Mostrando entradas con la etiqueta batallas. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta batallas. Mostrar todas las entradas

martes, 15 de noviembre de 2016

Alberti Héroe de las Invasiones Inglesas

Alberti Héroe de las Invasiones Inglesas
Alberti Héroe de las Invasiones Inglesas

La poco conocida vida de Manuel Alberti desde las Invasiones Inglesas hasta que fuera elegido Vocal de la Primera Junta de Gobierno.
 Manuel Alberti era párroco de Maldonado cuando, en Octubre de 1806, los ingleses ocuparon su pueblo, en la Banda Oriental. Poco tiempo después, los invasores, para congraciarse con la población local, mayoritariamente católica, que resistió fuertemente la invasión, y demostrar que no se trataba de una guerra religiosa, como se rumoreaba en el pueblo, publicaron un bando donde señalaban las pocas diferencias que existían entre el credo anglicano (que practicaba la mayoría del ejército ocupante) y la religión católica. Este bando fue fijado en las paredes de las distintas poblaciones ocupadas de la Banda Oriental (hoy Uruguay).
Cuando el padre Alberti lo leyó, se indignó mucho y procedió a arrancarlo de la pared, a la vista de sus feligreses; y se sumó, en ese acto, enérgicamente a la resistencia contra el invasor inglés; instando a sus fieles a hacer lo mismo. Llegó a ocultar en la iglesia, a medio construir, efectos, provisiones y valores, para esconderlos del saqueo enemigo. Se ve que el padre Alberti no debió haber sido tan disimulado en su prédica antibritánica; toda vez que su actividad se volvió sospechosa para los ingleses, quienes lo hicieron seguir y lo capturaron conduciendo cartas comprometedoras, cerca del Cerro Pan de Azúcar, revelando el movimiento de tropas británicas para las huestes españolas apostadas allí. El cerro Pan de Azúcar es la tercera elevación del Uruguay, y se ubica cerca de Piriápolis, en la ruta costera entre Punta del Este y Montevideo.

Recuperando la libertad

En virtud de la notoria popularidad del sacerdote, y para no generar la idea de que se trataba de una persecución religiosa, o para evitar sublevaciones de sus feligreses, Alberti fue liberado al cabo de poco tiempo, y se le permitió ejercer, limitadamente, su función pastoral, con una rigurosa custodia, en Montevideo. Con la derrota británica y su evacuación de la Banda Oriental (Setiembre de 1807), Alberti recuperó su libertad y retornó a su ministerio en Maldonado, donde fue recibido como un héroe. Hoy una placa lo recuerda en la Catedral de esa ciudad.

De regreso en Buenos Aires

En 1808, Alberti retornó a Buenos Aires, donde obtuvo, por concurso, la titularidad de la flamante parroquia de San Benito de Palermo, que se estaba por crear. Otro sacerdote se opuso a su toma de posesión, asesorado por un abogado que luego sería célebre: Mariano Moreno (futuro compañero de Alberti en la Primera Junta); reclamo que luego el obispo desestimaría por improcedente.
Como no se efectivizaba la creación de esa parroquia, Manuel Alberti ejercerá su ministerio, hasta el final de sus días, en la iglesia de San Nicolás de Bari (de la cual se había desprendido la de San Benito de Palermo, sin oficializarse aún). En esa época, Alberti empezó a frecuentar a Nicolás Rodríguez Peña, Miguel de Azcuénaga e Hipólito Vieytes (su antiguo compañero de colegio); vinculándose con los círculos revolucionarios. Algunos creen que integraba la famosa "Sociedad de los Siete". Asistió al Cabildo Abierto del 22 de Mayo de 1810 y de los 27 religiosos que concurrieron, fue uno de los 19 que votaron por el cese del virrey, contrariando la posición del Obispo Lué, de quien dependía en su ejercicio pastoral.

Alberti en la Primera Junta

En la jornada del 25 de Mayo, mientras su hermano y tocayo Manuel Silvestre (luego capitán del Regimiento de Granaderos a Caballo) firmaba, entusiasta, en la Plaza de la Victoria, el petitorio para que su hermano, el clérigo, integrara la Primera Junta; Manuel Maximiano estaba en la casa de su amigo Miguel de Azcuénaga, junto con otros patriotas; desde donde podían seguir los movimientos en la Plaza. La casa de Azcuénaga quedaba al frente de la Plaza, sobre la actual calle Rivadavia, lindera con la Catedral Metropolitana; donde hoy se erige un edificio donde funcionan oficinas del Banco Francés. Allí fue donde se enteró que había resultado designado vocal del Primer Gobierno Patrio, junto, precisamente, con su anfitrión, Azcuénaga.
No se sabe muy bien por qué se lo incluyó como Vocal de la Primera Junta. Algunos creen que los hombres de Mayo quisieron transmitir el mensaje de que no pretendían romper con la tradición católica de casi toda la población, a diferencia de los revolucionarios franceses.
Otros piensan que, su prestigio, su calidad de "cura héroe" de las Invasiones Inglesas y su carácter piadoso, reconocido unánimemente, contribuían a prestigiar a un nuevo gobierno, que necesitaba legitimarse rápidamente ante amplias franjas de la población del entonces virreinato, acostumbrado a la tradición colonial hispana.
Otros piensan que, ligado a Azcuénaga y a las ideas de Cornelio Saavedra, representaba un elemento "conservador" necesario para lograr un balance y equilibrio en la Junta. Finalmente, otros creen, sencillamente, que Alberti fue elegido por su carácter sacerdotal, para ser el "capellán" del flamante Gobierno Patrio.

Sin rencores

Sin embargo, una vez en la Junta, y a sus 46 años, Manuel Alberti adhirió a casi todas las ideas, principios y proyectos de Mariano Moreno, aquel abogado que, curiosamente, se había opuesto a que él se hiciera cargo de la Parroquia de San Benito de Palermo.
Ello revelaba que Alberti no tenía un carácter rencoroso o vengativo, y se guiaba por sus propios principios, valores y convicciones. Así, la firma de Alberti figuró en todos los actos en que la Junta resolvió: crear el Ejército Argentino y la Gazeta de Buenos Aires, la deportación del ex virrey Cisneros y los oidores de la Real Audiencia a las Islas Canarias, así como la destitución de los cabildantes realistas.
Por Juan Pablo Bustos Thames *
(*) Abogado, Ingeniero
en Sistemas de Información
y Docente Universitario



lunes, 9 de mayo de 2016

LA BATALLA DE MBORORE que impidió que la actual Mesopotamia argentina fuera hoy territorio brasileño.


LA BATALLA DE MBORORE que impidió que la actual Mesopotamia argentina fuera hoy territorio brasileño.
LA BATALLA DE MBORORE


Hay batallas que sólo sirven para entretener a historiadores.  Pero hay otras que fueron realmente importantes y a veces no son las más difundidas.  Por ejemplo la batalla de Mbororé, que nadie recuerda hoy y sin embargo ha sido la mas trascendente acción bélica de nuestra historia puesto que impidió que la actual Mesopotamia argentina fuera hoy territorio brasileño.

