¡MONO LAS PELOTAS!
Interesante recuerdo de José María Gatica
escrito por el inolvidable Osvaldo Soriano
Yo era chico cuando
mi padre me llevó a ver a Gatica. Todo San Luis sabía que un día volvería para
mostrarnos sus corbatas guarangas y aquella sonrisa prepotente. No recuerdo qué
año era pero aún no había perdido en Nueva York con el campeón del mundo. Mi
padre odiaba al boxeo pero le gustaba leer las derrotas de Gatica comentadas
por La Prensa. Sobre todo si el rival
era Prada, que representaba a la gente decente.
En San Luis casi
nadie lo recordaba porque se había ido a la Capital de muy pibe. Era cabecita
negra, pero sus ojos verdes transmitían una vaga zozobra a los plateístas del
Luna Park. Pagaban para verlo caer y cuando caía para los gorilas era Perón el
que mordía el polvo. Pero Gatica se levantaba siempre y seguía su vida,
abollado y feliz. Por las noches les compraba todos los diarios a los chicos
del Bajo para que se fueran a dormir temprano y cerraba los mejores boliches.
Invitaba champán, cantaba boleros y se llevaba de prepo a las mejores mujeres.
No tenía el talento natural de Gardel, aunque llevara en la mirada el mismo
asombro fugitivo. Un aire de huérfano melancólico que se abre paso hacia un
imposible. Y por entonces los imposibles parecían posibles.
Así se nos apareció
aquella mañana, de regreso a su tierra natal. Hizo varias pasadas por la vuelta
del perro en un Cadillac descapotable, mordiendo un cigarro, agarrándose los
tiradores. Iba ancho y contento con su suerte, que era la mejor que le podía tocar
a un tipo como él. Adelante, el Cadillac llevaba un lienzo celeste y blanco que
decía: «Acá viene Gatica»; otro, atrás, decía: «Ya pasó Gatica». La gente
aplaudía y le gritaba: «¡Grande, Tigre!», porque allá no tenía los enemigos que
tenía en Buenos Aires. Mi padre me levantó sobre sus hombros para que lo viera
y aquella imagen huidiza se me fijó para siempre.
Gatica no es un mito
porque sabemos demasiado de él. No tiene misterio ni ambigüedad como tenía
Gardel. Queda una parábola política que se convierte en leyenda. La simetría de
su ascenso y caída con los lejanos años del peronismo «feliz». Ahí, con esos
pliegues del paisaje argentino, Leonardo Favio construye una película
aleccionadora e inolvidable. Porque su Gatica no es Gatica sino lo que la generación
de la Resistencia hizo con él.
A lo largo de treinta
años, Favio ha filmado la vida y la muerte con igual felicidad. Creó seres
pequeños y sin metáfora que nunca antes habían tenido lugar en el cine
argentino. Tragedias de bailanta. Dramas de provincia como El romance del Aniceto y la Francisca, El dependiente y Soñar, soñar. Películas de pocas
palabras con imágenes morosas de una abrumadora belleza. También le dio sentido
a las leyendas populares: Juan Moreira
fue la rebeldía del hombre solo que no pacta ni se entrega; Nazareno Cruz y el lobo reunía el
imaginario del campo con los miedos argentinos; por fin, Gatica es el eco mordaz de un tiempo irreconocible que viene a
cuestionar este presente vergonzoso.
Pero la película es
mucho más que eso; la mirada de Favio es distante y cálida a la vez, como si
aquel chico de San Luis, que crece a la sombra del peronismo paternalista,
dibujara con su cara entumecida la alegría ingenua y efímera de una clase
vomitada por los suburbios el 17 de octubre de 1945. Sin embargo, lo que más
deslumbra es la hermosura de cada plano y la justeza de un diálogo
insignificante, hecho de puteadas, ronquidos y gritos. Esos silencios
agobiantes que contrastan con el cine a la moda hecho de clips y golpes de efecto. Nunca, desde el lejano día en que las
pronunció por radio, las palabras de Evita moribunda habían sonado tan
desesperadas, tan cargadas de definitiva despedida. Ese breve adiós, que yo
había escuchado a los nueve años en los pagos del Mono, señalaba el fin de una ilusión. Por eso, la terrible imagen
de Gatica y Perón ante el lecho de esa
mujer que se muere es una de las más inolvidables del cine argentino. No
son Gatica ni el General los que se quedan solos sino millones de argentinos
que van a pasar a manos de una burocracia arribista; es una época la que se
acaba y otro drama el que comienza. Favio lo ilustra con la Plaza de Mayo
bombardeada, con noticieros apócrifos, con las fotos que arden en la hoguera y
aquella exclamación de Mateo, el personaje de No habrá más penas ni olvido, que tanto revuelo causó al salir la
novela: «(…) yo siempre fui peronista…, nunca me metí en política».
