martes, 9 de febrero de 2016

LA ESTUPENDA HISTORIA DEL CARAJO

LA ESTUPENDA HISTORIA DEL CARAJO 

LA ESTUPENDA HISTORIA DEL CARAJO

 Carlos Fisas en su libro “ Historias de la Historia” Primera serie publica el siguiente capítulo sobre esta palabreja:

De antemano pido perdón a mis lectores —como, un día, se lo pedí a mis oyentes— por la repetición de la palabreja que da título a este capítulo. No se escandalice nadie, no hay para tanto, ya lo verán ustedes.
El Diccionario de expresiones malsonantes del español de Jaime Martín —Ediciones Istmo, Madrid, 1974— dedica nada menos que página y media al uso de esta palabra en la lengua castellana.
Ni que decir tiene que un capítulo entero reserva el académico Camilo José Cela al carajo en el tomo II de su Diccionario Secreto —Series Pis y afines. Editorial Alfaguara, Madrid, 1971—.
Manuel Criado de Val, en su Diccionario de español equívoco —Edi 6, S.A., Madrid, 1981— dice: «Voz usada como interjección, que designa unívocamente el órgano masculino sin que habitualmente se tenga idea de su significado en Argentina, Chile, República Dominicana, Panamá, México, Paraguay, Venezuela, Uruguay. En España se conoce la idea inicial de su significado (en Brasil, “caralho”).» Puedo añadir que también se llama «carallo» en gallego.
Pero ¿cuál es el origen de la palabra?, ¿cuál es su etimología? El monumental y exhaustivo Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico, de J. Coraminas y J. A. Pascual —Vol. I, Gredos, Madrid, 1980—, nos dice que este «vocablo común a los tres romances hispánicos [es] de origen incierto». La primera documentación se remonta hacia el 1400 en el Glosario de El Escorial, aunque ya en un documento de Sahagún de 1247 aparece el apodo de Pedro Carayuelo y en 1160 el sobrenombre de Sancho CarayIho.
Copio una cita de Corominas: «En un documento del Alto Ampurdán (Cataluña) de 982 se cita ya un mons Caralio, que otro documento de 974 llama mons qui habet inhonestum et incompositum nomen… Hoy son muchas en las montañas catalanas las rocas de figura fálica llamadas Carall Bernat (que por lo general se disimula en Cavall Bernat). A propósito de esto no sé si ya se ha expuesto la hipótesis de que la etimología real del carajo sexual podía ser del catalán quer “peñasco”…, de donde un aumentativo querall, cavall. Sería expresión germanesca primeramente “miembro erecto y… duro como un peñasco” [!]… En cuanto a Bernat… se tratará de “baranat” rodeado de agua o de aire con el valor originario del étimo prerromano varando “linde que rodea algo”».
Sea cual fuere su origen el caso es que la palabra carajo no es precisamente vocablo que deba pronunciarse en cierto ambientes educados, correctos y algo pacatos.
De todos modos, ya se ha dicho que en ciertas áreas de la lengua castellana no tiene el contexto que se le da en España.
Sirve como ejemplo lo que dice el padre Efraín Gaitán Orjuela c.m.f. en su libro Biografía de las palabras, Ed. Cocuisa, Madrid, 1965.
«CARAJO. Extraña que esta interjección, que se oye desde el río Bravo hasta el estrecho de Magallanes, según creo, no haya conquistado un puesto en el diccionario. Y no sólo es interjección sobre modo expresiva, sino voz que se usa como sustantivo de agudo significado, pues al bolonio o majagranzas le llamamos carajo, diciendo de él, por ejemplo: “¡Es un carajo!” Si ese carajo molesta o enfada se le suele despedir con la frase: “¡Váyase al carajo!” Que es un lugar tenido por un sitio poco agradable. Verdad es que la palabra es malsonante, pero a maravillas sirve de válvula de escape en los momentos de enfadosa tensión, rabia y desesperación. Fue, según refiere con encantadores detalles Lacroix, en su Diario de Bucaramanga, la exclamación favorita de Bolívar. Impaciente el Libertador en esos días de la infausta Convención de Ocaña, al referirse a ciertas gentes culpables de la disolución de la Gran Colombia, exclamaba:
»—¡Esos carajos!
»Persuadido de que había “arado en el mar”, y presintiendo la tempestad sobre su cabeza de superhombre, se paseaba solo, cabizbajo, con las manos atrás; entonces frecuentemente se le oía decir:
»—¡Carajo, carajo!».
Como última defensa de la socorrida palabreja, hemos de traer la frase diamantina, caída nada menos que de labios de monseñor Ragonessi, nuncio del Papa ante el gobierno del general Rafael Reyes, y quien más tarde vistió la púrpura cardenalicia:
«—Bendito carajo, que ha librado de la blasfemia a la gente colombiana».
Hubo un tiempo en que se creyó que el carajo era oriundo de Vizcaya pero tal afirmación se puso en tela de juicio toda vez que ni Cervantes ni Quevedo, archivos abundosos e inagotables de genialidades y groserías, ni siquiera lo citan una vez en sus numerosos escritos.
Últimamente se ha tenido como cosa averiguada que su origen se encuentra en el nombre de una tribu india de Brasil. El publicista yanqui Cerleton Beals en el libro América ante América, demuestra que el «ajo» es criollo y no español: «En Brasil, la primera misa se dijo en una isla desierta, el 26 de abril de 1500, y la conquista del gran Imperio, después de la expedición de Martin Alonso de Sousa, en 1530, solamente empezó cuando el padre Anchieta y Montoya, jesuita, empezó a impartir a las masas indias —los tipies, los caribes, los borosos, los carajos y otras tribus— los elementos de la doctrina cristiana».

Ustedes escojan la versión que quieran.

lunes, 8 de febrero de 2016

LEONOR DE AQUITANIA ¿La prostituta más grande de la Edad Media?

LEONOR DE AQUITANIA

¿La prostituta más grande de la Edad Media?


LEONOR DE AQUITANIA ¿La prostituta más grande de la Edad Media?

La historia de Leonor de Aquitania es una de las mas interesantes de la Edad Media. Bernd Ingmar Gutberlet en su libro “Die 50 grössten Lügen und Legenden der Weltgeschichte”, sobre las mentiras más grandes de la historia, nos aporta sobre este personaje esta importante investigación:

LEONOR DE AQUITANIA ¿La prostituta más grande de la Edad Media?

