martes, 16 de marzo de 2010

DON ANTONIO DE VERA Y MUJICA

Heroe que rechazó una invasión al Río de la Plata
En el mes de enero de 1680, una flotilla portuguesa procedente de Río de Janeiro, penetró en el estuario del Plata y echó anclas en la isla San Gabriel. Componían la misma dos navíos de alto bordo, dos zumacas y tres lanchones en los que navegaban tres compañías de infantería, un escuadrón de caballería y numerosos colonos. Traían consigo 18 piezas de artillería, un centenar de barriles de pólvora, elementos para la construcción, herramientas de labranza y vituallas en general.




Venía la expedición al mando de un militar de prestigio, don Manuel de Lobo, que en su juventud, se había destacado en algunas campañas de guerra. Lobo traía consigo 60 esclavos negros de su propiedad y varios indios tapes, completando un total de 500 personas aproximadamente, con las que pensaba colonizar la margen izquierda del Río de la Plata, reclamada como propia por la corona portuguesa.



El lugar elegido, frente a la isla San Gabriel, era una península arenosa protegida por un escudo de islas, ubicada a 250 kilómetros de las bocas del gran estuario, a solo 100 de la desembocadura del río Uruguay y a 40 de la ya centenaria ciudad de Buenos Aires, asiento de las autoridades de la Gobernación del Río de la Plata.



No cabe ninguna duda que el territorio de la Banda Oriental era dominio de España. Allí pastaba el ganado introducido por Hernandarias a mediados del siglo anterior; allí se habían efectuado atribuciones de encomiendas y mercedes, allí se alzaba la población de Santo Domingo de Soriano, misión levantada por los padres franciscanos en 1624 (en la actualidad es la ciudad más antigua del Uruguay) y la región caía en su totalidad, dentro de los límites estipulados por el Tratado de Tordesillas, además de haber sido descubierta y explorada por las expediciones de Juan Díaz de Solís y Juan Sebastián Gaboto, de haber sido reconocida por don Pedro de Mendoza en 1536 y de haberla ocupado temporalmente Juan Ortíz de Zárate, para levantar algunas fortificaciones. Los españoles de Buenos Aires se proveían allí de piedra y madera para la construcción y utilizaban muchos puntos de sus costas como puertos alternativos.




Era regente de Portugal por aquellos tiempos, el príncipe Don Pedro y gobernaba Río de Janeiro Souza Freire, quien maduró el plan de levantar una colonia en el Plata, entre 1669 y 1671.

La escuadrilla portuguesa cruzó a tierra firme y comenzó a edificar la ciudad que don Manuel Lobo denominó Nova Colonia do Sacramento, sobre planos del ingeniero militar Antonio Correia Pinto.



Lo que no sabían los recién llegados era que gobernaba en Buenos Aires un tozudo vasco, que como buen vasco era fiel y leal a la Corona: don José de Garro, que al saber la novedad, se apresuró a notificar a las autoridades de Lima solicitando ayuda (la región del Río de la Plata dependía por esos tiempos del virreinato del Perú), al tiempo que despachaba embarcaciones hacia la zona, con la misión de observar los movimientos de aquellos intrusos.



Pero don José no iba a esperar la llegada de refuerzos desde un sitio tan distante (la capital virreinal), por lo que se apresuró a solicitar tropas a las vecinas gobernaciones de Paraguay y Tucumán mientras procedía a alistar a la guarnición de Buenos Aires.



Garro era un funcionario ducho y un militar experimentado, que ya se había desempeñado como gobernador del Tucumán. Militar de carrera y caballero del hábito de Santiago, supo desenvolverse en tan tensa situación, actuando con decisión y energía; esa energía propia de la raza española.



La zumaca española “San Joseph”, perteneciente a la escuadra porteña, tomó contacto con los lusitanos en la isla de San Gabriel. Su oficialidad fue recibida con suma cortesía por el gobernador Garro, quien les explicó que se hallaba en ese lugar cumpliendo una misión encomendada por su rey. Los españoles no olvidaban que unos días antes, el 28 de enero, otra embarcación había escuchado el tronar de doce cañonazos, la salva con la que los portugueses formalizaron el acto de fundación.



