ALIMENTOS Y ALIMENTACIÓN EN LA ANTIGUA ROMA
Dentro
del reino animal, uno de los actos que definen y diferencian los comportamientos
humanos es que en numerosas ocasiones han convertido el hecho de la
alimentación en algo que va más allá de la simple ingestión de vituallas, dando
paso a un acto social. Hasta tal punto ha adquirido importancia la comida que
nadie puede dudar que esta ha llegado a ser un claro hecho diferenciador de la
cultura de los diferentes pueblos.
En
la Roma imperial, lejos habían quedado los tiempos en los que la austeridad
prevalecía sobre cualquier otro comportamiento, llegando esta incluso a los
hábitos alimenticios. Con el paso del tiempo, y el contacto con otras culturas
y pueblos, los romanos habían agregado a sus preferencias culinarias cada vez
más y más alimentos y formas de cocinarlos.
Alimentos de origen
vegetal
Uno
de los principales alimentos de origen vegetal serían los cereales, que fueron
consumidos de diferentes maneras. En la época más antigua sabemos que el trigo
se comía cuando todavía no había madurado; Posteriormente, bajo el rey Numa, se
introdujo la costumbre de tostarlo previamente, noticia que nos es transmitida
por Ovidio y por Plinio. Poco a poco se fue convirtiendo también en habitual su
molido, lo que dio paso a la harina, empleada en la confección de gran cantidad
de viandas. En el caso del trigo, la mezcla de su harina con el agua dio lugar
a uno de las comidas más populares entre las capas bajas de la sociedad, la
puls, que cuando era muy diluida se podía convertir en refresco. Cuando la
harina de trigo era sustituida por la de cebada el producto resultante se
denominaba Polenta. Así mismo, con las harinas también se fabricó todo tipo de
pan, que con el paso del tiempo se convirtió en uno de los alimentos básicos.
Existieron numerosas variedades basándose en la calidad de la harina o en el
proceso de fabricación: desde los más refinados que consumían las clases
privilegiadas, que se fabricaban con flor de harina, y en ocasiones eran
enriquecidos con especias, leche, huevos, miel, frutas confitadas, etcétera, a
los más vulgares destinados a la plebe o los ambientes rústicos; incluso
existió un tipo de pan, llamado castrense, que poseía la cualidad de ser de
larga duración, y que los soldados comían durante las campañas militares, y
otro, muy tosco, que se daba solamente a los perros.
Papel
destacado tuvo el consumo de legumbres, verduras, hortalizas y frutas, hasta el
punto que sabemos que en los orígenes los romanos eran prácticamente
vegetarianos (como comedores de hierba
les definió el autor de comedias Plauto). Las legumbres alcanzaron una gran popularidad,
y ellas derivó el nombre de algunas de las más importantes familias, baste como
ejemplo el de los Fabios (faba=haba). Se tomaban en todas sus formas, verdes,
crudas, hervidas o tostadas, y entre otras destacan las fabas, judías,
altramuces, lentejas, algarrobas y garbanzos.
Las
verduras y hortalizas también fueron numerosas, acelgas, escarolas, achicoria,
col, coliflor, cardo, zanahoria, nabo, ajo, cebolla y puerro; mención especial
merecen los hongos y setas que fueron muy apreciados, y algunos brotes salvajes
como los espárragos, que eran muy abundantes, y que al igual que en la
actualidad se vendían por manojos, siendo los más afamados los procedentes de
la región de Rávena.
Dentro
de la cadena alimenticia otro eslabón destacado lo ocuparon las frutas que los
romanos consumían con generosidad. Fueron muy numerosas y podemos destacar los
higos, membrillos, manzanas, melocotones, fresquillas, albaricoques, granadas,
peras, ciruelas, melones, sandías, cerezas, uvas, moras, fresas, dátiles,
bayas, nueces, avellanas, castañas, almendras, etcétera. Su gusto por las
frutas les llevó a fabricar con ellas incluso confituras, sobre todo de
membrillo, que era la más apreciada, juntamente con la de manzana, y la
calabaza que, además, se empleaba a decir de Marcial, en numerosos platos,
hasta el punto que se podría hacer una comida entera solo a base de calabaza.
Alimentos de origen
animal
Las
viandas de origen animal también tuvieron un papel destacado dentro de la
alimentación romana. En primer lugar, los productos denominados lácteos, tanto
la leche como los quesos. La leche empleada era de cabra y oveja que era la
preferida (los calostros, leche de oveja recién parida, eran considerados por
los romanos como una autentica golosina), más tarde de vaca, pero siempre en
menor grado que la de oveja, y con carácter medicinal las de burra, yegua y
cerda, aunque esta última era la menos apreciada. La tomaban fresca o cuajada,
y en ocasiones aromatizada con diferentes hierbas.