Una historia de vida tan deslumbrante como la de Leonor de Aquitania (ca. 1122-1204) no parece en absoluto compatible con la puritana Edad Media. Fue heredera del ducado de Aquitania, reina consorte de Francia y partícipe, junto con su marido Luis VII, de la segunda cruzada a Tierra Santa, donde fue amante de su tío Raimundo de Poitiers, príncipe de Antioquía, y del sultán Saladino. Tras anular el matrimonio con Luis VII se casó con Enrique Plantagenet, que era mucho menor que ella y con cuyo tío tenía una relación. Mató a sangre fría a la amante de su marido, la bella Rosamunda, envenenándola. Su matrimonio con Enrique la convirtió en reina consorte de Inglaterra, madre del rey inglés Ricardo Corazón de León y de Juan Sin Tierra, a quienes incitó a rebelarse contra su padre por envidia y ansia de poder. Incluso después de su muerte, y por medio de las cada vez más complicadas pretensiones entre la Corona inglesa y la francesa, Leonor fue considerada agitadora de la relación franco-inglesa y corresponsable de la guerra de los Cien Años. Unas décadas después de su muerte, el dominico francés Hélinand sentenció en su crónica mundial que Leonor no se comportó como una reina sino como una prostituta. Muchas crónicas condenaron su adúltera vida amorosa, que no excluía ni a los paganos, y su carácter perverso, incluso demoníaco. Pero la historiografía cambió: el siglo XIX la enalteció como una típica francesa del Mediodía, voluptuosa, apasionada y afectuosa, y actualmente es considerada por muchos como una mujer segura de sí misma y emancipada que siguió su camino imperturbablemente y en contra de todas las presiones de la época. En la película The Lion in Winter, Katherine Hepburn interpretó con total convicción esta imagen de Leonor de Aquitania. Entonces ¿cuál de las dos fue?
Aquitania era conocida como territorio fértil desde la era romana. La fructífera «tierra del agua» vivía principalmente del comercio de la sal y del vino. En la época de mayor expansión, bajo el gobierno del abuelo de Leonor, el ducado se extendía desde el Loira hasta los Pirineos y era famoso por sus trovadores, quienes entretenían a los cortesanos con sus canciones de amor cortés. El padre de Leonor, Guillermo X, enfrentó problemas de sucesión tras la muerte temprana de su hijo. De modo que para asegurar la permanencia de la familia en el poder, le confió su hija mayor, Leonor, al Rey de Francia, quien la destinó como esposa de su hijo mayor. En el verano de 1137, en Burdeos, tuvo lugar el suntuoso matrimonio de la chica de dieciséis años con Luis. Acto seguido, Leonor fue coronada como reina consorte de Francia y, dos semanas después, duquesa de Aquitania. En el desarrollo de estos acontecimientos, Leonor no fue más que la pelota pasiva de los juegos dinásticos, políticos y eclesiásticos, y tampoco jugó un papel políticamente importante en su calidad de reina de Francia.
Por aquel entonces, la Casa Real francesa poseía sólo el dominio nominal de toda Francia, pues su poder no se extendía realmente más allá de la Île-de-France, la zona interior alrededor de París, razón por la cual Luis VII, al igual que sus antecesores, intentó consolidar su poder y estrechar los lazos de la Casa Real con la gran e importante Aquitania. Para asegurar el poder se necesitaba, por supuesto, un sucesor. Pero Luis y Leonor tuvieron dos hijas, que no entraban en consideración en lo referente a la sucesión al trono.
En las navidades de 1145, Luis anunció su participación en la segunda cruzada para detener el avance de las tropas musulmanas en Tierra Santa. Leonor decidió unírsele, probablemente porque esta cruzada también competía a su tío Raimundo, su pariente más cercano y soberano del principado cristiano de Antioquía. Es posible que en ese momento el matrimonio ya tuviera problemas, y en vista de los celos de Luis y la renuencia de éste a ayudar militarmente a Raimundo, los rumores acerca de una cercanía inadmisible entre tío y sobrina cayeron en terreno fértil. Allí nació, justificada o injustificadamente, la imagen de Leonor como esposa infiel, de la que no podría librarse nunca más. Luis la obligó a continuar con él hasta Jerusalén en vez de ayudar a Raimundo, quien caería en la lucha contra los musulmanes al año siguiente. La disyuntiva entre la cruzada religiosa o la ayuda familiar descompuso definitivamente la relación de los reyes, y Leonor solicitó la anulación del matrimonio alegando que ella y Luis estaban demasiado emparentados. Se dice que también alegó que su marido era más monje que hombre.
El matrimonio de Luis y Leonor fue declarado inválido en 1152. Aunque había vuelto a perder la zona de Aquitania, el Rey podía buscarse una nueva esposa que le diese el tan deseado sucesor. Entretanto, Leonor había conocido a Godofredo de Anjou, duque de Normandía, así como a su hijo Enrique, y los rumores nacidos en la cruzada continuaron con las declaraciones de algunas crónicas, según las cuales Leonor habría cometido adulterio tanto con el uno como con el otro antes del divorcio. Pero, al parecer, ella había decidido volver a casarse hacía tiempo. En 1152, a los treinta años, Leonor se convirtió en la esposa de Enrique Plantagenet, que tenía diecinueve años y era conde de Anjou, Maine y Tourraine, así como duque de Normandía. Es posible que hubiese amor de por medio, pero lo cierto es que Leonor se buscó un marido que descendiera de una dinastía poderosa y le permitiera defender su preciada Aquitania ante el Rey de Francia.
Luis no aprobó el segundo matrimonio de su ex esposa, mientras que Leonor no tardó en dar a luz al heredero de su ducado. Su nuevo marido no sólo era un francés poderoso sino también el hijo de una princesa de Inglaterra y una emperatriz viuda que le había cedido su derecho al trono inglés. Después de casarse con Leonor, Enrique marchó a Inglaterra y consiguió, tras varios éxitos militares, que el Rey inglés reconociera su derecho de sucesión, la cual se efectuó al año siguiente. A partir de entonces, Leonor era no sólo duquesa de Aquitania y Normandía y condesa de Anjou, sino, además, Reina de Inglaterra; una carrera inaudita que los propagandistas franceses durante la guerra de los Cien Años interpretarían como traición a la patria.
Sin embargo, sus posibilidades de influir políticamente, al menos en Inglaterra, también eran reducidas, y la felicidad matrimonial tampoco duró mucho. No obstante, Leonor y Enrique tuvieron ocho hijos en total, de los cuales muchos se convirtieron posteriormente en reyes. En 1173, los hijos se pelearon con el padre por problemas de la herencia. Para disgusto de los cronistas ingleses, en este caso, Leonor tomó partido por sus hijos y en contra del rey, lo cual le acarreó el encarcelamiento que habría de durar más de un decenio.
Como era costumbre, Enrique tenía varias amantes, entre las cuales se destacaba la bella Rosamunda, cuya muerte los cronistas relacionaron con el arresto domiciliario de Leonor. La concubina fue asesinada de las formas más variadas: según unos, envenenada; según otros, por intermedio de una bruja que le puso sapos venenosos encima del pecho, y según otros, ahogada en una tina. Pero estos cuentos también son puros inventos y maledicencias.
En 1189, coronado Rey de Inglaterra a la muerte de Enrique, Ricardo Corazón de León procuró a su madre una influencia considerable sobre el reino. La relación de Ricardo con su hermano Juan siguió siendo difícil, y cuando el Rey cayó preso camino a Tierra Santa, Juan vio posible que, por fin, su deseo se realizara: obtener la Corona inglesa. Pero Leonor removió cielo y tierra para reunir el dinero para el rescate de Ricardo hasta que consiguió liberarlo y devolverlo a Inglaterra. Después de que éste muriera sin dejar descendencia, Leonor volvió a concentrar todas sus fuerzas en asegurarle la corona a su hijo menor. A pesar del caos político y de la guerra por el poder entre sus hijos, Leonor ejerció su influencia hasta una edad avanzada.
La extraordinaria biografía de esta mujer sedujo a los cronistas incluso en vida. Se tejieron numerosas leyendas, en las cuales se ofrecían imágenes de ella que iban desde la voluptuosa y frívola «reina de los trovadores» hasta la prostituta deshonrada que se involucra incluso con un pagano; desde la envenenadora celosa hasta la madre obsesionada por el poder que lleva a sus hijos a la guerra. Pero, desde un punto de vista neutral, su vida resulta mucho menos extrema: Leonor de Aquitania fue una mujer fuerte y valiente que quiso resistir bajo las circunstancias políticas de su tiempo. Tuvo siempre en primer plano la salvaguardia de los intereses de su patria, Aquitania, e inmediatamente después, en su lista de prioridades, se encontraban el bienestar de sus hijos y su herencia. Sus dos maridos manejaron su orgulloso ducado como un campo de maniobras territoriales y ambos matrimonios fracasaron por esa razón y no por una pasión pronunciada y reprochable, como le imputaron después de su muerte los cronistas (masculinos), que veían todo lo femenino como peligroso y pecaminoso. Leonor de Aquitania comparte la suerte de muchas mujeres que intervinieron en una política dominada —y documentada— por hombres. La sombra de la adúltera despiadada empañó su imagen durante siglos, y su presunta traición a los intereses franceses o su desobediencia ante el Rey de Inglaterra fueron puestas de relieve con distintos énfasis.


