LA CREACION DEL VIRREINATO DEL RÍO DE LA PLATA
La
causalidad de la creación del Virreinato del Río de la Plata está directamente
emparentada con la política desarrollada por Portugal prácticamente desde el
momento mismo en que España descubrió América. Por las bulas papales de
Alejandro VI de 1493, se dividía el océano Atlántico por una línea que fuera
del Polo Norte al Polo Sur, distante de las Islas Azores o del Cabo Verde, cien
leguas hacia occidente: las tierras hacia el oeste de esa línea serían
españolas, las del este portuguesas, habida cuenta de los derechos de este país
según el tratado celebrado en Toledo en 1480. Pero el rey portugués Juan
II, no aceptó la decisión papal y entonces ambas naciones llegaron al Tratado
de Tordesillas en 1494 por el cual la línea se trazaría ahora a 370 leguas
marinas al oeste de la más occidental isla de Cabo Verde. El problema no
quedó dilucidado: los portugueses pretendían usar la legua marina española de
1.850 metros y los españoles la portuguesa de 1.543 metros, y tampoco hubo
acuerdo sobre los instrumentos de medición a usarse. Por ello, la línea
no llegó a establecerse nunca. Esa línea, que debía haber pasado más o
menos a la altura de la actual ciudad de San Pablo, hubiese restringido el
territorio portugués en América del Sur a una tercera parte, más o menos, de lo
que es el actual espacio brasileño (tres millones y nueve millones de
kilómetros cuadrados respectivamente).
En
lo que nos toca, la costa Atlántica, desde San Vicente hacia el sur, y
territorios conexos, debieron ser españoles, y ulteriormente argentinos.
¿Cómo lograron Portugal primero, y después Brasil, expandirse tan
formidablemente en nuestra área? Esto es motivo de análisis en distintos
pasajes de este trabajo. La cuestión empezó prácticamente con el
Descubrimiento, y ya en la época de la fundación del Virreinato estaba en plena
ebullición. Un hito importante fue Caseros, como se verá; hacia fines del
siglo XIX se liquidó el último problema limítrofe con Brasil en Misiones, como
siempre, desfavorablemente para Argentina. Recientemente, sin ir tan
lejos, la construcción de la represa de Itaipú por Brasil, trajo tiranteces
vinculadas con el dominio de la cuenca del Plata, en el que el país vecino ha
ido haciendo progresos notorios.
Pero
volviendo a los siglos XVI y XVII, los lusitanos nunca dejaron de avanzar, más
allá de la línea del tratado de Tordesillas, en territorio español, ni siquiera
cuando, entre 1580 y 1640, Portugal pasó a ser parte del Imperio español, y por
ende también el Brasil. El objetivo hacia el oeste era llegar al
Pacífico, atraídos por las minas metalíferas del Alto y Bajo Perú, y hacia el
sur los ríos Paraná y del Plata, en búsqueda de tierras templadas que
compensaran las tierras monótonamente cálidas de los portugueses. Además,
les interesaba transformar al Río de la Plata, tan importante desde el punto de
vista comercial, en dominio compartido con España, en un río internacional,
teatro del tráfico portugués y de su aliado, el comercio británico.
Precisamente,
para asegurarse una base de operaciones del contrabando que practicaban hacia
el Imperio español en el Río de la Plata –con Buenos Aires, específicamente- la
osadía portuguesa, alentada por los proyectos ingleses, la llevó a establecerse
en 1680, frente al mismo Buenos Aires, a menos de cincuenta kilómetros de
ésta. Los españoles, por la vía de las armas, llegaron a reconquistar
esta fortificación denominada Colonia del Santísimo Sacramento, con la
colaboración guaranítica; pero la habilidad de la diplomacia portuguesa logró
que se le devolviera la plaza provisoriamente. Este hecho,
inexplicablemente, ocurrió otras tres veces: con motivo de la guerra de Sucesión,
a principios del siglo XVIII; en 1735, nuevamente fue sitiada Colonia por el
gobernador de Buenos Aires, Miguel Salcedo, y cuando todo hacía prever la toma
de ella por fuerzas españolas y guaraníticas, llegó el arreglo de siempre con
los portugueses, y el sitio fue levantado; en 1762, Cevallos tomó Colonia, pero
la componenda oportuna con Portugal llegó otra vez, con la Paz de París, y la
fortaleza le fue devuelta.