También
conocían una especie de yogur (melca u oxygala) que hacían agriando la leche
con vinagre, y añadiendo melca de días anteriores, hierbas aromáticas y
cebolla. Por lo que se refiere a los quesos, dominaban a la perfección su
proceso de fabricación, tanto los frescos, destinados a su consumo inmediato,
que eran secados al sol y salados por medio de la inmersión en salmuera, como
los curados, que estaban destinados a su conservación para el posterior consumo,
realizándose incluso el proceso de ahumado tal y como se realiza en nuestros
días.
Los
huevos fueron un complemento esencial de la alimentación, y no solamente los de
gallina, sino también los de oca, pato y todo tipo de pájaros salvajes. Su
preparación era muy variada: pasados por agua, revueltos, en tortilla, con
leche y miel, etc. También se empleaban en las salsas y sobre todo en la
repostería.
Con
el paso del tiempo y el desarrollo de la vida urbana, la dieta de vegetales va
a ser complementada cada vez más con la de carnes y pescados.
Las
carnes se consumían frescas (asadas, cocidas o fritas), o también curadas o
embutidas. Las partes más apreciadas eran el cerebro, orejas, papada y patas,
con especial mención para los testículos de los machos y las ubres y la vulva
de las hembras, sobre todo en el caso de las cerdas. A diferencia de lo que
sucede con la ganadería actual, los romanos tan solo criaban un animal
destinado al matadero para alimentarse con su carne, se trata del cerdo, del
que comían absolutamente todo. La carne de ovino y caprino, era más rara y tan
sólo eran destinados al matadero aquellos animales machos que no eran
necesarios para la reproducción, los enfermos, o los viejos que ya no daban la
producción deseada. Raramente se consumió carne de bovino, pues los bueyes eran
simplemente un instrumento de trabajo, y la producción de leche de vaca fue muy
escasa, tan solo en algunas zonas del norte, por lo que su crianza no estuvo
muy extendida. Las aves, excepto muy pocas como es el caso de las ibis,
cigüeñas, codornices, golondrinas y vencejos, fueron utilizadas de un modo
prolijo en la alimentación. La carne de ave preferida era la de oca, seguida de
la de paloma y la de pollo; algunas de ellas como los loros eran indicativo de
un lujo exquisito.
El
producto de la caza también fue fuente de proteínas, y animales como el jabalí,
el ciervo, la gacela, la liebre, el conejo, y los lirones, entre otros,
contribuyeron a endulzar en gran manera el paladar de los romanos.
Mención
aparte merecen los pescados, cuya presencia fue fundamental en cualquier
banquete, aunque su introducción fue más tardía que la de otros alimentos. Eran
numerosas las especies comestibles conocidas por los romanos, en la práctica
casi todas las que conocemos en la actualidad, y que pescaban tanto en los ríos
como en el mar. Cabe destacar la anguila, los salmones, la carpa, el esturión,
torpedo, raya, atún, perca, lenguado, langosta, sepia, lapa, ostra y otros
mariscos.
Vemos
pues que los hábitos alimenticios no han variado profundamente desde la época
antigua a la actual, y que las viandas consumidas por los romanos han pervivido
a lo largo de los tiempos.
El arte culinario
Pero
si ya hemos visto como la variedad de alimentos es enorme, hay que tener
también en cuenta un aspecto fundamental, y es lo que podemos denominar
propiamente arte culinario.
Los
romanos poseyeron una exquisita cocina, y un arte inigualable a la hora de
preparar las vituallas. El uso de salsas y especias fue abundante, baste como
ejemplo una de las salsas más apreciadas y que no podía faltar en ninguna
cocina: el garum, de origen griego, y cuya preparación nos es transmitida por
Gargilio Marcial, quien nos dice que se debía utilizar una vasija de tamaño
grande (unos 30 litros de capacidad), en cuyo fondo debemos colocar una capa de
hierbas aromáticas formada por hinojo, menta, orégano, tomillo, albahaca, anís,
etcétera; a continuación se colocaba otra capa de pescado troceado, para ello
se pueden emplear salmones, sardinas, anguilas, o cualquier otro tipo de
pescado; por último se colocaba una capa gruesa de sal. Esta operación se
repetía varias veces. Una vez lleno el recipiente se dejaba reposar durante
siete días y a partir de ello y durante veinte mas se removía; una vez
concluido este proceso el paso final era colar el jugo así obtenido, que debía
tener una olor penetrante, y en ocasiones putrefacto, pero ello no impedía que
fuera muy apreciado.
De
este arte culinario que poseyeron los romanos, afortunadamente han llegados
hasta nosotros numerosos testimonios literarios, como es la obra De re
coquinaria (sobre la cocina) de M. Gavio Apicio, que desarrolló su labor durante
el primer tercio del siglo I de C., aunque existen fundadas dudas sobre la
autoría de esta obra, que con grandes probabilidades se compuso en el siglo IV
recopilando recetas de textos más antiguos, de origen griego y latino. En otros
autores como Catón, Varrón y Columela también se pueden encontrar numerosos
restos de este arte culinario cuyo apogeo a decir de Tácito (Ann. III, 55) hay
que situarlo entre la batalla de Actium (31 a. de C.) y el reinado del
emperador Galba (68 de C.)
