viernes, 15 de marzo de 2019

DISERTACIÓN DEL PEZ VOLADOR DE LOS ENTRETENIMIENTOS DE UN PRISIONERO EN LAS PROVINCIAS DEL RIO DE LA PLATA


DISERTACIÓN DEL PEZ VOLADOR
DE LOS ENTRETENIMIENTOS DE UN PRISIONERO EN LAS PROVINCIAS DEL RÍO DE LA PLATA

DISERTACIÓN DEL PEZ VOLADOR  DE LOS ENTRETENIMIENTOS DE UN PRISIONERO EN LAS PROVINCIAS DEL RIO DE LA PLATA

Publicado por primera vez en 1828 en Barcelona, les entrego un fragmento del interesante libro “Entretenimientos de un prisionero en las provincias del Rio de la Plata” de   Luis María de Moxó y de López


Disertación decimatercia Disertación del pez volador
     
DISERTACIÓN DEL PEZ VOLADOR  DE LOS ENTRETENIMIENTOS DE UN PRISIONERO EN LAS PROVINCIAS DEL RIO DE LA PLATA
En mis viajes a América y en la soledad de aquellos inmensos campos del Océano me ha divertido siempre muchísimo la repentina aparición de dos objetos que para mí eran como dos singularísimos fenómenos. Es a saber, la de los peces voladores, y de la infinita yerba que llevaban consigo las olas del mar, especialmente cuando estaba algo proceloso y alterado. Tenía ya noticia de uno y otro; pero la fría descripción de los libros no basta para apagar el fuego que la novedad y la sorpresa encienden de repente en la imaginación. Hablaré pues sucesivamente de uno y otro, porque a la verdad merecen ambos la consideración de un viajero.
     La familia de los peces voladores es sin duda una de las más numerosas; y según el erudito naturalista Guillermo Pisón comprende varias tribus o clases tan distintas entre sí, que apenas se parecen en otra cosa que en el vuelo y en proporcionar a los que navegan, entre trópicos una comida sana y de muy buen sabor, circunstancias que se hallan indiferentemente en casi todos sus individuos. Hablando en común se puede decir que pertenecen al pez sardina, tan abundante en el Mediterráneo y Océano; pues la mayor parte de los voladores se le asemeja, así en el tamaño, como en la figura y en el gusto de sus carnes, especialmente a la que se pesca con tanta copia en las costas de Galicia y después de salada se envía muy apretada en banastas a las provincias internas y septentrionales, sobre todo a Cataluña.
     Gesnero dio a los peces voladores el nombre de golondrina de agua (hirundo aquatica). No sin razón; porque en realidad el vuelo de los referidos peces imita mucho al de aquellos pájaros. Vuelan rastreros, ni más ni menos como vemos que lo hacen las verdaderas golondrinas cuando se abaten a chupar de paso un poco de agua de un río o de una laguna, o a coger del suelo una pajuela o una hebra para la empezada fábrica de su nido. El médico holandés Jacobo Bonzio compara más bien este vuelo al del dragón volador de Belonio, especie de lagartija muy común en los bosques de la isla de Java. Vuela ésta, según Bonzio; pero no puede mantener largo tiempo su vuelo, y sólo alcanza a pasar de un árbol a otro cuando los dos distan entre sí no más de veinte o treinta pasos. Si se atiende pues a la duración del vuelo, me parece muy propia la comparación de Bonzio; pero si se mira a su modo y calidad, tengo por más exacta la de Gesnero. Las alas del pez, así como las del dragón volador, se parecen mucho a las del murciélago. Unas y otras son grandes y de membrana muy sutil, de modo que cuando las tienen abatidas apenas se distinguen. Es para mi indudable que dichos peces no echan a volar por su gusto y recreo, o porque necesiten de respirar a ratos en nuestra atmósfera, o finalmente por la golosina de alimentarse con los mosquitos y otros pequeñísimos insectos que el aire lleva siempre consigo. No; ninguno de estos tres motivos les determina a salir fuera del mar, que es su propio elemento. Sólo les impele a ello el natural instinto y deseo de conservar su propia vida entre los continuos ataques de otros peces muy grandes, como son los dorados y bonitos. Viéndose absolutamente sin defensa contra unos enemigos tan poderosos, los cuales no sólo les exceden en fuerza, sino también en la velocidad del nadar, suben a la superficie del agua, despliegan sus alas, y libran prontamente en la fuga su remedio. No de otro modo que la liebre se fía a la ligereza de sus pies así que en lo más apartado de un bosque o de un valle se ve de improviso embestida por el perro u otro animal cualquiera.
