miércoles, 25 de noviembre de 2015

SUBLEVACIÓN DE LAS TRENZAS

SUBLEVACIÓN DE LAS TRENZAS

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7 de diciembre de 1811 – Sublevación de las Trenzas

Es un episodio poco recordado de nuestra historia.  Hoy volvemos a él para aclarar la actuación de los Patricios, cuerpo de tradición heroica y orgullo del pasado argentino, en los acontecimientos de aquel 7 de diciembre de 1811, en que el regimiento pagó tan cara su lealtad a su jefe, el coronel Saavedra y la corriente revolucionaria que representaba.

Concluía el año 1811 y en Buenos Aires gobernaba el Triunvirato surgido de un golpe de estado que en el mes de setiembre dieron los elementos más liberales, con Rivadavia a la cabeza, aprovechando la ausencia de Saavedra que en esos días había partido hacia el norte del país para hacerse cargo del ejército expedicionario que yacía desalentado tras los contrastes de Huaqui y de Sipe-Sipe.  Rivadavia, que se había reservado el cargo de secretario del Triunvirato, logró la destitución de Saavedra y su posterior destierro a San Juan.  Esta medida y otras más que los militares consideraron lesivas  le ganaron al Triunvirato la hostilidad de los principales cuerpos, sobre todo la de los famosos Patricios de Buenos Aires, y también la de sus compañeros de glorias, los Húsares y los Arribeños.  Era una hostilidad sorda, pero que tenía desvelado al Triunvirato.

Al ser desterrado Saavedra, el Triunvirato nombró al sufrido Belgrano como jefe del Regimiento de Patricios.  En el cuerpo el nombramiento cayó mal, no tanto porque hasta entonces el prestigio militar de Belgrano era harto escaso, todos recordaban su fracaso en la expedición al Paraguay y su posterior deslucido desempeño en el ejército de la Banda Oriental, sino porque a cualquier jefe que reemplazase a Saavedra los Patricios lo hubiesen recibido con la misma frialdad.

El caso de las trenzas de los Patricios

El regimiento de Patricios tenía el privilegio de ser el único en el ejército cuyos soldados y clases llevaban una coleta o trenza.  Esta trenza, que se hacía del largo del cabello y se llevaba a la espalda, era motivo de orgullo para estos soldados ya que los distinguía de los otros cuerpos a quienes llamaban “pelones”, por no tenerlas.

La moda de usarla provenía de Carlos II, y en el ejército había sido introducida en la época del virrey Cevallos.  Recordaremos que por ese entonces los soldados y clases de los Patricios eran gente de las orillas de la ciudad, y los orilleros entonces la usaban como símbolo de su hombría.  Así como, entrado el siglo, los montoneros y los federales de Rosas usaban la porra, y luego los alsinistas la melena.

Malquistado con los Patricios, el Triunvirato, a fines de noviembre de 1811, dio una orden que terminase con el antiguo privilegio y los soldados y clases se cortasen la trenza.  Como nadie obedeció, Belgrano dispuso que los que se presentasen el día 8 de diciembre con la trenza serían conducidos al cuartel de Dragones y allí se los raparía.

Tras el agravio de volverse “pelones”, la amenaza de que se los raparía en otro cuartel colmó la medida en la sensibilidad de aquellos soldados que dieron a la patria solo motivos de orgullo, como en las invasiones inglesas y en las jornadas de Mayo, cuando su jefe fue el primer presidente del gobierno patrio.

La agitación subió de tono, pero no era solo por las trenzas que los Patricios se agitaban, había antes que nada un gran descontento contra el gobierno surgido en el golpe de setiembre, y de esa inquietud participaban también los otros cuerpos de guarnición en Buenos Aires y que, por cierto, no usaban la coleta.

La revolución del 7 de diciembre

El 4 de diciembre el Triunvirato se enteró, muy alarmado, de que los Patricios eran el centro donde confluían la inquietud popular y la de los otros cuerpos.  Así, el día cinco Rivadavia lanzó una proclama conciliatoria invitando a todos los cuerpos de la guarnición a la “disciplina, orden y subordinación”.  Pero los movimientos seguían en el cuartel de Patricios, donde los sargentos y cabos habían tomado la decisión de sublevarse, seguidos por todos los soldados.  Por fin, el 6 por la noche, invitaron a los oficiales de guardia a que se retirasen del cuartel, cosa que así lo hicieron, en una rara actitud de complicidad tácita.

