EL CASO LYSENKO
La
política no suele ser buena consejera en cuanto a la ciencia se refiere, mucho
menos si el integrismo interfiere con la objetividad. El marxismo radical
reinante en la Rusia soviética es un claro ejemplo de esta nefasta asociación.
La ideología marxista, vista a través de los ojos de Stalin claro, propuso
entre otras cuestiones, que la humanidad es moldeable más allá de lo que la
naturaleza imponga y la herencia genética no sería un factor limitante en ese
caso. Aplicando esta idea a la biología, de manera radical, Trofim D. Lysenko y
los políticos que apoyaban sus teorías causaron mucho daño al pueblo ruso.
Lysenko
se dedicaba a la agronomía, desde 1929 a 1965 consiguió toda la atención de los
dirigentes comunistas soviéticos, convencidos de que sería capaz de acabar con
los problemas de alimentación de la población. La demencial asociación
político-biológica trajo grandes catástrofes de hambre y se basó en negar
cualquier evidencia de la ciencia porque no se adaptaba al “ideal marxista”.
Lysenko, el conductor de aquella loca experiencia, planteaba que las plantas,
al igual que el hombre, pueden ser modificadas por el ambiente sin tener en
cuenta sus características genéticas. Su objetivo final era la mejora de las
cosechas, la obtención de superproducciones utilizando sus métodos. El
resultado fue un desastre que duró más de treinta y cinco años. El poder que
alcanzó Lisenko fue tal, que logró eliminar a sus competidores. Cualquier
científico, por muy respetado, objetivo y honrado que fuera, era apartado de su
trabajo si contradecía al “genio” de la agricultura. La acusación en esos casos
siempre fue la misma: traición a los planes soviéticos. Y si entrabas en la
lista negra, lo mejor era intentar escapar, porque el futuro no existía para
quien llegaba al conflicto con Lisenko y sus protectores. Muchos perdieron la
vida en aquella batalla donde la estupidez se imponía a base de libros y
teorías manipuladas al gusto de los ideólogos soviéticos.
Lysenko
nunca se consideró un científico, y en realidad jamás lo fue. Como jardinero y
agrónomo se empeñó en obtener cosechas de invierno en la estación agrícola
caucásica a la que fue asignado. Su formación fue muy limitada y jamás asistió
a la universidad. Humedeciendo y refrigerando semillas durante el invierno
consiguió que, al realizar la siembra en primavera, el ciclo de vida de los
vegetales fuera más corto. En el Cáucaso, con veranos cortos, esas plantas se pueden
cosechar antes del otoño. Lysenko se apasionó con esa técnica, denominada
vernalización. Pero no la inventó, ya era conocida desde hacía muchos años en
medio mundo. En Rusia había sido ensayada anteriormente con un éxito modesto.
Fue criticado por haber pretendido “descubrir” algo ya existente. Pero en vez
de aceptar la evidencia, respondió con rabia. A partir de 1923 atacó de nuevo
afirmando que todas las semillas de trigo responderían adecuadamente al
proceso, aumentando las cosechas. El resultado de las primeras pruebas fueron
cosechas de trigo “vernalizado” muy pobres. En 1929 Lisenko fue encomendado a
varias instituciones agrarias y, de alguna rocambolesca forma, terminó en el
Instituto de Genética de Moscú.
Desde
ese momento se dedicó a hacer publicidad de sus ideas sobre los vegetales, no
en publicaciones científicas, sino en medios populares. En las entrevistas que
se publicaron sobre su trabajo, alabó las técnicas de vernalización, no sólo
para los cereales, sino para todos los vegetales. Cuando los primeros datos
sobre hormonas vegetales fueron publicados, Lysenko afirmó que eran todos
falsos y erróneos, que la única fuente para mejorar la producción eran las
condiciones de luz, humedad, terreno… nada de química, genética o salud
vegetal. En la agricultura de hoy cualquiera que diga semejantes estupideces no
sería tomado más que como el “tonto del pueblo”. Pero en la Rusia Soviética
caló hondo. A finales de los años cuarenta el poder de Lisenko había aumentado
lo suficiente como para influir directamente sobre las decisiones políticas.
