sábado, 17 de octubre de 2015

TESTIMONIO DE LEOPOLDO MARECHAL DEL 17 DE OCTUBRE

TESTIMONIO DE LEOPOLDO MARECHAL DEL 17 DE OCTUBRE


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Era muy de mañana... El coronel Perón había sido traído ya desde Martín García.
Mi domicilio era este mismo de la calle Rivadavia. De pronto me llegó desde el oeste un rumor como de multitudes que avanzaban gritando y cantando por las calles Rivadavia: el rumor fue creciendo y agitándose, hasta que reconocí primero la música de una canción popular y enseguida su letra: "Yo te daré/ te daré, Patria hermosa/ te daré una cosa,/una cosa que empieza P/ ¡Peróooon!" Y aquel Perón retumbaba periódicamente como cañonazo... Me vestí apresuradamente, bajé a la calle y me uní a la multitud que avanzaba a la Plaza de Mayo. Vi, reconocí, y ame a los miles de rostro que la integraban; no había rencor en ellos, sino la alegría de salir a la visibilidad en reclamo de su líder. Era la Argentina "invisible" que algunos habían anunciado literariamente, sin conocer ni amar sus millones de caras concretas y que no bien las conocieron le dieron la espalda. Desde aquellas horas me hice peronista....


TESTIMONIO DE JOSÉ MARÍA ROSA DEL 17 DE OCTUBRE

TESTIMONIO DE JOSÉ MARÍA ROSA DEL 17 DE OCTUBRE


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Vi episodios entre dramáticos y risueños frente al edificio donde estaba entonces el Club del Progreso, en Avenida de Mayo al 600 un señor de edad trajeado a la antigua, de galera, cuello palomita y chaleco (seguramente un socio de la institución), apoyado en su bastón, con las dos manos atrás, contemplaba el curioso espectáculo. Uno de los descamisados que marchaba por la vereda, dio un golpe con el pie al bastón haciendo caer al anciano. Este se levantó y dio un bastonazo en la cabeza al insolente, que cayó al suelo. Los manifestantes de la calle al ver a su compañero caído, corrieron hacia él, produciendo un desparramo. El caballero de la galera y el bastón no escapó: esgrimiendo su palo esperó la acometida. Yo, y supongo que todos, lo dimos por muerto. Los descamisados llegaron hasta el caído, lo ayudaron a levantarse: "¡No te hemos dicho que hay que andar con cultura, caracho!… ¡Discúlpelo, señor!":
Comprendí que esa gente de bromas infantiles y procederes hidalgos, que se burlaba de lo ridículo pero respetaba lo respetable, que atravesaba el Riachuelo a nado, que venía de los más apartados arrabales para jugarse por un amigo, era mi gente, sentía la vida como yo, tenía mis valores, no se manejaba por palabras sino por realidades: era el Pueblo, mi pueblo, el pueblo argentino, el pueblo de la Revolución de los Restauradores, de las invasiones inglesas y las jornadas de 1810, el pueblo de la noche del 5 al 6 de abril de 1811; el pueblo tantas veces mencionado en los programas de los partidos políticos y en los editoriales de los diarios con frases de retórica. No era una entelequia: era algo real y vivo. Comprendí donde estaba el nacionalismo. Me vi multiplicado en mil caras, sentí la inmensa alegría de saber que no estaba sólo, que éramos muchos.
Compartí su alegría, comprendí que mi lugar estaba con ellos. Algunas cosas me habían alejado de Perón, pero eran minucias ante esa inmensa realidad; cosas accidentales que no podía anteponer a lo esencial. Lo importante era que el pueblo siguiera a Perón, como a los grandes caudillos de otros tiempos que Perón tuviera los mismos enemigos de los caudillos, pagados de palabra, o interés, incapaces de sentir el latido de lo grande. Comprendí que la voz del pueblo era la voz de Dios, que el pueblo ama, y los enemigos del pueblo odian; porque Dios se hizo hombre entre los humildes y se rodeó de humildes para predicar la Verdad. En el pueblo estaba la verdad, no en el mundo de las apariencias y las frivolidades.
Mas allá lo vi a Jauretche, impresionado por el espectáculo, pero algo apesadumbrado: "Estos sienten como nosotros, piensan como nosotros, pero ninguno nos conoce; si fueran enemigos ya nos hubieran apaleado". Formamos un grupo de nacionalistas y forjistas junto a las arcadas del Cabildo. En ese mismo lugar ciento treinta y cuatro años antes los orilleros de la noche del 5 al 6 de abril vinieron a darle sentido nacional a la Revolución que los doctores no sabían conducir. "El subsuelo de la Patria sublevado" lo definiría con acierto Raúl Scalabrini; "No hay rencor con ellos - observaría Leopoldo Marechal - sino la alegría de salir a la visibilidad en reclamo de su líder". Pero no todos sentían ese latido de patria como nosotros.
"¡Es un carnaval!" lo define alguno ante las protestas de Marechal para quien a la Patria debía amar en esas caras concretas y no en figuras literarias. "Si fuera un carnaval sería triste, como son nuestros carnavales; pero esto es alegre es otra cosa" corregiría, creo, Jauretche. "¿Quién lo habría organizado? ¿Evita, Mercante, el Capitán Russo, la CGT…?" preguntó otro. "Sólo un genio pudo haberlo hecho, por eso creo que no lo organizó nadie".


