EL SECRETO DE EVITA
UNA
CARTA INEDITA DE SU CONFESOR, EL PADRE BENITEZ
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primera vez Página 12
Se trata del
texto al que tuvo acceso la escritora Marta Cichero, de una misteriosa carta de
su confesor, el sacerdote Hernán Benítez, a una hermana de Evita.
Sra.
Blanca Duarte de Alvarez Rodríguez
Querida
hermana:
¿Podría
llamarla de otro modo que hermana, cuando hemos llorado a unos mismos muertos
queridos y padecido unos mismos sufrimientos?
En
primer lugar: gracias por sus saludos de Navidad y Año Nuevo. Pido al Señor que
las colme de bendiciones: a Chicha, a usted, sus hijos, sus nietos, sus seres
queridos todos. Y, si esas bendiciones escondieran sufrimientos, que les dé
paciencia para aceptarlos y fe para reconocer en ellos la mano de Dios.
Blanca
--y comienza el sermón--, debemos aspirar a lo mejor. A lo mejor en lo
espiritual y también en lo material, para nosotros y para nuestros seres
queridos. Pero no desesperemos luego, si la realidad no se acomoda a nuestros
ensueños. Dios la ama a usted y ama a los suyos con predilección. Déjelo a Dios
escoger los caminos de salvación y santificación trazados por El para cada uno
de los suyos. Déjelo, gozosa, convencida de que el Señor sabe lo que hace, y
ama a los suyos infinitamente más de cuanto usted puede amarlos.
Le
acompaño la semblanza de Angélica, esposa de mi hermano Enrique, que pronuncié
en sus exequias. Falleció el 8-9-84, tras breve enfermedad.
Trece
días después habría cumplido los 70. Llevaban 47 de casados. Quedan tres hijos,
cuatro nietos y un marido, quien no acierta a saber si el muerto es él o la
muerta es ella. La segunda parte de esa semblanza: "Allá, en el
cielo", acaso lleve algún alivio a su corazón, aunque toda esa teología la
sabe usted bien y la vive mejor.
Cierta
vez me expresó usted, Blanca, su deseo de que yo la acompañe en la última hora,
como acompañé a Evita. Seguramente, moriré antes que usted. Será la norma.
Pero, aunque muera antes, en los cielos (los que espero de la divina
misericordia) pediré al Señor que su muerte sea entrar en éxtasis. El que nace
para los cielos no sabe que muere para la tierra. Estaré por tanto a su lado.
Espiritualmente al menos. Lo prometo. Prestándole sin duda mayor ayuda a usted
desde los cielos que cuanto pude prestarle a Evita en la tierra...
*
* *
En
julio se cumplirán 33 años de su muerte. ¡33 años! Los que ella contaba de edad
al morir. Pero, créame, no me parece recordar sino vivir la noche aquella de su
muerte. No se me ha vuelto pasado. La sigo viviendo de presente. La contemplo a
ella al vivo. De espaldas en el lecho. Serena. Respirando cada vez más espaciada
pero más profundamente. La veo emitir el postrer aliento. Sin un solo estertor.
Sin un solo estremecimiento. La veo quedarse inmóvil. Su rostro refleja serena
beatitud. O acaso, asombro al comprender, en los umbrales de la eternidad, el
don inmenso que Dios le hizo en vida al elegirla para servir sin medida a los
humildes y para sufrir, asimismo sin medida, padecimientos que jamás se sabrán
en este mundo.
Ignoro
si vive alguna otra de las siete u ocho personas que rodeábamos al lecho en el
instante preciso de la muerte. En ese momento ustedes, las tres hermanas,
acompañaban a la mamá en la habitación vecina. Al lado derecho de la cama
estábamos por este orden: Finochietto, yo, Juan. El General se hallaba un poco
distante, como solía, tras el respaldo trasero. Siempre fue aprensivo al dolor
y mucho más a la muerte. A la izquierda recuerdo a Renzi, Nicolini y no sé si
Taiana o Aloé.
Como
usted recordará, la extremaunción se la había administrado ese mismo sábado, en
las primeras horas de la tarde. Ustedes estaban presentes. Luego de su último
respiro, le di la postrera absolución. Y, tras ella, recé el primer responso.