EROTISMO MEDIEVAL

EROTISMO MEDIEVAL

 
EROTISMO MEDIEVAL

Un tema interesante cuenta Carlos Fisas en su libro “ Curiosidades y anécdotas de la historia Universal” y lo comparto

 
EROTISMO MEDIEVAL

He aquí algunas anécdotas y cosas curiosas entresacadas de crónicas e historias medievales. Sigo el interesante libro El Amor y el Erotismo en la Literatura Medieval, edición de Juan Victorio, Editora Nacional, 1983. Refiriéndose al rey Pedro de Portugal cita la anécdota siguiente:
«Era también el rey don Pedro muy cuidadoso tanto de las mujeres de su casa como de las de sus oficiales y de todas las demás del pueblo; y hacía grandes justicias contra los que dormían con mujeres casadas o vírgenes, así como con monjas.
»Acaeció, pues, que había en palacio un oficial llamado Lorenzo Gálvez, hombre muy entendido y juicioso, cumplidor de todas las cosas que el rey le ordenaba y no corrompido por ninguna oferta falsa que suele encandilar a los hombres. Y porque le llamaba leal y sincero, se fiaba mucho de él y le quería mucho; este corregidor era muy honrado, agradable y amante de las buenas conversaciones… Su mujer se llamaba Catalina Tosse: esforzada, lozana y muy apuesta, de maneras graciosas y buenas costumbres.
»En aquel entonces vivía en palacio un buen escudero, mancebo y hombre de pro, de muchas cualidades, gran campeón de torneos y cacerías… como deben ser los hombres, llamado Alfonso Madeira: por todo esto el rey le quería mucho. Este escudero se vino a enamorar de Catalina Tosse, y, mal considerados los peligros que le podían ocurrir por tal hecho, tan ardientemente se lanzó a amarla que no podía alejarla de su vista y deseo, de tan gran amor que le tenía. Mas, faltándole las circunstancias favorables para sus deshonestos amores, trabó una amistad tan grande con el marido que dondequiera qué lo enviaba el rey, allí iba él, tomando posada con el corregidor… conversando siempre con él para evitar toda sospecha.
»Alfonso Madeira tañía y cantaba poniendo de manifiesto sus dotes y expresando toda su afección tan significativamente que se generó entre él y Catalina el momento de realizar tan largos deseos. Y porque semejante hecho no es de los que se pueden encubrir durante mucho tiempo, el rey llegó a enterarse de él, recibiendo tanto pesar como si de su propia mujer o hija se tratara. Y aunque le amaba mucho, más de lo que aquí se debe decir, dejando de lado lodo su amor, mandó que lo prendieran en su habitación y que le cortasen aquellos miembros que en más aprecio tienen los hombres, de manera que no quedó carne hasta los huesos.
»Dejáronlo libre después, y sanó y engordó de piernas y de cuerpo, y vivió algunos años con el rostro pálido y sin barba, y murió después de dolor natural».
Otra anécdota del mismo rey Pedro de Portugal:
«Estando justando (el noble Alfonso André) y en la Rúa Nova —como es costumbre cuando los reyes vienen a las ciudades, que los mercaderes y los ciudadanos torneaban con los cortesanos—, estando el rey presente y teniendo información cierta de que la mujer de aquel le era infiel, pensó que había llegado la ocasión de buscarla y sorprenderla en flagrante delito; y fue sorprendida con quien la culpaban. Y mandó que la quemasen y que él fuese degollado mientras el marido participaba en el torneo.
»Cuando el marido se enteró, fue a quejarse al rey por los órdenes que había dado. El rey, al verlo, antes de que le hablase, pidió al verdugo que contase lo que había hecho, y, dirigiéndose al marido, le declaró que le había vengado de la alevosía de su mujer, la cual le ponía cuernos, cosa de la que el propio rey estaba más al corriente que el mismo marido».
El adulterio era tan común en aquella época como en la nuestra, pero la misoginia o, si se quiere, el machismo hacía gran diferencia si el adúltero era un hombre o una mujer. Así en la Partida séptima de Alfonso X el Sabio se dice:
«Adulterio es yerro que hombre hace yaciendo a sabiendas con mujer que es casada o desposada con otro; y tomó este nombre de dos palabras del latín alterius y toras, que quiere tanto decir en romance como lecho de otro, porque la mujer es contada por lecho de su marido, y no él de ella. Y por ello dijeron los sabios antiguos que aunque el hombre que es casado yaciese con otra mujer, y aunque ella hubiese marido, que no le puede acusar su mujer ante el juez seglar por tal razón… Y esto tuvieron por derecho los sabios antiguos por muchas razones: la una porque el adulterio que hace el varón con otra mujer no hace daño ni deshonra a la suya; la otra porque del adulterio que hiciese su mujer con otro, queda el marido deshonrado recibiendo la mujer a otro en su lecho; y además porque del adulterio que hiciese ella puede venir al marido un gran daño, pues si se empreñase de aquel con quien hizo el adulterio, vendría el hijo extraño heredero en uno con sus hijos, lo que no ocurriría a la mujer del adulterio que el marido hiciese con otra. Y por ello, pues que los daños y las deshonras no son iguales, conveniente cosa es que el marido tenga esta mejoría, que pueda acusar a su mujer de adulterio si lo hiciere, y ella no a él; y esto fue establecido por las leyes antiguas, aunque según juicio de la Santa Iglesia no sería así».
En las mismas Partidas se encuentran leyes muy curiosas sobre el fornicio, así, por ejemplo, las siguientes:
«Que pena merecen los que sacan a las mujeres religiosas de sus monasterios para yacer con ellas.
»Sacando algún hombre por sí o por otro monja o cualquier otra mujer de religión para yacer con ella, o llevándola por fuerza del monasterio o de otro lugar y yaciendo con ella, por fuerza o de grado, hace sacrilegio y si lo hiciese clérigo débenlo deponer y si luego deben excomulgarlo si no quisiere hacer enmienda del sacrilegio y del tuerto que hizo al monasterio donde estaba aquella mujer, y esto se entiende según juicio de la Santa Iglesia. Y si la mujer se fuese del monasterio no la sacando otro, la debe hacer buscar su obispo en cuanto que supiere o el otro prelado que tuviese aquel lugar en encomienda, y el juzgador de la tierra los debe ayudar a buscarla y traerla si fuere menester al lugar donde ella salió. Pero esto se entiende si el monasterio no tuviese culpa guardándola como debía, pues si, por mengua de guarda, fuese llevada o ida débenla tornar a otro monasterio donde la guarden mejor, con las rentas de su haber que dieran con ella al primer monasterio y estas rentas debe haber en su vida aquel lugar donde la llevaren y no más».
No era muy envidiable, en muchos casos, la condición de la mujer en la época medieval. Sierva de sus padres si soltera, de su marido si casada y ni siquiera viuda podía ser libre. Únicamente cuando su marido estaba en la guerra podía la mujer gobernar y mandar en su nombre, siempre y cuando no hubiese en la familia varón que de fuerza o de grado tomase las riendas del gobierno de la familia.