viernes, 16 de octubre de 2015

CAZA DE TIGRES 1808 RELATO DE JULIÁN MELLET

CAZA DE TIGRES 1808


RELATO DE JULIÁN MELLET

En pocas palabras voy a dar al lector una idea de la manera cómo los habitantes dan caza a los tigres.
Cuarenta hombres, que llaman gauchos, y algunas veces un mayor número, se dirigen a caballo a los alrededores de sus guaridas, perfectamente conocidas de ellos, y logran con grandes gritos hacerlos salir de los escondrijos de las piedras donde se encuentran. Asustados los tigres se lanzan al llano o a las cañadas; y entonces, esos hombres que manejan sus caballos con destreza incomparable, se dirigen a todo escape hacia los tigres para cogerlos. Para ese efecto, se sirven con habilidad sin igual de lazos de cuero de 18 a 20 brazas de largo y del grueso de una pulgada; en la extremidad de cada lazo hay una lazada que arrojan al cogote del tigre. Si logran enlazarlo, hacen correr sus caballos a todo lo que dan a fin de estrangular al tigre con la arrastrada; pero si en las primeras tiradas del lazo fallan, emplean en seguida otros más cortos y delgados en cuyas extremidades hay tres piedras, dos de las cuales son del grueso de una naranja, cosidas en la punta de un cordón de cuerdas tejidas en forma de cadena de reloj; cogen una de esas piedras, es decir, la más chica —lo menos la mitad de las otras— cubierta con una especie de vejiga por todas partes, y después de pasar la cuerda entre los dedos con un movimiento de brazo semejante al de disparar la honda, arrojan el todo sobre el tigre y logran así maniatarlo hasta la distancia de trescientos pasos. Cuando han conseguido su objeto, bajan del caballo y traspasan al tigre con una lanza o un puñal de que van provistos.
A pesar de su agilidad y de toda la destreza que da un hábito continuado, algunas veces son víctimas del animal que se les ha escapado. A menudo sucede que el tigre está de tal modo enfurecido que cae de un solo salto sobre el cazador en desgracia, lo derriba del caballo y al instante lo devora si sus compañeros no vienen pronto en su auxilio.

Estos cazadores llevan por toda vestimenta una camisa y pantalón muy ancho, con cinturón donde colocan su puñal o cuchillo de caza.

EL ORIGEN DEL SALUDO ROMANO DE UN BRAZO EN ALTO

EL ORIGEN DEL SALUDO ROMANO DE UN BRAZO EN ALTO

El origen del saludo romano, ese del brazo en alto, no está claro. Existen pocas evidencias de que fuese utilizado regularmente por los legionarios. En efecto, la clásica escena de allocutio (la arenga del general a sus tropas) suele mostrar al orador con el típico gesto retórico de la palma abierta, con el brazo ligeramente levantado como pidiendo atención o silencio; así:
 En ocasiones también los soldados elevan sus manos y extienden las palmas, en señal de aclamación. Es posible que escenas como estas inspirasen a los autores posteriores a la hora de describir el saludo de las tropas romanas, tanto más a finales del siglo XVIII cuando los revolucionarios franceses gustaban, como señala Marx, "disfrazarse de romanos".
En este cuadro, por ejemplo, vemos a los convencionales franceses jurar, palma en alto, en el Frontón, no separarse hasta dar a Francia una Constitución:

  en un gesto que, pocos años después, David traslada a la antigua Roma en su cuadro "El Juramento de los Horacios":
, obra clásica de la imaginería neoclásica y luego romántica, sobre las historias del mundo antiguo que, hoy sabemos, dista mucho de reflejar la realidad de ese mundo lejano y desaparecido.
En el siglo XIX el socialista Edward Bellamy populariza el saludo romano como gesto de lealtad en su "Juramento a la Bandera" (pledge of allegiance) una de cuyas fases es descrita de esta manera: the right hand is extended gracefully, palm upward, toward the Flag... (The Youth’s Companion, 65 (1892): 446–447). Este gesto fue utilizado en las escuelas norteamericanas hasta la década del 40 cuando fue reemplazado por la mano en el pecho paras evitar las asociaciones con el nazismo que, en ese momento, se combatía en la Segunda Guerra Mundial.
Hoy parece evidente que no existió tal saludo en la Antigüedad, mucho menos como expresión estandarizada de adhesión. Algunos autores, ignoro por qué causas, lo reemplazan por un golpe del puño en el pecho (como en la miniserie Roma) gesto que parece evocar los rituales de adoración paganos pero que, por lo que sé, carece de documentación que lo avale. Murales recientes, citados por Lago en su magnpifica página web "Las Legiones de César" (http://www.historialago.com/leg_01135_preguntas_01.htm) parecen indicar que el gesto más común era, al menos en la infantería, muy parecido a la venia de los actuales militares: 
.

El uso fascista de este saludo se remonta a Mussolini y dos de sus obsesiones; la grandeza de Roma antigua, de la cual pretendía ser el continuador, y el cine. Allá por los años veinte eran muy populares las películas llamadas "peplum" (por el abuso de esta prenda de vestir clásica), especialmente las protaonizadas por un carácter de ficción conocido como Maciste, quien aparece primero en Cabiria una produción de estilo épico, y luego adquiere peso propio en la incipiente cultura "pop" de la época. Maciste era el Schwarzenegger de los veinte; atlético, sin demasiado cerebro, pura acción y puro músculo.
Ahora bien, Il Duce admiraba a Maciste, y hasta gustaba de ser adulado por un supuesto parecido físico con el "héroe", quien muchas veces aparecía como un guerrero romano haciendo el clásico saludo del brazo en alto. Por la misma época el poeta nacionalista D'Annunzio (guionista de Cabiria) también había popularizado el supuesto gesto. Como en un engarce perfecto la imagen idealizada de los romanos, poderosos y fuertes, se difundía a través del cine, la "más poderosa arma de guerra" (Benito Mussolini dixit) y llegaba a millones de italianos desesperados y atemorizados. Sobre este cuadro ya diseñado trabajó la propaganda fascista  re creando el saludo hasta convertirlo en un símbolo de adhesión al régimen y a su "duce".
Hitler, y luego como triste tercer imitador Franco, copiaron este gesto; aduciendo, el primero que era también un ritual de los antiguos germanos: .