Si en 1984,
reproducida en la película de Héctor Olivera, la frase sonaba a ironía, casi
una década más tarde subraya la dramática simbiosis entre peronismo y
marginalidad. Muerto sin haber conocido la política, Gatica solía gritar el
«¡Viva Perón, carajo!», que fue contraseña de las multitudes reducidas a la
humillación y el silencio. Si algún comedido lo llamaba «Mono» o lo trataba de
igual a igual, enseguida le contestaba: «¡Mono las pelotas!». Ese personaje, y
no el de la picaresca porteña, es el que recupera Favio para conversar sobre
peronismos pasados y monigotes presentes. Por algo en la película todo es
transgresoramente azul y blanco, igual que en los años de mi infancia. Sobre
ese fondo se mueve la historia de aquel analfabeto que, sin saberlo, iba a
simbolizar como nadie el imaginario peronista.
El país se ha
desprendido de Perón y de los odios que enfrentaron a otras generaciones. A
punto tal que Álvaro Alsogaray asistió al estreno de Gatica, tres filas delante de donde yo estaba sentado, sin provocar
una silbatina ni un insulto. Otro mérito para la película: aunque los
referentes políticos se hayan vuelto mansos y ni siquiera el boxeo convoque a
las multitudes de antaño, el personaje funciona por sí mismo e invita al
debate: conmueve o indigna pero es imposible pasarlo por alto.
El buen cine de aquí
siempre tiene algún descuido que hacerse perdonar. Favio tiende a la
perfección: la banda sonora es deslumbrante; la sincronización de voces,
imperceptible; los decorados y vestuarios, impecables; y el figurante más
secundario parece un comediante avezado. Ese profesionalismo pasional que Favio
introdujo hace tres décadas es la herencia de grandes como Mario Soffici y Hugo
del Carril, el mejor homenaje a los que rompieron las convenciones del «tú» y
los teléfonos blancos. Tanta prolijidad sorprenderá solo a los más jóvenes, que
no conocían la obra de uno de los más grandes realizadores del mundo. Cuando se
estrenó El romance…, el elitista
semanario Primera Plana tituló su
comentario con un seco y contundente «Obra maestra». Era una tragedia en blanco
y negro con el aliento de un Shakespeare puebleril. Desde entonces, aquel cine
de Favio, en video de segunda mano, me ha acompañado en noches de insomnio y
días de gozo. Lo he visto boquiabierto preparar el Moreira y hace unos años me contó con gestos y música de fondo su
futura versión de Gatica. Nunca
imaginé que me dedicaría la película. No sé cómo se agradecen esos gestos. No
me ofendería si un día a mi hijo, que recién empieza a narrar, le gustaran más
las cintas de Favio que los libros de su padre.
En el montaje ideal, Gatica duraba mucho más de tres horas.
Las necesidades de los exhibidores le rebanaron algunos grandes momentos. Igual
me deslumbró su manera de esquivar la caricatura de Buenos Aires. Que pueda
intuirse un tren allá atrás, en la noche del Riachuelo. Que a la vuelta de una
esquina la perspectiva sea un montón de fardos. Que hubiera pobres y sopa
caliente a la salida del cabaré. También que entre el sobrio Perón sentado en
el Luna Park y el exuberante payaso que no puede ir a River, la diferencia que
hoy hace la gente sea de cariño y no de plata.
El día que mi padre
me alzó en brazos para ver pasar a Gatica había presos políticos y comíamos pan
negro. Para medio país, era una época terrible. Los otros parecían felices así.
De ese choque salieron cuarenta años de desencuentros y de horror. El peronismo
no supo hacer un país de consenso pero su metáfora ha inspirado más obras
perdurables que cualquier otro régimen. Gatica,
el Mono es la leyenda de una pasión irrepetible que, ahora muerta, por fin
se puede compartir.
Página/12, 13 de junio de 1993
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