El regimiento de Patricios tenía su cuartel, por aquellos años, en el sitio llamado de las Temporalidades, donde hoy se encuentra el Colegio Nacional Buenos Aires, al lado de la Iglesia de San Ignacio, y ocupaba toda la manzana.

El 7 de diciembre amaneció con el regimiento sublevado y fortificado en su cuartel y con piezas de artillería emplazadas en las bocacalles.

El triunviro Chiclana fue en parlamento hasta el cuartel y trató de disuadirlos, allanándose en nombre del gobierno a que quedaría sin efecto la orden de cortarse las trenzas, a que Belgrano sería reemplazado y a que no se sustanciaría sumario alguno.  Pero los sublevados exigían más.  Ellos querían la renuncia del Triunvirato y el regreso inmediato de Saavedra.  De ahí es que sostenemos que lo que despectivamente dieron en llamar algunos como “el motín de las trenzas”, fue una verdadera revolución.

Ante el fracaso de la gestión de Chiclana el gobierno envió un primer ultimátum a los revolucionarios, del que fue portador el edecán Igarzábal y que decía así: “Soldados: Es ésta la última intimidación que os hace vuestro gobierno; rendid las armas, retiraos, confiad en su clemencia y nada temáis.  El os empeña su palabra de honor a nombre de la patria, de que oirá vuestras peticiones cuando las deduzcáis con subordinación al gobierno que habéis obedecido; pero si obstinados pensáis sostener el desorden, la fuerza armada y el pueblo irritado os harán conocer vuestros deberes.  Determinad dentro de un cuarto de hora, o preparaos a las resultas”.  Leído el ultimátum los Patricios despidieron violentamente al edecán y se quedaron dispuestos a recibir la ayuda de los otros cuerpos comprometidos.

El gobierno, en tanto, ensayó otro intento de conciliación.  Para ello apeló a la gestión de los obispos de Buenos Aires y de Córdoba, que acababan de ser liberados de la prisión que sufrían en la Recoleta el uno y en Luján el otro.  Ambos prelados se trasladaron hasta el cuartel portando la segunda intimación y que decía: “Soldados: solo la seducción de los enemigos de la Patria ha podido conduciros a la insurrección contra el Gobierno y vuestros jefes.  Ceded en obsequio de la causa sagrada que habéis sostenido con vuestra sangre; ceded por el amor de vuestros hijos y de vuestras familias, que serán con el pueblo envueltas en los horrores de la guerra civil; ceded, en fin, por obsequio a vuestros deberes, y un velo eterno cubrirá para siempre vuestra precipitación, y el delito de sus autores.  De lo contrario, todo está pronto para reduciros a la fuerza, y vosotros responderéis de tan funestos resultados. – Buenos Aires, 7 de diciembre de 1811”.

Pero los obispos no tuvieron más suerte que los anteriores mediadores, a pesar de que los Patricios simpatizaban con ellos, pues venían de cumplir una pena que les impusieron sus mismos adversarios.

Tantas tratativas del gobierno tenían su explicación por el hecho de que no contaban ni con los Húsares ni con los Arribeños para reducirlos.  Tenían sí, una última carta y era el ejército de Rondeau, que venía del sitio de Montevideo, y que estaba compuesto por Dragones de caballería y batallones de Pardos y Morenos.  Cuando Rondeau aceptó atacar el cuartel era ya el mediodía.  Previamente ubicó el grueso de sus batallones en las torres de las iglesias vecinas y en los tejados desde donde se dominaban los patios interiores del cuartel.  Al llevar el ataque al cuartel, Rondeau, avanzó con los Dragones desmontados sobre los puestos de las esquinas, al tiempo que un mortífero fuego se les hacía desde las torres y tejados hacia el interior del cuartel.  El combate duró poco, pero en ese breve tiempo hubo más de cien bajas, de las cuales cincuenta fueron muertes.  Al fin, solos, sitiados, sin sus oficiales, los Patricios se rindieron.