Respecto de tu indignación (¿no te parece un término un poco fuerte?) me animo a decir que no tienes motivo. Un símbolo no vale nunca por sí mismo, sino por lo que representa; el saludo romano, al igual que la esvástica, ha quedado irremediablemente ligado a los crímenes del fascismo y me atrevo a decir que está bien que así sea pues, ante su manifestación (como en el caso de Di Canio), la sociedad reacciona recordando algo que nunca debe de ser olvidado: un ademán, en apariencia inocente o de remedo histórico, puede ser el comienzo de algo brutal. Somos humanos y nos comunicamos con símbolos y signos (algún día matizaremos al respecto) los cuales nunca son meramente gestos...


BANDO DEL 2 DE DICIEMBRE DE 1746 PROHIBIENDO FUMAR Y HACER FUEGO EN LOS CAMINOS Y DISPONE SOBRE PEONES CONCURRAN A LA SIEGA DEL TRIGO

BANDO DEL 2 DE DICIEMBRE DE 1746 PROHIBIENDO FUMAR Y HACER FUEGO EN LOS CAMINOS Y DISPONE SOBRE PEONES CONCURRAN A LA SIEGA DEL TRIGO



El Gobernador Andonaegui prohibe fumar y hacer fuego en las paradas de las carretas para evitar los incendios de los trigales. Dispone además que a partir del 1° de enero cesen los trabajos y que los obreros concurran a la siega.

Se ha actualizado la ortografía, se han completado las palabras abreviadas y se ha corregido la puntuación.


Don Joseph de Andonaegui Brigadier de los Reales Ejércitos de su Majestad y su Gobernador y Capitán General de estas Provincias del Río de la Plata.

Por cuanto me hallo informado que en este tiempo de recoger las cosechas de trigo se queman muchos por el poco cuidado de los que andan por los caminos, así a caballo como en carretas, los unos porque van pitando[1][1] y los otros porque haciendo fuego en las pascanas[2][2] donde paran cuando salen de ellas no los apagan y también porque muchos por secar sus trigos pegan fuego, y otros después que acaban sus siegas queman los rastrojos, de que se originan considerables pérdidas así de trigos recogidos como de otros que están parados en perjuicio de esta república, pues escaseando el trigo se aumenta el precio en detrimento de los pobres y para atajar estos daños tan considerables, y que cada uno recoja lo que tuviere sembrado sin riesgo de fuego, ordeno y mando que desde hoy en adelante ninguna persona de cualquier calidad que sea, sea osado de pitar por los caminos ni ningún tropero de carretas ha dejar fuego en las pascanas donde pararen [so] pena a los unos y otros de perdimiento de todos sus bienes, carretas y boyada, aplicados la mitad para el Real Fisco y la otra para la persona que diere noticia de quién pegó el fuego o pitó por el camino y solamisma [sic] pena y la de seis años de destierro al presidio y plaza de San Phelipe de Montevideo a trabajar en el en las obras de Su Majestad, a ración y sin sueldo. Ninguna persona pegue fuego con motivo alguno hasta el día primero de marzo que ya se habrá concluido con dichas cosechas. Y porque para que éstas se abrevien consiste en que haya peones ordeno y mando que desde el día primero de enero cesen todas las obra y obrajes de los hornos y que los peones de ellos y de dichas obras como también los oficiales de todos los gremios salgan a las chacras a conchabarse para la siega [so] pena al que no lo hiciere de cincuenta azotes en el rollo y de dos años de destierro a dicho presidio. Y para que todo lo referido se observe y ninguno alegue ignorancia se publicará este bando en la forma acostumbrada. Y para que se haga en los pagos se remitirán copias a los comisonarios [sic] de ellos las que se entregarán para dicho efecto al Alcalde de Primer Voto. Y los dichos comisonarios cuidarán de que se observe lo referido y si por su omisión o negligencia se dieren algunas averías serán responsables de ellas con sus bienes y para el cuidado de que salgan los peones de las obras y obrajes como también los oficiales de los gremios se da comisión al Alguacil Mayor y a su teniente quienes pondrán en la Real Cárcel a los que no fueren para que dándome cuenta sean remitidos desde ella a dicho presidio. Hecho en Buenos Aires a dos de diciembre de mil setecientos cuarenta y seis. {Fdo.] Joseph de Andonaegui.

Fuente: Archivo General de la Nación. S. 9, 8-10-1 Libro de Bandos N° 1 f. 110 y ss.





[1][1] Fumando.
[2][2] Pascana: lugar de parada o descanso.