El rumor de las plegarias sirvió de aviso de su muerte a las personas de la
planta baja. Las que comunicaron la infausta noticia al gentío inmenso
congregado en calle Agüero y Avenida del Libertador.
"Hermanita,
hermanita, fuimos siempre tan unidos...", dijo Juan sollozando. Y se
tendió un instante de bruces sobre los pies de Evita. Terminado el responso, me
acerqué al General. Lo tomé por la cintura y lo acerqué a la cabecera
deslizándole al oído, como si fuera parte de la liturgia: "Bésela en la
frente". La besó, regando de lágrimas el rostro de la esposa. Tras él,
todos los presentes la besamos.
*
* *
En
ese instante entraron ustedes, la madre y las hermanas, con entereza y dominio
ejemplar. Los hombres se retiraron discretamente y las dejaron solas. Yo
también quise retirarme. Pero usted me lo impidió, rogándome rezáramos juntos
las plegarias de la liturgia. El cuadro de ustedes acariciando a Evita,
sollozando y orando dulcemente merecía los pinceles del Tiziano. Ni a la reina
Isabel, la española, pudo rodearla en su muerte tanta majestad y tanta
espiritualidad. Lo digo así, con todas las letras, cuantas veces refiero este
hecho.
Muy
dueño de sí el General dictó al intendente las normas para el velatorio, en el
edificio de Trabajo y Previsión. Las exequias comenzarían en la mañana del día
siguiente, domingo 27, con la misa de réquiem. A su pedido y en su nombre,
invitó al cardenal Copello a asistir a la ceremonia. Monseñor se hallaba
profundamente conmovido. Me rogó transmitiera sus condolencias a los
familiares. "A la señora madre, especialmente." Y me aseguró
asistiría a la ceremonia. Asistió, por supuesto, con lágrimas en los ojos.
Admiraba de verdad a Evita. En el '55, a la caída de Perón, pagó caro esa
admiración. Perón no hizo de él el mérito debido. Y los
"libertadores" lo persiguieron con saña. Hasta deponerlo de su
arzobispado. Consintiendo en el atropello Pío XII, tan absolutista e independiente
como se mostró siempre.
Pasadas
las 21, arribó a la residencia el doctor Ara. Antes de dar paso alguno, y sin
asomarse a la cámara mortuoria, pidió lo primero, tratar a solas con el General
las condiciones de su trabajo. Ocuparon para ello la salita de la biblioteca,
en el extremo opuesto a la habitación de Evita. Los acompañó Mende. Allí
estuvieron, cerca de una hora, concertando los términos y honorarios del
embalsamamiento. El español era amigo de cuentas claras. Lo conocía yo de
tiempo atrás. Eramos amigos. El largo cónclave me vino de perlas para meditar
largo rato, a solas en ocasiones, sin apremios de tiempo, ante el cadáver de
Evita. Tenía la percepción viva, diría que sensorial, de la trascendencia de
esos momentos, cuando miles de millares de seres humildes lloraban
desconsolados la pérdida de quien era para ellos su todo.
*
* *
¿Sabe,
Blanca, qué sentimientos embargaban mi corazón, cuando el frío de la muerte iba
señoreándose del ser ante mis ojos? Lo primero: "¡Gracias, Dios mío, por
el regalo de Eva Perón a la Argentina, aunque nos la lleves cuando más la
necesitamos, gracias!". Luego, sentí sin la menor vacilación que la
historia le haría justicia. Algún día el mundo reconocería la pasión casi
sobrehumana, y por cierto carisma de Dios, con que ella había servido a los
necesitados, inmolándose entera. Esto era lo sustancial de su ser. Esta su
misión. Todo lo demás eran postizos e intrascendencias. Pero, le confieso a
usted, yo estaba convencido de que el reconocimiento histórico tardaría años,
muchos años. No lo contemplaríamos nosotros por descontado. Su nombre para
imponerse debía atravesar barreras de prejuicios inveterados, de enconos, de
infamias...
¡Qué
error el mío! No se me cruzó por las mientes que pudiera entrar en las trazas
de Dios sublimarla de inmediato, elaborando su hombradía mundial,
paradojalmente, no con la baba de los adulones, sino con la bilis de los
calumniadores. Esta técnica divina despistante y enigmática la llamé "el
misterio de Eva Perón" en el discurso del 17-10-82 ante su tumba. ¿Lo
recuerda?
