martes, 9 de febrero de 2016

LA ESTUPENDA HISTORIA DEL CARAJO

LA ESTUPENDA HISTORIA DEL CARAJO 

LA ESTUPENDA HISTORIA DEL CARAJO

 Carlos Fisas en su libro “ Historias de la Historia” Primera serie publica el siguiente capítulo sobre esta palabreja:

De antemano pido perdón a mis lectores —como, un día, se lo pedí a mis oyentes— por la repetición de la palabreja que da título a este capítulo. No se escandalice nadie, no hay para tanto, ya lo verán ustedes.
El Diccionario de expresiones malsonantes del español de Jaime Martín —Ediciones Istmo, Madrid, 1974— dedica nada menos que página y media al uso de esta palabra en la lengua castellana.
Ni que decir tiene que un capítulo entero reserva el académico Camilo José Cela al carajo en el tomo II de su Diccionario Secreto —Series Pis y afines. Editorial Alfaguara, Madrid, 1971—.
Manuel Criado de Val, en su Diccionario de español equívoco —Edi 6, S.A., Madrid, 1981— dice: «Voz usada como interjección, que designa unívocamente el órgano masculino sin que habitualmente se tenga idea de su significado en Argentina, Chile, República Dominicana, Panamá, México, Paraguay, Venezuela, Uruguay. En España se conoce la idea inicial de su significado (en Brasil, “caralho”).» Puedo añadir que también se llama «carallo» en gallego.
Pero ¿cuál es el origen de la palabra?, ¿cuál es su etimología? El monumental y exhaustivo Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico, de J. Coraminas y J. A. Pascual —Vol. I, Gredos, Madrid, 1980—, nos dice que este «vocablo común a los tres romances hispánicos [es] de origen incierto». La primera documentación se remonta hacia el 1400 en el Glosario de El Escorial, aunque ya en un documento de Sahagún de 1247 aparece el apodo de Pedro Carayuelo y en 1160 el sobrenombre de Sancho CarayIho.
Copio una cita de Corominas: «En un documento del Alto Ampurdán (Cataluña) de 982 se cita ya un mons Caralio, que otro documento de 974 llama mons qui habet inhonestum et incompositum nomen… Hoy son muchas en las montañas catalanas las rocas de figura fálica llamadas Carall Bernat (que por lo general se disimula en Cavall Bernat). A propósito de esto no sé si ya se ha expuesto la hipótesis de que la etimología real del carajo sexual podía ser del catalán quer “peñasco”…, de donde un aumentativo querall, cavall. Sería expresión germanesca primeramente “miembro erecto y… duro como un peñasco” [!]… En cuanto a Bernat… se tratará de “baranat” rodeado de agua o de aire con el valor originario del étimo prerromano varando “linde que rodea algo”».
Sea cual fuere su origen el caso es que la palabra carajo no es precisamente vocablo que deba pronunciarse en cierto ambientes educados, correctos y algo pacatos.
De todos modos, ya se ha dicho que en ciertas áreas de la lengua castellana no tiene el contexto que se le da en España.
Sirve como ejemplo lo que dice el padre Efraín Gaitán Orjuela c.m.f. en su libro Biografía de las palabras, Ed. Cocuisa, Madrid, 1965.
«CARAJO. Extraña que esta interjección, que se oye desde el río Bravo hasta el estrecho de Magallanes, según creo, no haya conquistado un puesto en el diccionario. Y no sólo es interjección sobre modo expresiva, sino voz que se usa como sustantivo de agudo significado, pues al bolonio o majagranzas le llamamos carajo, diciendo de él, por ejemplo: “¡Es un carajo!” Si ese carajo molesta o enfada se le suele despedir con la frase: “¡Váyase al carajo!” Que es un lugar tenido por un sitio poco agradable. Verdad es que la palabra es malsonante, pero a maravillas sirve de válvula de escape en los momentos de enfadosa tensión, rabia y desesperación. Fue, según refiere con encantadores detalles Lacroix, en su Diario de Bucaramanga, la exclamación favorita de Bolívar. Impaciente el Libertador en esos días de la infausta Convención de Ocaña, al referirse a ciertas gentes culpables de la disolución de la Gran Colombia, exclamaba:
»—¡Esos carajos!
»Persuadido de que había “arado en el mar”, y presintiendo la tempestad sobre su cabeza de superhombre, se paseaba solo, cabizbajo, con las manos atrás; entonces frecuentemente se le oía decir:
»—¡Carajo, carajo!».
Como última defensa de la socorrida palabreja, hemos de traer la frase diamantina, caída nada menos que de labios de monseñor Ragonessi, nuncio del Papa ante el gobierno del general Rafael Reyes, y quien más tarde vistió la púrpura cardenalicia:
«—Bendito carajo, que ha librado de la blasfemia a la gente colombiana».
Hubo un tiempo en que se creyó que el carajo era oriundo de Vizcaya pero tal afirmación se puso en tela de juicio toda vez que ni Cervantes ni Quevedo, archivos abundosos e inagotables de genialidades y groserías, ni siquiera lo citan una vez en sus numerosos escritos.
Últimamente se ha tenido como cosa averiguada que su origen se encuentra en el nombre de una tribu india de Brasil. El publicista yanqui Cerleton Beals en el libro América ante América, demuestra que el «ajo» es criollo y no español: «En Brasil, la primera misa se dijo en una isla desierta, el 26 de abril de 1500, y la conquista del gran Imperio, después de la expedición de Martin Alonso de Sousa, en 1530, solamente empezó cuando el padre Anchieta y Montoya, jesuita, empezó a impartir a las masas indias —los tipies, los caribes, los borosos, los carajos y otras tribus— los elementos de la doctrina cristiana».

Ustedes escojan la versión que quieran.

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