No es reprochable que no queden memorias de esta acción.  Ocurrió hace más de tres siglos y los contendientes fueron habitantes de dos imperios ya olvidados: por un lado los guaraníes que vivían en las reducciones jesuitas en lo que hoy es Paraguay, Misiones y Corrientes, una verdadera nación con leyes, idioma y economía propios.  Los otros protagonistas de la batalla de Mbororé fueron los bandeirantes, aventureros que tenían su centro de acción en Sao Paulo y eran una mezcla de portugueses, mestizos e indios tupíes, verdaderos piratas de la tierra, desacatados de toda autoridad y profesantes de un vago cristianismo sincretizado con toda clase de supersticiones.  Agrupados libremente en compañías o "bandeiras", tal como los bucaneros del Caribe, incursionaban sobre las misiones de la Compañía de Jesús en busca de esclavos.  Pues los jesuitas habían enseñado a sus neófitos a profesar toda suerte de oficios, pero eran indefensos como corderos.

Desde 1620 en adelante los avances de las "bandeiras" se hicieron tan atrevidos que los hijos de Ignacio de Loyola prefirieron abandonar algunas de sus reducciones y trasladar poblaciones enteras antes que seguir exponiéndose a esos ataques.  Sabían que era necesario rogar a Dios pero también dar con el mazo... Los jerarcas de la orden deliberaron, pues, en Buenos Aires, y firmemente resolvieron defenderse.  Trasládase a varios jesuitas que habían sido militares antes de ordenarse sacerdotes y les en­comendaron la organización castrense de los guaraníes.  Luego obtuvie­ron que el rey de España levantara la prohibición que vedaba a los indios el manejo de armas de fuego.  Adquirieron todos los artefactos bélicos disponibles y, no desdeñando los recursos espirituales, consiguieron del Papa un Breve que fulminaba con excomunión a todo cristiano que caza­ra indios.  Pero cuando el jesuita que portaba el documento papal lo di­fundió en Sao Paulo corrió peligro de ser linchado: una de las industrias paulistas era, precisamente, la caza de guaraníes para proveer mano de obra gratuita a los ingenios  y fazendas de la región.

A fines de 1640 los jesuitas tuvieron evidencias de una nueva incur­sión de bandeirantes más numerosa que las anteriores.  Apresuradamente concentraron a sus bisoños soldados y maniobraron hasta esperar a los paulistas en el punto de Mbororé, en la actual provincia de Misiones, so­bre la ribera derecha del Alto Uruguay.  Más de 10.000 soldados armados con toda clase de elementos se aprestaron a defender su tierra; centena­res de canoas y hasta una balsa artillada formaban parte del ejército de la Compañía de Jesús

Los portugueses venían en 300 canoas y estaban tan acostumbrados a arrear sin lucha a los pacíficos guaraníes, que no tomaron las mínimas previsiones aconsejables.  Unas oportunas bajantes del río que natural­mente los religiosos certificaron como ayuda providencial- contribuyeron a desordenar a los invasores.  El 11de marzo de 1641 los soldados de Loyola empezaron a arrollar a los bandeirantes: la batalla duró cinco dí­as. El ingenio jesuita había provisto a sus discípulos de armas tan curiosos como una catapulta que arrojaba troncos ardientes.  Finalmente, los paulistas debieron huir desordenadamente por la tupida selva.  Anduvie­ron diez días arrastrando a sus heridos y enterrando a sus muertos.

Pero los jesuitas estaban resueltos a terminar con la cuestión paulista.  El día de Viernes Santo, mientras los derrotados oraban por su salvación, los guaraníes dieron cuenta de los últimos restos de la bandeira.  Los contados sobrevivientes, acosados por las fieras, los indios caníbales y la selva, tardaron un alto y medio en regresar a Sao Paulo.  Fue un escar­miento definitivo.  No hubo más bandeirantes sobre el imperio jesuítico, que desarrolló  desde entonces todo su hermético esplendor.

Si no hubiera sido por esa batalla curiosamente anfibia, con varias etapas en el río y otras en la selva, el avance portugués se habría extendi­do infaliblemente sobre Misiones, Corrientes y hasta Entre Ríos, y el mismo Paraguay no se hubiera salvado de la anexión.  Así de pequeñas son las causas que colorean en definitiva los mapas de los continentes.. La olvidada y remota batalla de Mbororé salvó esa vasta comarca que seria más ancha si la diplomacia portuguesa y su sucesora, la de Brasil, no hubieran avanzado al estilo bandeirante sobre nuestro noreste.

Pero no hubo guaraníes valerosos ni jesuitas decididos para oponerse a esta acción.  Y en cambio sobró imprevisión e incapacidad para dejar perder esa parte de la herencia nacional.

Bibliografía: Conflictos y Armonías En La Historia Argentina de Felix Luna


martes, 25 de agosto de 2015

BATALLA DE CAMPICHUELO

BATALLA DE CAMPICHUELO - 19 de diciembre de 1810  



Operaciones militares en territorio paraguayo  
(diciembre de 1810-marzo de 1811.    




















La Junta Grande de Buenos Aires determinó mandar una expedición al Paraguay en atención a que se creía que allí había un gran partido por la revolución. Gobernada Velasco, Paraguay no adhiere al movimiento revolucionario de Buenos Aires. El 24 de septiembre se acordó enviar al general Manuel Belgrano quien por decreto del 4 del mismo mes, había sido investido del cargo de gobernador y capitán general de los pueblos de la Banda Oriental.

Debido a que los realistas paraguayos habían retirado todas las embarcaciones del río Paraná en sus fronteras, las fuerzas al mando de Belgrano debieron cruzarlo con un gran número de balsas, botes y canoas construidas al efecto, llevando gran parte de las cargas en odres de cuero.

El cruce se realizó el 19 de diciembre de 1810 a partir de la antigua capital misionera Santa María de la Candelaria (actual Provincia de Misiones) y por sitios próximos ubicados en la actual Provincia de Corrientes. Belgrano cruzó al frente de una reducida fuerza: 800 hombres, mitad de caballería e infantería, con 6 cañones de pequeño calibre. A su frente se hallaban las avanzadas paraguayas realistas de 500 hombres al mando de Pablo Thompson. Belgrano difundió una proclama entre los defensores por la causa de la libertad de los pueblos y para que se unan a sus filas, ante su negativa atacó y derrotó a la guardia realista paraguaya.

