LAS HETAIRAS
Que la mujer
se ocupe y ejerza hoy destacadas posiciones políticas es cosa normal y
corriente. Sin embargo, no siempre ha sido así. Al contrario, durante muchos
siglos de la historia las personas del sexo femenino estuvieron replegadas no
sólo a un segundo plano, sino más acertadamente excluidas de todo aquello que
tuviera que ver con el Estado y sus decisiones. Esta materia le estuvo por
muchísimo tiempo reservada a los hombres.
Pero, ¿cuándo
la opinión política de la mujer comenzó a ser tomada en consideración? ¿En qué
momento social los hombres que tenían en sus manos los resortes del Gobierno
empezaron a escuchar lo que las mujeres opinaban? ¿A qué mecanismo o armas
apelaron las mujeres para ser oídas?
Pensamos que
la participación política de la mujer, y más específicamente en la vida
democrática de los pueblos, pudiera encontrarse en las que los griegos,
creadores de la democracia como forma de gobierno, denominaron “las hetairas”.
La mujer en Grecia
La mujer
ateniense vivía en una reclusión casi oriental, considerada con indiferencia y
hasta con menosprecio. La prueba la tenemos, en parte, en el testimonio directo
de la literatura; en parte, en la condición legal inferior de la mujer. La
literatura nos muestra una sociedad totalmente masculina: la vida doméstica no
desempeña ningún papel. La comedia antigua presenta casi únicamente hombres.
En cuanto a
lo legal, las mujeres carecían de derechos; es decir, que no podían llegar a la
Asamblea y mucho menos desempeñar cargos. No podían tener propiedades ni
manejar asuntos legales; toda mujer, desde su nacimiento hasta su muerte, debía
estar bajo la potestad del padre o la tutela de su pariente masculino más
próximo, o de su marido, y sólo por medio de ellos tenía protección legal.
La disposición
legal más extraña para nuestras ideas actuales, atañe a la hija que era única
heredera de un padre muerto sin haber dejado testamento: el pariente varón más
cercano estaba autorizado a pedirla en matrimonio y, si ya estaba casado, podía
divorciarse de su mujer para casarse con la heredera (debemos aclarar que la
ley ática reconocía el matrimonio entre tíos y sobrinas, e incluso entre
hermanastro y hermanastra. O si no, el pariente varón más cercano se convertía
en guardián de la heredera, y debía casarla con una dote conveniente.
En los
diálogos de Platón los interlocutores son siempre hombres; el Banquete, tanto el de Platón como el de
Jenofonte, muestra claramente que cuando un caballero tenía invitados, las
únicas mujeres presentes eran aquellas cuya reputación no tenía nada que
perder, es decir, las profesionales; así, en el proceso contra Neera, el hecho
comprobado de que una de las mujeres comía y bebía con los invitados de su
marido se emplea como prueba de que ella era una prostituta.
La casa ateniense
estaba dividida en “cuartos de los hombres” y “cuartos de las mujeres” o Gineceo provistos de cerrojos y
barrotes. Las mujeres no salían si no era bajo vigilancia, a no ser que
asistiesen a uno de los festivales a ellas destinados.
Era difícil
para una mujer casada “escapar de su hogar”. Era el hombre el que iba a comprar
las cosas, que entregaba al esclavo para que las llevara a casa. La mujer era
la administradora doméstica y no mucho más.
La literatura
nos deja ver que los hombres intencionalmente preferían que sus esposas fueran
ignorantes, a fin de poder así enseñarles lo que ellos deseaban que supiesen.
La educación de la muchacha no existía. El ateniense, para tener una compañía
femenina inteligente, acudía a la educada clase de mujeres extranjeras, a
menudo jónicas, que eran conocidas como “compañeras”, hetairas, que ocupaban una posición intermedia entre la dama
ateniense y la prostituta.
Las hetairas
Aparte de las
legendarias -Helena, Penélope, etc.-, las únicas mujeres que ganaron un puesto
en la verdadera y propia historia griega son las hetairas, que fueron algo entre las geishas japonesas y las cocottes
parisienses.
Dejemos a la
más célebre, Aspasia, quien, como amante de Pericles, tornóse, sin más, en la
“primera dama” de Atenas, y con su salón intelectual dictó leyes en ella. Pero
también el nombre de otras muchas nos han sido transmitido por poetas,
cronistas y filósofos, que con ellas tuvieron gran intimidad y que, lejos de
avergonzarse, se envanecían de ello. Friné inspiró a Praxíteles, ya que la
amaba desesperadamente. Ha quedado famosa, además de por su belleza, también
por la habilidad con que la administraba. No se mostraba más que cubierta con
velos. Y tan sólo dos veces al año, durante las fiestas de Eleusis y las de
Poseidón, iba a bañarse en el mar completamente desnuda, y toda Atenas se
citaba en la playa para verla. Era un hallazgo publicitario formidable que le
permitió mantener muy elevada su tarifa. Tan elevada, que un cliente, después
de haber pagado, la denunció. Debió de ser un proceso sensacional, seguido
ansiosamente por toda la población. Friné fue defendida por Hipérides, un
famoso defensor de la época, que frecuentaba su trato, y que no recurrió mucho
a la elocuencia. Se limitó a arrancarle de encima la túnica para mostrar a los
jurados el seno que estaba debajo. Los jurados miraron (miraron largo rato,
suponemos), y la absolvieron.
