miércoles, 18 de marzo de 2015

Un incendio en la Buenos Aires de Don Pedro de Mendoza

Un incendio en la Buenos Aires de Don Pedro de Mendoza


 
En febrero de 1536, una importante expedición al mando de Don Pedro de Mendoza llega al Río de la Plata y funda el Puerto de Santa María del Buen Ayre. Allí levanta un pequeño núcleo -fortificado por una empalizada de troncos espinillo y ñandubay- cuyas construcciones son de adobe y con techo de paja. 
En el mes de junio una expedición de españoles mantiene un feroz enfrentamiento con los indios en la desembocadura del Río Luján, lo cual no hace más que enardecerlos. De inmediato cargan contra el incipiente núcleo urbano, incendiando las modestas construcciones y aún algunas embarcaciones. El cronista Ulrico Schmidl, testigo de aquellos momentos, nos brinda un relato del incendio: 
"Mientras parte de los indios marchaban al asalto, otros tiraban sobre las casas con flechas encendidas, para que no tuviéramos el tiempo de atender a ambos y salvar nuestras casas, las, flechas que disparaban estaban hechas de cañas y ellos las encendían en la punta. También hacían flechas de otro palo que, si se los enciende, arde y no se apaga y donde cae, allí comienza a arder: (...) En este ataque quemaron también cuatro buques grandes, que se hallaban a una media legua de nuestra ciudad de Buenos Aires." 
La situación fue superada y los indios se retiraron al interior de la llanura. Sin embargo las dificultades no desaparecieron y en 1541 Buenos Aires fue despoblada, trasladándose su sufrida población a la ciudad de Nuestra Señora de la Asunción. Pasarían muchos años y recién en el 1580 Juan de Garay fundará la Ciudad de la Trinidad, en el Puerto de Santa María de los Buenos Aires, que -en este caso- sí perduraría en el tiempo.

El viejo Bruno

El viejo Bruno

Así llamaba Juan Manuel de Rosas al almirante Guillermo Brown, del mismo modo cariñoso y familiar con que los paisanos argentinos pronunciaban su nombre.
Guillermo Brown nació en Foxford, pueblo de Irlanda el 22 de junio de 1777, en épocas difíciles, en las cuales los hogares católicos eran arbitrariamente atacados por los dominadores ingleses. Intentando respirar algo de libertad y escapando del acoso permanente de los británicos, su padre lo llevó a los EEUU. Allí quedó huérfano, ingresó como grumete en un barco y en una ocasión cuyos detalles no son bien conocidos, fue obligado por el comandante de un buque inglés a formar parte de la tripulación. En la época eran frecuentes los enrolamientos forzosos de marinos.
Sea como sea, pronto se convirtió en un marino experto, con un coraje a toda prueba. Inteligente y con naturales condiciones de mando, por la admiración que sabía despertar en sus subordinados. Estuvo prisionero de los franceses, logró fugar y llegó hasta Inglaterra, en donde contrajo matrimonio en 1809. En ese mismo año, el matrimonio Brown se traslada al Río de la Plata en busca de paz y con la digna aspiración de labrarse un futuro promisorio.
Allí lo sorprende la revolución de mayo, a la cual se pliega con fervoroso entusiasmo. Sus proezas individuales enfrentando a los barcos realistas procedentes de Montevideo que acosan a sus naves mercantes por navegar bajo la soberanía de Bs As, le merecen la admiración de todos los patriotas.
En 1814 se le encarga el mando supremo de la flota naval que debe vencer a la escuadra realista del almirante Romarate. Con un valor a toda prueba defiende la isla de Martín García y destroza completamente a las naves de su rival. Sus triunfos constantes en las aguas del Río de la Plata concretaron la rendición de Montevideo.
Para ir sembrando las ideas de libertad en los territorios sudamericanos bañados por el Pacífico, preparando el terreno a la posterior expedición sanmartiniana, a fines de 1815, Brown emprende un crucero en su fragata “Hércules”, transitando por las aguas de Chile, Perú, Ecuador y Colombia.
Luego de varias peripecias regresa a nuestro país y se retira a la vida privada, hasta que, habiéndose desencadenado la guerra contra el Brasil, el gobierno lo convoca para que dirija nuestra escuadra nacional, llevando su insignia en la fragata “25 de Mayo”. Brilló en varios combates, principalmente en “El Juncal” y en “Los Pozos”.
Terminada la guerra, el bravo marino, argentino de corazón y patriota sincero, que no sabía nada de política, fue engañado por la logia unitaria, que dirigía desde bambalinas su amigo Rivadavia. De ese modo, lo vemos aparecer junto a la Lavalle en el movimiento del 1º de diciembre, siendo designado gobernador suplente de la provincia de Bs As. Tras haberse producido el fusilamiento de Dorrego y comprendiendo cuáles eran las verdaderas intenciones de los instigadores de la sublevación, Brown renuncia, volviendo nuevamente a la vida privada. Durante su breve desempeño como gobernador en ausencia de Lavalle, se ocupó de muchísimas cuestiones, lo que inspiró al irrespetuoso Salvador María del Carril, quién apodó al marino “La máquina de firmar”.
Prueba de su patriotismo sincero es que cuando nuestro país era hostigado por naves anglofrancesas, en 1838, el gobernador Rosas lo convocó y Brown no solamente aceptó el mando sino que se desempeñó con lealtad y temerario arrojo en su lucha contra los invasores.
Habiendo sido vencido Rosas en Caseros, Brown se retira nuevamente a la paz de su hogar y allí es visitado, por Grenfell, almirante de la armada brasileña cuando nuestro país confrontó con el país vecino. Cuando el visitante se queja de lo ingratas que son las Repúblicas con sus leales servidores, Brown exclama con convicción: “Sr. Grenfell, no me pesa haber sido útil a la patria de mis hijos; considero superfluos los honores y las riquezas cuando bastan seis pies de tierra para descansar de tantas fatigas y dolores.”
Falleció en Bs As en 1857. El próximo 3 de marzo, se cumplirán 150 años de la desaparición física de este patriota insigne, que se mostró siempre mucho más argentino que muchos nacidos en esta tierra.
Viva la Patria. Viva el Almirante Guillermo Brown. Seamos argentinos y no deshonremos a este preclaro prócer.