viernes, 9 de octubre de 2015

Sancti Spiritu: primera población en tierra argentina

Sancti Spiritu



Fue la primera población en tierra argentina, fundada por Sebastián Caboto en 1526; diez años antes que Pedro de Mendoza fundara Buenos Aires. Fue un poblado esforzado y valiente que finalmente sucumbió –como también Buenos Aires- ante el ataque de los aborígenes.
Cuando los reyes de España firman en 1514 con Juan Díaz de Solís una capitulación para recorrer las costas de América en dirección al sud, lo hacen con la intención de encontrar un paso que comunicara los océanos Atlántico y Pacífico. Ninguna expedición había recorrido antes las regiones de nuestro Río de la Plata. El viaje de Solís estuvo rodeado del más estricto secreto para impedir que la noticia llegase a conocimiento del rey de Portugal que en virtud de acuerdos celebrados podía pedir la inmediata suspensión del mismo. (1)
Díaz de Solís parte de San Lúcar de Barrameda el 8 de octubre de 1515. Lo hace en dos naos de apenas treinta toneladas y otra mayor de sesenta. Lo acompañan en total sesenta hombres. Tras un viaje de itinerario incierto, las tres pequeñas naves se encuentran navegando ya en aguas de nuestro río Paraná, más precisamente en la embocadura del Paraná Guazú, en los primeros días del mes de febrero de 1516, cuatro meses después de la partida. (2)
En ese mismo mes costea la desembocadura del río Uruguay y llega hasta la isla de Martín García, donde desembarca para enterrar allí a un marinero de ese nombre. Luego se dirige a las márgenes del Uruguay y desembarca con una canoa en compañía de dos delegados del rey, tres marineros y un grumete llamado Francisco del Puerto, primero de los tres náufragos que habrá de jugar un papel fundamental en nuestro relato. Apenas tocan tierra son salvajemente atacados por indios guaraníes. Sin nada poder hacer por ellos, los españoles contemplan horrorizados desde las carabelas como son muertos, despedazados y comidos por los indígenas, con excepción del grumete que es llevado prisionero.
La muerte de Solís impuso el inmediato regreso a España de la expedición. Pero cuando están frente a Brasil, antes de poner proa definitiva en procura del cruce del océano, una de las carabelas naufraga el mes de abril en Los Patos, frente a la isla Santa Catalina, quedando en tierra 18 hombres. Los náufragos tuvieron suerte varia. Siete de ellos se fueron por la costa, hacia el norte, y cayeron en poder de los portugueses. Uno –Alejo García- atraído por las fantásticas noticias que los indígenas daban sobre la existencia de un imperio fabulosamente rico en dirección al oeste, se puso a la cabeza de varios centenares de ellos y en compañía de cuatro de los náufragos parte en busca del Imperio del Rey Blanco y de la Sierra de la Plata, en un viaje épico, verdaderamente extraordinario. Los seis restantes quedaron en Los Patos. Cuatro de éstos murieron y finalmente los dos restantes –Enrique Montes y Melchor Ramírez- habrán de ser también protagonistas decisivos de lo que narraremos.
La expedición de Sebastián Caboto
Once largos años habrían de transcurrir en las desoladas costas antes que otra armada española se presentara en el río de Solís. El paso entre ambos océanos había sido descubierto por fin por Magallanes en 1520 y por allí habría de pasar Sebastián Caboto de acuerdo a la capitulación celebrada con el rey Carlos V para llegar hasta “las tierras de Maluco y las otras islas y tierras de Tarsis y Ofir y el Catayo Oriental y Cipango”.
Después de muy prolongados preparativos, la armada de Caboto partió finalmente de San Lúcar el 3 de abril de 1526. Componían la expedición algo más de 200 hombres, repartidos en tres naos (Santa María de la Concepción, Santa María del Espinar y la Trinidad) y una carabela. Se trataba de una expedición muy bien provista en gente y materiales. Venían hombres de armas, calafates, carpinteros, alguaciles, cirujanos, lombarderos, herreros, veedores de los armadores y no menos de 50 tripulantes en carácter de marineros, pajes, criados y grumetes. También la integraba un “clérigo de la armada”, un escribano de la armada, un tesorero y tres contadores.
El capitán general era Sebastián Caboto, quien ejercía en ese momento el cargo más alto en España en esta materia: piloto mayor del rey, algo así como un Jefe del Estado Mayor General de la Armada de nuestros días. Hijo de navegantes, se consideraba a sí mismo como veneciano. “Delgado, con una barba blanca, en punta, que le cubría el pecho, siempre vestido de negro, parecía mago… Había vivido largos años en Inglaterra, en España y otros países, intimando con reyes, navegantes, aventureros, cosmógrafos y astrólogos. Hablaba, como si hubiera sido su idioma, el inglés, el italiano, el genovés, el portugués. Entendía la jerga de los marineros levantinos, el griego y el latín”. (3) Tenía corresponsales en todas las naciones que lo informaban prolijamente de las expediciones y de los secretos de las cortes. Verdadero hombre de ciencia de la época, todo lo lograba con audacia o con prudencia.
El 20 de octubre estaban frente a Santa Catalina. Y dos días después aparece una canoa indígena al costado de la nave capitana trayendo a bordo a Enrique Montes, nuestro conocido náufrago de la expedición de Díaz de Solís. Pocas horas más tarde, el mismo día, subía también Melchor Ramírez, su compañero. ¡Enorme alborozo de los náufragos! Pero no menor el de Caboto ante la narración que hacían. “Nunca hombres fueron tan bienaventurados como los de esta arma –decía llorando Montes- que hay tanta plata y oro en el río de Solís que todos serían ricos”. Porque bastaba subir por un río Paraná arriba y otros que a él vienen a dar y que iban a confinar con una sierra para “cargar las naves con oro y plata”.
Sin embargo surge la oposición de Miguel de Rodas (piloto mayor de la nave capitana), Francisco Rojas (capitán de La Trinidad) y Martín Méndez (sustituto de Caboto en la propia capitanía general), lo que se resuelve con el desembarco de los tres y su abandono en las solitarias costas. No sin que antes debieran soportar la pérdida de una de las naves y una grave epidemia que retuvo a la armada, detenida en el lugar otros cuatro meses. Soplan por fin vientos tan favorables que al cabo de seis días de partir de Santa Catalina se enfrentan con la desembocadura del río de Solís. Allí fondea Caboto en un nuevo compás de premonitoria espera. Hasta que se presenta en el lugar el tercer náufrago de Solís, Francisco del Puerto, quien no solamente ya hablaba con fluidez los idiomas aborígenes sino que confirma ampliamente a Caboto hacia dónde debían dirigirse para llegar a las sierras “donde comenzaban las minas de plata y oro”.
Caboto dispone que dos de las naves queden sobre el río Uruguay, en la desembocadura del arroyo San Salvador, a cargo de Antón Grajeda, maestre de la nave capitana, con treinta hombres, y él parte con otras dos en busca del lugar que habría de llevarlo al encuentro de las soñadas riquezas. Penetra por el Paraná de las Palmas y llega a la desembocadura del río Carcarañá. “Este es el río que desciende de las sierras”, es el dato exacto que da Francisco del Puerto de acuerdo a los informes recogidos entre los indígenas. Era el 27 de mayo de 1527. Y allí desembarca Caboto y su gente, salvo Grajeda y quienes con él quedaron en San Salvador.
