LA ESTUPENDA HISTORIA DEL CARAJO
Carlos Fisas en su libro “ Historias de la Historia” Primera serie publica el siguiente capítulo sobre esta palabreja:
De antemano pido perdón a mis
lectores —como, un día, se lo pedí a mis oyentes— por la repetición de la
palabreja que da título a este capítulo. No se escandalice nadie, no hay para
tanto, ya lo verán ustedes.
El Diccionario de expresiones malsonantes del español de Jaime Martín
—Ediciones Istmo, Madrid, 1974— dedica nada menos que página y media al uso de
esta palabra en la lengua castellana.
Ni que decir tiene que un
capítulo entero reserva el académico Camilo José Cela al carajo en el tomo II de su Diccionario
Secreto —Series Pis y afines. Editorial Alfaguara, Madrid, 1971—.
Manuel Criado de Val, en su Diccionario de español equívoco —Edi 6,
S.A., Madrid, 1981— dice: «Voz usada como interjección, que designa
unívocamente el órgano masculino sin que habitualmente se tenga idea de su
significado en Argentina, Chile, República Dominicana, Panamá, México,
Paraguay, Venezuela, Uruguay. En España se conoce la idea inicial de su
significado (en Brasil, “caralho”).» Puedo añadir que también se llama
«carallo» en gallego.
Pero ¿cuál es el origen de la
palabra?, ¿cuál es su etimología? El monumental y exhaustivo Diccionario crítico etimológico castellano e
hispánico, de J. Coraminas y J. A. Pascual —Vol. I, Gredos, Madrid, 1980—,
nos dice que este «vocablo común a los tres romances hispánicos [es] de origen
incierto». La primera documentación se remonta hacia el 1400 en el Glosario de El Escorial, aunque ya en un
documento de Sahagún de 1247 aparece el apodo de Pedro Carayuelo y en 1160 el sobrenombre de Sancho CarayIho.
Copio una cita de Corominas: «En
un documento del Alto Ampurdán (Cataluña) de 982 se cita ya un mons Caralio, que otro documento de 974
llama mons qui habet inhonestum et
incompositum nomen… Hoy son muchas en las montañas catalanas las rocas de
figura fálica llamadas Carall Bernat
(que por lo general se disimula en Cavall Bernat). A propósito de esto no sé si
ya se ha expuesto la hipótesis de que la etimología real del carajo sexual
podía ser del catalán quer
“peñasco”…, de donde un aumentativo querall,
cavall. Sería expresión germanesca primeramente “miembro erecto y… duro
como un peñasco” [!]… En cuanto a Bernat… se tratará de “baranat” rodeado de
agua o de aire con el valor originario del étimo prerromano varando “linde que rodea algo”».
Sea cual fuere su origen el caso
es que la palabra carajo no es
precisamente vocablo que deba pronunciarse en cierto ambientes educados,
correctos y algo pacatos.
De todos modos, ya se ha dicho
que en ciertas áreas de la lengua castellana no tiene el contexto que se le da
en España.
Sirve como ejemplo lo que dice el
padre Efraín Gaitán Orjuela c.m.f. en su libro Biografía de las palabras, Ed. Cocuisa, Madrid, 1965.
«CARAJO.
Extraña que esta interjección, que se oye desde el río Bravo hasta el estrecho
de Magallanes, según creo, no haya conquistado un puesto en el diccionario. Y
no sólo es interjección sobre modo expresiva, sino voz que se usa como
sustantivo de agudo significado, pues al bolonio o majagranzas le llamamos
carajo, diciendo de él, por ejemplo: “¡Es un carajo!” Si ese carajo molesta o
enfada se le suele despedir con la frase: “¡Váyase al carajo!” Que es un lugar
tenido por un sitio poco agradable. Verdad es que la palabra es malsonante,
pero a maravillas sirve de válvula de escape en los momentos de enfadosa
tensión, rabia y desesperación. Fue, según refiere con encantadores detalles
Lacroix, en su Diario de Bucaramanga,
la exclamación favorita de Bolívar. Impaciente el Libertador en esos días de la
infausta Convención de Ocaña, al referirse a ciertas gentes culpables de la
disolución de la Gran Colombia, exclamaba:
»—¡Esos carajos!
»Persuadido de que había “arado
en el mar”, y presintiendo la tempestad sobre su cabeza de superhombre, se
paseaba solo, cabizbajo, con las manos atrás; entonces frecuentemente se le oía
decir:
»—¡Carajo, carajo!».
Como última defensa de la
socorrida palabreja, hemos de traer la frase diamantina, caída nada menos que
de labios de monseñor Ragonessi, nuncio del Papa ante el gobierno del general
Rafael Reyes, y quien más tarde vistió la púrpura cardenalicia:
«—Bendito carajo, que ha librado
de la blasfemia a la gente colombiana».
Hubo un tiempo en que se creyó
que el carajo era oriundo de Vizcaya pero tal afirmación se puso en tela de
juicio toda vez que ni Cervantes ni Quevedo, archivos abundosos e inagotables
de genialidades y groserías, ni siquiera lo citan una vez en sus numerosos
escritos.
Últimamente se ha tenido como
cosa averiguada que su origen se encuentra en el nombre de una tribu india de
Brasil. El publicista yanqui Cerleton Beals en el libro América ante América, demuestra que el «ajo» es criollo y no
español: «En Brasil, la primera misa se dijo en una isla desierta, el 26 de
abril de 1500, y la conquista del gran Imperio, después de la expedición de
Martin Alonso de Sousa, en 1530, solamente empezó cuando el padre Anchieta y
Montoya, jesuita, empezó a impartir a las masas indias —los tipies, los
caribes, los borosos, los carajos y otras tribus— los elementos de la doctrina
cristiana».
Ustedes escojan la versión que
quieran.
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