lunes, 16 de marzo de 2015

Yo no lo inventé a Perón ni a Eva Perón ni a su doctrina


Yo no lo inventé a Perón ni a Eva Perón ni a su doctrina

Hoy, que muchos proponen la vuelta al pasado, me hacen recordar este hermoso recuerdo de quien muriera perseguido y en la miseria, a pesar de su enorme talento.
Rodolfo Parbst
17 DE OCTUBRE 1945: LA REVOLUCIÓN DESCAMISADA
“Mordisquito ¿A mí me la vas a contar?
Bueno, mirá, lo digo de una vez. Yo no lo inventé a Perón. Te lo digo de una vez, así termino con esta pulseada de buena voluntad que estoy llevando a cabo en un afán mío de liberarte un poco de tanto macaneo. La verdad: yo no lo inventé a Perón, ni a Eva Perón, la milagrosa. Ellos nacieron como una reacción a los malos gobiernos. Yo no lo inventé a Perón ni a Eva Perón ni a su doctrina. Los trajo, en su defensa, un pueblo a quien vos y los tuyos habían enterrado de un largo camino de miseria. Nacieron de vos, por vos y para vos. Esa es la verdad. Porque yo no lo inventé a Perón, ni a Eva Perón. Los trajo esta lucha salvaje de gobernar creando miseria, los trajo la ausencia total de leyes sociales que estuvieran en consonancia con la época. Los trajo tu tremendo desprecio por las clases pobres a las que masacraste, desde Santa Cruz hasta lo de Vasena, porque pedían un mínimo respeto a su dignidad de hombres y un salario que les permitiera salvar a los suyos del hambre. Sí, el hambre y de la terrible promiscuidad de sus viviendas en las que tenían que hacinar lo mismo sus ansias que su asco. No. Yo no lo inventé a Perón ni a Eva Perón. ¡Vos los creaste! Con tu intolerancia. Con tu crueldad. Con la misma crueldad aquella del candidato a presidente que mataba peones en su ingenio porque le pisaban un poco fuerte las piedritas del camino a la hora de la siesta. Sí, yo sé que te fastidia que te lo recuerde. Es claro, pero vamos a terminarla de una vez. Porque yo no lo inventé a Perón ni a Eva Perón. Los trajo la injusticia que presidía el país. Porque a fuerza de hacer un estilo de tanto desmán, terminó por parecerte correcto lo más infame. Claro, a vos no te alcanzaba esa injusticia. Tendrías, como un señor que yo conocía y que iba todos los meses a cobrarlo, un puesto de ama de cría para cubrir sus gastos, que se lo pagaban oficialmente, y un sueldo para salir con el clan. Yo me acuerdo del clan. Y vos también. Aquella mafia siniestra que salía sólo para aterrorizar gente y mataba una vez a gomazos, otra vez a tiros y a veces con el camión para hacerlo más divertido. No, si la memoria fastidia. Pero yo no lo inventé a Perón ni a Eva Perón. Los trajo la injusticia que manejaba el país. Mirá, si vos hubieras estado en la Semana Trágica como yo y como tantos, en Cochabamba y Barcala, y hubieras visto morir primero a aquellos cinco, luego a cientos, y hubieras visto masacrar judíos por una gloriosa institución que nos llenó de vergüenza, no hubieras formado nunca más parte de ese partido que integrás por amor propio y quizá por ignorancia de tantos hechos delictuosos que son los que empezaron a preparar la llegada de Perón y Eva Perón. En un país milagroso de rico, arriba y abajo del suelo, la gente muerta de hambre. Los maestros sirviendo de burla en lugar de hacer llorar porque estaban sin cobrar un año entero. ¡No! ¡Y todo vendido! ¡Y todo entregado! Yo sé que te da rabia que te lo repitan tantas veces, pero es que entristece también pensar que no lo querés oír. El otro día, en un discurso oí que decías refiriéndote a un gobierno de 1918: Ya por ese entonces los obreros gozaban…. ¿De qué gozaban? ¡Los gozaban!, que no es lo mismo. Y, sí, Mordisquito, ¡los gozaban! La nuestra es una historia de civismo llena de desilusiones. Cualquiera fuese el color político que nos gobernó, siempre la vimos negra. Aspiramos a gozar y al final nos gozaron. ¡Todos! ¡Siempre! Una curiosa adoración, la que vos sentís por los pajarones, hizo que el país retrocediese cien años. Porque vos tenés la mística de los pajarones y practicás su culto como una religión. Cuanto más pajarón él, más torpe y más crédulo vos. Te gusta oír hablar a la gente que no le entendés nada; la que te habla claro te parece vulgar. Yo también entré como vos y, ¿por qué no confesarlo?, me sentía más conmovido frente a un pajarón que frente a un hombre de talento. El pajarón tiene presencia, tiene historia larga, la que casi siempre empieza con un tatarabuelo que era pirata. Yo también me sentía dominado por los pajarones cuando era chico. Ahora, ¡no! Cuando era chico, sí. ¡Pero no ahora, Mordisquito! Salvate de los pajarones. El fracaso – por no decir la infamia – de los pajarones fue lo que trajo como una defensa a Perón y Eva Perón. Pero no fui yo quien los inventó. A Perón lo trajo el fraude, la injusticia y el dolor de un pueblo que se ahogaba de harina blanca y una vez tuvo que inventar un pan radical de harina negra para no morirse de hambre. Tampoco te lo acordabas. ¡Ay, Mordisquito, qué desmemoriado te vuelve el amor propio!. Te dejo. Con tu conciencia. ¡Perón es tuyo! ¡Vos lo trajiste! ¡Y a Eva Perón también! Por tu inconducta. A mí lo único que me resta es agradecerte el bien enorme que sin querer le hiciste al país. Gracias te doy por él y por ella, por la patria que los esperaba para iniciar su verdadera marcha hacia el porvenir que se merece.