Fuente: www.lagazeta.com.ar

sábado, 25 de abril de 2015

BATALLA DE PERDRIEL

BATALLA DE PERDRIEL


El coronel Gillespie no es el único inglés que ponderó la benevolencia con que los conquistadores fueron tratados por las principales familias porteñas.  Y si bien los caballeros mostraban cierta reticencia en temas políticos, “las damas –dice- nos compensaban con creces la ausencia de esos asuntos, con la charla animada, la dulzura fascinadora y, por lo que nunca fallan en sus propósitos, el deseo de agradar”.  Ignacio Núñez agrega que, salvo reparos atinentes a puntos de religión, los ingleses “fueron particularmente distinguidos por las familias principales de la ciudad, y sus generales paseaban de bracete por las calles, con las Marcos, las Escaladas y Sarrateas”.  Y el teniente Linch tranquilizó a su madre con una carta en la que le decía: “Aquí no me consideran como a un enemigo; las amabilidades de que soy objeto en todas partes y sobre todo las que me dispensan las nobles familias de Lastra, Terrada, Sarratea y Goyena, son muy grandes para intentar explicarlas con palabras”.
Sea lo que fuere acerca de estas finezas, y de uno que otro romance con que Buenos Aires obsequió a los ingleses, sabemos que a muchos españoles y criollos los dominaba el encono, la indignación, la vergüenza; como se viera en la zafaduría del paisano Guanes, que había de valerle una tanda de cintarazos y una noche de cepo, en la altivez de una deslenguada moza de fonda.  “Atónito el pueblo al ver conquistada la ciudad por un puñado de hombres que pudiera deshacer a pedradas”, pronto empezó a reaccionar.  “Todos huimos a ocultarnos en las quintas y en los campos; pero con el propósito de vengarnos”, nos cuenta José Melián.  Debían “combinar algún plan para sacudir el yugo que los ingleses acababan de imponerles”, dice Trigo.
Con mucho sigilo, algunos patriotas empezaron a madurar la idea de reconquistar el país.  “Yo, que lo deseaba con ansias –diría Zelaya- y que tenía muchos amigos con quienes me reunía, me resolví inmediatamente a trabajar en este sentido”.
En efecto: en los 46 días de dominación inglesa hubo complacientes que agasajaron a los invasores con sus tertulias, sus dulces y sus valses.  Hubo espías serviciales que, por la noche, les llevaban el menudo bocadillo de su infidencia.  “Teníamos en la ciudad algunos enemigos ocultos”, cuenta Gillespie.  Hubo otros que ya ejercitaban el “no te metás” dentro de la ciudad o alejándose de ella con algún pretexto.  Pero, también hubo quienes se jugaron para reivindicar el machismo mancillado que debía haber en la mitad de Buenos Aires: los que arriesgarían sus fortunas y sus vidas para echar a los intrusos.  Entre estos desconformes estaba Zelaya.  Tenía entonces 24 años.
Diversos grupos subversivos se proponían hostilizar a los ingleses, cada uno a su modo.  Gerardo Esteve Llach, con la ayuda de Pepe “el Rubio” (José Alday) quería “reunir porción de marineros”, para capturar con ellos las naves inglesas que estaban en balizas y llevarlas a Montevideo.  Pero el joven Felipe de Sentenach lo convenció de que “sería mejor que tratasen de ver si podían conseguir la reconquista de esta plaza”, para lo cual sería un buen golpe instalar minas debajo de los cuarteles ocupados por destacamentos ingleses.
Por su parte, Juan Vázquez Feijoo había propuesto a Juan Trigo que determinado día y a una hora convenida, atacaran la parada y el destacamento del fuerte “con cuchillo en mano”.
Martín Rodríguez pensaba que, aprovechando el hábito de Beresford y Pack de salir a pasear a caballo con dos soldados hasta el Paso de Burgos, se los podía secuestrar.
Varios conjurados que estuvieron con Liniers antes de que este fuera a Montevideo en busca de auxilios, trataron de disuadirlo, y “le propusieron varios proyectos para un movimiento inmediato”; pero a él le parecieron unos absurdos y otros muy peligrosos (Nuñez).
Con el propósito de “reunir los ánimos de las diversas facciones y opiniones que había” y sumar sus esfuerzos, se reunieron Sentenach, Llach, Tomás Valencia, Trigo y Vázquez en los asientos externos de la Plaza de Toros (Retiro) y decidieron trabajar juntos.  Se efectuaron nuevas reuniones en casa del cómico Sinforiano, en la trastienda de la librería de Valencia y en otros domicilios, con el sigilo necesario, para discutir sobre lo que había de hacerse.
Don Martín de Alzaga, que estaba dispuesto a aportar “todo el dinero que se necesitare”, convocó a los conjurados para una decisiva reunión en su casa (hoy, Bolívar 370).  En ella, “propuso cada uno de los concurrentes la idea que en su concepto debía adoptarse”; y, “después de haberse controvertido sobre varios planes para llevar a efecto la reconquista”, se convino en un plan común.
Este acuerdo no disimuló del todo, sin embargo, la malquerencia que había entre el grupo subversivo de “los catalanes”, que encabezaba Sentenach y financiaba Alzaga, con el “partido” de Trigo y Vázquez.  La inquina de éstos apuntada especialmente a Alzaga, a quien sus adictos llegarían a llamar “el Padre de la Patria”; y sus detractores, “Martincho Robespierre”.  Y culminaría posteriormente, cuando Trigo acusó a Alzaga y a los catalanes de tener “ideas de independencia” que se oyeron en las secretas juntas de los conjurados.  Con más precisión, se afirmó que en la trastienda de la librería de Valencia se había hablado de formar una república independiente después de la reconquista.  Y quizás de esto oyera algo una huérfana que tenía Valencia; “porque como muchacha se introducía a oírlo todo, bien que algunas veces la echaron del cuarto, y ella solía ir y venir, ya por curiosidad, ya con el objeto de llevar algunos mates”.  No se pudo probar tan “horrendo crimen”, que la maledicencia había prendido como abrojos a la honra de fieles vasallos; pero les dio un disgusto.
A todo esto conduciría la rivalidad de los catalanes con los “paniaguados” de Trigo, por el momento aunados en un común plan subversivo.
El plan en marcha
El plan consistía en reclutar gente, en acopiar caballos, armas y municiones, y en poner minas explosivas debajo de los cuarteles donde había destacamentos ingleses.
Para esto de las minas se pensó alquilar la casa de Manuel Espinosa, frente al primer baluarte del Fuerte, hacia la Merced; pero como no se pudo, se arrendó la casa de al lado, que tenía entrada por la Alameda y que pertenecía al P. Martiniano Alonso.  Para disimular, se instaló en ella una supuesta carpintería.
Junto a los fondos de San Ignacio, sobre las calles de San Carlos y de la Santísima Trinidad (Alsina y Bolívar), en el edificio que fuera de la Procuradoría de las Misiones, estaba instalado el Cuartel Fijo de Infantería, comúnmente llamado Cuartel de la Ranchería; en él también había un destacamento inglés.  Se alquiló, pues, en su inmediación, la casa de José Martínez de Hoz; y allí los “minadores” Bartolomé Tast e Isidoro Arnau cavaron la boca del túnel para meter el explosivo.  Un grupo armado vigilaba desde la azotea del Café y billar de José Marco.
Reclutar gente era correr el riesgo de ser descubiertos por algún soplón.  Para evitar, en este caso, males mayores, se adoptó un sistema de células, único contacto de 5 voluntarios; y cada capitán sería cabeza y único contacto de 5 cabos.
“En esto salimos a ver a un sujeto que me había dicho tenía 80 hombres prontos –nos cuenta Domingo Matheu-; pero que se les había de dar 4 reales diarios hasta la reconquista”.  No hubo inconveniente: Alzaga había asegurado que tenían “un gran fondo de que disponer”; y no era el único que aportaba dinero.
Manuel Palomares era un “gallego patriota”, maestro de montajes y “caudillo de un numeroso cuerpo de gente voluntaria para la reconquista de esta plaza”.  El 27 de junio a la noche, instruyó a Cornelio Zelaya, quien en poco tiempo reclutó a 72 paisanos.  Cada uno recibía diariamente, a la oración, sus cuatro reales (Honor para Hipólito Castañer, un modesto peón “que nada quiso”).  El canario Zerpa reclutó 50 hombres.  Otros acopiaban armas blancas y de chispa.  En algún secreto lugar se estaban montando obuses.  Los conjurados no descansaban.
Otro relevante “caudillo” fue Juan Martín de Pueyrredón, quien había llegado de Montevideo con Manuel Arroyo para reclutar paisanos y preparar aprovisionamiento, en apoyo de la expedición de Liniers.  “Pueyrredón nos pasó la palabra, que al instante halló eco en todos nuestros amigos” –nos dice Melián-.  “Nos alistamos más de 300, que debíamos reunirnos armados en un día dado en la Chacarita de los Colegiales”, agrega Martín Rodríguez.
Se había dispuesto que los voluntarios fueran concentrados y preparados fuera de la ciudad:  Para ello se arrendó la llamada “Chacra de Perdriel”, propiedad situada a 4 leguas de Buenos Aires (Villa Ballester, Calle Roca 1860, a 200 m del km 18 de la Ruta 8), no lejos de la chacra de Diego Cassero.  Había tomado el nombre de su antiguo dueño, el francés Julián Perdriel, y después perteneció a Domingo Belgrano.  Estaba cercada con árboles espinosos que bordeaban un foso, y tenía un edificio de dos cuerpos y azotea, cuyas habitaciones daban a un patio central, cerrado con una reja.