viernes, 5 de febrero de 2016

CULTIVOS DE LOS INCAS

CULTIVOS DE LOS INCAS
CULTIVOS DE LOS INCAS

Hablar de agricultura en el Perú es remontarse a por lo menos 10 mil años, tiempo en el cual los Incas empezaron a cultivar diversas plantas que encontraron en sus territorios, dándose inicio con ello a un larguísimo proceso de domesticación de especies de flora, que continúa hasta el día de hoy.

Al desarrollarse en los Andes una sociedad predominantemente agrícola, los incas supieron aprovechar al máximo el suelo, venciendo las adversidades que les ofrecía el accidentado terreno andino y las inclemencias del clima. 

La adaptación de técnicas agrícolas que ya se empleaban con anterioridad en distintas partes, permitió a los incas organizar la producción de diversos productos, tanto de la costa, sierra y selva, para poder redistribuirlos a pueblos que no tenían acceso a otras regiones. Los logros tecnológicos, alcanzados a nivel agrícola, no hubieran sido posibles sin la fuerza de trabajo que se encontraba a disposición del Inca, así como la red vial que permitía almacenar adecuadamente los recursos ya cosechados y repartirlos por todo su territorio.

El desarrollo agrícola inca y las técnicas usadas fueron tan efectivas que muchos expertos consideran que si se reutilizaran hoy en día se solucionarían los problemas de nutrición de la gente de los Andes por muchas décadas.

El manejo del que fueron objeto las plantas durante su domesticación, permite que hoy podamos contar con especies de gran valor nutritivo adaptadas a los variados pisos ecológicos peruanos y a muchos otros de todo el mundo.

En el proceso de domesticación, la mujer andina sigue desempeñando un importante rol seleccionando y cuidando las semillas para futuras siembras, convirtiéndose así, a través de los siglos, en una fitomejoradora natural, especialista en el manejo de las semillas.
Con el correr del tiempo los antiguos peruanos fueron desarrollando mayores conocimientos y tecnologías acerca del cultivo de plantas, con lo cual la agricultura se convirtió en la principal actividad, sustentando toda la vida económica del gran imperio del Tahuantinsuyo.

Gracias a ese valioso esfuerzo de domesticación el Perú hoy día cuenta con una despensa alimentaria y un botiquín natural, únicos en el mundo, conformado por más de 4400 plantas oriundas útiles para muchos fines como: medicinas, alimentos, tintes, colorantes, resinas, maderas, construcción, etc, de las cuales 182 son domesticadas y 1700 se cultivan o se encuentran en estado silvestre.


Las plantas con cualidades alimenticias que se cultivaron y domesticaron en nuestro país se agrupan en: Granos como maíz, quinua, kiwicha y kañiwa; Leguminosas como tarwi, frijol ñuña, pallar y pajuro; Tubérculos como papa, oca, olluco y mashua; Raíces como achira, ajipa, maca, camote, yacón y arracacha; Cucurbitáceas como caigua y zapallo; Condimenticias como ají y rocoto; y Frutas como el aguaymanto, chirimoya, papaya, lúcuma, pepino, tomate y pacae; y muchas otras más de las que debemos sentirnos orgullosos ya que conforman nuestra biodiverdad alimentaria.   

UN ENIGNA QUE PLANTEAN LOS ROLLOS DE QUMRÁN: ¿QUIÉN FUE EL MAESTRO DE JUSTICIA?

UN ENIGNA QUE PLANTEAN LOS ROLLOS DE QUMRÁN:  
¿QUIÉN FUE EL MAESTRO DE JUSTICIA?
    