La “San Joseph” regresó a Buenos Aires para llevar las nuevas a su gobernador, portando una atenta nota de don Manuel de Lobo en la que deseaba (a Garro), todo tipo de bondades. Sin dudarlo un instante, el español procedió a redactar una dura misiva, exigiendo con firmeza el abandono de los territorios ocupados. Cuando los portugueses respondieron negativamente, no quedaron dudas que habría guerra en el Río de la Plata.







La movilización fue casi general en todo el actual territorio argentino; una movilización como nunca antes se había visto, ni siquiera en tiempos de las guerras calchaquíes.



El gobernador del Tucumán, don Juan Diez de Andino despachó 300 efectivos fuertemente armados, proveniente la mayoría de La Rioja y Córdoba, a las órdenes del maestre de campo don Francisco de Tejera y Guzmán, entre cuyos ancestros se destacaba fray Luis de Tejeda, primer poeta de estas tierras; don Francisco llevaba como segundo al bisnieto del fundador de Córdoba, don Antonio Suárez de Cabrera (que moriría en la campaña), a don Luis de Bracamonte, también cordobés, jefe de caballería y a don Alvaro de Luna y Cárdenas, otro descendiente de conquistadores y colonizadores, comandando el contingente riojano. La ciudad de Santa Fe aportó 50 soldados al mando del capitán criollo Juan de Aguilera; Corrientes 60, al frente de los cuales, marchó el sargento mayor don Francisco de Villanueva y las Misiones 3000 indios guaraníes provenientes de las reducciones, al mando de oficiales blancos (españoles y criollos), dirigidos por el padre Diego Altamirano, su provincial. Los indios, que traían 9000 cabezas de ganado para el mantenimiento de la tropa, partieron de Santo Tomé el 28 de marzo, parte embarcados en balsas y parte avanzando por tierra, mientras en Buenos Aires, 120 guerreros luciendo corazas y yelmos de hierro, se aprestaban a marchar a las órdenes de su capitán, don Francisco de la Cámara, natural de Alcalá de Henares.

Había que designar a un individuo enérgico y experimentado para comandar aquel aparato bélico, el más grande que recordara la historia del Río de la Plata. La elección recayó en la persona del maestre de campo don Antonio de Vera y Mujica, militar valeroso, nacido en Santa Fe en 1620, que además de haber desempeñado las funciones de alcalde de su ciudad natal, se había destacado por su bravura y coraje en las guerras contra los indios del Chaco impenetrable.



No pertenecía Vera y Mujica al linaje de los Vera y Aragón como tantas veces se ha sostenido. Era hijo de un caballero oriundo de las islas Canarias y de una dama de noble abolengo rioplatense, de apellido Esquivel, por cuyas venas corría sangre de conquistadores y gobernantes. Don Antonio, firme opositor a que las gobernaciones del Río de la Plata y el Paraguay estuviesen divididas, se trasladó a Santo Domingo de Soriano cuando arreciaba el invierno austral y se puso al frente de sus tropas, que provenientes de los puntos anteriormente mencionados, convergían sobre la población para marchar sobre la Colonia.



Finalizando el mes de junio las huestes hispanas abandonaron la misión de Soriano y enfilaron hacia el sur, uniéndose a la legión porteña en las cercanías del enclave enemigo. El 6 de julio, los españoles plantaron sitio, instalando el comandante su campamento en un punto conocido en la actualidad como el Real de Vera, muy cerca del Real de San Carlos, donde un siglo después, el virrey Cevallos haría lo mismo, para expulsar definitivamente al invasor.



Los portugueses, que todo lo observaban desde lo alto de sus fortificaciones, comprendieron que se avecinaban momentos difíciles y a poco, comenzaron a desertar, primero un alférez de nombre Sebastiao Peralta, que se pasó como informante al bando enemigo y terminó sus días radicado en Buenos Aires; después once soldados y finalmente varios indios tupíes. Mucho extrañaba a don Manuel de Lobo la tardanza de los refuerzos que al mando del capitán Jorge Suárez de Macedo, debían llegar a la Colonia a bordo de una zumaca y un lanchón. Ignoraba que su compatriota había naufragado en la entrada del Río de la Plata tras estrellarse contra los arrecifes del cabo Santa María y que había caído prisionero de indios misioneros provenientes de Yapeyú, que exploraban la zona por órdenes del padre Altamirano.



