miércoles, 6 de abril de 2011

Amor de leona

Nada más espléndido que aquella noche de luna en que el aire apenas movía las hojas de sierra de las cortaderas. Aquel pequeño destacamento compuesto de quince hombres marchaba tranquilamente a relevar a la guarnición del fortín Vanguardia. En el destacamento iba el cabo Ledesma, acompañado como siempre de su anciana madre, el sargento 1º Carmen Ledesma, que no lo desamparaba un momento. Mama Carmen, como se la llamaba en el Regimiento 2, no tenía sobre la tierra más vínculo que el cabo Ledesma, su último hijo vivo, y en él había reconcentrado el amor de los otros quince, muertos todos en las filas del regimiento.

Y era curioso ver cómo aquel gigante de ébano respetaba a mama Carmen, en su doble autoridad de madre y de sargento. En sus momentos de mayor irritación y cuando era difícil contenerlo, un solo grito del sargento Carmen lo hacía humillar como una criatura. Aquellos dos seres se amaban con idolatría profunda: ella dividía su vida entre el servicio y el hijo, y él no tenía mayor encanto que las horas tranquilas que pasaba en el toldo de la madre.

En aquella marcha, como siempre, el sargento iba al lado del cabo Ledesma, acariciándolo y alcanzándole un mate que cebaba de a caballo, a cuyo efecto no saltaba nunca el mancarrón sin llevar la pava de agua caliente. Todo estaba tranquilo y el piquete marchaba fiado en aquella tranquilidad del campo que indicaba no haber gente en las cercanías.

Al bajar un médano de los muchos que hay por aquellos parajes, se sintió un inmenso alarido, y el piquete se vio envuelto por un grupo de más de cien indios, que sin dar tiempo a nada cargaron sobre los soldados con salvaje brío. Acababan de caer en una emboscada hábilmente tendida.

Soldados viejos y aguerridos, pronto volvieron del primer asombro, y bajo las puntas de las lanzas que evitaban como podían, obedecieron la voz del oficial, que les mandaba echar pie a tierra y cargar las carabinas.

El momento era solemne; casi todos los soldados habían sido heridos más o menos levemente, cuando sonaron los primeros tiros. El piquete había formado un grupo compacto en disposición de poder atender a todos lados, y hacían un fuego graneado que algo contuvo en el principio a los indios. Pero comprendiendo que esto era su pérdida irremisible, mientras más tiempo se sostuvieran los soldados, cargaron con terrible violencia.
Un grito inmenso se escuchó a la derecha del grupo, grito terriblemente conmovedor que acusaba la desesperación del que lo había dado. Era mama Carmen, a cuyo lado acababan de dar dos lanzazos de muerte a su hijo Angel. La negra arrancó a su hijo el cuchillo de la cintura, y como una leona saltó sobre los indios, a uno de los cuales había agarrado la lanza. Este desató de su cintura las boleadoras y cargó sobre la negra, a golpe seguro. Aquella lucha fue corta y tremenda.

La negra, huyendo la cabeza a la bola del indio, se había resbalado por la lanza hasta tenerlo al alcance de la mano. Entonces le había saltado al cuello, sin darle tiempo a usar de la bola. El salvaje se había abrazado de la negra y había soltado lanza y bolas, para buscar en la cintura el cuchillo, arma más positiva para el momento apurado de la lucha cuerpo a cuerpo.
Se puede decir que indios y cristianos dejaron de luchar un momento, embargados por aquel espectáculo tremendo. Indio y negra, formando un solo cuerpo que se debatía en contorsiones desesperadas, habían rodado al suelo. Ambos se buscaban el corazón. A los pocos segundos se escuchó algo como un rugido y se vio a la negra desprenderse del grupo y ponerse en pie, mientras el indio quedaba en el suelo, perfectamente inmóvil: el puñal de la negra le había partido el corazón.

Mama Carmen volvió al lado del cabo Ledesma, que agonizaba. El fuego continuó unos minutos más, causando a los indios algunas bajas, que los hicieron retirarse abandonando la empresa de cautivar al piquete. Toda persecución era imposible, pues el piquete tenía cuatro heridos graves, y el cabo Ledesma, que expiró pocos minutos después sobre el regazo de mama Carmen.

La pobre negra miró a su hijo con un amor infinito, le cerró los ojos y sin decir una palabra lo acomodó sobre el caballo, ayudada por dos soldados. En seguida, y siempre en su terrible silencio, se acercó al indio que ella había muerto y con tranquilidad aparente le cortó la cabeza, que ató a la cola del caballo donde estaba atravesado su hijo.

Al incorporarse al piquete, regresó al campamento con su triste carga y su sangriento trofeo. A la siguiente noche y a la derecha del campamento, se veía una mujer que, sable al hombro, paseaba en un espacio de dos varas cuadradas. Era el sargento Carmen Ledesma, que hacía la guardia de honor al cabo Angel Ledesma, enterrado allí.


Fuente Gutiérrez, Eduardo – Croquis y siluetas militares – Ed. Edivérn – Buenos Aires (2005).







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