Cuarteles de Santos Lugares


Cuarteles de Santos Lugares

Frente del Cuartel General de Santos Lugares – Fotografía toma el 4 de diciembre de 1901
Allí, donde están ahora las vías del ferrocarril y la estación San Andrés, estaban los cuarteles de Santos Lugares, conocidos como La Crujía. Sobre este nombre se han tejido numerosas leyendas, llegándose a decir que provenía del “crujir de los huesos de los condenados a ser torturados”. La realidad es otra muy distinta.
Allá por fines del siglo XVIII llegaron a esas tierras unos religiosos franciscanos quienes establecieron una misión bautizando el lugar con el nombre de “Santos Lugares de Jerusalem” ya que uno de sus fines era recoger limosnas para Tierra Santa. En la esquina sudeste de lo que hoy es Ayacucho y La Crujía edificaron su convento y su capillita. Precisamente “los tránsitos o claustros en que están los cuartos o celdas de los conventos…” reciben el nombre de “crujía” (Diccionario de la Real Academia Española). Por ello pronto se conoció al sitio como “La Crujía”, o como dice Bilbao: “Las Crujías”.
Estos padres erigieron más tarde una capilla en el sitio en el cual se alza actualmente la Catedral de San Martín e instalaron un caserío hasta con edificio comunal, esto fue la base de la actual ciudad.
Estas tierras de “La Crujía de los Franciscanos” tenía su entrada por Ayacucho y 3 de Febrero y estaban aproximadamente delimitadas por las vías del ferrocarril, Av. 3 de Febrero, Ruta 8 y Av. Bernabé Márquez (Camino de Cintura).
Confiscación de 1822
Con motivo del decreto confiscatorio de 1822 de las propiedades de la iglesia del gobernador Martín Rodríguez –a instancias de su ministro Bernardino Rivadavia-, esas tierras pasaron a ser propiedad del estado. Al asumir el brigadier general Juan Manuel de Rosas el gobierno de la provincia de Buenos Aires, se instalaron en él en 1838 los cuarteles conocidos como de “Santos Lugares” o también de “La Crujía”.
Residían allí tropas del ejército, siendo asimismo prisión militar; pero este destino no fue obra de Rosas, ya que fue allí donde tuvo su campamento en 1820 el Regimiento de Chacareros. Posteriormente asentaron tropas en diferentes oportunidades.
El jefe de los Santos Lugares fue el sargento mayor Antonio Reyes. También tenía un capellán, el padre Pascual Rivas.
El cuartel está descrito por Bilbao como una construcción baja con frente al oeste –sobre la actual Ayacucho, y era la vieja “Crujía” de los franciscanos modificada-; tenía un arco de ladrillos que coronaban su entrada central la cual se cerraba con un portón de rejas. Sobre esta entrada había una pequeña espadaña donde una vez estuvieron las campanas de los franciscanos. El edificio era grande, con un gran patio cuadrado al cual daban oficinas y cuadras de tropas. Detrás otro patio y otro cuerpo con cuadras también y con el depósito de municiones. Esto ocupaba la manzana La Crujía, Ayacucho, Libertad y Río Bamba. Sobre el patio principal, a la derecha la antigua Capilla. Estaba todo rodeado de montes de talas, sauces y frutales en los cuales, solían acampar las tropas que no cabían en las cuadras.
Casa de Juan Manuel de Rosas
Según Manuel Bilbao: “a unas dos cuadras al norte …..Rosas edificó su casa… cuadrada, de unos doce metros de lado, con cuatro habitaciones divididas en su interior por dos tabiques cerrados en el mismo centro…. con un portón de entrada frente al norte”.