Luego vino lo peor.  Sofocada la revolución, el gobierno se mostró implacable en el castigo.  Rivadavia , en persona,  se abocó a la instrucción del sumario, pero teniendo buen cuidado en no ahondar demasiado, pues atrás de los Patricios habían estado otras fuerzas y, sobre todo, la mayoría de los diputados del interior que, residiendo en Buenos Aires, habían sido desplazados por el golpe de setiembre que erigió al primer Triunvirato.  La sentencia se dictó al tercer día, el 10 de diciembre, y por ella se condenaba a muerte a once clases y soldados de la unidad, de los cuales cuatro eran sargentos y se llamaban Juan Angel Colares, Domingo Acosta, Manuel Alfonso y José Enríquez, tres eran cabos y cuatro soldados.  De nada valieron las súplicas que por la vida de los presos elevaron al gobierno distintas corporaciones y familiares de los condenados.  La sentencia se cumplió en la madrugada del 11 de diciembre y luego los cadáveres fueron expuestos a la expectación pública.  A veinte más se los condenó a penas que oscilaron entre los cuatro y los diez años de prisión, contándose entre éstos el alférez Cosme Cruz, único oficial sancionado.  Luego la sentencia se volvió contra el regimiento en sí, como cuerpo, pues tres de sus compañías fueron disueltas y lo que es peor, al regimiento se le suprimió el nombre glorioso de Patricios de Buenos Aires y se le sacó el número 1º, que lo distinguía de entre los del arma.  Además, todos los suboficiales fueron rebajados a la graduación de soldados.

Mas no paró allí la represión.  Aprovechando su triunfo el Triunvirato ordenó que los diputados se retirasen a sus provincias en el plazo de veinticuatro horas por considerar, sin prueba alguna, que habían inducido a los Patricios a sublevarse y, en tanto era encarcelado el líder de los diputados de las provincias, el Déan Funes, se ordenaba iluminar la ciudad por tres días en muestra de regocijo.

Pero al año siguiente los Patricios serían vengados por el propio San Martín, que en las jornadas del 8 de octubre de 1812, al frente de sus granaderos, y en la única oportunidad en que desenvainó su espada en la lucha civil, derrocó al Triunvirato, haciéndose eco del clamor popular.  Y los Patricios volvieron a ver lucir su nombre tradicional al frente de su cuartel.

Fuente

Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado

Philippeaux,  Enrique Walter – “El Motín de las Trenzas”.