Pero del lado de los sitiadores también surgieron inconvenientes. Un centenar de indios de las Misiones, decayendo su moral, comenzaron a vender en secreto a los sitiados, vituallas, caballos, carne y lo que era peor, todo tipo de información.



Descubierta la traición, Vera y Mujica decidió castigar a tres de ellos, haciéndolos azotar frente al total de la tropa y ordenando retirar al resto de los guaraníes hacia las márgenes del río San Juan, a 15 kilómetros de distancia. Sabía que no podía aplicar escarmientos más duros porque el elemento indígena comenzaría a desertar masivamente y eso terminaría por desbaratar la expedición. Se dice que los seis caciques que comandaban a esa gente, avergonzados por el proceder de los suyos, solicitaron al comandante el inmediato ataque a la plaza ya que además de la desmoralización y la flojera, comenzaba a cundir entre ellos la enfermedad.



El 21 de julio de 1680 don Antonio de Vera y Mujica intimó a los portugueses a capitular y ante la respuesta negativa, el día 26 reunió a sus capitanes y les comunicó su decisión de atacar.



Dos días después se celebró en casa del obispo de Buenos Aires una reunión en la que el gobernador Garro reunió a cabildantes, funcionarios, sacerdotes, militares y vecinos principales de la ciudad, para decidir si se continuaba adelante con el sitio o se emprendía el asalto definitivo a la plaza. Los representantes de Córdoba y Tucumán votaron por la segunda opción que fue apoyada por la mayoría porteña y ante aquel estado de cosas, Garro ordenó a su escribano redactar la orden de ataque. El momento había llegado.



Recibida la comunicación procedente de Buenos Aires, Vera y Mujica dividió su ejército en tres columnas y en plena noche inició la marcha, decidido a asaltar el bastión por sus tres fortificaciones principales.



Debió tratarse de un espectáculo impresionante, propio de los relatos medievales, la movilización en perfecto orden de batalla de toda esa formación. Es cierto que no se asemejaba ni por asomo a los feroces tercios y legiones españolas que arrollaron a los alemanes en Mulberg, a los franceses en San Quintín, a franceses e italianos en Pavía o a los flamencos en Bleda y mucho menos a las aguerridas fuerza que arrollaron a los turcos en Lepanto, pero por tratarse de una movilización en el confín más alejado del imperio, el ejército de Vera y Mujica era imponente.



En la ciudadela sitiada, los portugueses aguardaban el ataque de un momento a otro. Don Manuel de Lobo, consumido por altas fiebres, yacía postrado en su cama después de delegar el gobierno en la persona de don Manuel Galvao.



Las fuerzas españolas se aproximaron en silencio, una columna al mando del capitán Alejandro de Aguirre, otra al del capitán don Gabriel de Toledo, natural de Corrientes y la del centro al del propio Vera y Mujica. Los indios se aproximaron sigilosamente, treparon los muros y degollaron a uno de los guardias, pero su compañero dio la alarma disparando su arcabuz.



Dentro del recinto amurallado estalló el caos. Todo el mundo corrió a sus puestos portando sus armas y dando voces de mando a los gritos.



La columna al mando del capitán Aguirre colocó sus escalas y comenzó a trepar el bastión del sur en tanto la de su igual en el mando, Gabriel de Toledo, hacía lo mismo por el norte. Don Manuel Galvao, montado en su corcel impartía órdenes aquí y allá y al ver a los españoles a punto de tomar el baluarte meridional, corrió hasta el lugar y logró rechazarlos, aunque solo por un breve espacio de tiempo. Aguirre volvió a cargar y uno de sus hombres abatió al portugués de un certero disparo en la cabeza.