Julio A. Luque Lagleyze aclara que “esta descripción es cierta sólo en parte, ya que aunque casi no se conozca el hecho, la casa de Rosas en Santos Lugares está aún en pie y pudimos visitarla personalmente. No está a dos cuadras a norte sino a escasos cien metros del noreste, en la actual calle Diego Pombo 410 oculta apenas por una densa vegetación. Su planta no es cuadrada sino un rectángulo de unos 20 metros por 12, con su eje mayor de sureste a noroeste, esto es, oblicua respecto a la calle. El frente está no hacia el norte sino al suroeste. Desde allí salía una calle de ombúes que iba hasta 3 de Febrero y San Lorenzo, el último de los cuales, en La Crujía y Pilar fue derribado en la década de los ’60 para erigir un edificio intrascendente; con él cayó el último testigo de una época. La planta del edificio, hoy modificada por algunas paredes que subdividen su salón y por el cierre del patio de su entrada principal, puede reconocerse, sin embargo, por el espesor de los antiguos muros (65 centímetros). Algunas de sus ventanas conservan rejas de ese tiempo. Delante de lo que fue el frente –hoy el fondo- y a un lado hay unas construcciones de ladrillo -¿caballerizas, o quizás, la vieja cocina?- donde se ven aún los ladrillotes de la época. Frente a ella, también en Pombo, en lo que era el fondo, hay otra construcción de suroeste a noreste, que podría haber sido para la servidumbre, huéspedes u oficiales de jerarquía.
Debajo de una pieza lateral de la que fuera casa de don Juan manuel está aún el viejo sótano. Las leyendas hablan de túneles que iban de La Crujía a la casa y de ésta a la otra construcción, lo cual no pudimos confirmar y, además, lo consideramos superfluo”.
En otro edificio de la calle Pombo es descrito por Bilbao como “un rancho de material sólidamente construido, de más de sesenta metros de largo, que era el depósito de los equipos militares…”. En verdad la construcción es muy superior a la de un simple “rancho”. Dícese que de esta casa de Santos Lugares salió don Juan Manuel para la batalla de Caseros.
Las familias de los soldados del campamento, los abastecedores y demás dependientes dieron impulso al caserío inicial de los franciscanos, siendo el origen del crecimiento de la actual localidad de San Martín.
Por San Lorenzo – San Miguel – Warnes – Canning las tropas llegaban a Palermo; por 3 de Febrero derecho, por un camino que destruyeron los loteos por Villa Bosch, pero que se encuentra a la altura de Pontevedra, iban hacia la Guardia del Monte.
Desde 1853 y hasta 1857 funcionó allí la primera escuela de varones del pueblo, a cargo del maestro Diego Pombo. A principio del Siglo XX la adquiere la familia Comastri para utilizarla como casa de familia hasta 1988 cuando la compra la Municipalidad de General San Martín para que funcione allí el Museo Histórico Regional Brigadier General Don Juan Manuel de Rosas.
Fuente
Bilbao, Manuel – Historia de Rosas
Luque Lagleyze, Julio A. – Las moradas de don Juan Manuel.
Oscar J. Planell Zanone / Oscar A. Turone – Patricios de Vuelta de Obligado.
Todo es Historia – Año X, Nº 118, Marzo de 1977.
Se permite la reproducción citando la fuente: www.revisionistas.com.ar

domingo, 15 de marzo de 2015

Cuando los libertadores metieron preso a José María Rosa

Cuando los libertadores metieron preso a José María Rosa

[Episodio trágicómico dentro de la irracionalidad libertadora que sufría el país en l955 - Reconstrucción hecha por Eduardo Rosa en base a recuerdos personales y al libro Conversando con José María Rosa, de Pablo J. Hernández]