Stalin en persona apoyó su trabajo, y nadie en su sano juicio se atrevería a
contradecir al nuevo “Zar”. En esos años Lisenko dinamitó las bases científicas
de la biología soviética. Hizo destituir y, en algunos casos, ejecutar a los
más importantes genetistas rusos. Otros tuvieron “mejor” suerte pues terminaron
desterrados en Siberia. Los genetistas fueron declarados enemigos del mundo
obrero. Lysenko desarrolló su propia teoría genética a la que denominó
Michurinismo, en honor a Michurin, un agricultor muy diestro en injertos de
árboles frutales. Incluso cuando se demostró experimentalmente la relación
entre el ADN y la herencia, los partidarios de Lysenko siguieron con su modelo.
Para ellos, el ADN no era más que una superstición propia de los decadentes
occidentales.
La
venganza de Lysenko contra sus “enemigos” siempre fue implacable. Vavilov,
famoso biólogo ruso, denunció de forma continua la falsedad de los
planteamientos de Lisenko. Como no podía ser de otra manera, fue arrestado,
juzgado y declarado culpable de traición. Entre otros muchos delitos “probados”
fue acusado de ser un radical de derechas, espía británico, saboteador, enemigo
del pueblo soviético y traidor a la patria. Condenado a muerte, más tarde la sentencia
fue conmutada a diez años de prisión. Vavilov murió en 1943, en la cárcel, a
causa se la desnutrición. Como era de esperar no sólo sufrieron penalidades los
científicos honestos que se opusieron a Lysenko. Las primeras cosechas a gran
escala concebidas sin ayuda de la genética, la biología y el sentido común de
los agricultores rusos, fueron un desastre. Al no tratarse las enfermedades de
las plantas, debidas a virus, bacterias y hongos, las variedades de vegetales
comestibles fueron degenerando. Lisenko no creía que esas enfermedades fueran
originadas por infecciones, sino por malas prácticas en la siembra. Al intentar
desarrollar variedades de trigo resistentes a las heladas siberianas, tuvieron
que ser abandonadas miles de hectáreas con tierras cultivadas.
El
largo brazo lisenkiano llegó también a la planificación forestal, donde se
manifestó igualmente nefasta. En cuestión de fertilizantes Lysenko aconsejó
mezclas sin sentido y, dado su nulo conocimiento de química y biología, muchas
de ellas fueron perjudiciales para los suelos y los vegetales. Cada vez que
algún laboratorio agronómico ruso mostraba los pésimos resultados de las
cosechas, los datos eran borrados por los amigos políticos de Lysenko. La
agricultura marxista, racionalizada, lisenkiana, fue impuesta a todos los
agricultores. No había salida, el que se negara a ello sabía a qué se exponía.
Los avances de la agricultura occidental fueron ridiculizados. Cuanto más
crecía la producción en los Estados Unidos y Europa más criticaba Lysenko a los
“locos” capitalistas del ADN y las hormonas. La ganadería sufrió también las
doctrinas de Lisenko, con absurdas teorías sobre el cruzamiento de reses sin
ninguna base. Los políticos, sin embargo, adoraban a Lysenko, más que por sus
resultados, por su retórica anticapitalista. Para ver hasta dónde llegaron las
tonterías de los grupos lisenkianos no hay más que conocer su “teoría de la
evolución”. Bueno, es muy simple… ¡y estúpida! Para Lisenko las especies pueden
transformarse unas en otras, así, sin otra explicación. Cientos de informes
lisenkianos afirmaron ver trigo que se convertía en centeno, abetos en pinos o
cualquier otra tontería que se nos pueda ocurrir.
