Los anales de la Iglesia están llenos de seres insignos por su capacidad de sufrimiento y por su capacidad de secreto. No hablemos de los clásicos: Santa Teresa, la de Avila, San Juan de la Cruz, fray Juan de los Angeles. Recuerde usted a Don Bosco, Don Orione, Juan XXIII, Kentenich, el fundador de Schoensta. Nadie, ni un sabueso de la garra de Yallop, ha podido develar el misterio que envolvió la muerte del papa Luciani, Juan Pablo I, en el amanecer del día 34 de su pontificado. Y esto, ¡en las barbas de San Pedro! Es que en todas partes se cuecen habas. Si en el Vaticano, sí; ¡como para que no, en calle 3 de Febrero 1350! ¿Me entiende, verdad?
¿Sabe usted quién fue el campeón en esto de sufrir en secreto, con la particularidad de alzar a los ojos de la historia la punta del velo que lo cubría y cubrir el resto, para castigar la curiosidad humana? ¡San Pablo! Era su misión propagar el Evangelio en el mundo pagano, trotando de un lugar a otro. Pero, no bien dejaba una iglesia para fundar otra, luego se infiltraban "falsos cristos y falsos apóstoles", envenenándoles la fe a los nuevos cristianos. El tiro de sus enemigos apuntaba a negarle fuera él apóstol como los otros apóstoles, los doce. En su defensa San Pablo alegaba sus luchas, sufrimientos, revelaciones, en nada inferiores las suyas, antes superiores, a las de los otros apóstoles.
En la ad Galatas y segunda ad Corintios asombra la cantidad de páginas y el énfasis que gasta en su defensa. "Pero --advierte--, para no engreírme ni estimarme en más que a los otros, a causa de los dones y maravillosas revelaciones que recibí del cielo, datus est mihi stimulus carnis meae, angelus Satanas, qui me colaphiset, llevo en mi carne un aguijón que me abofetea, como clavado en ella por el mismísimo demonio" (2 Cor. 12, 7).
¿Cuál era el misterioso sufrimiento que lo atormentaba por donde iba? Desde dos mil años vienen indagándolo cientos de teólogos, exégetas, comentaristas, ¡y nada! Nadie acierta a detectarlo. Sigue siendo un enigma. ¿Eran los efectos de la malaria, como creen unos? ¿O cierta deformidad y fealdad corporal, como dicen otros? ¿O la tartamudez, o un poco de cobardía para presentarse en público, o su griego malo, poco más que básico? Dios lo sabe. Y no faltan quienes, tomando la palabra carne por sexo, sospechen si no lo traería al retortero cierto escozor sexual, provocado acaso por la represión de la soltería.
¿Ve usted? Cada cual interpreta el secreto sufrimiento de San Pablo como le viene en gana. Fue pillería en él alzar la punta del velo del misterio para que se soltaran los intérpretes a desenmadejar el ovillo, enmarañando más la cosa. ¡Cómo se divertirá él oyéndolos desde lo cielos! Y si esta carta cayera algún día en manos de los biógrafos o de los historiadores de Eva Perón, ¡lo que no inventarán éstos para descifrar su secreto sufrimiento!
Era San Pablo solterón empedernido. Coqueteaba con su celibato. Pero aclarando con cierto retintín que, si no tenía mujer, no era porque ninguna le llevara el apunte, sino por renunciar él libremente, por amor a Cristo, a quien se lo llevara. Escuche usted esto: "Tengo yo derecho de llevar conmigo una esposa cristiana. Como la llevan los otros apóstoles. Y los hermanos del Señor. E incluso Pedro (1 Cor. 9, 3-5). Posiblemente su ejemplar de la Biblia diga "hermana" donde la moderna Biblia de las Sociedades Bíblicas Unidas Traduce "esposa". "Hermana" vuelve más potable el celibato obligatorio impuesto por el Vaticano a los clérigos. "Esposa" arguye un celibato optativo en la Iglesia apostólica. Yo --le confieso a usted-- soy celibatario a outrance.Pero me dignificaría más llevar mi celibato libremente.
* * *
Sería imperdonable callar que también Cristo Nuestro Señor quiso presentarse al Padre en su muerte llevando un albricias inefable de misterioso secreto. ¡Sí, señor! Porque bajo la crucifixión visible padeció el Señor otra invisible. Esta más cruel que aquélla. ¿Cómo lo sé? Porque hubo un momento en el cual los sufrimientos de la cruz invisible fueron tan atroces que lo traicionaron. No pudo más. Y se le escapó el gemido misterioso: "Eli, Eli, lema sabactani" (Mat. 27, 46) Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? La queja más atroz pronunciada por lengua humana.
¿El alcance de estas palabras? Abismal. Imposible medirlo. No recuerdo si Orígenes o Clemente de Alejandría aventura esta exégesis impactante. Quiso el Señor --dice--, llevado de su amor al hombre, a todos los hombres, los condenados incluso, experimentar en su corazón el sufrimiento de la condenación eterna. Sufrimiento que, en el fondo, consiste en sentirse el precito abandonado de Dios. ¿Cómo pudo experimentar el verbo de Dios el abandono de Dios? Pregunta imposible de responder. Se soslaya diciendo: puso para ello en juego la omnipotencia infinita. Como quiera que sea, el resultado de experimentar Cristo en su corazón lo que pasa por el corazón del condenado a muerte eterna, fue ese gemido: "Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
¡Dos condenados al infierno! ¡Condenado al vacío de sí mismo! ¡A esencialización de su esencia esencial! ¡Adesabsolutización del Absoluto. Marea pensarlo. Las palabras ya no dicen nada por pretender decirlo todo. Marea semejante amasijo de aporías. La vuelta a la nada del Universo no es absurdo pensarla. Nos da la cabeza para ello. Pero la desabsolutización del Absoluto es locura pretender imaginarla, por poco que se entienda el sentido de estas palabras.
***
Punto al sermón. Comencé a teclear estas páginas sólo para augurarle un 85 feliz. Su cruz, tan meritoria, me llevó a recordar la cruz de Evita, de la que quedamos tan pocos testigos con vida todavía. Ella me remontó a la cruz de todo cristiano. A la de Pablo, A la de Cristo. La invisible cruz de Cristo. La de la queja inenarrable. No podía ocurrirme de otro modo. Recuerde sólo esto, Blanca. Nuestras cruces constituyen una y la misma cruz con la de Cristo. La visible y la invisible.
Como recordé al comienzo, el 26-7-85 se cumplirán 33 años del fallecimiento de Evita. Como ella había nacido el 7-5-19 (la menor de los cinco hermanos) contaba al morir 33 años y 80 días. Por consiguiente, si mis cuentas no fallan, el 14-10-85 se contarán igual número de años y días desde su muerte que cuantos ella vivió en su vida. El dato, al parecer baladí, ¡cuánto no hace pensar! Recuérdenmelo, les ruego, ese día.
Saben que las quiero como a hermanas. A usted y a Chicha. Saben que rezo por ustedes. No es cierto que Evita se llevara toda la gloria dejándoles a ustedes sólo sufrimientos. Nadie sabe mejor que ustedes cuánto padeció ella. Pero, aun suponiendo erróneamente que a ustedes las hubiera elegido Dios para padecer y a ella para gozar en este mundo, deberían dar gracias a Dios por semejante elección. A la luz de la fe, serían ustedes las favorecidas, las predilectas de Dios. Lo saben perfectamente. Un fuerte abrazo. El Señor nos bendiga.
Hernán Benítez  
Confesor de Eva Perón. La carta es de 1985, a 33 años de la muerte de Evita, que murió a los 33 años.


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