Portal www.revisionistas.com.ar


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LA HISTORIA DE LA PRIMERA FLOTILLA MERCANTE ARMADA DE BUENOS AIRES

LA HISTORIA DE LA PRIMERA FLOTILLA MERCANTE ARMADA DE BUENOS AIRES


bergantin San Francisco Xavier

La historia de la Primera Flotilla Mercante Armada de Buenos Aires, fue tan heroica como efímera. En el breve período entre 1800 y 1803; nació, se cubrió de gloria y desapareció sin casi dejar rastros. La cúspide de gloria estuvo dada por la Batalla de Bahía de Todos los Santos, Primer Combate de la Historia Naval Argentina. Sus héroes no pasaron al bronce ni al mármol, pero sus herederos de la Marina Mercante Argentina nunca dejamos de recordarlos, conmemorarlos y emularlos.
Desde los lejanos tiempos de la conquista, para los vecinos de puertos y ciudades de ultramar, tanto como desde siempre para los peninsulares, era tan común entrar en guerra contra Portugal; Francia o Gran Bretaña, como hacer las paces, o, incluso aliarse fraternalmente a ellas con la misma naturalidad con la que algún tiempo antes se las había combatido a muerte. Particularmente en el Río de la Plata, el enfrentamiento permanente era entre españoles y portugueses por la posesión de la Colonia del Sacramento en la costa enfrentada a la capital virreinal: Santa María de los Buenos Aires.
 La entrada en vigor en 1778 del Real Reglamento de Aranceles de Comercio Libre, junto al permanente arribo de toneladas de plata provenientes del Alto Perú que partían hacia España, aumentaron notablemente el volumen del comercio de Buenos Aires. Esto no pasaba inadvertido a los portugueses e ingleses, sobre todo en tiempos de guerra. Las naves españolas, cargadas de valores, eran atacadas en alta mar por los mismos mercantes que comerciaban en el mercado negro de los puertos cercanos a Buenos Aires o Montevideo.
En marzo de 1797, "…deseando el Rey fomentar en sus dominios de América el armamento de Corsarios que protejan nuestras costas y hostilicen al enemigo…" firma en Aranjuez esta Real Orden, "… concediendo con este objeto las gracias y franquicias que proporciona a los que armen en corso la ultima ordenanza de este ramos…".
Esta orden hace eco inmediato en el Real Consulado de Buenos Aires. Este tribunal que reunía a los más poderosos comerciantes de la próspera capital, había sido erigido para estímulo del comercio, la industria y la educación especializada, apenas tres años antes. Al frente de la Secretaría, y a título Perpetuo fue designado directamente por S.M. el joven abogado porteño Dn. Manuel Belgrano, universitario formado en los claustros salamantinos, de gran visión y claras ideas sobre las potencialidades de su tierra natal.
Su puesto en el Consulado sirvió para difundir esas ideas de desarrollo e intentar concretarlas. Una de las más interesantes tuvo su hora el 25 de noviembre de 1799, cuando en una de las salas del tribunal consular se inauguraban los cursos de la Escuela de Náutica, que a semejanza de las establecidas en la Península, fue erigida bajo la protección del Real Consulado. Era la consagración de una de sus ideas más fuertemente promovidas. Belgrano había observado, estimulado por la lectura de Jovellanos y otros singulares contemporáneos, la importancia estratégica de la posesión de una flota mercante.
El establecimiento de la Escuela de Náutica, reforzó la añeja rivalidad entre Buenos Aires y Montevideo. Aquella era la capital virreinal y este un excelente puerto de mar, pero el comercio de la Reina del Plata era cinco veces mayor que el de su vecina cisplatina. Para colmo, la Comandancia de Marina del Río de la Plata -inspectora natural de las eventuales Escuelas de Náutica que pudiesen crearse- no se encontraba en la capital sino en el puerto oriental.
En esta coyuntura, la colaboración que prestaba la Armada al comercio de Buenos Aires, no era precisamente perfecta. Las pasiones humanas competían con los ideales del deber, amparados por la lejanía de la Metrópolis. A la hora de patrullar y combatir a los corsarios enemigos que asolaban a los buques españoles en tránsito hacia y desde Buenos Aires, siempre había plausibles fundamentos -ciertamente muy relacionados con la realidad colonial- para no salir a navegar: cuando no faltaban velas, cabuyería o pólvora; hacían falta marineros, pilotos o prácticos experimentados en la riesgosa navegación del inmenso Río de la Plata.
Los ataques portugueses ya eran alevosos. Las impunes naves enemigas podían verse en el horizonte argentino del río. Colmada la paciencia y exasperados por las cuantiosas pérdidas económicas, en noviembre de 1800, a instancias de Belgrano, la Junta de Gobierno del Real Consulado porteño resuelve recaudar fondos para armar buques mercantes en corso para la defensa de la ciudad y el comercio. Para ello se cobraría un Derecho de Avería del 4% a las importaciones y de la mitad para las exportaciones.
La Navidad de 1800 encontró a los miembros del regio tribunal ensimismados con los arreglos administrativos referentes a la compra y entrega del bergantín estadounidense "Antilop", que había sido el elegido para encabezar la Armada de Buenos Aires.
Su precio había sido convenido en 11.000 pesos corrientes, que fueron abonados a su capitán con fondos de la Tesorería consular, previo acuerdo y visto bueno del Marqués de Avilés, virrey del Río de la Plata.
El virrey había ya expresado su urgencia para que
"… pueda sin mas demora proceder a activar las disposiciones concernientes á su apresto y pronta habilitazion, realizando el armamento qe tiene ofrecido pª concurrir de su parte á la defensa del comercio por medio del predicho Bergantin y otros buques que pueda proporcionarse, ya que el Navio Pilar (de la Real Armada. N. del A.) no remitió á propósito, y qe en estos puertos no hay otro alguno de su porte que poder subrrogar en su lugar…"
El "Antilop" era un bergantín guarnido como goleta, artillado con 4 carronadas cortas de a 16 libras; 10 cañones de a 10´ (5 en la banda de babor y 5 en la de estribor; todos sobre la cubierta principal y con sus correspondientes troneras), y otros 4 de a 4´.