Serían las dos de la mañana cuando tocaron el timbre de mi departamento de la calle Cangallo (hoy Perón). Yo vivía solo. Era John William Cooke, que no podía entrar en el departamento que le habían facilitado en ese mismo edificio. Le habían entregado una llave equivocada. Recordó que yo vivía allí y venía a pedirme asilo. Conocía a Cooke por su interés por la historia y en ocasiones yo había ido a su casa o él a la mía. Pero no podía decirse que fuéramos amigos de esos de trato frecuente. Obré como debe obrar un criollo. Lo hubiera hecho aunque fuera mi enemigo, y Cooke no lo era. Puse la casa a su disposición, y a la mañana me fui a dictar mi cátedra a La Plata que inexplicablemente aún conservaba (aunque luego de este episodio me echaron).
Cuando regresé no fue menuda mi sorpresa: me esperaba una fila de policías con ametralladoras que apenas cabían en el estrecho pasillo. La presencia de Cooke había sido detectada. Conclusión: me metieron preso, alojándome en una oficina bastante incómoda. Así estuve durante varios días. Después me pasaron a un salón muy grande de la Jefatura. Allí funcionaría un tribunal, pero como no lo había visto nunca, ni en las películas.
Un estrado con seis o siete jueces de uniformes de las distintas armas; uno sólo, en un extremo, de civil. En frente cuatro o cinco filas de sillas ocupadas por gente de uniforme de alta graduación y señoras y niñas muy bien arregladas que me miraban (ésa fue mi impresión) con infinito desprecio ya que era un “peronacho”.
Me hicieron sentar frente al estrado. La silla era endeble y casi destartalada. Después de sacarme fotografías (y creo películas) se apagaron las luces de la sala, y potentes reflectores se concentraron sobre mí.
Situación deprimente. O intimidante. Ridículamente sentía vergüenza: hacía cinco o seis días que estaba preso, dormía malamente en una silla apoyado en una mesa, estaba sin bañar, con el traje arrugado y manchado, la barba sin afeitar (era lampiño entonces), el pelo alborotado. Iluminado por esos reflectores y con un público tan distinguido.
Se hizo silencio. La escena pareció detenerse en el tiempo. Hasta que de pronto se alzó la voz de uno de mis jueces. Era del que estaba de civil.. Enunció con voz entre lacónica y metálica:
– El capitán Gandhi le pregunta…
– ¿Quién es el capitán Gandhi? –pregunté, realmente sorprendido. No conocía al personaje en cuestión.
– Soy yo –respondió la misma voz.
Porque ese capitán de civil hablaba en tercera persona.
Comenzó a interrogarme sobre Rosas. ¡Eso era la locura! Los que me conocen saben que cuando hablan de Rosas se me olvida el sueño, el cansancio, la depresión, Perdí conciencia del lamentable estado en que me encontraba y me puse a dar una clase sobre el Restaurador (?) a ese público absurdo.
– El Capitán Gandhi dice que usted sabe mucho de Rosas –me increpó
– Tal vez tenga razón el capitán Gandhi. Pero si quiere que le hable de Rosas que me invite una tarde a su buque, nos tomaremos dos whiskies y le digo todo lo que el capitán Gandhi quiere saber sobre Rosas… pero no sé por qué me han traído con ametralladoras y en este estado. O al menos hubiese comprado mis libros; así por lo menos yo ganaba algo…
– ¡Usted es un mercader de la historia!
– ¿Y usted de que vive? Porque supongo que debe ser mercader de algo…
Aquí cambió la expresión del capitán: – Es que usted enseña cosas que pervierten a la juventud y nos gustaría comprobarlo.
– ¿Pervierto a la juventud?
– Los trata de hacer rosistas, cuando Rosas fue un tirano, como el prófugo, que mató mucha gente. (Eso pasaba antes del 9 de junio de 1956).
– No mataba tanta, capitán. Los que mandó fusilar fue por traidores a la Patria.
– ¿Cómo a la patria? En todo caso traidores a Rosas –intentó ironizar.
– Toda la época de Rosas es de conflictos internacionales, con los bolivianos, con los franceses, con los ingleses, con los brasileños, y esa gente ayudaba al enemigo –le dije serio, tratando de no traslucir ningún sentimiento.
– ¿Guerra con Francia, con Inglaterra, cuándo? –se interesó. Me pareció que buscaba el pie para la burla.
– Con Francia hubo dos intervenciones: la de 1838, y la conjuntamente con Inglaterra de 1845 –aclaré
–¡Ah… los bloqueos! –respondió como no dándole importancia
– Pero el capitán Gandhi debe saber que un bloqueo es un acto de hostilidad, y además no se limitaron los interventores a bloquear; también bombardearon a Martín García, Atalaya, la Vuelta de Obligado… –Quería mirarlo a los ojos tratando de percibir, a pesar de los reflectores, su expresión.