En la noche del 26 de julio, Trigo y Vázquez se dirigieron con unos 200 hombres hacia la chacra de Perdriel e instalaron allí el campamento.  Hay quienes dicen que tenía por objeto llamar la atención del enemigo “y distraerlo de lo que se ejecutaba en la ciudad”, donde “había ya bastante escándalo o susurro” sobre la conjura.
Ciertamente, “los enemigos no carecían de noticias sobre estos movimientos” (Núñez), por “sus soplones, que tenían muchos” (Beruti).
Un día (27 de julio), estando Zelaya en su casa con su amigo Antonio Villalta, tratando pormenores del plan subversivo, fue a buscarlo un corchete del Cabildo, apodado Petaca, y le dijo:
- ¿Es usted don Cornelio Zelaya?
- Si, señor; soy yo.
- De orden de S. E. el señor Gobernador, que se presente usted ahora mismo en la sala capitular, donde lo espera S. E.
- Muy bien.  Diga usted a S. E. que voy al momento.
Zelaya entró, meditando una fundada sospecha, y le dijo a Villalta:
- “¡Amigo, me han descubierto!  Me manda llamar Beresford y no será sino para colgarme.  Mientras voy al billar a ver si encuentro a Palomares para acordar algo, hágame el favor de ensillarme el caballo, que en cuanto vuelva, monto y salgo al campo antes de que me echen caza.  Y usted llevará la gente a Perdriel”.
Efectivamente, Palomares estaba en el billar y, al saber que Beresford había encontrado la punta del ovillo, huyó junto con Zelaya, temiendo ser entregado “por tanto soplón”.
Ambos fueron a la quinta de Francisco Orma, en Barracas, donde se encontraron con Diego Baragaña, Manuel Arroyo, José Pueyrredón y otros patriotas que se habían congregado para ir juntos a Luján, donde se incorporarían a las fuerzas de Juan Martín de Pueyrredón.
Partieron al anochecer en dirección a la novísima parroquia de San José, en tierras de Ramón Flores (hoy barrio de Flores); desde allí tomaron la carrera de Córdoba (hoy Gaona), que trasponía la cañada de Morón por el norte de Nuestra Señora del Camino (Morón), y a medianoche estuvieron en el puente de Pedro Márquez, desde donde seguirían a Luján.
Pueyrredón había reunido el contingente de los paisanos convocados en la Chacarita de los Colegiales y en los Santos Lugares de Jerusalén (hoy San Martín), con los blandengues que el comandante Antonio Olavarría había recogido en la frontera.  Y juntos regresaron hacia la chacra de Perdriel.
Por su parte, los catalanes habían despachado, el 30 de julio, un cuerpo de 50 fusileros y 4 obuses a cargo de Esquiaga y Anzoátegui, con el secreto designio de reemplazar, por las buenas o por las malas, a Trigo y Vázquez, en la comandancia del campamento.  Pero aún no habían montado los obuses cuando tuvieron una inopinada sorpresa.
Hora de combatir
Informado Beresford de aquella concentración de fuerzas y de que tenían pocas armas, decidió dar un golpe de mano.  En la madrugada del 1º de agosto salió de la ciudad, sigilosamente, una división de 500 infantes con dos cañones, mandada por el coronel Pack y guiada por el deslucido alcalde Francisco González.
A las 7 de la mañana cayeron sorpresivamente sobre la chacra de Perdriel y, de un zarpazo, desbarataron aquel campamento de bisoños en el que, con poca fortuna, se empezaba a presentir la patria.
Aunque Beruti se esmere en demostrar que “la victoria fue nuestra” en vista de la obstinada resistencia opuesta al enemigo, aceptemos que, cuando los ingleses se desplegaron en línea de batalla y rompieron el fuego a discreción, “la desbandada fue general, sin que quedase un solo hombre en el campo”, como dice Martín Rodríguez.  “Los nuestros se defendieron bizarramente –afirma Sagui- pero sin poder evitar retirarse con pérdida de algunos hombres”.  Y lo corrobora el autor del “Diario de un soldado”, admitiendo que los patriotas “se defendieron como leones, pero no hubo otro remedio que huir cada uno como pudo”.
Con mayor detenimiento, Núñez nos dice que los patriotas se empeñaron en combatir, no obstante la desventaja de sus armas, y olvidando que el principal objeto consistía en prepararse para operar con la expedición que debía llegar de un momento a otro.  “El resultado fue el que debió ser: los partidarios no pudieron resistir las descargas cerradas del enemigo y huyeron en dispersión, a pesar de los heroicos esfuerzos del ciudadano Pueyrredón y de los valientes voluntarios que lo acompañaban”.
Sí, la confrontación fue desigual: pues no bastaba el denodado esfuerzo de un centenar de paisanos armados, ni los vivas a Santiago Apóstol ni los mueras a los herejes, para resistir mucho tiempo aquella andanada.  Olavarría se retiró con sus blandengues.  Los obuses fueron abandonados.  Cundió la confusión, el desbande.  De pronto, aparecen Pueyrredón y otros 12 jinetes que, en feroz embestida, atropellan la artillería enemiga y le arrebatan un carro de municiones.  Una bala mata al caballo de Pueyrredón, pero un compañero lo salva.  Los ingleses quedan victoriosos pero anonadados ante la temeridad de aquellos hombres de Pueyrredón, entre los cuales estaba Cornelio Zelaya.  Fue “uno de los pocos intrépidos que acometieron en mi compañía al enemigo”, diría el mismo Pueyrredón.  Y Palomares corrobora que Zelaya había sido “uno de los que ayudó a cortar el carro de municiones que se le quitó al enemigo”.
Pueyrredón, Zelaya, Francisco Orma, Francisco Trelles, José Bernaldez y Miguel Mejía Mármol se dirigieron a San Isidro y se embarcaron en un bote con el que llegaron a Colonia, de donde regresarían con la expedición de Liniers.
Mientras tanto, los dispersos de Perdriel fueron congregándose en la Chacra de los Márquez (Boulogne, calle Thames, entre el Fondo de la Legua y la Panamericana), donde se reunirían con las fuerzas expedicionarias.
A la hora de los cargos y descargos, los catalanes imputarían el contraste de Perdriel a la ineptitud de Trigo, “que es un ladrón, pues ha malgastado todo el dinero de la reconquista”, y que, en vísperas del combate, toleraba en el campamento juegos, borracheras y el continuo concurso de “mujeres para bailes y bromas”.  No menos ácidos serían los cargos atribuidos a Vázquez, quien, viniendo todas las noches a la ciudad “se ponía a hablar en las tertulias de cuanto se proyectaba”, con imprudente desenfado.  Y agrega Sentenach que, mientras estaban combatiendo, Vázquez apareció en casa de Fornaguera “vestido con un poncho viejo, gorro de pisón lustrado y unas chancletas amarradas con guascas”; y por no correr peligro se disfrazó de fraile y desapareció hasta después de la reconquista, en que volvió a vérselo luciendo su uniforme…
Sin poner ni quitar roque, suponemos que influiría en estas reyertas la rivalidad de los catalanes con los seguidores de Pueyrredón.  Rivalidad que tendría pintoresco desahogo cierta vez, en el zaguán de la casa de Llach, que no estaba dispuesto a mandar su gente a San Isidro a disposición de Liniers; y que, saliendo de casillas ante la insistencia de un majadero, le contestó, “haciéndoles cortes de manga” por tres veces: “¿Sabe usted que le daré al señor Liniers?  ¡Un ajo!” (consignamos el eufemismo tal como figura en un sonado pleito ventilado posteriormente)  “¡Yo no trabajo para que otros se lleven las glorias!”.
Como los acontecimientos se precipitaran, los catalanes se apuraron a reunir su gente en la Plaza Nueva (sobre la actual Carlos Pellegrini, entre Cangallo y Sarmiento) y la enviaron a Retiro, a disposición de Liniers…
Doce de agosto
Llegó la hora de la reconquista.  De un lado estaban los vencedores: unos desinteresados y otros ambiciosos, unos acomodaticios, otros muertos…  De otro lado estaban “los herejes” y los traidores.  Cuenta Núñez que las pandillas se ensañaban con quienes “habían hecho de soplones” o ayudado al enemigo con “otros oficios viles”, sacándolos a empujones para procesarlos y robándoles, “hasta las rejas de sus casas”.
Y en ese mundo de júbilo y lágrimas, de gritos y silencios, que era como un despertar de la antigua Buenos Aires virreinal, estaba, orgulloso, ese muchachote alocado a quien Liniers elogiara cumplidamente, por ser “uno de los vecinos de esta capital que más se empeñaron desde el principio en liberarla de la denominación enemiga”.
Así había comenzado Cornelio Zelaya a servir a su patria.  Y lo haría por muchos años, abnegadamente.  Al cabo de ellos se encontró con sus recuerdos, en la pobreza y el olvido.  “Hasta los escudos de oro con que me había condecorado la patria he tenido que venderlos por chafalonía para alimentar a mi familia…..”.
Fuente
Barrionuevo Imposti, Victor – Un combatiente de Perdriel.
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.
Todo es Historia – Año XV, Nº 178, marzo de 1982.
www.revisionistas.com.ar
Se permite la reproducción citando la fuente: www.revisionistas.com.ar