Finalizados los trámites administrativos, el 28 de marzo de 1801, el buque del consulado se encontraba fondeado en las Balizas, frente a Buenos Aires. Ese día todo relucía particularmente; sus guarniciones habían sido renovadas: velas, cabos, amarras. Pilotos, marineros, artilleros y los granaderos que componían su guarnición militar estaban formados sobre la cubierta, impecablemente vestidos con sus correspondientes uniformes, orgullosos de su nave.
El Consulado había confiado el comando en el capitán mercante, Dn. Juan Bautista Egaña, un prestigioso criollo, fogueado en las lides de la mar que prestaba servicios en el puerto del Callao (Perú). A la hora señalada, varias lanchas acercaron a la nave a los miembros del Consulado, quienes encabezarían una particular ceremonia. Sonaron silbatos indicando ordenes desconocidas para el común de las gentes de tierra. Todo se puso en su sitio.
El Prior y el Secretario del Consulado pronunciaron sendos discursos arengando el fervor patriótico de la tripulación encargada de la defensa de la ciudad y su comercio. Se designó formalmente a Egaña capitán de la nave, que a partir de ese instante llevaría el nombre del Santo Patrono del Consulado: "San Francisco Xavier", aunque todos conocerían al buque por su alias de "Buenos Aires", pues ese nombre llevaba escrito en su popa, designando a su puerto de Matrícula como a su propietario.
Se hizo un solemne silencio mientras por la driza del pico de la cangreja se izaba el magnífico pabellón mercante del Río de la Plata , acompañado por el correspondiente toque de silbato. Al llegar al tope, la quietud del río se estremeció por el bramido del cañonazo con que se afirmaba el pabellón. Toda la tripulación e invitados rompieron en gritos de alegría y vivas a España y al Rey.
Abastecido de personal -a través de las "levas" que se hacían periódicamente en los puertos de Buenos Aires y Montevideo-, de guarniciones, munición y alimentos, zarpó de las "Balizas" en su viaje inaugural, el 11 de abril, llevando a su bordo varios cadetes de la Escuela de Náutica quienes, según su instituto, y por especial iniciativa de su Segundo Director -el piloto mercante corcubionés Dn. Juan de Alsina- pues se inclinaba decididamente hacia la enseñanza práctica. Según su idea, los cadetes "…devían saber cortar las xarcias, y otras faenas, para que cuando sean gefes, conozcan aquello que van a mandar…".
Junto a su compañera, la goleta "Carolina", adquirida también por el Consulado porteño, se dedicaron al patrullaje del Río de la Plata, persiguiendo a los corsarios portugueses y evitando sus tropelías. La iniciativa de Belgrano daba frutos concretos, y el comercio estaba protegido por una fuerza naval propia con un poder disuasorio suficiente.
La helada mañana del 25 de agosto de 1801, zarpa el "San Francisco Xavier" en el viaje de corso que lo llevaría a la gloria. La patrulla se extendería hasta donde fuese necesario. Recorrieron la costa sur de Buenos Aires, para luego subir por la costa oriental del Uruguay y más allá hacia el norte.
El amanecer del 12 de octubre, encontró al "Buenos Aires" a 8 leguas al sudeste de la barra de la Bahía de Todos los Santos, al norte del Brasil. Desde la cofa del trinquete, el vigía anunció tres velas unidas.
Egaña dio las ordenes para arribar sobre ellas. Eran un paquebote armado en guerra, y dos mercantes a los que comboyaba: un bergantín y una zumaca. Serían los mismos de los que le habían dado noticias a Egaña los prisioneros portugueses que llevaba a su bordo.
El paquebote de guerra "San Juan Bautista", armado en guerra con más de 20 cañones de gran calibre, izó las señales de reunión, a lo que los mercantes respondieron de inmediato. Al punto Egaña ordenó zafarrancho: Aprontar velas, armas mayores y menores, agua y arena para los incendios, municiones, aclarar los cabos, etc... Se aproximó a las naves portuguesas, y estando a tiro de cañón, enarboló su pabellón español de primer tamaño, afianzándolo con su correspondiente cañonazo; los adversarios ejecutaron igual maniobra, y a las 7 de la mañana, apenas clareaba el día, rompieron el fuego por ambas partes. En ese momento quedó perfectamente clara la diferencia de poder de fuego entre el "San Francisco Xavier" y sus oponentes, tal como le habían predicho a Egaña. Aun así, los primeros disparos no surtieron mayores efectos, sobre todo porque el portugués se afanaba en desarbolar el bergantín porteño.
Egaña aprovecho el tiempo y el entrenamiento de su tripulación, para generar varias escaramuzas con el objeto de verificar cuáles podrían ser sus ventajas sobre el enemigo, quien lo superaba claramente en poder de fuego. A poco andar pudo observar que su preeminencia radicaba en el poder de maniobra del "Buenos Aires". En él Egaña haría pivotear el combate para intentar volcarlo en su favor. No se podía arriesgar al combate de artillería, la diferencia era abismal; debería forzar a los portugueses a maniobrar de modo tal que pudiera abordarlo.
La confianza de Egaña en el valor y destreza de su gente, se emparejaba con la que tenía en su nave y en su propia idoneidad en los arcanos de la mar.
Resuelto el capitán criollo a la acción, y a darle la victoria a las armas de Su Majestad, ordenó largar todo aparejo en ademán de huir, a fin de engañar al enemigo, llamando toda su atención a su maniobra. Por su parte, el capitán del paquebote portugués, persuadido como estaría de la victoria, descuidó el buen arreglo que había mantenido durante el corto combate y, sin contención, dispuso largar "cuanto trapo podía" haciendo los mayores esfuerzos para alcanzar a los huidizos españoles. En ese estado de la persecución, viró Egaña repentinamente "por avante", quedando "de vuelta encontrada" con el enemigo.
En pocos minutos las bordas del "San Francisco Xavier" y del "San Juan Bautista" quedaron enfrentadas y a tiro de fusil. Antes de que los portugueses pudieran salir de su asombro, el bergantín porteño descargó toda la artillería que tenía previamente lista con bala y metralla, para cubrir el abordaje.
Las descargas de bala, metralla, palanqueta y pie de cabra que efectuaba el paquebote lusitano, no surtían efecto en la tripulación de Egaña que se encontraba íntegramente tendida sobre cubierta; pero hicieron estragos en la arboladura del trinquete del "San Francisco Xavier", provocando severos incendios en el velamen.