     Con todo eso, la suerte de los peces voladores suele ser las más veces muy trágica y funesta. Su vuelo es poco durable, como ya se ha dicho; y regularmente no alcanza más que a un tiro de arcabuz. Aquella membrana tan sutil de que se componen sus alas sólo puede mantenerles en el aire mientras todavía conserva algún poco de humedad; pero luego que esta falta, empieza el animalillo a precipitarse hacia el mar con su propio peso. Entonces es cuando sucede que no pocos de ellos tropiecen en su caída con el alcázar de algún barco que acaso acierta a pasar por allí; y en viendo esto la chusma de los marineros, acude al instante con grande algazara a recogerlos, mirándolos como un regalo inesperado y exquisito para su frugal mesa. Pero otra porción mucho más crecida se mete cuando menos piensa en una emboscada igualmente peligrosa. El bonito o el dorado, que ve elevarse por los aires al pez volador, le sigue inmediatamente por debajo de las aguas, describiendo siempre líneas rectas para asegurarse mayor ventaja; y en el mismo momento en que éste llega a rozar sus alas con la superficie del mar para humedecerlas de nuevo y volverse a levantar, se le echa encima su oculto enemigo y le devora sin la menor resistencia. Lance muy parecido al que acontece frecuentemente al dragón volador de la isla de Java, el cual lanzándose de lo alto de un árbol para burlar la astucia de una serpiente que se avanza ya con la boca abierta para tragarlo, suele caer víctima de otra serpiente mayor que mira todo esto y le está acechando por entre las ramas del árbol más inmediato.
     Voy a hacer aquí dos breves, y a mi parecer oportunas, reflexiones. La primera consiste en observar cuán sin motivo se ha dado por fabulosa en los tiempos modernos la existencia de los dragones voladores de que hablan los autores antiguos. El Diccionario de la Academia española me parece poco exacto en el particular. Nada hay que oponer al testimonio de un hombre tan erudito y curioso como Bonzio, que refiere lo que ha visto y tocado. Querer negar que haya realmente un determinado animal o planta porque ni nuestros padres ni nosotros hemos tenido noticia de ella, es imitar sin pensarlo la rudeza de un otahitino, por ejemplo; el cual acostumbrado desde su niñez a no ver otros cuadrúpedos mayores que los cerdos y perros que se crían en su isla, se ríe a carcajadas cuando un europeo se esfuerza a pintarle con palabras un buey o un caballo; pero si se adelanta este a hablarle de la extraordinaria grandeza de un elefante o rinoceronte, entonces el isleño o le tiene ya en su concepto por loco rematado, o cree que ha pretendido divertirse a su costa con tan ridículas y exageradas ponderaciones. ¿Qué hubiera dicho también uno de los marineros catalanes o valencianos cuando nuestras escuadras apenas osaban saludar de lejos el Océano, aunque eran el terror del Mediterráneo?; ¿qué hubiera dicho, vuelvo a repetir, si alguno le hubiese asegurado que en ciertos países había peces que volaban, y que se dejaban ver en tan gran número que a veces formaban bandadas mucho mayores que las de los gorriones en Cataluña o Valencia? ¿No hubiera tenido lo que se le contaba por una grosera ficción y por una fábula impertinente? Es preciso, pues, confesar que los tesoros de la naturaleza son inagotables: que posee ella infinitos recursos que nosotros absolutamente ignoramos; y que siempre es muy arriesgado el pretender poner límites con nuestros débiles conocimientos a su inmensa energía y fecundidad, a menos que nos obligue a ello alguna evidente razón o un argumento muy poderoso tomado de las ideas claras y ciertas que de antemano tenemos.
     Segunda reflexión. ¿Quién ha enseñado a los peces voladores, nacidos y criados en el fondo del mar, a ponerse en seguridad contra las empresas de sus implacables enemigos por los medios que acabamos de explicar? ¿Quién les ha dicho que tienen alas como los pájaros? ¿Quién les ha asegurado que pueden sin riesgo de la vida salir fuera del agua que es su elemento natural, y andar por el aire que lo es de otros animales tan distintos? ¿Cómo han averiguado que el no mantener por más tiempo su vuelo provenía de que presto se les secaban sus alas, y que así era preciso bajar a bañarlas otra, vez en el agua del mar para elevarse de nuevo?, Y ¿quién también, por otra parte, ha referido esto mismo a sus contrarios, demostrándoles que el medio más seguro, para que no les escape su presa es el observar la dirección de su vuelo, seguirla derechamente por debajo de la superficie del agua y embestirla de improviso en el mismo instante en que pugna por granjearse nuevas fuerzas para la huida? ¿Quién, digo otra vez, ha podido ser el maestro y doctor de estos inocentes y mudos animales, sino el mismo que ha adornado de tanta hermosura y fragancia a la azucena que crece sola en medio de un valle desierto?, ¿el mismo que ha dado el movimiento perenne a las fuentes y a los ríos?, ¿el mismo que ha puesto un freno y un dique insuperable al furor del mar, mandando que sus embravecidas olas viniesen a estrellarse con la menuda arena de las playas?, ¿el sabio, el próvido, el omnipotente Autor y Conservador de la naturaleza? 


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