ROLLOS DE QUMRÁN:

Los Manuscritos del Mar Muerto o Rollos de Qumrán, llamados así por hallarse en grutas situadas en Qumrán, a orillas del mar Muerto, son una colección de 972 manuscritos.

Con frecuencia se trató de identificar a Jesús de Nazaret con el Maestro de Justicia que fundó la congregación esenia autora de los manuscritos, pero el nombre de Jesús no se menciona allí ni una sola vez, ni siquiera mediante alusión o clave y tanto los análisis de la antigüedad de los rollos encontrados, como los estudios arqueológicos y el análisis histórico muestran que el Maestro de Justicia vivió a comienzos del siglo II antes de Cristo.

ROLLOS DE QUMRÁN:
Se puede afirmar entonces que los manuscritos y especialmente la corriente espiritual y el testimonio de vida de los esenios autores del Manuscritos del Mar Muerto fueron una fuente del cristianismo primitivo y prepararon en el desierto el camino de Jesús. La propia vida de Juan Bautista en las cercanías de Qumrán, podría llegar a interpretarse como un elemento que preparó el camino para el mensaje del nazareno.

Si existe una figura en el conjunto de los Documentos del mar Muerto que haya despertado interés, se trata, sin lugar a duda posible, de la denominada «Maestro de Justicia». Ciertamente, el personaje en concreto resulta de una importancia incomparable a la hora de intentar desentrañar el inicio de la secta de Qumrán, así como las motivaciones que cristalizaron en su formación.

ROLLOS DE QUMRÁN:
Aunque el movimiento del que procedía la secta de Qumrán se articuló un par de décadas antes de que el Maestro de Justicia pasara a formar parte del mismo, lo cierto es que su ingreso en aquel resultó tan trascendental que sus seguidores contemplarían los veinte años anteriores como una era de tinieblas, durante la que se había caminado a tientas. En otras palabras, la luz se había hecho cuando había aparecido el Maestro de Justicia.

La tarea destinada a identificar históricamente la figura del Maestro de Justicia ha sido objeto de especulaciones diversas desde el mismo descubrimiento de los rollos del mar Muerto. Dado que, aparentemente, se habla de su muerte en los manuscritos y que él mismo nos es presentado como el fundador de un movimiento religioso surgido en el seno del judaísmo, la posibilidad de que se lo comparara con Jesús resultaba prácticamente ineludible.

En algún caso, se llegó incluso a identificarlo con él mismo. Como tendremos ocasión de ver, tal tesis es pura y simplemente imposible aunque sólo sea porque el Maestro de Justicia vivió un siglo y medio aproximadamente antes de que naciera el Nazareno. Pese a todo, el Maestro de Justicia sigue siendo un personaje de enorme interés y dotado de una entidad histórica propia dentro del judaísmo del periodo del Segundo Templo.
     
      El descubrimiento de los documentos del mar Muerto en las inmediaciones de Qumrán ha constituido, sin ninguna duda, uno de los acontecimientos arqueológicos más relevantes del presente siglo. Sin embargo, pese al carácter general de esa circunstancia, ha existido un personaje —al que los documentos denominan enigmáticamente el Maestro de Justicia— que se ha visto llamado a ser objeto de repetidas y sugestivas especulaciones, incluida la de que fuera seguidor o inspirador de las enseñanzas de Jesús y del cristianismo primitivo. En realidad, ¿quién fue el Maestro de Justicia?
      
     
La cercanía geográfica y temporal de los documentos del mar Muerto con el mundo en que vivió Jesús y se escribió buena parte del Nuevo Testamento dotó pronto a estos hallazgos de una aura de misterio que, comprensiblemente, han conservado hasta la fecha. Ya en 1950, A. Dupont-Sommer, uno de los primeros estudiosos del tema, señalaba lo que a su juicio eran enormes parecidos entre este personaje y Jesús insistiendo en que el Mesías cristiano parecía una «sorprendente reencarnación» de aquél. Seis años después, John Allegro, miembro del equipo de expertos encargado del estudio de los manuscritos, llegó incluso a afirmar que el Maestro de Justicia había sido crucificado y que sus discípulos esperaban su resurrección y retorno, con lo que los paralelismos con la figura de Jesús aún resultaban más evidentes. No eran sino los dos primeros en una larga lista de autores —no pocas veces oportunistas— que vincularían la misteriosa figura con la del cristianismo primitivo y su fundador. ¿Es posible en la actualidad disipar el misterio que envuelve al anónimo personaje y establecer su identidad y personalidad?

A algo más de medio siglo de la fecha del descubrimiento de los manuscritos de Qumrán, la respuesta a esos interrogantes sólo puede ser afirmativa. Para empezar, contamos con algunas características de su personalidad bien establecidas documentalmente. Por ejemplo, el Pesher de los salmos descubierto en la cueva 4 de Qumrán señala que era sacerdote, lo que le relaciona de manera automática con la tribu judía de Leví, encargada de desempeñar ese tipo de funciones en el seno del judaísmo. También sabemos por las Hodayot o Himnos de Qumrán que, a semejanza de otras personalidades religiosas de todos los tiempos, como san Agustín o Lutero, tenía una conciencia estricta que le acusaba constantemente de sus pecados y que le llevó a preocuparse intensamente por su incapacidad para obtener la salvación por sus propios méritos. De esa situación, presumiblemente angustiosa en términos existenciales y espirituales, emergió al parecer al estar convencido de que guardaba verazmente una primitiva tradición religiosa emparentada con el judaísmo, al considerarse receptor de una revelación especial y, sobre todo, al comprender que la salvación era un don de Dios y no el producto del esfuerzo humano.
     
Aparte de estos datos relativos a su psicología, los documentos del mar Muerto nos proporcionan otras referencias a la vida del anónimo Maestro de Justicia. Por ejemplo, sabemos por el documento de Qumrán denominado 1Q 10 que sufrió persecución por sus posiciones contrarias a la jerarquía que regía el Templo de Jerusalén. Esta circunstancia le llevó a abandonar la vida entre el resto de la población judía y a refugiarse en Qumrán en el seno de una comunidad monástica de esenios muy acusadamente exclusivista fundada por él. Hasta allí fue perseguido por sus adversarios, que incluso robaron a la comunidad sus posesiones pero que, no obstante, no llegaron a causarle ningún daño físico. Sin embargo, el Maestro de Justicia no sobreviviría mucho tiempo a aquellas amargas experiencias y moriría poco después en Qumrán, aunque seguramente no de forma violenta.
     