Pero
--escúcheme bien, Blanca-- lo que más me conmovía aquella noche, ante los
despojos de Evita, en medio del impresionante silencio de la residencia, era
que veía alzarse su corazón ya sin latidos, como una patena, ante el rostro de
Dios, brindándole el holocausto de un inmenso dolor. De un dolor que jamás se
sabrá en este mundo. De un dolor más meritorio a los ojos de Dios que su lucha
en favor de los necesitados, con ser ésta heroica, como no cabe negarlo. Usted
sabe muy bien a qué dolor me refiero. Sabe quién lo provocaba y de qué manera.
Dolor que, como ningún otro, desgarró su corazón. Más, mucho más, que la
enfermedad. Lo hemos comentado en nuestras conversaciones, con usted y Chicha,
sangrándonos todavía el corazón.
Con
qué ganó más Evita el corazón de Dios: ¿con ése su secreto sufrimiento, que
ignorará la historia, o con su obra social pública, en la que --como no podía
ser de otro modo-- se mezclaba mucho de vanidad, mucho de éxito mundano, mucho
de política y ostentación? Sorprendente: lo que de verdad hizo grande a Eva
Perón jamás se sabrá en este mundo. Lo ignorarán las gentes. Escapará a la
búsqueda de los historiadores. Morirá con la muerte de contadas personas. La de
usted, la de Chicha, la mía, y no sé si de alguien más.
*
* *
Las
veces que ella, anegada en lágrimas, me confesaba no aguantar más y estar
dispuesta a adoptar medidas extremas --bien sabe usted cuáles--, y le
machacaba: "Evita, nada grande se hace sin dolor. Sin su secreto dolor,
toda su obra pública ¿qué sería a los ojos de Dios? ¡Vanidad de vanidades y
todo vanidad! (Ec. 1.1). Por inmenso que sea el bien que usted hace a los
humildes, por mucho que la aplauda el mundo, sin secretos renunciamientos, todo
eso ante la eternidad de poco y de nada le serviría..."
Y
le recordaba lo que San Agustín decía de no pocas grandes celebridades de la
historia:"Laudantur ubi non sunt et cremantur ubi sunt". Los
aplaude el mundo, donde no están. Pero los condena la eternidad, donde están.
¡Tremendo! ¿No es verdad? Si el condenado ilustre y famoso pudiera desde el más
allá hacerles llegar una súplica a cuantos lo exaltan en el más acá, esta
súplica sería: "Señores, por favor, olvídense de mí. Bórrenme de su
recuerdo". Y es que deben sonarles a sarcasmo los aplausos del reino de la
mentira (este mundo) a quienes fracasaron en el reino de la verdad (los cielos
de Dios).
Aquella
noche, ante los despojos de Evita, a la congoja por su pérdida se sobreponía en
mi alma la satisfacción de saber, como sabía, que ella comparecía ante Dios
cargada de merecimientos eternos. Al purgatorio lo había padecido ya en este
mundo. No en su carne cancerada, sino en su corazón acrisolado en la peor de
las torturas. Bien sabe usted, Blanca, a qué me refiero. Eran ustedes sus
hermanas las únicas a quienes ella abría todo su corazón.
Quien
camina en esta vida a la luz del Evangelio llegará a la eternidad con su carga
ineludible de secretos sufrimientos. El billete de entrada a los cielos lo
compran en este mundo las incomprensiones, ingratitudes, desaires, desencantos,
desatenciones..., tanto más dolorosas cuanto nos son más queridos aquellos de
quienes nos vienen. ¡Ah! Y los muchos años, en vez de endurecernos el alma,
volviéndonos indiferentes, nos la ablandan más y supersensibilizan, decuplándonos
los padecimientos. Un silencio, una mirada dura del ser querido basta para que
empiecen a sangrarnos las entrañas del alma. ¿No es verdad?
"El
sufrimiento más insufrible sería para mí no sufrir." Esto sólo pudo
decirlo Teresa de Lisieux. Así veía el misterio del dolor, desde la cima de la
santidad que alcanzara. Los que distamos de ella toto coelo nos
conformamos con aguantarlo, así sea a bramidos, como Job. Malo es rechazar la
cruz de Cristo. Pero peor, que la cruz de Cristo nos rechace, abandonándonos al
goce de los placeres de este mundo convertidos en cielo. Presagio de
condenación eterna ya en este mundo. A quienes abundaron en padecimientos en
esta vida es absurdo creer puedan esperarles nuevos padecimientos en la otra.