Con su autoridad e idoneidad, el capitán criollo había adiestrado tan disciplinadamente a su tripulación, que ningún contratiempo distraía su atención. Ordenadamente disparaban la artillería, la fusilería y "esmeriles" de las cofas. Los granaderos hacían estragos con sus granadas de mano. El desorden y horror provocado entre los portugueses, abrió paso a los 36 hombres del "San Francisco Xavier" quienes, a la voz de Egaña, abordaron el paquebote, con sable y pistola en mano.
En el combate cuerpo a cuerpo, los bravos españoles y criollos no tardaron mucho en superar ampliamente a los sorprendidos portugueses que se defendieron con valor y coraje. En medio del fragor del combate, entre disparos,humo de pólvora, golpes de acero, fuego y charcos de sangre; un marinero del "Buenos Aires", eludiendo a la muerte a cada paso, corrió evadiendo directamente hacia la popa del paquebote.
Un solo objetivo nublaba su visión: Obsequiar a su bravo capitán el Pabellón de Guerra Portugués, el premio que tanta bizarría merecía. Al llegar al sitio del honor, los siete escoltas de la Bandera de Guerra, atacaron al marinero Manuel Díaz con fiereza. Nada podría interponerse entre este bravo marinero canario y ese pabellón.
Un portugués le asesta un chuzaso en la sien, a lo que el canario responde con un certero pistoletazo que le vuela la sien. Hiere a unos y ahuyenta al resto, corta la driza y recibe su tan ansiado trofeo. El Pabellón de Guerra cae tersamente en las manos de Díaz, condecorándose con la valiente sangre de los hijos de Portugal que el marinero llevaba entre sus dedos.
A las 10:30 de esa mañana, el paquebote se rendía bajo el pabellón de España. Habían muerto 7 portugueses, entre ellos su piloto; y otros 30 salieron heridos, contando a su capitán, quien lo estaba de gravedad. El propio Egaña había recibido dos serias heridas. Los dos mercantes portugueses, al percibir la derrota de su escolta, forzando la vela, se pusieron en huida hacia el puerto de Bahía desde donde habían zarpado.
Egaña encargó a algunos de sus oficiales el cuidado de su presa y, desatracándose de ella, se dispuso a la persecución. A pocas millas los apresó a ambos, descubriendo que en el bergantín llevaban 250 esclavos, y la zumaca estaba cargada de carnes.
Ante tan apretada circunstancia, viéndose Egaña con tres buques apresados y 160 prisioneros, resolvió embarcar a estos en la nave de menor entidad - la zumaca -, y devolverlos al puerto de Bahía de donde habían partido, llevando en triunfo Buenos Aires al paquebote y el bergantín portugueses. La alegría entre la tripulación era tanta, que en Acción de Gracias, Egaña ordenó celebrar una "función" litúrgica, junto a su tripulación, en honor a Nuestra Señora del Pilar, por ser ese día del combate, el de su solemnidad.