El bastión del sur fue el primero en caer, mientras un grupo de soldados lusitanos intentaba sostener el del norte. Fue en ese momento que el ingeniero Correia Pinto y toda la oficialidad portuguesa fueron masacrados. Mientras la ciudad comenzaba a ser saqueada, algunos de los sobrevivientes optaron por abandonar el lugar. Un grupo al mando del futuro gobernador Francisco Naper de Alencastre se encerró en la iglesia e intentó resistir y otro corrió hacia un lanchón depositado en las playas, con evidentes intenciones de alejarse del lugar. No lo logró porque fue aniquilado antes de concretar el cometido.



Don Antonio de Vera y Mujica irrumpió en pleno fragor de la batalla, arengando a sus huestes mientras sostenía su espada en la diestra. Fue cuando vio aparecer, extenuado por la fiebre, esquelético y tembloroso, a don Manuel de Lobo que con su sable en alto, intentaba vender cara su viga.



Al verlo aparecer, con ese aspecto fantasmagórico y espeluznante, los indios misioneros se arrojaron sobre él, con la evidente intención de ultimarlo, pero el noble y valeroso Vera se les interpuso, protegiéndolo con su cuerpo mientras gritaba con voz firme, que tanto la vida como las propiedades del gobernador portugués, le pertenecían.



Al cabo de poco mas de una hora, la batalla finalizó. 112 portugueses habían perecido, muertos en el combate o ultimados después. Los heridos duplicaban ese número. Por parte de los atacantes, los muertos sumaban 36, entre indios y blancos y los heridos un centenar. Es difícil explicarse como perecieron tan pocos, recibiendo, como recibieron los disparos de los pedreros y arcabuceros estratégicamente apostados a lo largo de las defensas, mientras llevaban a cabo el asalto. Los hombres de Alencastre recién dejaron el recinto de la iglesia cuando Vera y Mujica en persona les garantizó la vida.

Ese mismo día, por la tarde, los muertos fueron enterrados mientras las fortificaciones eran demolidas y los fosos rellenados. Al día siguiente, 8 de agosto, la noticia del triunfo llegó a Buenos Aires, desde donde partieron mensajeros para hacerla saber en las restantes poblaciones de las tres gobernaciones.



Lobo y los sobrevivientes, entre ellos dos sacerdotes, llegaron a la capital porteña ese mismo día, mientras la población festejaba el triunfo ruidosamente en las calles. La artillería, el armamento y los estandartes lusitanos también fueron conducidos, como trofeos de guerra y depositados en el fuerte, por entonces una modesta edificación. El resto de los lusitanos fueron distribuido en prisiones de diferentes puntos de la provincia y allí permanecieron cautivos hasta 1683.



Don Antonio de Vera y Mujica fue vitoreado al desfilar por las calles de Buenos Aires y en los días posteriores, recibió los plácemes y salutaciones de funcionarios y vecinos destacados, agradecidos de la gran empresa que había realizado. Entre 1681 y 1685 fue gobernador del Tucumán y entre 1685 y 1695, de la provincia del Paraguay. Fue una de las figuras más importantes del período colonial, funcionario emprendedor y guerrero de valor, que dio notable impulso al cultivo de la yerba mate, que a partir suyo, dejó de recolectarse directamente de la planta que la producía. Natural de nuestra tierra argentina, heredero del coraje y la fortaleza española, capitaneó al primer ejército argentino en una de nuestras primeras contiendas de magnitud.

3 comentarios:

  1. Hola Parbst!
    muchas gracias por seguir mi blog
    también sigo el suyo
    (me llevo el link de aquí para agregarlo en mi blog)
    le dejo un saludo!
    Adal

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  2. Gracias por haber visitado mi blog, doctor Parbst. La Historia es quizás el tema que más me apasiona y siempre me quedé con las ganas de haberme dedicado a ella. Me conformé con leer toda la Historia que me cayó en las manos. En lo que más profundicé fue en todo lo relativo a la Segunda Guerra Mundial. Confío en que no perdamos en contacto. Incorporaré su blog a la lista de los que sigo desde el mío.
    Sinceramente
    Eddie

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  3. Muy interesante. Saludos !!

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