Por contrapartida, Cristo asentó contundentemente: "Hijo (al hombre ciro),
recuerda que a ti te fue muy bien en la vida, en tanto que al pobre Lázaro le
fue muy mal. Ahora le toca a él recibir aquí alegrías; y a ti, sufrir".
(Luc. 16, 25).
*
* *
Los
anales de la Iglesia están llenos de seres insignos por su capacidad de
sufrimiento y por su capacidad de secreto. No hablemos de los clásicos: Santa
Teresa, la de Avila, San Juan de la Cruz, fray Juan de los Angeles. Recuerde
usted a Don Bosco, Don Orione, Juan XXIII, Kentenich, el fundador de Schoensta.
Nadie, ni un sabueso de la garra de Yallop, ha podido develar el misterio que
envolvió la muerte del papa Luciani, Juan Pablo I, en el amanecer del día 34 de
su pontificado. Y esto, ¡en las barbas de San Pedro! Es que en todas partes se
cuecen habas. Si en el Vaticano, sí; ¡como para que no, en calle 3 de Febrero
1350! ¿Me entiende, verdad?
¿Sabe
usted quién fue el campeón en esto de sufrir en secreto, con la particularidad
de alzar a los ojos de la historia la punta del velo que lo cubría y cubrir el
resto, para castigar la curiosidad humana? ¡San Pablo! Era su misión propagar
el Evangelio en el mundo pagano, trotando de un lugar a otro. Pero, no bien
dejaba una iglesia para fundar otra, luego se infiltraban "falsos cristos
y falsos apóstoles", envenenándoles la fe a los nuevos cristianos. El tiro
de sus enemigos apuntaba a negarle fuera él apóstol como los otros apóstoles,
los doce. En su defensa San Pablo alegaba sus luchas, sufrimientos,
revelaciones, en nada inferiores las suyas, antes superiores, a las de los
otros apóstoles.
En
la ad Galatas y segunda ad Corintios asombra la cantidad de
páginas y el énfasis que gasta en su defensa. "Pero --advierte--, para no
engreírme ni estimarme en más que a los otros, a causa de los dones y
maravillosas revelaciones que recibí del cielo, datus est mihi stimulus
carnis meae, angelus Satanas, qui me colaphiset, llevo en mi carne un
aguijón que me abofetea, como clavado en ella por el mismísimo demonio" (2
Cor. 12, 7).
¿Cuál
era el misterioso sufrimiento que lo atormentaba por donde iba? Desde dos mil
años vienen indagándolo cientos de teólogos, exégetas, comentaristas, ¡y nada!
Nadie acierta a detectarlo. Sigue siendo un enigma. ¿Eran los efectos de la
malaria, como creen unos? ¿O cierta deformidad y fealdad corporal, como dicen
otros? ¿O la tartamudez, o un poco de cobardía para presentarse en público, o
su griego malo, poco más que básico? Dios lo sabe. Y no faltan quienes, tomando
la palabra carne por sexo, sospechen si no lo traería al retortero cierto
escozor sexual, provocado acaso por la represión de la soltería.
¿Ve
usted? Cada cual interpreta el secreto sufrimiento de San Pablo como le viene
en gana. Fue pillería en él alzar la punta del velo del misterio para que se
soltaran los intérpretes a desenmadejar el ovillo, enmarañando más la cosa.
¡Cómo se divertirá él oyéndolos desde lo cielos! Y si esta carta cayera algún
día en manos de los biógrafos o de los historiadores de Eva Perón, ¡lo que no
inventarán éstos para descifrar su secreto sufrimiento!
Era
San Pablo solterón empedernido. Coqueteaba con su celibato. Pero aclarando con
cierto retintín que, si no tenía mujer, no era porque ninguna le llevara el
apunte, sino por renunciar él libremente, por amor a Cristo, a quien se lo
llevara. Escuche usted esto: "Tengo yo derecho de llevar conmigo una
esposa cristiana. Como la llevan los otros apóstoles. Y los hermanos del Señor.