miércoles, 11 de marzo de 2015

GRAF SPEE Y LA BATALLA DEL RIO DE LA PLATA: MI PADRE LLEGA ASÍ AL PAÍS

GRAF SPEE Y LA BATALLA DEL RIO DE LA PLATA:
 MI PADRE LLEGA ASÍ AL PAÍS
El 17 de diciembre de 1939, la flota inglesa encuentra al acorazado de bolsillo "Graf Spee" y en linea lo atacan. Son el Ajax, el Exeter y el Achilles. Lo toman entre dos fuegos.
Luego de intenso combate, que en el futuro se llamará "la batalla del Río de la Plata", al anochecer el acorazado ancla en el puerto de Montevideo,
 y también deja a sus muertos en la batalla.
La diplonacia inglesa consigue que al Graf Spee no pueda completar sus reparaciones.
El Exeter luego de la batalla había quedado incapacitado para el dissparo, y el Ajax en muy mal estado, pero a la flota inglesa de les agrega un cuarto barco, el Cumberland.
El Capitan del Graf Spee, von Langsdorff, con muy poca munición, y con instrucciones de que el barco no caiga en manos enemigas, decide hundirlo. 
Decide, como manda la tradición, hundirse con su barco. Perro la tripulación se niega a abandonar el acorazado sin von Langsdorff, por lo que éste debe acompañarlos.
Y hace explotar la Santabárbara
Y la tripulación es llevada así a Buenos Aires
Y el diario "La Nación" así refleja la llegada de los marinos alemanes, entre ellos mi padre, Ernesto Augusto Parbst (Es el de la X)

Las fotos son de mi archivo personal

jueves, 7 de marzo de 2013

7 de marzo INVASION BRASILEÑA A PATAGONES

7 de marzo de 1827 INVASIÓN BRASILEÑA A PATAGONES



 El Carmen de Patagones, asentado a horcajadas sobre la gran corriente fluvial rionegrina, vivió largos años en plena soledad. Pero a pesar de ello tuvo momentos de grandes urgencias, de tremendas responsabilidades, tales los vividos en el año 1827 cuando supo enfrentar y vencer una bien organizada expedición brasileña integrada por 613 hombres bajo el mando del capitán de fragata ingles James Shepherd