Europa ya tenía algunas noticias acerca del imperio inca y sus riquezas, y Caboto, también había recogido informes muy precisos, que lo certificaban.
De las serranías cordobesas descienden cinco ríos principales hacia la llanura, que quien sabe por qué razones se conocen por su orden numérico. Los ríos Primero y Segundo desembocan en la laguna de Mar Chiquita. El Tercero o Carcarañá es el único que llega hasta el Paraná. El Cuarto se pierde en grandes bañados después de La Carlota y en tiempos muy lluviosos vuelve a aparecer para unirse al Tercero, todavía en la provincia de Córdoba, a la altura de Saladillo. El Quinto se pierde al sur de la provincia. El Tercero es el más caudaloso de los cinco: lo forman cinco afluentes que se unen –como los cinco dedos de una mano- casi en un mismo lugar, donde actualmente está el Embalse de Río Tercero.
Atraviesa la Sierra de los Cóndores al salir del Embalse y entra directamente en la llanura cordobesa para atravesar después la llanura santafesina desembocando en el preciso lugar en el que el cauce del río Paraná cruza de costa, por decir así. Hasta allí el cauce principal del Paraná corre recostado sobre las costas correntina y entrerriana. Pero desde Diamante se dirige en diagonal hacia las provincias de Santa Fe y Buenos Aires. En el lugar de desembocadura del Carcarañá desemboca también, viniendo directamente del norte, el llamado río Coronda, uno de los tantos aunque caudalosos brazos menores del mismo Paraná.
Ese río Coronda, profundo, de corriente mansa, de unos 100 metros de ancho, fue el preferido durante todo el tiempo de la colonia –y aún mucho después- para llegar hasta la ciudad de Santa Fe. Con el nombre de “fortaleza de Caboto”, “real” o “real de Caboto” o con las denominaciones de “rincón de Caboto”, “fuerte Sancti Spiritu”, y directamente “Sancti Spiritu”, sobre la margen derecha del Carcarañá, figuró desde entonces en todos los mapas que fueron publicándose. Después de la destrucción y abandono del lugar por parte de la expedición de Caboto, nunca más intentó reconstruirse. Tampoco se instaló en el lugar mismo ninguna población durante la conquista. Y lo particularmente curioso es que ha merecido escasísima atención por parte de historiadores.
Inmediatamente después de instalado, Caboto convocó a todos los indios de la comarca; les hizo conocer su voluntad de “pacificación de la tierra” y llegó a un acuerdo con ellos. Los querandíes suministrarían carne (venado, avestruces, guanacos o llamas); los timbúes, pescado y grasa de pescado; los carcaraes, calabazas, habas y abatí. Retribuyó con equidad las prestaciones de los indígenas delegando en Enrique Montes la provisión del material de intercambio: tijeras, cuchillos, hachuelas, punzones, hilo, paño, agujas y sobre todo anzuelos de tamaño diverso y en cantidad (4), no olvidando a las indias, que recibían espejos y adornos.
La presencia de Caboto en el lugar era clandestina. Estaba impedido, por consiguiente de “fundar”. Sin embargo procedió a hacer “repartimientos de tierras y heredades y cortijos, se hicieron sementeras de pan y se estuvieron allí edificando y labrando y sembrando tiempo de tres años”. (5) Las jóvenes indias no tardaron en formar familia con muchos de los expedicionarios y se procedió a construir para su alojamiento no menos de veinte viviendas con troncos, barro y paja, es decir, los típicos ranchos que se hacen en las islas y las costas del Paraná. Y a los seis meses de formaba la aldea tuvo finalmente su recinto fortificado: entre todos se excavó un foso, con la tierra extraída se levantó un muro y se instalaron allí construcciones para enseres, víveres, etc., recinto que estaba defendido con más de una docena de piezas de artillería.
Desde muy temprano los hombres se dirigían a atender los sembradíos. Otros recorrían los espineles, se refaccionaron las embarcaciones, se construyeron otras menores, se mantenían en buenas condiciones las armas de fuego. Un día se encontraron 52 granos de trigo y algunos de cebada en el fondo de las naves. Se los sembró y con gran alborozo se celebró una cosecha que llenó de asombro a todos; siembra que se repitió nuevamente cuando llegó el tiempo. Así transcurrió la vida del pequeño pueblo, en perfecta paz, durante casi dos años y medio. Sancti Spiritu fue, pues, la primera auténtica población de nuestro territorio. Allí se produjo el nacimiento de la nueva raza con la unión de indias y españoles, allí se sembró sistemáticamente donde después habría de convertirse en una de las zonas agrícolas más importantes del mundo, allí se celebró misa todas las semanas en la cámara donde vivía Caboto.
Las rígidas normas de disciplina impuestas por Caboto desde el comienzo en el establecimiento apuntaban a un primordial objetivo: establecer normas leales de convivencia con los indígenas amigos y mantenerlas a toda costa. Fuese quien fuese el perturbador –español o nativo- lo pagaría caro. Esta política de recíproca confianza y de firme ejemplo, dio sus frutos. La vida transcurría plácidamente y sin zozobras.
A fines del invierno, y una vez reunida toda su gente en Sancti Spiritu, Caboto despachó exploradores para averiguar si era posible llegar por tierra a las sierras. Estaban ya listos para partir cuando los querandíes le informaron que el viaje era en ese momento imposible “porque le dijeron en ocho jornadas no hallarían agua”. (6)
Procedió entonces a hacer construir un bergantín y partió con él y una galera el 23 de diciembre, con 130 hombres, siete meses después de haberse instalado en Sancti Spiritu.
La empresa de remontar el Paraná resultó ardua y penosa. Faltó comida, debían navegar muy lentamente a la sirga por falta de viento, se vieron duramente hostilizados por los indígenas. Hasta que en las cercanías del Bermejo fueron víctimas de una celada por parte de los chandules, parcialidad guaraní, quienes contando con la increíble complicidad de Francisco del Puerto, atacaron al bergantín matando 18 hombres, entre ellos a Miguel Ríos, sucesor de Caboto y veedor de los armadores en la nave capitana. En vista de la hostilidad circundante Caboto decide regresar a Sancti Spiritu cuando corría ya el mes de mayo de 1528. Había bajado muchas leguas cuando ante el asombro general se vieron asomar dos velas que iban remontando el río: pertenecían a la armada de Diego García de Moguer. Este había llegado a principios de 1528 al Río de la Plata. Su capitulación con el rey le permitía entrar en la región. Mientras se hallaba navegando por el río Paraná, se encontró de pronto con el fuerte Sancti Spiritu. Sorprendido y a la vez indignado, le ordenó al capitán Gregorio Caro que abandonase el lugar, dado que esa era conquista que sólo a él le pertenecía por haber sido designado por España para explorar esas tierras. Pero accediendo a los ruegos de Caro y su gente para que fuese en auxilio de Caboto, García prosiguió aguas arriba y entre las actuales localidades de Goya y Bella Vista se encontraron.