Cuando
Khrushchev fue depuesto como primer mandatario soviético en 1964, Lisenko fue
destituido como director del Instituto de Genética. A partir de entonces su
influencia decayó en el mundo soviético, pero no tan rápidamente como podría
pensarse. Comenzó entonces a reconstruirse la ciencia en Rusia, al principio
desde los colegios, que habían negado cualquier dato de “ciencia burguesa” a
sus alumnos, substituyendo la ciencia objetiva por pura pseudociencia sin
sentido. Los datos que manejaron los colaboradores de Lisenko se han conocido
con el paso de los años. Todos los informes estaban amañados y lo declarado por
los granjeros se modificó para “cuadrarlo” con las ideas preconcebidas. El
resultado final de la doctrina lisenkiana fue la completa destrucción de la
ciencia biológica soviética y el retraso de su agricultura en más de dos
décadas con respecto a la occidental. Miles de personas sufrieron hambre y
otras penurias por culpa de aquella asociación de la falacia irracional y la
política integrista.
El
caso Lysenko no ha sido, por desgracia, el único episodio trágico en la
historia de las relaciones entre la política radical y la pseudociencia. En
China, durante la mal llamada Revolución Cultural a mediados del siglo XX, los
científicos fueron declarados proscritos. Todas las fuerzas del país se
dedicaron a la producción, tanto agraria como industrial, pero las personas que
podían, gracias a su formación, dirigir eficientemente la economía fueron
apartados y convertidos en simples obreros. La mayoría de los centros de
investigación fueron cerrados y los pocos temas autorizados a investigar se
miraban bajo la lupa de la “pureza política.” La ínfima cantidad de trabajos
científicos publicados en la China maoísta fueron realizados bajo el anonimato
impuesto o ¡firmados por el propio Mao! Naturalmente, el dictador “inspiró”
cualquier actividad en China, todo lo que se produjera no salía oficialmente de
la cabeza de los autores, sino que se consideró una inspiración divina del gran
Mao. Algo parecido sucede en nuestros días con Corea del Norte, régimen cerrado
absolutamente al mundo, donde cada acción del individuo está predeterminada y
los pensamientos de la ciudadanía pertenecen por derecho propio al dictador. El
resultado de la Revolución Cultural China y de regímenes como el norcoreano
siempre es el mismo, el colapso económico, la pobreza y el hambre. En China,
sin nadie que guiara racionalmente la producción de alimentos, millones de
personas murieron de hambre. Sin científicos y técnicos capaces de tratar los
campos contra las plagas, se sufrieron décadas de miseria.
El
pasado siglo ha sido testigo de las atrocidades cometidas por los regímenes
políticos más despiadados e irracionales imaginables. Durante los años treinta,
los “científicos” nazis alemanes, genetistas, antropólogos y médicos, se
empeñaron en crear una base teórica con la que justificar el exterminio de
todas las razas consideradas “inferiores”, sobre la base de la supremacía de la
raza aria propuesta por Karl Haushoffer. Desde los epilépticos a los
alcohólicos, pasando por gitanos o judíos, miles de personas fueron
“científicamente” declaradas subhumanas. Durante muchos años se esterilizó a
personas para impedir que extendieran su “mala semilla.” Comenzada la Segunda
Guerra Mundial los nazis crearon industrias completas de exterminio. Al margen
del conocido holocausto judío hubo muchos otros genocidios. El Instituto de
Neurología del Hospital Charite de Berlín constituyó el núcleo desde el que
varios cientos de burócratas decidieron el destino de miles de personas. Más de
doscientos mil murieron en esas dependencias, la mayoría eran pacientes
psiquiátricos. En toda Alemania se erigieron otros muchos centros como ese
dedicados a la “limpieza científica” fundada en el puro odio y no en alguna
base racional. Con los cuerpos de los asesinados se hicieron toda clase de
experimentos sin que ningún implicado objetara jamás algún reparo de tipo
moral. Muchos de aquellos carniceros continuaron impunemente ejerciendo la
medicina al terminar la guerra.
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