Desde Diciembre de 1825

 Argentina se hallaba en guerra con el imperio del Brasil. El derecho de pertenencia del territorio actualmente uruguayo había provocado el conflicto.
A raíz del bloqueo del puerto de Buenos Aires por la escuadra imperial, el apostadero naval rionegrino se había transformado en el seguro refugio de nuestros corsarios que atacaban valientemente el poderío naval enemigo.
El botín de guerra, los negros esclavos arrancados a los veleros que se dedicaban a tan infame tráfico, los prisioneros, todo era desembarcado en Patagones, lo que dio origen a una activación inusitada en la vida maragata de aquel entonces. La riqueza llego a la zona y la familias hasta ese momento de vivir sencillo, aldeano, conocieron el lujo traducido en muebles finísimos, porcelanas, tapices, pianos, sedas, encajes, en fin, todo un mundo de “Las mil y una noches” que trastocó el clima apacible y monótono del último pueblo de la tierra, como alguna vez se le llamó a Carmen de Patagones.
Brasil se sintió herido profundamente en sus intereses por el éxito del ataque de los corsarios a su comercio marítimo y con el fin de arrastrar batería y población del punto que había alcanzado a asumir tan importante papel en la guerra, resolvió enviar una poderosa escuadra al Río Negro.
El 28 de febrero de 1827 cuatro naves forzaron la barra. Una de ellas varó y se hundió pocos días después. Desde la batería de la boca se hostilizó a la fuerza invasora; pero sin resultado, dado la escasez de municiones. En esta acción los criollos perdieron dos soldados de la infantería negra del coronel Felipe Pereyra y un oficial corsario, el valiente Fiori, “a quien su bravura condujo a una muerte gloriosa”.
Durante seis días los imperiales actuaron con demora y desorientación, dando tiempo a Patagones a organizarse y a poner al fuerte en estado de defensa.
El 6 de marzo, a las 21, los brasileños echaron a tierra un grupo explorador a legua y media de la batería de la boca. Luego de un reconocimiento de la zona, el citado grupo se repliega hacia la costa donde permanecía embarcado el grueso de la expedición. Se supone que desde las 23, aproximadamente, los brasileños realizan las tareas de desembarco de una columna de infantería que tendrá por misión atacar el fuerte de Patagones. Después de las dos de la madrugada del día 7, dicha columna de infantería emprende la marcha en dirección al Carmen. Al principio mal conducida por su baqueano, se pierde en el monte, mas luego, retomando buen camino, aparece el Cerro de la Caballada al amanecer.
Carmen de Patagones esperaba a pie firme al invasor. En el monte, el subteniente mendocino don Sebastian Olivera y sus ochenta milicianos (chacareros, hacendados, artesanos y comerciantes, más los gauchos del baqueano José Luis Molina); en el río, los corsarios Jaime Harris, Soulin y Dautant y sus tripulaciones bajo las ordenes del Comandante Santiago Jorge Bynon y en el fuerte las mujeres, los niños y los viejos junto a la infantería negra del Coronel Pereyra, dispuestos todos a vender cara la vida y a defender hasta a la última gota de sangre el honor de la nación.
COMBATE DEL 7 DE MARZO 
Serían las 6:30 de la mañana cuando las armas invasoras brillaron al sol sobre el cerro. Nuestros buques les asestaron sus cañones y si bien sus tiros no hicieron blanco por la situación de la columna brasileña sobre uno de los flancos del paraje, expresaron elocuentemente la energía con que se había preparado la defensa.
Olivera, en tanto, realizaba desde su posición una descarga de fusilería que dejaba agonizante, en el suelo pedregoso, al jefe de la expedición imperial, Capitán Shepherd. La columna, agotada ya por la larga marcha de la noche anterior y sedienta, viéndose sin jefe, sintió quebrada su moral y comenzó a retroceder buscando su salvación en la costa del río; pero Olivera, en formidable carga de caballería, la arrolló y quitándole el recurso del agua al metió en el monte que, envuelto en llamas, era un verdadero infierno.
El arrojado subteniente mendocino, a cuyas órdenes peleaban el pueblo y los gauchos de Molina, se incorporaba ese día a los anales del Ejercito Argentino como una clara figura de epopeya.
En tanto esto ocurría en tierra, el comandante Bynon, viendo que la población no corría peligro ya, bajó sus naves en procura de la escuadra imperial, asaltando y rindiendo dos de sus tres buques: el bergantín Escudiera y la goleta Constancia.
Sólo la Itaparica, la esbelta corbeta, quedaba por tomar; era el último reducto de los invasores, pues su tropa terrestre ya había rendido sus armas al atardecer.
Bynon marinó con tropa republicana a los  dos barcos apresados y los incorporó a los cuatro vencedores: la Bella Flor (la capitana), del propio Bynon; la Emperatriz, de Harris; la Chiquinha, de Soulin, y el Oriental Argentino, de Dautant.
Con su escuadrilla así reforzada, el bravo marino galés se dirigió hacia al Itaparica y le intimó rendición. El comandante brasileño ordenó a sus hombres a responder a cañonazos; pero éstos no le obedecieron y debió rendirse sin otra condición que la de ser tratado como prisionero de guerra.
Tirados los ganchos y las escalas desde la Bella Flor, el primero que salta a la Itaparica es Juan Bautista Thorne, un valiente marino norteamericano, a quien correspondió también el honor de arriar el pabellón de combate brasileño.
Eran las 22 horas. Los postreros resplandores del incendio iluminaban el horizonte. Los cañones acallados, habían dejado un extraño silencio en el río y en los cerros, silencio que se hacía más profundo en el rítmico galopar de los cascos de un caballo. Era el mensajero de la victoria, Marcelino Crespo, un muchacho d e17 años que, en pelo, iba llevando al fuerte la noticia de la rendición de las tropas invasoras.
Hoy nos toca recordar los nombres de los gloriosos protagonistas de aquella hazaña. Que ninguno quede sin nuestra veneración.
Los extranjeros Bynon, Harris, Soulin, Dautant, Thorne y toda la oficialidad y tripulación de la escusdrilla corsaria y los bravos negros y el oficial Fiori, cuya sangre regó el suelo patrio, y los criollos Olivera, Pereyra, el alférez Melchor Gutiérrez y Molina y sus gauchos y los pobladores de ambas bandas, cuyos apellidos Guerrero, ocampo, Murguiondo, Pita, Araque, García, Cabrera, Guardiola, Crespo, Otero, Calvo, Ibañez, Pinta, Valer, Rial, Maestre, León, Martínez, Miguel, Román, Vázquez, Herrero, Bartruille, Alfaro, Alvarez, han servido para afirmar lo que puede un pueblo cuando se levanta en armas en defensa de sus libertades y de la integridad del solar nativo.
 “Siete banderas se tomaron a los invasores en al acción del 7 de marzo de 1827. El pueblo, henchido de entusiasmo y de agradecimiento, depositó los trofeos bajo la custodia de la Patrona, Nuestra señora del Carmen, dos de los cuales aún se conservan en la Iglesia Parroquial de Patagones.
Cuenta la tradición que Ambrosio Mitre, uno de los defensores cuando la invasión imperial, al día siguiente de ser depositadas las banderas en la capilla del fuerte, llevó a su hijo Bartolomé y a los pies de las mismas le hizo jurar eterno amor a la Patria.”  

jueves, 29 de abril de 2010

BATALLA NAVAL GANADA POR LA CABALLERIA - 12 de agosto de 1806

Día grande fue para Buenos Aires aquel 12 de agosto! Quizá uno de los más gloriosos de su historia. Día en que la ciudad se encontró a sí misma y en que, con su hazaña, pudo medir la estatura del régimen pigmeo y caduco que la sojuzgaba y la de un enemigo colosal que un día pudiera darle un zarpazo de la traición. Doce de agosto de 1806. Día de la Reconquista.




Es una jornada gris, neblinosa y fría. Pero ya no llueve y ha calmado el temporal de días pasados. Los caminos de acceso a la ciudad han quedado intransitables: el de la costa, que viene de las Conchas; el del Alto, que trae de los corrales de Miserere; el de la Chacarita, de los Colegiales. ¿Y las calles? No obstante su elemental empedrado - o por su causa, quizá - son verdaderos pantanos. La ciudad, chata y triste, está encenagada.



Por todas las rúas confluentes a la Plaza Mayor son cauces por donde circula pesadamente una muchedumbre, armada a medias, pero poseída de un ímpetu contagioso y heroico. La encabezaban los obuses de los Miñones - hasta ayer no más pacíficos tenderos catalanes - y la artillería volante de Agustini. Detrás avanzan por las aceras y en fila india, los marineros franceses del corsario Mordeille y los de la escuadrilla de Montevideo. Y, por las calzadas, el turbión de las caballerías gauchas de los milicianos de Pueyrredón, de los dragones de Buenos Aires y La Colonia, de los Blandengues de la Frontera. Y civiles armados con cuchillos y añosos mosquetes y partasanas, exhumados de vaya a saber que desván familiar. Y chinas bravías que, cantando, pelean a la par de los hombres con sus navajas andaluzas o se dedican a volver a cargar los fusiles a los varones. Y burgueses, señorones, quinteros de Perdriel, reseros de Miserere colegiales, viejos y niños. Niños que, cuando no lanzan contra el enemigo cantos rodados con sus hondas cabreras, se deslizan agazapados por entre los heridos y muertos, vaciando sus cartucheras para reaprovisionar de proyectiles a sus padres y hermanos.







No hay obstáculos. Si los baches son profundos, aparecen vecinos que los colman con ladrillos sacados de sus propias casas. Los cañones son desencajados a la cincha de los redomones de los milicianos. Y si los caballos no pueden, ahí están cien brazos robustos que los arrastrarán.