Un banquete singular.
Los
romanos de la época clásica realizaban tres comidas a lo largo del día: ientaculum,
por la mañana, prandium, al mediodía y cena al anochecer. Las dos primeras, muy
ligeras, y generalmente frías solían componerse de restos del día anterior,
pan, queso y poco más, en tanto que la tercera, la cena, era la principal, y la
que se hacía más detenidamente, tomándose en ella un mayor número de alimentos,
aunque no de manera exagerada. Solían comenzar con la caída del sol y
terminaban antes de que fuera noche cerrada.
Si
bien esto era lo que dictaba en decoro y las buenas costumbres, no siempre
sucedió así, y un claro ejemplo de un banquete que se salía de la norma general
nos lo ha proporcionado Petronio en su descripción de la cena de Trimalción,
recogida en El Satiricón. Nos cuenta el autor latino, que una vez aseados por
los esclavos alejandrinos que poseía Trimalción dio comienzo la cena con unos
aperitivos, venían servidos en una gran bandeja, en ella un pequeño asno
realizado en bronce llevaba su serón repleto de aceitunas, en un lado verdes, y
en otro negras. En la bandeja también había lirones
condimentados
con miel y adormidera, salchichas, ciruelas de Damasco y granos de granada.
El
segundo plato vino presentado de forma espectacular, se trataba de una gran
bandeja en la que había una gallina de madera, con las alas extendidas en
círculo, como si tratara de proteger a sus polluelos, entre la paja había numerosos
huevos de pavo que fueron repartidos entre los comensales, los huevos eran
ficticios, y en su interior había un papafigo (pájaro canoro, que se alimenta
de insectos, y en ocasiones de frutas, sobre todo de higos), envuelto en yema
picada y sazonado con pimienta. La comida estaba siendo regada abundantemente
con vino melado en la proporción que ya estableciera Columela (diez libras de
miel por cada trece litros de vino). A continuación se retiraron los entremeses
y se sirvió vino de Falerno envejecido cien años. La verdadera cena estaba a
punto de comenzar.
El
primero de los platos era una gran fuente, sobre la que, colocados en círculo,
estaban los doce signos del Zodiaco, encima de cada uno de los cuales se había
situado un alimento alegórico; así sobre Aries habían puesto garbanzos, un
pedazo de carne de ternera sobre Tauro, criadillas y riñones sobre Géminis, una
corona de flores sobre Cáncer, un higo chumbo sobre Leo, una matriz de cerda
joven sobre Virgo, una balanza con un pastel dulce en uno de sus platos y una
torta en el otro sobre Libra, un cangrejo de mar sobre Escorpio, oclopetam,
alimento que nos es desconocido sobre Sagitario, una langosta sobre
Capricornio, un pato sobre Acuario, y por último dos salmonetes sobre Piscis.
En el hueco central de la bandeja estaba colocado un panal. Para acompañar a
todo ello un esclavo iba repartiendo pan.
Consumidos
estos alimentos los esclavos quitaron la parte superior de la bandeja y debajo
había aves cebadas, tetinas de cerdo y liebre; en las esquinas había unas
figurillas con unos odres de los que manaba garum a la pimienta sobre peces.
Llegada
la hora del segundo plato aparecieron los esclavos portando una gran fuente con
un jabalí de enormes proporciones, de sus colmillos colgaban dos espuertas
repletas una de dátiles frescos y otra de dátiles secos, en su costado se
habían colocado una serie de lechones realizados en mazapán y que estaban en
actitud de mamar.
Como
tercer plato se sirvió un cerdo blanco, asado y relleno de salchichas y morcillas.
Tras un prudencial periodo de tiempo se sirvió teatralmente un ternero cocido,
de unas doscientas libras de peso, que un esclavo vestido de Ayax troceó con un
cuchillo y repartió entre los comensales.
El
siguiente plato fue una gran fuente repleta de confituras cuyo centro estaba
ocupado por un Príapo hecho por el pastelero y frutas de todas clases y uvas
rociadas de azafrán. Tras una nueva pausa se sirvieron gallinas cebadas, que
previamente habían sido deshuesadas y huevos de oca encapuchados.
Finalmente
tan sólo quedaban por servir los postres: tordos confeccionados con flor de
trigo y rellenos de pasas y nueces, membrillos en forma de erizos. Después
sirvieron una oca cebada con guarnición de peces y aves de todo tipo que según
Trimalción su cocinero había confeccionado con carne de cerdo. A continuación
ostras, vieiras y caracoles.
Se
hace evidente que para consumir este abultado número de viandas se requería un
prolongado espacio de tiempo, y de comensales, sin hablar del apetito que estos
debían tener, de ahí que los banquetes que ofrecía Trimalción fueran celebres
por concluir no bien entrada la noche, sino al canto del gallo, al amanecer.
JAVIER
CABRERO