Se
ha hablado de la colaboración guaranítica, ¿por qué? Luego de la batalla
de Mbororé, los bandeirantes dejaron de depredar y los guaraníes hicieron una
vida apacible en sus treinta reducciones, bajo la paternal dirección de los
hijos de San Ignacio de Loyola. Por ello es que, agradecidos a España,
colaboraron en las ulteriores guerras con Portugal por la posesión de la
Colonia. Pero en el siglo siguiente, dos hechos empañaron gravemente esta
situación de concordia hispano-guaraní.
Gobernando
Fernando VI, en 1750, por el Tratado de Permuta, se decidió a trocar los siete
pueblos guaraníticos al este del Río Uruguay, las llamadas Misiones Orientales,
por Colonia del Sacramento, cosa inexplicable no solamente porque las
posesiones que se “permutaban” eran posesiones españolas ambas, sino porque los
siete pueblos guaraníticos habían sido erigidos por éstos y allí tenían sus
chacras y animales, viviendo pacíficamente bajo la tutela jesuítica. Los
padres trataron de hacer reflexionar al obtuso rey, devoto de su esposa, una
princesa portuguesa llamada Bárbara de Braganza, que mucho tuvo que ver con el
torpe arreglo, de la enormidad que se cometía despojando a los guaraníes de sus
pueblos y cultivos, porque de acuerdo a lo convenido con los lusitanos,
aquéllos debían pasar al oeste del Río Uruguay, actuales provincias de Misiones
y Corrientes, a levantar nuevos pueblos y chacras. Los guaraníes no
pudieron entender este desafuero y no quisieron escuchar a los padres, que
luego de agotadas las gestiones ante la Corte, intentaron evitar males mayores
tratando de convencer a los naturales de que obedecieran el increíble mandato
real. Estos se levantaron en armas y el ejército español hubo de
someterlos cruelmente, mientras los portugueses se regodeaban sin entregar
Colonia. La guerra guaranítica duró tres años (1756-1759); en este último
falleció Fernando VI, y quien le sucedió, su hermano Carlos III, más lúcido,
anuló el ominoso Tratado, y los guaraníes volvieron a sus pueblos que estaban
destruidos, como el interior de sus almas, ante tamaña infamia.
Ahora
sería Carlos III quien cometería otro error, por lo menos tan garrafal como el
anterior. Convencido de que los jesuitas eran un peligro para sus ínfulas
de instaurar un régimen déspota ilustrado en la península, expulsa a todos los
jesuitas del Imperio español. Lo hace influido por los ministros masones
que lo rodeaban, principalmente el Conde de Aranda, Gran Maestre y fundador del
Gran Oriente masónico de Madrid, obedeciendo a la insidia francesa y
portuguesa, con nombres propios como Choiseul y Pombal, respectivamente, ambos
notorios masones también, que habían logrado la expulsión de los jesuitas en
Francia y Portugal.
No
podemos analizar toda la causalidad histórica de este nuevo despropósito.
Pero diremos que las consecuencias de la expulsión fueron nefastas para la
América española. De un plumazo, los enemigos de la cultura
hispano-criolla lograron que la torpe España de los Borbones se desembarazara
de lo mejor de su inteligencia, de hombres de sabiduría y ciencia
irremplazables, de educadores insustituibles. Las consecuencias para la
dominación española en el Río de la Plata fueron severas: el antemural que
significaban las reducciones guaraníticas al avance portugués, se desplomó en
buena medida por el extrañamiento de los jesuitas, que habían sido el alma y el
nervio de esa civilización estupenda que crearon a la vera de nuestros grandes
ríos. Las consecuencias fueron graves también para la Argentina, heredera
de la dominación española: bien puede decirse que la pérdida de la Banda
Oriental, del Río Grande do Sul, de la costa atlántica hasta San Vicente, tiene
su antecedente remoto y fundamental en esta desdichada medida tomada por este
rey en su admiración de la Ilustración.
Lejos
de considerarse satisfechos, los portugueses siguieron avanzando: durante la
gobernación de Vértiz, “progresista de la escuela de Floridablanca y
Campomanes, regalista a machamartillo y amigo de las luces”, mientras el
gobernador hermoseaba a Buenos Aires, los lusitanos se apoderaban de San Pedro
de Río Grande, Pelotas, Santa Tecla, Santa Teresa y Castillos, llegando hasta
Uruguayana y San Borja.
Por
su parte, Inglaterra, en 1764, se posesiona de las Malvinas y le da largas a
los reclamos españoles, mientras la Patagonia era merodeada por buques de la
dueña de los mares.