¿Pudo ser el Maestro uno de los primeros dirigentes cristianos o, al menos, un inspirador de la enseñanza de Jesús? La primera cuestión debe ser contestada en términos claramente negativos. Tanto el análisis paleográfico, la evidencia interna y arqueológica, y la aplicación en 1987 de un nuevo método de espectrografía de masas a los documentos de Qumrán dejan de manifiesto, sin lugar a duda alguna, que éstos se redactaron entre el siglo II a. J.C. y los inicios del siglo I d. J.C., estando las referencias relativas al Maestro situadas entre algunas de las fuentes más primitivas. No pudo ser, por tanto, un seguidor de Jesús. Pero todavía menos si cabe pudo ser su inspirador, ya que las discrepancias entre ambos resultan asimismo abismales. A diferencia de lo consignado en las enseñanzas del Maestro de Justicia, Jesús admitió entre sus seguidores a mujeres, marginados y enfermos (Lucas 8, 1 ss; Mateo 9, 9 ss). De la misma manera, relativizó extraordinariamente la ley de Moisés en cuestiones como el cumplimiento del sábado o los alimentos puros e impuros (Marcos 7, 19).

Finalmente, Jesús insistió de manera muy acentuada en el amor extendido incluso hacia los enemigos (Mateo 5, 38 ss), lo que choca con la práctica de los esenios de Qumrán de maldecir religiosamente a aquellos que no pertenecían a su grupo. En términos psicológicos, el abismo entre ambos personajes se agranda de manera aún más considerable. Jesús no aparece nunca en las fuentes como un sujeto atormentado por el pecado y por su necesidad de salvación, sino como un personaje convencido de su condición mesiánica y de su filiación divina cuya misión es precisamente la de salvar al género humano mediante su muerte. Donde el Maestro de Justicia se vio como un ser humano ansiosamente necesitado de salvación, Jesús se presentó como ese Salvador.
    
Pese a todo lo anterior, no se debería caer en el riesgo de considerar como de poco valor al personaje del Maestro de Justicia sólo porque no pueda ser conectado con el cristianismo primitivo. En él y en las obras relacionadas con él aparecen reflejadas las tensiones del judaísmo anterior a la aparición del cristianismo, un judaísmo muy dividido en cuestiones como el culto del Templo, la interpretación de la ley mosaica o la actitud que había que guardar ante la vida. De ese magma, en absoluto monolítico, surgiría precisamente la fe que transformaría el destino de Occidente y, junto con éste, el del mundo entero.

FUENTE: César Vidal “Enigmas históricos al descubierto”, De Jesús a Ben Laden


jueves, 4 de febrero de 2016

JUEGOS ABORÍGENES

JUEGOS ABORÍGENES

JUEGOS ABORÍGENES
Los hombres que habitaban el territorio argentino antes de la llegada de los españoles poseían un completo repertorio de juegos, deportes y entretenimientos, cuyos objetivos y características generales no diferían sustancialmente de los objetivos y características de los juegos y pasatiempos importados por los colonizadores europeos.

Basta recorrer, para advertirlo, las crónicas que nos han dejado misioneros como Sánchez Labrador, Paucke, Nicolás del Techo, Dobrizhoffer y los numerosos geógrafos, exploradores, naturalistas y viajeros que visitaron estas regiones durante la época colonial y en los primeros años del siglo XIX.

Los mapuches, por ejemplo, practicaban el palín o viñu, que se asemejaba a la chueca o mallo español y al actual hockey. Para Jugarlo se elegía un lugar despejado y plano, de aproximadamente 100 metros de largo por 50 ó 60 de ancho. Los Jugadores, adornados con pinturas especiales y con birretes y borlas de lana coloreada, se repartían en dos equipos de 10 a 12 hombres cada uno.

En los extremos de la cancha se maracaban las metas, amontonando con tal propósito ramas y gajos de arbustos. En el centro del campo se cavaba un hoyo, en el que se introducía una pelota de cuero sobado, rellena con bosta y paja. Cada jugador se proveía de un palo, generalmente de molle o coihue, arqueado en uno de sus extremos. El juego comenzaba cuando dos jugadores expertos, cruzando sus palos, lograban sacar la pelota del hoyo y la lanzaban al campo, y consistía en llevarla, impulsándola con los bastones, hasta la meta del equipo contrario, para marcar con ello un tanto.

El palín había obtenido gran difusión entre las tribus meridionales, y era motivo de afanes semejantes a los que despierta el fútbol entre los aficionados modernos. Existía una frondosa tradición "chuequera", con sus favoritos, sus prácticas mágicas y sus canciones celebratorias, y se lo jugaba con verdadero ardor y entusiasmo. En este sentido refiere A. M. Guinnard, en Tres años de cautividad entre los patagones, que "rara `vez concluyen estas diversiones sin que haya piernas y brazos rotos y aun cabezas descalabradas. No hago figurar en la cuenta los latigazos que distribuyenlos los jueces de`campo, desde lo alto de sus caballos, a los combatientes fatigados para que recobren fuerzas y vigor".

Los tobas y matacos del Gran Chaco practicaban, por su parte, un juego muy similar, al que llamaban tol. También`cabe mencionar entre las prácticas araucanas al loncoteo, que consistía en tomarse dos hombres de los pelos y propinarse rudos tirones. Otro Juego mapuche era el pillmatún, sa que se practicaba con una pelota de cuero algo mayor que la utilizada para el palín. Se jugaba por parejas, colocados frente a frente los adversarios, y consistía en arrojar la pelota por debajo del muslo, tratando de pegarle al contrincante en la barriga, lo que equivalía a su eliminación.

Los mapuches eran muy aficionados al auarr-cudén, un juego de azar que participaba por igual de características de la payana y los dados . Para jugarlo se utilizaban tres o cuatro habas partidas porla mitad, de lo que resultaban seis u ocho fichas, una de cuyas caras se ennegrecía con humo.

Los jugadores se sentaban en círculo y por turno arrojaban al aire las piezas. Cuando las caras negras eran pares ganaba el tirador y los tantos se computaban mediante un compejo sistema de cuentas de tipo decimal o senario decimal.

El cautivo Guinnard lo describe así "El juego de los dados, o más bien el juego de blanco o negro, se compone de ocho cuadraditos de hueso ennegrecidos en uno de sus lados, éste se juega entre dos. Se coloca un cuero entre los jugadores con el objeto de que sus manos puedan coger de una vez estos cuadraditos que dejan caer, gritando en voz alta y dando palmadas para aturdirse mutuamente. Siempre que el número de los negros es par, el Jugador tiene derecho a proseguir hasta que haga impar; entonces le toca el turno al contrario. La partida puede durar, así, eternamente; pero cuando ya está cansado o atontado, uno de los dos, el que se haya conservado`máS sereno marca con frecuencia doble punto sin que lo note su compañero, y le gana. Entonces hay casi siempre riña entre ellos, pues por lo regular el que ha salido perdiendo
se niega a dar el objeto perdido".