El enfrentamiento entre Caboto y García fue poco cordial. Pero al cabo de ciertos “debates y requerimientos” y teniendo en cuenta el ensoberbecimiento de los chandules ante su victoria, que ambos se encontraban sin provisiones y que Sancti Spiritu no se hallaba lejos, acordaron unirse y bajar a la fortaleza, construir una media docena de bergantines y subir enseguida unidos para continuar la exploración del río.
Nuevamente y durante varios meses la vida volvió a discurrir cómoda y tranquila en el Carcarañá con el alegre zumbido de las sierras, el tableteo de los martillos, la paciencia de los calafates, en la tarea de construir los bergantines. Aunque Caboto no vaciló en imponer toda su disciplina a los hombres de García: les impedía salir a pescar o que tuviesen un comportamiento inadecuado con los indígenas. Llegó incluso a emplazarles la artillería cuando quisieron salir con sus propias canoas.
Pero ni Caboto se había desviado de su periplo a las Molucas ni García se apartaba del Paraná por insignificantes razones: el hechizo del oro y de la plata en cantidades de fantasía los mantenía en continuo deslumbramiento.
Finalmente cuatro bergantines de Caboto y tres de García parten el mes de diciembre. Pero pocos días antes de partir Caboto lleva adelante otro proyecto, largamente madurado desde su arribo al Carcarañá: autoriza al más importante de sus hombres de armas, el capitán Francisco César, para emprender una expedición por tierra para ir en procura de las sierras y de sus minas. ¿No descendía el Carcarañá de las montañas? ¿No habían establecido el fuerte precisamente allí por esa razón? César inicia la expedición en compañía de 14 hombres sin siquiera remotamente sospechar que esa expedición de ida y vuelta hasta las sierras de Córdoba bordando el río Carcarañá habrá de convertirse en causa de fabuloso mito y su nombre habrá de permanecer asociado para siempre a una de las más bellas leyendas de la conquista de América. (7)
La segunda expedición por el Paraná fue breve y desalentadora. Pronto reciben noticias que los chandules esperaban el momento propicio para asaltar simultáneamente a Sancti Spiritu y a las embarcaciones en cuanto desembarcaran en cualquier lugar. Al cabo de sesenta días entre ida y vuelta, Caboto y García fondean nuevamente sus embarcaciones frente al fuerte. Y ocho días después, con siete de sus compañeros aparece Francisco César con noticias que despiertan el loco entusiasmo de todos los expedicionarios.
El objetivo largamente soñado estaba logrado: las famosas sierras existían. Uno de los compañeros de César manifiesta a Caboto que “habían visto grandes riquezas de oro y plata y piedras preciosas”. César muestra asimismo algunas muestras de oro. Antonio Serrano describe que César llegó a las nacientes del río en Calamuchita, siguió luego por alguno de sus afluentes, cruzó las Sierras de los Comechingones –que separan a Córdoba de San Luis– y llegó hasta el Valle de Conlara. Caboto escribe a Antón Grajeda informándole sobre las buenas nuevas traídas por César, diciéndole que está dispuesto a partir enseguida hacia las minas recomendándole que tuviera cuidado de que las naves permaneciesen a buen resguardo durante su ausencia. Pero el propio Grajeda –que hasta entonces había permanecido quieto en San Salvador, en una especie de apoyo logístico con hombres y naves en la desembocadura del Plata- le contestó que esta vez no quería quedarse sin tomar participación en el proyectado viaje.
Se celebra una amplia junta donde cambian opiniones Caboto, García y todos los oficiales, donde se decide que ambos capitanes se trasladen a San Salvador llevando la galera y los bergantines para dejarlos bajo la inmediata vigilancia de Grajeda. De esta manera la guarnición que quedaría a cargo del fuerte estaría libre del problema de defender las embarcaciones. Estamos ya en el mes de febrero de 1529. De aquí el mes de setiembre se desencadena una serie de acontecimientos que van adquiriendo cada vez mayor gravedad y que culmina con la abierta hostilidad de los guaraníes.
Gregorio Caro habría de declarar después que el verdadero propósito del viaje de Caboto a San Salvador tenía por principal objetivo hacer un escarmiento a los guaraníes. En tal sentido ya había encargado a Antonio Montoya, contador de La Trinidad, que con un bergantín cumpliese la misión de convocar a la guerra a los timbúes y caracaraes, misión que se preparó y cumplió exitosamente. Pero la decisión de los guaraníes –conocida ya cuando Caboto y García fueron advertidos en su segundo viaje por el Paraná- era no menos resuelta y definitiva.
En cierto modo el conflicto estaba declarado. Resuelto el viaje a San Salvador, Caboto despachó adelante a Montoya a cargo de uno de los bergantines y a Juan de Junco, tesorero de la Santa María del Espinar y séptimo en el orden de sucesión de mando de Caboto, con una barca y un bergantín pequeño de los de García. A unas 15 leguas de la fortaleza aguas abajo, vieron muchos indios en un rancho y con deseos de “tomar lengua” se acercaron a la orilla y como notaran que huían temieron que hubiesen cometido “alguna ruindad”. Bajó a tierra Montoya con dos hombres y se encontró con una caja escondida entre las malezas, las ropas y los restos de tres españoles despedazados que se supo después iban de San Salvador al fuerte, dos de los de Caboto y uno de García. Atento a lo que pasaba, Montoya despachó inmediatamente dos hombres a Sancti Spiritu para que manifestasen a Caboto lo que estaba ocurriendo.
En vista de esta noticia se decidió en el fuerte disponer medidas contundentes. Se acordó dar un asalto a ranchos indígenas de las islas vecinas para lo cual se comisionó al capitán Caro, quien sin vacilar mató a cien de ellos y se llevó prisioneros a mujeres y niños. Y al haberse escapado algunos indios que también habían sido hechos prisioneros volvieron a salir, mandados ya en persona por Caboto y García, en cuatro bergantines y con ochenta hombres, y mataron los que pudieron en la isla que está enfrente del fuerte, río Coronda por medio.
Los caciques cuyas mujeres y niños estaban prisioneros en el fuerte se presentaron ante Caboto en solicitud para que pusiese en libertad a sus familiares. Caboto, a quien su política de apaciguamiento y entendimiento ya se le iba de las manos, les habló largamente, ofreció mantener buenas relaciones como las que antes habían tenido con el fuerte y concluyó finalmente por entregarles mujeres e hijos. Pero los indios –que eran precisamente los que traían todos los días las provisiones de pescado- no aparecieron al día siguiente ni aparecieron más. Finalmente unos ocho días antes de que Caboto se dirigiera a San Salvador, al ver pasar al cacique Yaguarí en una canoa por el río y al no presentarse rápidamente a su llamado, lo hizo traer, le asestó un bofetón y dejó que uno de los marineros, Nicolás de Nápoles, le asestara una cuchillada.