Las casas, cerradas a cal y canto, enrejadas, hoscas, parecen casamatas. Unicamente abren sus puertas, de cuando en cuando, para dejar paso a algún herido o dar agua a los reconquistadores que, empapados de lodo, negros de pólvora y por sobre los cadáveres de sus amigos y adversarios, marchan hacia su destino.



Crepitan los fusilazos y el coraje. Tabletean las descargas cerradas. Truenan los cañones. Se suceden, clamorosas y agrias, las cargas a la bayoneta y los aludes de caballería. Ruge el pueblo en armas alentando a los heridos y remisos y desafiando al enemigo.



Por fin los chaquetillas rojas se retiran hacia el Fuerte. Nada ha podido contener el empuje avasallador de los reconquistadores. Ni los poderosos cañones de marina, ni los fusileros de Santa Helena, ni la fama del invencible Nº 71 de Highlanders, que ahora cede terreno, paso a paso, de espaldas a la Plaza en que entrara triunfante hace meses, al son de las gaitas nativas, bajo la lluvia y entre las miradas torvas de un pueblo humillado por una rendición sin pugna.



Y en pos del enemigo que recula, allá va el turbión porteño, entre estampidos, gritos, chasquidos y retumbos, mientras repican a rebato, como enloquecidas por un júbilo feroz, la campana del Cabildo ilustre y las de todas las iglesias de la ciudad. Es todo un pueblo que marcha peleando, cantando y jadeando, en pos del desquite de la vergüenza con que lo enfrentara el extranjero por la cobardía y la inepcia de un vejete ridículo, de dos o tres militares de sainete y de algunos pelucones ávidos que le hacían la corte. Doce de agosto, día lustral, bautismo de gloria. Día de anunciación.



En tanto avanza el pueblo victorioso, en la ribera del Plata tiene lugar un episodio extraordinario, sin duda el más característico de aquella jornada memorable.



En las primeras horas de la mañana, a poco de iniciar los reconquistadores, en el Retiro, su marcha hacia la Plaza Mayor, algunos barcos ingleses cañonearon, desde el río inmediato, a la columna que avanzaba por el camino del Bajo y calle del Santo Cristo hacia las barbacanas del Fuerte. Pero, como está visto que Dios es criollo, a consecuencias del huracanado viento de días anteriores, sobrevino una bajante extraordinaria de las aguas del Plata, con lo que las naves de Popham, que no pudieron retirarse a tiempo río adentro, vinieron a quedar en seco y varias de ellas debieron ser apuntaladas para no volcar.



Pero, si bien los cañones enemigos ya no eran de temer, podía esperarse un desembarco de los de la escuadra inerme, para proteger o reforzar a los británicos que se defendían en tierra.



- Alférez: Tome veinte paisanos de los míos y patrulle la costa. Si nota algún amago de desembarco, corra a avisarme.



- ¡Está bien, señor comandante Pueyrredón!



El oficial elige su pelotón. Son gauchos de las quintas: pañuelos atando las crenchas, chiripás y botas de potro. Lanzas de tacuaras con cuchillos por moharras. Algunos tienen sables o tercerolas. Pero todos, lazos, boleadoras y facón al cinto. Son de los vencidos de Perdriel, de los milicianos de Arze. De los que lloraron de rabia cuando, sin llegar a distinguir el color de la bandera enemiga, fueron entregados por sus jefes, reumáticos de piernas y baldados de coraje.



Los jinetes, a su vez, examinan a quien los ha de conducir: ¡Hum!



Un oficial de infantes, de ese Regimiento Fijo de militarcitos de palacio. Un jovencito de unos veintiún años con tan brillante uniforme que parece ir a un baile del Fuerte. Pero es cierto que es un hermoso pueblero de piel blanca, ojos profundos y cabello renegrido que se muestra bien plantado en un tordillo de mi flor. Insolente en su gesto y ambicioso en su ademán. Dicen que es de una familia principal de tierra adentro: de Salta. Habrá que verse qué tal se porta este lechuguino...



- ¡En marcha!



La patrulla pone sus cabalgaduras al paso y avanza escudriñando entre la espesa niebla que cubre la ribera. No se ve más allá de las narices. ¡Pero sí! ¡Hacia aquel rumbo que distingue la masa oscura de un buque!



Es cierto: a unas brazas de los juncales de la orilla se percibe un casco inmóvil: es el de la goleta “Justina”, que los ingleses arrimaran a la costa para hostilizar a los reconquistadores con los fuegos de sus veintiséis cañones, de sus cien fusileros de marina y de los veinte marineros de su dotación. La bajante la ha dejado en seco y ha quedado fuertemente escorada y por tanto, en imposibilidad de usar de su andanada.



Pero nada de eso saben los de la patrulla criolla. ¿Será una fragata? ¿O quizá un lanchón? ¿Tendrá muchos cañones? ¿Y cuántos soldados y tripulantes?



- ¡Qué importa todo esto, paisanos! Pero, por si a alguno le interesase saberlo, ¡lo iremos a averiguar sobre la cubierta misma del buque gringo!



Este razonamiento del alférez gusta a los gauchos. ¡Así hablan los hombres, qué caray!



El oficial desenvaina. Da una orden y traza un relámpago en el aire con su espada. Y el pelotón gaucho, sable o cuchillo en la diestra, se mete con sus caballos en el río.



Hostigados por los alaridos indios e improperios bien criollos, las bestias chapotean el agua que no les llega al encuentro. Los fusileros de la “Justina” rompen fuego graneado. Algunos asaltantes caen y sus pingos caracolean espumando el agua, pero sin abandonar al amo. Y el grupo continúa su avance a galope de carga.



Ya están junto al barco varado. Y entonces, aquellos paisanos que jamás han visto una nave de cerca, que se criaron en la pampa terrosa y seca, reciben la orden absurda, aunque esperada:



- Paisanos: ¡al abordaje!



Y la hazaña se cumple. Algunos de pie sobre el pingo. Otro, colgado de algún cable. Quien, gateando el casco y haciendo pie con el dedo gordo en los ojos de buey o en las junturas de la tablazón. Y todos trepando a la cubierta. Los ingleses deben dejar el fusil, por inútil, y tomar el hacha, el chuzo o el sable.



Los asaltantes están ya sobre la “Justina”. Se multiplican los duelos cuerpo a cuerpo en que los aceros se sacan chispas. Salen a relucir las boleadoras que machacan cráneos y manean defensores. Corre la sangre sajona que venciera en Trafalgar y la sangre nuestra, que rebulle por la hazaña primera.



Acosados por el ímpetu de aquellos locos, los ingleses pronuncian una palabra:



¡Rendición!



Marineros y fusileros son maniatados cuidadosamente con los lazos de los abordadores. El rojo pabellón arriado y reemplazado por el español. Los veintiséis cañones, clavados.



Y mientras algún criollo queda de guardia en la goleta apresada, el resto de la columna emprende gozoso su fluir hacia la Plaza, llevando en ancas a sus heridos y arreando en ristra, como salchichones, a sus ciento y tantos prisioneros, precedidos por el capitán inglés, su contramaestre y el condestable.



El alférez ha mostrado su pasta. Sus gauchos ahora le miran con respeto y algunos más indisciplinado y audaz le palmea y grita a sus compañeros:



- ¡Viva el salteñito! ¡Viva el rubilingo macho, paisanos!



Es que al gaucho siempre le han placido el valor desesperado, el ataque disparatado y la guapeada absurda.