El crepúsculo
de la buena administración era vivo también en Metiké, la famosa Clepsidra,
que fue llamada así porque se concedía por horas contadas en su reloj de agua
y, terminando el tiempo no admitía prolongaciones. Igual de administradora era Gantena, que invirtió todos sus ahorros
en su hija y, tras haberla convertido en la más renombrada maestra de la época,
la alquilaba en medio millón por noche.
Más con todo
esto no se crea que las hetairas fuesen tan sólo animales de placer,
interesadas exclusivamente en amontonar dinero. O, por lo menos, el placer no
lo procuraban solamente con sus formas aventajadas. Eran las únicas mujeres
cultas de Atenas. Las hetairas, bellas, inteligentes y cultivadas eran muy
consideradas entre los griegos. Sabían leer y escribir, y dependían no sólo de
sus cualidades físicas como de su inteligencia, su talento y su modo de
comportarse. Las hetairas sometían a los hombres por todo aquello que los
maridos prohibían a sus esposas. Cultivaban la compañía masculina y alegraban
los banquetes en los que las legales compañeras de los maridos estaban
excluidas. Por esto, aun cuando se les negaban los derechos civiles y se las
excluía de los templos, excepto el de su patrona Afrodita, los más importantes
personajes de la política y de la cultura las frecuentaban abiertamente y con
frecuencia las transportaban rodeadas de palmas.
Hetairas, ricos y famosos
Platón, cuando estaba
cansado de filosofía, iba a reposar en casa de Arqueanasa; y Epicuro reconocía deber buena parte de
sus teorías sobre el placer a Danae y a Leoncia, que le habían proporcionado
las más elocuentes aplicaciones del mismo. Sófocles
mantuvo prolongadas relaciones con Teórida, y, una vez cumplidos los ochenta
años, inició otras con Arquipas.
Cuando el
gran Mirón, encorvado por la vejez,
vio llegar a su estudio, como modelo, a Laida, perdió la cabeza y le ofreció
todo lo que poseía con tal de que se quedase aquella noche. Y dado que ella
rehusó, al día siguiente el pobre hombre se cortó la barba, se tiñó el pelo,
púsose un juvenil quitón color de púrpura y se pasó una capa de carmín sobre el
rostro. “Amigo mío -le dijo Laida-, no pienses obtener hoy lo que ayer rehusé a
tu padre”. Era una mujer altamente extraordinaria, y no solamente por su
belleza, que muchas ciudades se disputaban el honor de haber sido su cuna (mas,
al parecer, era de Corinto). Rechazó las ofertas del feo y riquísimo Demóstenes al pedirle cinco millones,
pero se entregaba gratis al desdinerado Arístipo
sencillamente porque le gustaba su filosofía. Murió pobre, después de haber
gastado todo su peculio en el embellecimiento de las iglesias donde no podía
entrar y para ayudar a los amigos caídos en la miseria. Atenas la recompensó
con unos espectaculares funerales como jamás los tuvo el más grande hombre de
Estado o el general más afortunado. Por lo demás, también Friné había tenido la
misma pasión de la beneficencia, y entre otras cosas había ofrecido a Tebas, su
ciudad natal, reconstruir las murallas si le permitían inscribir su nombre.
Tebas contestó que estaba de por medio la dignidad. Y con la dignidad se quedó,
pero sin murallas.
Las
hetairas no deben confundirse con las pornaes,
que eran las meretrices comunes. Estas vivían en burdeles esparcidos un poco
por toda la ciudad, pero concentradas sobre todo en El Pireo, el barrio
portuario, porque los marineros han sido en todos los tiempos los mejores
clientes de esos lugares de mala nota. Eran casi todas orientales, jóvenes y de
carnes perezosas y soñolientas, que sufrían su degradación sin rebelarse,
dejándose explotar por sus empresarias, viejas mujerucas que administraban
aquellas casas. Sólo las que lograban aprender un poco de modales y a tocar la
flauta mejoraban su situación convirtiéndose en aléutridas. Parece ser que la misma Aspasia venía de esta carrera, pero su caso ha quedado como único.