Entre los juegos Infantiles podemos mencionar el kÜme, similar al "juego de mudos en que el primero que habla o se ríe debe pagar una prenda; el trariangue, parecido al "gallo ciego"; el nútun, un juego de persecución del tipo del "vigilante y ladrón"; el elkaun, o "juego de las escondidas"; el trikokenun, semejante a la "rayuela"; el trentrikatun, en que los participantes calzaban zancos y trataban de voltearse, etc. (v. B. Kossler- 11g, Tradiciones araucanas) . Según los testimonios de Sánchez Labrador en su Paraguay Católico (1770) y los de numerosos misioneros jesuitas que visitaron sus tierras, entre los mocobíes, vilelas y guaicurúes eran muy populares el boxeo colectivo, la realización de carreras pedestres y la natación deportiva, con características muy similares a las modernas.

Con respecto al boxeo Sánchez Labrador refiere lo siguiente:" Píntanse todos a las maravillas, y forman dos partidos. Cada uno de ellos lleva su viejo de padrino. Salen las dos compañías la tarde emplazada y dan una vuelta a los toldos. Después en fila y con paso mesurado van a la plaza, toman sus sitios, unos enfrente de otros, dejando lugar capaz para la pelea. Los hombres con las lanzas en las manos cierran la plaza, formando un gran círculo: las mujeres o no salen o se quedan a lo lejos.
Dispuesta la tela, sale uno de los jóvenes recién venidos a pasearlas. Llevan todos en las muñecas algunos cascabeles, o pezuñas de puerco, que al bracear forman su sonido. El que salió a provocar halla luego competidor. Este hace lo mismo de registrar el sitio. Antes de arremeterse parecen dos gallos que se disponen a la lucha. Se acercan, se retiran, como si no les diera mucho cuidado. Al fin se acometen a puñadas, de donde diere, y venza el que pudiere. Es juego algo pesado porque algunos salen ensangrentados, y más de una vez dan en las sienes o debajo de la nariz el golpe y el herido cae en tierra atolondrado. Cuando ya ven los padrinos a los combatientes encarnizados, meten el montante, que es la mano, los apartan y hacen que otros dos salgan a medir los brazos. Recorridos todos, se retiran con el mismo orden con que vinieron, tiene una merienda, y quedan tan amigos como si nada hubiera pasado".

Otros juegos menos drásticos eran los que se practicaban con pelotas emplumadas (la pelota debía permanecer en el aire la mayor cantidad posible de tiempo), con argollas que debían ser ensartadas en un bastón, y con garrotes que se arrojaban a distancia y tenían que efectuar una serie de vueltas sobre sí mismos, como los rayos de una rueda (v. Emilio A. Breda, Juegos y deportes entre los Indios del Río de la Plata).

Los indios sentían una verdadera pasión por los juegos de envite o de apuestas, y al igual que los españoles y criollos se complacían en transgredir cotidianamente la previsora norma de aquel personaje que no quería "sacrificar lo necesario con la esperanza de alcanzar lo superfluo".

Esta afición, por cierto, había encontrado aliento y nuevas formas de expresión en los contactos con los blancos y en los tratos de frontera, y puede afirmarse que ya a fines del siglo XVIII los indios habían incorporado a su patrimonio original numerosas formas lúdicas de procedencia europea.

En su Vida entre los patagones el marino británico George Chaworth Musters se refiere a la inclinación que sentían los indios por los juegos de azar, y nos brinda el siguiente testimonio: "Las cartas que se usan a veces es la baraja española, que se obtienen en las colonias, pero lo más frecuente es que los indios usen otras de cuero, fabricadas por ellos mismos. Estas, como los naipes españoles comunes, están marcadas con los numerales hasta siete; pero las figuras son completamente distinta porque, en vez de ellas, se veían monogramas de origen nativo cuyo significado, si tenían alguno, era indecifrable. El as, sin embargo, es un poco parecido al nuestro. Los juegos más comunes son panturga, primero, siete y yaik o fuego, una especie de burro.
Los jugadores se sientan en rueda, con un poncho o una mantilla que representa el tapete verde; sus fichas consisten en pedazos de ramitas o hierba, y su sistema de tanteo es complicado. Yo, por lo general, cuando me permitía el lujo de jugar, lo hacía en sociedad con otro que se encargaba de tantear, pero mi buena suerte constante me quitaba las ganas de aceptar invitaciones a entrar en la rueda. Cuando se pierde la apuesta, ya se trate de un caballo,una tropa de yeguas, una montura,un lazo o cualquier otra cosa, el ganador manda sencillamente a un amigo a buscarla, o va él mismo a tomarla; toda deuda de honor se paga escrupulosamente en seguida. Con frecuencia se pierden y se ganan apuestas de consideración".


miércoles, 3 de febrero de 2016

¡MONO LAS PELOTAS!

¡MONO LAS PELOTAS!

 
¡MONO LAS PELOTAS!

Interesante recuerdo de José María Gatica escrito por el inolvidable Osvaldo Soriano