– Pero no bombardearon Buenos Aires –me dijo como quien no espera respuestas ya que considera vencido al enemigo.
Bueno, dicen que por una réplica uno es capaz de hundirse hasta las verijas. Y yo, que soy polemista de alma, no iba a perder la ocasión que me brindaba el capitán.
– Buenos Aires nunca fue bombardeada –le dije– por marinos …extranjeros –concluí.
En el momento (el capitán Gandhi) no pareció darse cuenta de la intención. Alguien le arrimó un papel con un mensaje. Lo leyó y, tomándose un instante para reflexionar lo que iba a decir, enunció entre rígido y furioso:
– Su interrogatorio, señor, ha terminado. Lo íbamos a poner en libertad, pero queda detenido por ofensa a la Revolución Libertadora.
Me pasaron a un calabozo. Días después a la penitenciaría, rigurosamente incomunicado. No puedo decir que padecí mucho con la incomunicación. Lo único que quizás me preocupaba era no saber que pasaba afuera.
La incomunicación puede hacer sufrir a un extravertido, pero no a un introvertido como yo. No me querían dar lápiz ni papel por lo que mi único entretenimiento en los primeros días, era el de meditar.
Después supe que se podía leer; bastaba con pedir al guardián un libro. El reglamento permitía leer un libro pero uno no lo podía elegir. Cuando pedí uno me trajeron una novela de Salgari; al día siguiente lo cambié por otro y llegó una Corona fúnebre en homenaje del general Manuel Rodríguez, con los discursos pronunciados en su entierro. Al tercer día pedí me lo cambiaran ante el asombro del guardián por la rapidez de mis lecturas. Vino El Quijote y ya no precisé más cambios. El Quijote era lectura constante mía, y lo releí por enésima vez.
Además eso de la incomunicación se fue relativizando. Se siente los primeros días, pero después uno se acostumbra, y busca la vuelta para no hacerla rigurosa. Por ejemplo: nos traían a las cinco de la mañana el tazón de mate cocido que era nuestro desayuno. Esto lo hacían presos comunes y no guardianes. Entonces uno podía ponerse en contacto con los tres presos de la celda de enfrente, que a esa hora tenían sus mirillas abiertas y también tomaban sus mates. Conversábamos en voz alta. Eran políticos peronistas y entablamos muy buena amistad. Sobre todo con un mozo morocho y delgado, que debía ser algo importante porque a cada momento lo llamaban a declarar.
En horas de la noche también me podía comunicar con los presos de celdas contiguas: bastaba poner sobre la mesa el banquillo, y subido allí se alcanzaba una pequeña ventana de rejas. Como de noche tampoco había guardianes, sino presos comunes, podíamos conversar, aunque sin vernos las caras. También a la mañana temprano, cuando hacíamos el barrido de la celda y limpiabamos el “zambullo” en las letrinas, se podían cambiar palabras con los presos en iguales condiciones. Así me hice de algunas amistades. Una vez pasó ante la puerta de mi celda el ex ministro de relaciones exteriores de Perón, Cavagna Martínez, siempre muy elegante, embutido en un pijama de seda y con el zambullo en la mano.
– ¿Dónde va el canciller?
– A ver al Nuncio.
Un hombre que conserva el humor, merecía mi aprecio. Fuimos, hasta que murió no hace mucho, grandes amigos. Otro amigo que me hice fue ese morocho que estaba en una celda de enfrente. Yo no sabía quién era, pero él me llamaba don Pepe con cordialidad: yo era más conocido de lo que imaginaba. Una tarde un preso común me hizo llegar una invitación de ese mozo para festejar Navidad en la letrina: debía pedir permiso para ir a ellas, y el soldado de guardia me llevaba con fusil hasta la entrada. Allí encontré a mi amigo desconocido junto con varios ex ministros de Perón, a algunos de los cuales conocía, festejando sentados en las letrinas, la navidad con champagne francés y un magnífico pavo asado. Ese mozo debería ser hombre de recursos, porque no solamente había conseguido traer esos comestibles, sino que no nos molestasen al brindar por la felicidad del país, de Perón, y por cada uno de nosotros. Allí me enteré que el amable desconocido era Jorge Antonio. Su amistad la conservo también: dicen que los amigos de la escuela y de la cárcel no se pierden.
Después supe que también nuestros amigos y familiares se habían juntado en la puerta de la cárcel de la calle Las Heras para recibir la navidad lo más ruidosamente posible. Pero desgraciadamente no los llegamos a escuchar. Sin embargo sospechábamos que en alguna parte de la algarabía navideña estaban nuestros seres queridos y nos recordarían.
