EL DIABLO IMPLORANDO A DIOS Y LA
LECHE DE LA MUJER AMADA
En este interesante capítulo
sobre la Invasión Alemana a Rusia durante la 2ª. Guerra mundial, que Gonzalo
Ugidos publica en su libro “ Chiripas
de la historia”, que es una antología de las casualidades más increíbles
que han forjado el destino de la humanidad.
Mientras los americanos perdían en Pearl Harbor a 2402 hombres, ocho
acorazados, tres cruceros, tres destructores, un buque escuela y un minador,
además de 188 aviones, en ese mes de diciembre de 1941 los soviéticos hacían
arqueo de los estragos sufridos en la guerra. Habían perdido frente al ejército
de Hitler cuatro millones de hombres, ocho mil aviones y diecisiete mil carros
de combate. Los alemanes se habían apoderado de más de la mitad de la producción
de acero y carbón de la Unión Soviética y de todos sus graneros, las fértiles
regiones de tierra negra de Ucrania y de la estepa occidental. Tan fuerte fue
el azote que ahora, gracias a la apertura de los archivos soviéticos, sabemos
que Stalin estuvo a punto de rendirse. Solo desistió de ello al ver el
frenético patriotismo que desplegó el pueblo soviético transportando las
fábricas amenazadas más allá de los Urales, fuera del alcance de los alemanes.
En 1943 el Ejército Rojo derrotó a su enemigo en Stalingrado, y luego en
Kursk, y de esta manera empezó lo que Goebbels, en un virtuoso ejercicio de
esgrima retórica, llamó «el avance táctico sobre la retaguardia» de las
divisiones de Hitler. Cómo y por qué sucedió así, en contra de todas las expectativas
razonables, sigue siendo el interrogante principal de la guerra más sanguinaria
y devastadora de la historia. Si Stalin se hubiera rendido, como pretendió,
Hitler muy probablemente habría muerto en la cama y la civilización habría
muerto en aquella guerra.
En el ardor guerrero de los rusos hubo algo más que patriotismo. Hubo
también NKVD. Con esas siglas se conocía en la Unión Soviética al Comisariado
del Pueblo para Asuntos Internos; o sea, una policía política secreta. El miedo
a la NKVD empujó al pueblo soviético a luchar contra la invasión de los nazis
en la Operación Barbarroja, que era el nombre en clave dado por Hitler al plan
de invasión de la Unión Soviética por parte de las fuerzas del Eje.
El 22 de junio de 1941 tres millones de soldados —alemanes y otros
contingentes de sus aliados— cruzaron la frontera rusa. Esta operación abrió el
frente oriental, que se convirtió en el teatro de operaciones más grande de la
guerra, el escenario de las batallas más sangrientas y brutales del conflicto en
Europa. Pero el miedo es una sensación negativa y destruye tanto o más de lo
que construye. Por eso a Stalin se le ocurrió algo mejor para animar a la
resistencia a los rusos. Para estimular el patriotismo volvió a abrir las
iglesias y fomentó la asistencia a los oficios religiosos. El diario Pravda escribió por primera vez con
mayúscula inicial la palabra Dios. Stalin tendió puentes con la Rusia zarista y
en julio de 1942 se acuñaron medallas al heroísmo que llevaban los nombres de
los grandes generales zaristas Kutuzov, Suvorov y Najimov. En los momentos más
críticos de la batalla de Stalingrado se anunció que los oficiales volverían a
llevar insignias y galones dorados. Ni las iglesias ni las medallas ni los
galones derrotaron a los ejércitos alemanes, pero devolvieron al Ejército Rojo
la confianza en sí mismo. Para ganar la guerra el diablo no dudó en implorar a
Dios.
Pero la alimentación fue también decisiva. La clave de la resistencia de
los rusos al gélido ambiente fue su alimentación a base de carbohidratos y
grasa: cerdo, tocino crudo curado con sal, limón y ajo (sálo), mantequilla, crema agria de leche, y bebidas calientes a
base almíbares de melocotón, dátiles, o cerezas… y vodka, por supuesto,
acompañado de un diente de ajo y una cebollita en encurtido. Los alemanes
tenían una dieta pobre en grasas y bebían «leche de la mujer amada» (Liebefraumilch), que aunque se llamaba
así no era leche, ni mucho menos de la mujer amada, sino un tipo de vino blanco
semidulce.
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