El alborozo de los porteños a la llegada de la "Flota" no tenía comparación. En el muelle se apiñaban los curiosos para vivar al valiente capitán, cuyo buque se erguía orgulloso sobre el manto de plata del anchuroso río, escoltando a sus presas. Los miembros del Consulado, acompañaron a Egaña y al valiente marinero Díaz hacia el Salón Noble del regio tribunal, para expresarles la gratitud del "Comercio" y de la ciudad toda. A Egaña se le honró con el asiento del Prior, y a Díaz con el de uno de los Cónsules. La multitud, desde la calle, escuchó atentamente a través de los amplios ventanales enrejados, los laudatorios discursos.
Como premio a tan valerosa acción de guerra, se obsequió a Egaña con un "sable con su cinturón a nombre de este Real Consulado con Puño de Oro y las armas de este mismo Cuerpo con la inscripción correspondiente que en todo tiempo acredite su valor y pericia", y al marinero Manuel Díaz, la Junta de Gobierno le concedió "un Escudo de Plata con las armas de este Real Consulado para que lo lleve en el brazo derecho en memoria de su valor y desprendimiento con su correspondiente inscripción". Asimismo el Consulado "informará de la acción a S.M. con toda energía, y suplicándole le conseda los honores de Teniente de Fragata".
El año de 1801 pasó sin mayores sobresaltos. Los buques del Consulado continuaron patrullando las costas, desde "La frontera" en Carmen de Patagones, hasta el Brasil, llevando a su bordo cadetes de la Escuela de Náutica, tanto en puerto como en navegación.
A pesar de los resultados positivos, oscuras presiones ejercidas desde el anonimato por sicarios que veían en la "Armada de Buenos Aires" la evidencia de su inoperancia, hizo que esta vea el fin de sus días de gloria para las Armas de S.M..

En febrero de 1802, se abría un "Expediente formado para la venta de la Goleta nombrada Carolina perteneciente al Real Consulado, y el Bergantín San Francisco Xavier Alias Buenos Ayres". 




Fuente: Horacio Guillermo Vázquez - Oficial de la Marina Mercante - Jefe de Investigaciones Históricas y Docente de la Escuela Nacional de Nautica. Este articulo aparece en la página de la Escuela Nacional de Nautica Manuel Belgrano, en www.fundacion.capitanes.org.ar