Mis hijos estaban haciendo esfuerzos para sacarme, pero sus recursos de hábeas corpus se estrellaban contra la información de la policía. No sabían donde estaba. Hasta que una tarde cayó a la celda de enfrente el Bebe Goyeneche perseguido por los libertadores gorilas. Su culpa era haber sido secretario de prensa de Lonardi. Lo habían puesto, para agraviarlo, entre los peronistas para que se ensañaran con él por las cosas que había dicho contra Perón y “sus relaciones con niñas menores”. Yo lo defendí ante mis amigos. Después que salgamos de aquí, peleémonos. Pero aquí ayudémonos unos a otros. No estuvo mucho tiempo, y cuando salió pudo decirle a mis hijos que yo estaba en la sala tal, la celda cual, de la penitenciaría.
Mientras mi familia tramitaba el hábeas corpus (que en rigor debe despacharse en horas, pero llevaba cinco meses de demora) ante un juez, Arturo Llosa, que me conocía. Había sido nacionalista, y ahora estaba entre los libertadores que lo hicieron juez. Con los datos de donde estaba exigió las causas de mi detención, y le dijeron que era en averiguación de actividades terroristas. Llosa que me conocía, pidió aclaración, y el jefe de policía dijo que “las actividades terroristas eran defender a Juan Manuel de Rosas”.
Mis hijos presentaron un escrito diciendo que yo “no había tomado parte en el gobierno depuesto de Juan Manuel de Rosas”. Llosa, muy molesto con la policía, ordenó que me levantasen la incomunicación, y pusieran en libertad dentro de las 24 horas bajo amenaza de allanar la penitenciaría.
El abogado de mis hijos vino esa noche para decirme que me interrogarían esa misma noche en el Departamento de Policía para atribuirme, de palabra solamente, algún acto terrorista, que podía ser la quema de las iglesias, que justificase mi larga detención. Pero que no temiera porque el juez Llosa me pondría indefectiblemente en libertad al día siguiente.
Debo decir que en esos días de estar incomunicado me enteré quién era ese famoso capitán Gandhi: era un protegido del subjefe de policía, de profesión maestro de escuela que había estudiado algunas materias de medicina, y su verdadero nombre era Próspero Germán Fernández Albariños. Oí decir muchas cosas extrañas de su manera de preguntar y de sus actos anormales, de cómo había cortado la cabeza de Juan Duarte para probar que no se había suicidado sino que lo mataron, que tenía la cabeza de Duarte en una bandeja sobre su escritorio e infinidad de cosas por el estilo.
Un detenido peronista, diputado por no sé dónde, que era médico psiquiatra, hizo en base a los relatos que se hacían del tal Gandhi el diagnóstico de su enfermedad: “Es un paranoico”.
– ¿Qué es un paranoico? –le pregunté.
Me explicó que era un delirio sistemático, es decir que sólo deliraba un sistema de la personalidad, mientras la otra permanecía con una apariencia casi normal. Por los datos que le dábamos el tal Gandhi era un perseguido-perseguidor con predisposición a delirios de grandeza, que le llevaba a fingir conocimientos que no tenía y que se sentía perseguido por enemigos imaginarios, fruto de su delirio. Gandhi se creía acosado por los nacionalistas, y por eso se ensañaba, digamos que para defenderse, con ellos. Agregó que esa clase de enfermos tiene conciencia de que están perturbados, pero tratan de ocultarlo o disimularlo ante los demás y que si yo le hubiera dicho “usted es un paranoico”, le habría provocado quizás una crisis.
– Qué lástima –le dije– saberlo recién ahora.
Cuando me dieron la noticia de que esa noche volvería al famoso tribunal, deseé fervientemente que Gandhi estuviese allí para desquitarme de los cinco meses que a la sazón había sufrido de incomunicación. Se me ocurría que no tenía él la culpa (injusto por parte mía, porque no era a él) sino mi poca prudente alusión a los bombardeos de Buenos Aires. Pero de todas maneras me cobraría la bronca en un gorila.
Esa noche fui llevado al tribunal; y Gandhi estaba. El tribunal ya no era el mismo. Ya no había militares sino unos muchachitos “comandos civiles” que hacían, junto con Gandhi, de jueces. La diversión ahora parecía comenzar a aburrir. Gandhi fue rápido a la imputación:
– ¡Se lo acusa a usted de haber incendiado las iglesias!
Como yo alcé los hombros, me gritó:
– ¿No le importa esa grave acusación?
– Absolutamente nada: entre usted y yo hay mucha distancia.