Yo era chico cuando mi padre me llevó a ver a Gatica. Todo San Luis sabía que un día volvería para mostrarnos sus corbatas guarangas y aquella sonrisa prepotente. No recuerdo qué año era pero aún no había perdido en Nueva York con el campeón del mundo. Mi padre odiaba al boxeo pero le gustaba leer las derrotas de Gatica comentadas por La Prensa. Sobre todo si el rival era Prada, que representaba a la gente decente.
En San Luis casi nadie lo recordaba porque se había ido a la Capital de muy pibe. Era cabecita negra, pero sus ojos verdes transmitían una vaga zozobra a los plateístas del Luna Park. Pagaban para verlo caer y cuando caía para los gorilas era Perón el que mordía el polvo. Pero Gatica se levantaba siempre y seguía su vida, abollado y feliz. Por las noches les compraba todos los diarios a los chicos del Bajo para que se fueran a dormir temprano y cerraba los mejores boliches. Invitaba champán, cantaba boleros y se llevaba de prepo a las mejores mujeres. No tenía el talento natural de Gardel, aunque llevara en la mirada el mismo asombro fugitivo. Un aire de huérfano melancólico que se abre paso hacia un imposible. Y por entonces los imposibles parecían posibles.
Así se nos apareció aquella mañana, de regreso a su tierra natal. Hizo varias pasadas por la vuelta del perro en un Cadillac descapotable, mordiendo un cigarro, agarrándose los tiradores. Iba ancho y contento con su suerte, que era la mejor que le podía tocar a un tipo como él. Adelante, el Cadillac llevaba un lienzo celeste y blanco que decía: «Acá viene Gatica»; otro, atrás, decía: «Ya pasó Gatica». La gente aplaudía y le gritaba: «¡Grande, Tigre!», porque allá no tenía los enemigos que tenía en Buenos Aires. Mi padre me levantó sobre sus hombros para que lo viera y aquella imagen huidiza se me fijó para siempre.
Gatica no es un mito porque sabemos demasiado de él. No tiene misterio ni ambigüedad como tenía Gardel. Queda una parábola política que se convierte en leyenda. La simetría de su ascenso y caída con los lejanos años del peronismo «feliz». Ahí, con esos pliegues del paisaje argentino, Leonardo Favio construye una película aleccionadora e inolvidable. Porque su Gatica no es Gatica sino lo que la generación de la Resistencia hizo con él.
A lo largo de treinta años, Favio ha filmado la vida y la muerte con igual felicidad. Creó seres pequeños y sin metáfora que nunca antes habían tenido lugar en el cine argentino. Tragedias de bailanta. Dramas de provincia como El romance del Aniceto y la Francisca, El dependiente y Soñar, soñar. Películas de pocas palabras con imágenes morosas de una abrumadora belleza. También le dio sentido a las leyendas populares: Juan Moreira fue la rebeldía del hombre solo que no pacta ni se entrega; Nazareno Cruz y el lobo reunía el imaginario del campo con los miedos argentinos; por fin, Gatica es el eco mordaz de un tiempo irreconocible que viene a cuestionar este presente vergonzoso.
Pero la película es mucho más que eso; la mirada de Favio es distante y cálida a la vez, como si aquel chico de San Luis, que crece a la sombra del peronismo paternalista, dibujara con su cara entumecida la alegría ingenua y efímera de una clase vomitada por los suburbios el 17 de octubre de 1945. Sin embargo, lo que más deslumbra es la hermosura de cada plano y la justeza de un diálogo insignificante, hecho de puteadas, ronquidos y gritos. Esos silencios agobiantes que contrastan con el cine a la moda hecho de clips y golpes de efecto. Nunca, desde el lejano día en que las pronunció por radio, las palabras de Evita moribunda habían sonado tan desesperadas, tan cargadas de definitiva despedida. Ese breve adiós, que yo había escuchado a los nueve años en los pagos del Mono, señalaba el fin de una ilusión. Por eso, la terrible imagen de Gatica y Perón ante el lecho de esa mujer que se muere es una de las más inolvidables del cine argentino. No son Gatica ni el General los que se quedan solos sino millones de argentinos que van a pasar a manos de una burocracia arribista; es una época la que se acaba y otro drama el que comienza. Favio lo ilustra con la Plaza de Mayo bombardeada, con noticieros apócrifos, con las fotos que arden en la hoguera y aquella exclamación de Mateo, el personaje de No habrá más penas ni olvido, que tanto revuelo causó al salir la novela: «(…) yo siempre fui peronista…, nunca me metí en política».
Si en 1984, reproducida en la película de Héctor Olivera, la frase sonaba a ironía, casi una década más tarde subraya la dramática simbiosis entre peronismo y marginalidad. Muerto sin haber conocido la política, Gatica solía gritar el «¡Viva Perón, carajo!», que fue contraseña de las multitudes reducidas a la humillación y el silencio. Si algún comedido lo llamaba «Mono» o lo trataba de igual a igual, enseguida le contestaba: «¡Mono las pelotas!». Ese personaje, y no el de la picaresca porteña, es el que recupera Favio para conversar sobre peronismos pasados y monigotes presentes. Por algo en la película todo es transgresoramente azul y blanco, igual que en los años de mi infancia. Sobre ese fondo se mueve la historia de aquel analfabeto que, sin saberlo, iba a simbolizar como nadie el imaginario peronista.
El país se ha desprendido de Perón y de los odios que enfrentaron a otras generaciones. A punto tal que Álvaro Alsogaray asistió al estreno de Gatica, tres filas delante de donde yo estaba sentado, sin provocar una silbatina ni un insulto. Otro mérito para la película: aunque los referentes políticos se hayan vuelto mansos y ni siquiera el boxeo convoque a las multitudes de antaño, el personaje funciona por sí mismo e invita al debate: conmueve o indigna pero es imposible pasarlo por alto.
El buen cine de aquí siempre tiene algún descuido que hacerse perdonar. Favio tiende a la perfección: la banda sonora es deslumbrante; la sincronización de voces, imperceptible; los decorados y vestuarios, impecables; y el figurante más secundario parece un comediante avezado. Ese profesionalismo pasional que Favio introdujo hace tres décadas es la herencia de grandes como Mario Soffici y Hugo del Carril, el mejor homenaje a los que rompieron las convenciones del «tú» y los teléfonos blancos. Tanta prolijidad sorprenderá solo a los más jóvenes, que no conocían la obra de uno de los más grandes realizadores del mundo. Cuando se estrenó El romance…, el elitista semanario Primera Plana tituló su comentario con un seco y contundente «Obra maestra». Era una tragedia en blanco y negro con el aliento de un Shakespeare puebleril. Desde entonces, aquel cine de Favio, en video de segunda mano, me ha acompañado en noches de insomnio y días de gozo. Lo he visto boquiabierto preparar el Moreira y hace unos años me contó con gestos y música de fondo su futura versión de Gatica. Nunca imaginé que me dedicaría la película. No sé cómo se agradecen esos gestos. No me ofendería si un día a mi hijo, que recién empieza a narrar, le gustaran más las cintas de Favio que los libros de su padre.
En el montaje ideal, Gatica duraba mucho más de tres horas. Las necesidades de los exhibidores le rebanaron algunos grandes momentos. Igual me deslumbró su manera de esquivar la caricatura de Buenos Aires. Que pueda intuirse un tren allá atrás, en la noche del Riachuelo. Que a la vuelta de una esquina la perspectiva sea un montón de fardos. Que hubiera pobres y sopa caliente a la salida del cabaré. También que entre el sobrio Perón sentado en el Luna Park y el exuberante payaso que no puede ir a River, la diferencia que hoy hace la gente sea de cariño y no de plata.
El día que mi padre me alzó en brazos para ver pasar a Gatica había presos políticos y comíamos pan negro. Para medio país, era una época terrible. Los otros parecían felices así. De ese choque salieron cuarenta años de desencuentros y de horror. El peronismo no supo hacer un país de consenso pero su metáfora ha inspirado más obras perdurables que cualquier otro régimen. Gatica, el Mono es la leyenda de una pasión irrepetible que, ahora muerta, por fin se puede compartir.
Página/12, 13 de junio de 1993