Y en el día memorable, al caer el sol, cuando ya los marineros de Mordeille han recibido la espada de Beresford, el grupo de paisanos de Perdriel llega a la Plaza encharcada y jubilosa – en la que algunos gritan “¡Viva el Rey!” y muchos el entre amenazador y subversivo “¡Viva la Patria !” – con su alférez a la cabeza, llevando en el brazo el pabellón de la goleta cautiva y, detrás, la larga fila de prisioneros, confusos aún por aquel inconcebible abordaje a caballo de que han sido víctimas.



Liniers, radiante, bajo las arcadas del Cabildo, rodeado de sus jefes y de los graves regidores y miembros de la Audiencia, ve llegar a la extraña caravana. Y tras de escuchar el parte del alférez captor de la “ Justina”, le palmea diciéndole con tono entre ejemplarizador, justiciero y profético:



- Le felicito, “subteniente” Martín de Güemes: ¡usted llegará lejos!



Así fue el bautismo de fuego de un pueblo y de un hombre que habrían de obrar milagros.



Argüero, Luis Eduardo; Cielo al Tope; Historias Marineras



Ver artículos relacionados:



- Robo durante las invasiones inglesas.

- Reconquista: Capitulación de un general desgraciado.

- Batalla naval ganada por al caballería

- "Los ingleses de los ingleses"

- Las 12 invasiones inglesas.

- Homenaje al bicentenario de la reconquista



Fuente: www.lagazeta.com.ar

miércoles, 6 de enero de 2010

Petrona Simonino

Petrona Simonino



Petrona Simonino, en Obligado

El nombre de Petrona Simonino quedó relegado al más absoluto silencio y oscuridad, al revés de lo que debió haber ocurrido, esto es, que el pueblo argentino la tenga presente y la vindique toda vez que se hable del rol de la mujer criolla en nuestro devenir histórico. Por lo pronto, es reconfortante esbozar una biografía sobre esta dama patricia olvidada, porque seguramente despertará la curiosidad de los que jamás oyeron siquiera nombrarla, y porque, a su vez, incitará a continuar con la búsqueda de nuevas fuentes que lleven a una comprensión total de su figura.

Nació Petrona Simounin allá por el año 1811, en el seno de una familia acomodada del pueblo de San Nicolás de los Arroyos. Con el correr de los años, los paisanos nicoleños no lograrán pronunciar adecuadamente su apellido, quedándole para siempre el patronímico Simonino. Y aunque no conviene adelantarnos al relato, los documentos oficiales redactados luego de la batalla de Vuelta de Obligado la nombrarán también como Simonino. Su padre, Antonio Simounin, era francés, mientras que su madre, doña María Eustaquia Almada, pertenecía a una de las familias linajudas de San Nicolás, como se ha referido con anterioridad.

En 1832 contrae matrimonio con un joven hacendado de la zona llamado Juan de Dios Silva. Ellos tendrán ocho hijos: Juan, Úrsula, Carlos, Emiliano, Felisa, Petrona, Ciriaco y Juana. El último de sus críos nació en 1845, según se desprende de algunas viejas crónicas. Pero la dulce vida familiar se verá truncada cuando las autoridades del gobierno patriota de Juan Manuel de Rosas comienzan a reclutar gente para defender las costas del río Paraná, ante las reiteradas amenazas de las fuerzas imperiales del momento que en su afán de transitar los ríos internos argentinos estaban dispuestos a iniciar acciones bélicas de grandes proporciones. Para ello, el jefe de las fuerzas federales, general Lucio Norberto Mansilla, designa al esposo de Simonino, Juan de Dios Silva, como capitán de milicias del arma de artillería.

Silva no había sido designado de modo azaroso con el grado de capitán, sino todo lo contrario, pues ello se debió a los servicios que prestó con anterioridad al ejército federal, cruzando caballadas enteras para el general Manuel Oribe, quien se encontraba luchando en la provincia de Entre Ríos contra salvajes unitarios. Un parte que Mansilla le dirige a Rosas en los días previos a la batalla de Vuelta de Obligado, decía así: “Un solo capitán he nombrado, y es el ciudadano federal don Juan de Dios Silva, por su capacidad, honradez, constancia y servicios en el pasaje de caballos [a Oribe]…”.

Petrona Simonino marchó junto a su marido a Obligado, dejando su hogar y sus hijos, todo lo cual constituye un inmenso acto de amor por la patria y la ratificación de su genuino deber de esposa. Vivía cómodamente y pudo no haber ido al campo de batalla, pero el lujo y el bienestar no le interesaron en las horas decisivas del momento que se vivía.

Al inicio de las acciones, el 20 de noviembre de 1845, la valiente nicoleña auxilió a los infantes, artilleros y milicianos que defendieron con denuedo sin par la soberanía nacional. Sus tareas consistieron en ofrecerles, en medio de la polvareda infernal y el calor del fuego enemigo, agua fresca, primeros auxilios y la colocación de vendajes. Simonino, como otras que también descollaron por la hospitalidad brindada en la contienda, hacían las veces de enfermeras, y trasladaban los heridos fuera del alcance de las balas y el cañoneo anglo-francés que provenía desde el río Paraná. Incluso, arrancaban partes de sus vestidos para hacer tacos a los cañones nuestros, o bien, los deshilachaban para cubrir las heridas de los cuerpos lacerados por la metralla, cuando la urgencia era extrema.

La tarea de Petrona Simonino adquirió ribetes del más puro altruismo dado que 100 cañones de grueso calibre disparaban contra las fuerzas federales sin parar, lo cual ocasionaba que las piezas argentinas sean arrancadas de sus cureñas, lo mismo que los parapetos de las fortificaciones, que volaban por los aires. El desenlace, que con el correr de las horas se hizo cada vez más pesado y angustiante, podía notarse cuando en las barrancas se veían centenares de patriotas heridos, mutilados o ya muertos. Y en medio de esa apocalíptica escena, digna de la tenacidad con que se defiende la tierra querida, surge la figura de Simonino, que atendía a los defensores sin importarle que el fuego enemigo pudiera arrancarle la vida en un segundo.

El parte de guerra, confeccionado por el general Mansilla, la cita a Simonino de forma especial con la siguiente mención: “…tuvieron que dejar aquel lugar, bajo un fuego abrasador, para alejar las carretas del Parque, con crecido número de heridos y familias, en las cuales se distinguió por su valor varonil la esposa del capitán Silva, doña Petrona Simonino”.

Corría el año 1887, y Petrona Simonino, olvidada por las administraciones que vinieron tras la ilegal destitución de Juan Manuel de Rosas en 1852, muere en medio de los recuerdos que su memoria guardaría, seguramente, de aquella jornada de la batalla de Vuelta de Obligado, donde lo que estaba en juego era, ni más ni menos, que la soberanía nacional. Tenía 76 años de edad.

Fuentes:
•Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
•Ramírez Juárez, Tcnl Evaristo - “Discurso pronunciado con motivo de la inauguración del monumento en Vuelta de Obligado el 20 de Noviembre de 1934”, Cuadernillo impreso, Buenos Aires MCMXXXIV.
•Ramírez Juárez, Tcnl Evaristo - “Petrona Simonino, “la nicoleña”, es un símbolo de la mujer argentina”, Publicación El Hogar, Noviembre 22 de 1935, Argentina.
•Turone, Gabriel O. – Petrona Simonino, una mujer de la Patria.
•http://www.revisionistas.com.ar/