– Le voy a mostrar la distancia –dijo el capitán, y tomando un bloque de papeles trazó unas líneas–. Acá en el centro está el capitán Gandhi [haciendo un circulito que lo representaba]. Aquí a mi izquierda el infierno comunista [con circulitos que eran Marx, Stalin, Molotov]. Y aquí a mi derecha el infierno nazi [dibujando circulitos que eran Hitler, Mussolini, Perón y Rosas]. Y junto a Rosas está usted.
Y exhibiendo triunfante, con un dedo en el capitán de su gráfico y otro en el circulito que me correspondía, me espetó sonriente:
– Vea la distancia que hay entre el capitán Gandhi y el doctor José María Rosa.
– Me parecería mayor…. pero si usted lo dice…
– ¿Qué le parece este gráfico? –mostraba triunfante su dibujo.
Hice como si lo estudiara, y después lenta, muy pausadamente, le contesté:
– Es el dibujo de un paranoico.
Un momento de silencio en el auditorio. Algo debería haber trascendido sobre el estado deGandhi porque me pareció oír risas reprimidas en los comandos libertadores.
– ¿Qué sabe usted lo que es un paranoico? ¿Es médico acaso?
– No lo soy, pero sé que el capitán Gandhi es un paranoico– afirmé sin tonos.
– ¿Y qué es un paranoico? –me preguntó con cierta alarma.
– Es un delirante –repetía la lección del psiquiatra peronista– perseguido-perseguidor, que imagina persecuciones y usa nombres que no tiene.
Aquí las risas de los gorilas no pudieron contenerse. Gandhi, con el color cambiado, dio una orden a alguien. Hubo un silencio: esperaba que me mandasen otra vez al calabozo. No me importaba: me había dado el gusto, y una noche se pasaría pronto. Pero todavía no había acabado la sesión.
El mensajero trajo un libro cuyo título decía: PsiquiatríaGandhi lo hojeó con nerviosidad hasta encontrar lo que buscaba. Era un dibujo. Mostró el dibujo del libro, y en la otra mano el suyo.
– Este es el dibujo de un paranoico. ¿Ve que son distintos? –me indicó ahora con angustia.
Yo no entiendo una palabra de psiquiatría pero se me ocurrió decirle:
– En uno los trazos son rectos, en el otro son curvilíneos, pero en los dos el enfermo se coloca en el centro.
En verdad yo no había visto ningún enfermo en el dibujo del libro, cuyo trazado no entendía muy bien. Y contesté al tanteo.
Debí acertar porque Gandhi, fuera de sí, se puso a gritar:
– ¡El capitán Gandhi será un paranoico, pero José María Rosa es un nazi, y prefiero mil veces ser un paranoico que un nazi!
La angustia y el miedo le transfiguraron el rostro. Por un momento pensé que iba a intentar golpearme. Después me pareció que iba a llorar. La escena era penosa y la gente ya no se reía. Me pareció que se retiraba. Los comandos civiles que integraban el tribunal, miraban a todos lados queriendo irse a cien leguas. Mientras Gandhi fuera de sí gritaba, les remaché el clavo a los libertadores:
– ¿No se dan cuenta que este hombre es un enfermo? Cuando salga de aquí los haré a ustedes responsables de mi detención, y no a este pobre loco.
– ¡Usted no saldrá nunca –gritaba Gandhi– porque la Revolución Libertadora no morirá nunca y usted se pudrirá en la cárcel!
Y cosas por el estilo.
Alguien, compadecido, le tomó el hombro y le dijo algunas palabras al oído. Entonces, con aire de mando, dijo:
– ¡Váyase! Usted es un nazi, y no podemos respirar el mismo aire que respira un nazi. ¡Váyase inmediatamente! Y le prohíbo que escriba una palabra sobre lo que ha pasado esta noche. Si llega a hacerlo, yo escribiré el epílogo.
– La primera vez –dije dirigiéndome a los nerviosos “comandos civiles”– que un juez echa al reo del tribunal.
Y me fui nomás.
Esa noche con unos lápices que le pedí al pesquisa y una resma de papel, reconstruí el increíble diálogo, dispuesto a publicarlo cuando me liberaran. Que fue al día siguiente. Hice copiar el manuscrito a máquina, y lo llevé a la revista De Frente [fundada por John William Cooke] que dirigida por Prieto, increíblemente, todavía salía. Como era la única publicación peronista su tiraje pasaba los cien mil ejemplares, como no ha tenido ningún semanario político, que yo sepa.
Prieto mandó hacer unos dibujos donde aparecía Gandhi con uniforme de Napoleón, ojos bizcos, colmado de chapitas de Coca-Cola como condecoraciones, mostrando el gráfico famoso. Como acápite una nota: “Este diálogo ha sido reconstruido por el doctor José María Rosa. El gobierno puede saber si no está ajustado a la verdad porque está grabado en cinta magnetofónica en el Departamento de Policía. Lo invitamos a que nos desmienta”.
Fue la última actuación de Gandhi… y también la última de De Frente. Vinieron de Presidencia a comprar diez ejemplares: horas después llegó la orden de clausura definitiva.