E incluso Pedro (1 Cor. 9, 3-5). Posiblemente su ejemplar de la Biblia diga
"hermana" donde la moderna Biblia de las Sociedades Bíblicas Unidas
Traduce "esposa". "Hermana" vuelve más potable el celibato
obligatorio impuesto por el Vaticano a los clérigos. "Esposa" arguye
un celibato optativo en la Iglesia apostólica. Yo --le confieso a usted-- soy
celibatario a outrance.Pero me dignificaría más llevar mi celibato
libremente.
*
* *
Sería
imperdonable callar que también Cristo Nuestro Señor quiso presentarse al Padre
en su muerte llevando un albricias inefable de misterioso secreto. ¡Sí, señor!
Porque bajo la crucifixión visible padeció el Señor otra invisible. Esta más
cruel que aquélla. ¿Cómo lo sé? Porque hubo un momento en el cual los
sufrimientos de la cruz invisible fueron tan atroces que lo traicionaron. No
pudo más. Y se le escapó el gemido misterioso: "Eli, Eli, lema
sabactani" (Mat. 27, 46) Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado? La queja más atroz pronunciada por lengua humana.
¿El
alcance de estas palabras? Abismal. Imposible medirlo. No recuerdo si Orígenes
o Clemente de Alejandría aventura esta exégesis impactante. Quiso el Señor
--dice--, llevado de su amor al hombre, a todos los hombres, los condenados
incluso, experimentar en su corazón el sufrimiento de la condenación eterna.
Sufrimiento que, en el fondo, consiste en sentirse el precito abandonado de
Dios. ¿Cómo pudo experimentar el verbo de Dios el abandono de Dios? Pregunta
imposible de responder. Se soslaya diciendo: puso para ello en juego la omnipotencia
infinita. Como quiera que sea, el resultado de experimentar Cristo en su
corazón lo que pasa por el corazón del condenado a muerte eterna, fue ese
gemido: "Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
¡Dos
condenados al infierno! ¡Condenado al vacío de sí mismo! ¡A esencialización de
su esencia esencial! ¡Adesabsolutización del Absoluto. Marea pensarlo. Las
palabras ya no dicen nada por pretender decirlo todo. Marea semejante amasijo
de aporías. La vuelta a la nada del Universo no es absurdo pensarla. Nos da la
cabeza para ello. Pero la desabsolutización del Absoluto es locura pretender
imaginarla, por poco que se entienda el sentido de estas palabras.
***
Punto
al sermón. Comencé a teclear estas páginas sólo para augurarle un 85 feliz. Su
cruz, tan meritoria, me llevó a recordar la cruz de Evita, de la que quedamos
tan pocos testigos con vida todavía. Ella me remontó a la cruz de todo
cristiano. A la de Pablo, A la de Cristo. La invisible cruz de Cristo. La de la
queja inenarrable. No podía ocurrirme de otro modo. Recuerde sólo esto, Blanca.
Nuestras cruces constituyen una y la misma cruz con la de Cristo. La visible y
la invisible.
Como
recordé al comienzo, el 26-7-85 se cumplirán 33 años del fallecimiento de
Evita. Como ella había nacido el 7-5-19 (la menor de los cinco hermanos)
contaba al morir 33 años y 80 días. Por consiguiente, si mis cuentas no fallan,
el 14-10-85 se contarán igual número de años y días desde su muerte que cuantos
ella vivió en su vida. El dato, al parecer baladí, ¡cuánto no hace pensar!
Recuérdenmelo, les ruego, ese día.
Saben
que las quiero como a hermanas. A usted y a Chicha. Saben que rezo por ustedes.
No es cierto que Evita se llevara toda la gloria dejándoles a ustedes sólo
sufrimientos. Nadie sabe mejor que ustedes cuánto padeció ella. Pero, aun
suponiendo erróneamente que a ustedes las hubiera elegido Dios para padecer y a
ella para gozar en este mundo, deberían dar gracias a Dios por semejante
elección. A la luz de la fe, serían ustedes las favorecidas, las predilectas de
Dios. Lo saben perfectamente. Un fuerte abrazo. El Señor nos bendiga.
Hernán Benítez
Confesor
de Eva Perón. La carta es de 1985, a 33 años de la muerte de Evita, que murió a
los 33 años.