Afortunadamente
para la suerte del Río de la Plata, estalla la guerra entre España y Francia,
unidas ambas por un Pacto de Familia, contra Gran Bretaña, aprovechando que
ésta se encuentra abocada a enfrentar un serio conflicto con sus colonias del
norte americano, que las llevaría a su emancipación. Como Portugal era
aliada de Inglaterra, ambas interesadas como vimos en estas tierras, era lógico
enfrentar a ambas en la zona rioplatense.
Carlos
III, entonces, decidió enviar a un hombre experimentado en las cuestiones
platenses como lo fue Pedro de Cevallos, quien arribó con el título de Virrey y
Capitán General, al frente de una poderosa escuadra de 117 navíos y cerca de
20.000 soldados. Llegada la expedición, Cevallos sitió la plaza de
Colonia, la tomó, y, con la experiencia de hechos pasados, demolió las
fortificaciones y la edificación para evitar que volvieran a ser utilizadas en
el futuro por los portugueses. Inmediatamente se dirigió al norte, a Río
Grande do Sul, teatro de las agresiones de nuestros vecinos.
Desgraciadamente,
al morir el rey portugués José I, el poder pasó a manos de la reina madre, que
era hermana de Carlos III. Este vio la oportunidad de separar a Portugal
de la alianza con Inglaterra, muy ocupada ésta en la guerra contra sus
colonias, y firmó la paz con los lusitanos en San Ildefonso, cediéndole
graciosamente a los portugueses, a cambio de Colonia, todo Río Grande, entre el
río Yaguarón, por el sur, hasta el río Yacuí, por el norte.
El
gran objetivo de Carlos III que era recuperar el Peñón de Gibraltar, no se
lograría dada la inferioridad de la escuadra franco-española frente a la
inglesa.
Por
el Tratado de Versalles (1783) era reconocida la independencia de Estados
Unidos, pero la influencia inglesa sobre Portugal retornaría, y si bien se
había recuperado Colonia, no se detuvo el contrabando, que Inglaterra ahora
seguiría practicando por tierra, desde Río Grande, por la Mesopotamia, en
dirección a Buenos Aires.
De
todo esto hubo un saldo positivo; hemos dicho que Cevallos vino nombrado como
virrey de una nueva jurisdicción político-administrativa, de un nuevo
Virreinato o vice-reino: el del Río de la Plata. El objetivo de la
diplomacia hispánica al crear este Virreinato fue claro: reunir todos los
territorios fronterizos con Portugal por el sudeste, para crear un fuerte muro
que detuviera el avance de ese país; por el sur, fortalecer la defensa frente a
las incursiones británicas.
La
erección del Virreinato trajo consigo el funcionamiento de una audiencia que
comenzó a actuar en Buenos Aires a partir de 1785. La vieja audiencia de
Charcas mantuvo su jurisdicción sobre el Alto Perú.
El
espléndido territorio de cinco millones de kilómetros cuadrados, que constituía
el nuevo Virreinato comprendía los actuales territorios de la República
Argentina, del Uruguay, del Paraguay y de Bolivia, y zonas hoy pertenecientes a
Brasil y Chile.
Tenía
amplia salida al Océano Atlántico, pero también al Pacífico, hoy territorio
chileno, a la altura de Jujuy, Salta y Orán. Comprendía áreas propicias a
la agricultura y ganadería, como nuestra pampa húmeda y de la Banda Oriental; y
el Alto Perú, hoy Bolivia, de riqueza predominantemente mineral; la Patagonia y
el Chaco eran tierras de futuro. Dos universidades, la de Córdoba y la de
Chuquisaca, le daban relieve cultural al conjunto. Desde la puerta de
entrada a este vasto territorio, el Río de la Plata, Buenos Aires y Montevideo,
ésta fundada en 1726, constituían vigías que controlaban el acceso a la Cuenca
del Plata.
Buena
parte de los interrogantes que deja planteados la historia argentina están
vinculados a hallar los porqués de aquel magnífico espacio territorial
originario del Virreinato, que fue nuestra herencia, noventa años después de la
Revolución de Mayo, quedaba reducido a algo así como la mitad.
Fuentes:
Efemérides
– Patricios de Vuelta de Obligado
Palacio,
Ernesto, Historia de la Argentina – Buenos Aires (1954).
Petrocelli,
Héctor B. – Historia Constitucional Argentina – Keynes – Rosario (1993).
Portal
www.revisionistas.com.ar
Se
permite la reproducción citando la fuente: www.revisionistas.com.ar
No hay comentarios:
Publicar un comentario