Es en estas dramáticas circunstancias que Caboto emprende su viaje a San Salvador con 100 hombres, llevando la galera y tres bergantines, uno de los cuales con la proa en tierra y semi hundido. No bien salido recibe alarmantes noticias sobre la decisión inminente de los guaraníes de incendiar y destruir el fuerte. Caboto, sin embargo, confiando en las decisiones que había tomado antes de partir, y en las órdenes estrictas que había dejado para prevenir el hecho, decide seguir adelante. La suerte estaba echada.
Fresca noche de setiembre. El cirujano Pedro maestre acompañaba al sargento mayor Juan de Cienfuegos en la ronda más difícil de la noche: la del cuarto del alba. Faltaba todavía largo rato para amanecer. Todo estaba en orden. Pedro Maestre hizo una recorrida y echó una mirada al dormido capitán Caro ¿Qué le hubiera costado ceder? Todos sabían perfectamente que el mayor peligro que el fuerte podía correr provenía del incendio por hallarse sus ranchos cubiertos con paja ¿Por qué no aceptó la idea de destecharlo todo? ¿Por qué no aceptó hacer una tapia en medio de la fortaleza y trasladar allí las viviendas de los soldados, cubriendo algunas con barro y dejando a todas descubiertas por el momento? “Parecerían así camarillas de mujeres de mal vivir”, fue la descomedida respuesta. Todo se podía haber hecho.
Pedro Maestre se había retirado a su rancho, fuera del recinto, cuando una infernal gritería lo sorprendió junto al fuego tostando abatí, preocupado por haber levantado la ronda antes de tiempo. Cuando Juan de Cienfuegos dio la alarma ya los indígenas estaban frente al fuerte con las antorchas encendidas. Caro y sus hombres sintieron el griterío pero la casa donde dormían ya estaba ardiendo. Sin vacilar les hizo frente, con mucha fortuna inicial, pero cuando advirtió que sólo cinco o seis lo acompañaban, emprendió la retirada y se lanzó corriendo hacia la barranca, saltó a la playa y escapó a los bergantines.
Alonso Peraza, alguacil mayor de la armada con cuatro o cinco hombres, oponía firme resistencia por su lado, desde el bergantín varado en el Carcarañá que otros tantos trataban de echar al río. Advirtió que los indios estaban ya casi sin flechas y valientemente se lanzó de nuevo a tierra a combatir. Al verlo, hicieron lo mismo varios del bergantín donde había subido Caro.
El incendio iluminaba la costa y el río. Más lejos, grandes lenguas de fuego señalaban los lugares donde estaban ubicadas las casas fuera del recinto. Más y más indígenas aparecían de todas partes. El clérigo García venía corriendo hacia la costa con una espada en la mano y el otro brazo envuelto para la pelea en una manta a cuadros. Llamó a los gritos a Caro, increpándolo para que descendiera y presentara lucha. Pero en vano. Herido de un flechazo en el pecho siguió peleando y se abrió camino procurando salvar a su paje pero finalmente no tuvo más remedio que echarse al río.
Mientras tanto Peraza y unos treinta hombres continuaban pujando desesperadamente por echar al agua el bergantín varado. Pedro Maestre, herido de tres flechazos, continuaba combatiendo a su lado hasta que vio caer apaleados a varios de sus compañeros.
El bergantín de Caro estaba ya colmado de gente. Estaba apenas a quince metros de la costa pero comenzaba ya a ser llevado por la corriente aguas abajo. El joven Alonso de Santa Cruz, entonces de veinte años, que habría de ser con el tiempo famoso cosmógrafo del rey, autor de una obra sobre islas y con cuyo consejo y datos habría de contribuir a la gran obra de su amigo Fernández de Oviedo (8), avanzó lentamente hacia el bergantín creyendo que no lo alcanzaba, hasta que logró aferrarse a su borda cuando el agua le cubría la garganta. Alvar Núñez de Balboa, hermano del descubridor del Océano Pacífico, que desde hacía varios meses permanecía en el fuerte por haberse quebrado una pierna, había llegado penosamente hasta la orilla y desde allí fue auxiliado para llegar hasta el bergantín. Fue de los últimos en subir.
La terrible y desigual lucha iba cesando en la misma medida en que crecía el furor de las llamas y los gritos de los indígenas. Los que estaban junto al bergantín varado se habían echado al agua. Varios cruzaron a nado el Carcarañá y una vez del otro lado fueron corriendo después por la costa, aguas abajo, dando gritos al bergantín de Caro durante más de dos leguas hasta que consiguieron llegar a él. No así el alférez Gaspar de Rivas, recomendado por el rey para integrar la armada, enfermo, que quedó rezagado y fue alcanzado y muerto por los indios. Los heridos fueron rematados en el mismo lugar donde eran encontrados por los indígenas.
Así se perdió Sancti Spiritu con treinta hombres de los que lo guarnecían, todos los rescates y muchas armas, excepción hecha de las piezas de artillería que los indios no quisieron o no pudieron llevarse. Algunos días después, encontrándose Caboto ocupando todos sus hombres en San Salvador en el arreglo de las embarcaciones, vieron llegar el bergantín “con obra de cincuenta hombres, todos desnudos y sin armas”. (9)
Caboto pensaba permanecer muy poco tiempo en San Salvador; el necesario para dejar las naves a buen resguardo. Cuando vio llegar la barca con los fugitivos de Sancti Spiritu se puso inmediatamente en marcha en compañía de García con dos embarcaciones, con la esperanza de poder prestar algún socorro a la gente que hubiese podido quedar en alguno de los otros dos bergantines. Cuando legó sólo pudo certificar que todos sus hombres habían muerto y “hechos tantos pedazos que no les podía conocer”. Los bergantines hundidos, perdidos. Se limitó a recoger las piezas de artillería y volvió a San Salvador, para luego dejar definitivamente el río de Solís. Volvió a España en julio de 1530, donde fue objeto de todo tipo de acusaciones, y fue enjuiciado por la Corona por haber torcido el rumbo. Pero el mito de la expedición del capitán César y sus compañeros ya tenía vida y nombre propio: de su apellido derivó aquello de la Ciudad de los Césares.
Referencias
(1) Juan Díaz de Solís, biografía de José Toribio Medina, tal como consta en las instrucciones dadas a Solís (Tomo II, Págs. 133/142).
(2) Solís lo llamó Río de Santa María. Posteriormente algunos geógrafos lo designaron con nombres indígenas (Schoner en 1523 y Maiollo en 1527). Un mapa publicado en Weimar lo llama Río de Jordán. Pero generalmente se lo conoció por años como Río de Solís hasta la firma de la capitulación con Pedro de Mendoza, último documento en que aparece con ese nombre.
(3) Enrique de Gandia – De la Torre del Oro a las Indias, páginas 62/64.
(4) Medina, J. Toribio – El veneciano Sebastián Caboto al servicio de los reyes de España, Chile (1908).
(5) J. R. Báez – La primera colonia agrohispana en el Río de la Plata, Tomo XI.
(6) Carta de Luis Ramírez, integrante de la expedición de Caboto.
(7) La Ciudad de los Césares, persistente mito argentino, por Marisa Sylvester. Todo es Historia, Nº 8, diciembre de 1967.
(8) Historia general y natural de las Indias, 12 tomos.
(9) José T. Medina – Obra citada.
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.
Portal www.revisionistas.com.ar
Serrano, Antonio – Los comechingones – Universidad Nacional de Córdoba (1945)
Sylvester, Hugo L. – La increíble historia de Sancti Spiritu.
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sábado, 26 de septiembre de 2015

EL MENSAJE SALVADOR para Juan de Garay

EL MENSAJE SALVADOR




Poco tiempo después de la segunda fundación de la ciudad de la Santísima Trinidad y puerto de Santa María de los Buenos Aires, dos soldados, Juan Martín y Pedro Esteban Ruiz, que estaban pescando en la boca del Riachuelo, vieron un objeto que boyaba sobre las aguas, y cuya forma y color despertaron su atención.
       Al recogerlo vieron que se trataba de una gran calabaza verde que sonaba a hueco, en cuya corteza alguien había grabado la siguiente leyenda: «Rómpeme».
       Muy sorprendidos la partieron y hallaron en su interior un mensaje dirigido al capitán general Juan de Garay, fundador de la población.
       Estaba escrito con carbón en una hoja de un viejo libro y decía:
       «Los querandíes se preparan para batiros, son muchos; tratad de no dejaros sorprender. Cristóbal Altamirano, prisionero en el real de los indios».
       Garay, lejos de amedrentarse cuando recibió el mensaje, reunió a su gente y, en posiciones ventajosas, esperó a los indios para darles batalla a orillas de un río que, desde entonces, se llamó «de la Matanza», por lo sangriento de la acción y por la cantidad de indios que murieron en la persecución que le siguió.
       Al principio del combate, los españoles llevaban la peor parte hasta que Juan Fernández de Enciso entró, espada en mano, entre los indios y mató a su jefe, el bravo cacique Taboba.
       Los querandíes, al verlo caer, huyeron perseguidos por los soldados de Garay, quienes hicieron entre ellos gran matanza.