martes, 15 de marzo de 2011

MORDISQUITO

EN MEMORIA DE ENRIQUE SANTOS DISCÉPOLO
LOS MENSAJES RADIALES


Audición Número VIII (De XXXVII del Primer Ciclo)

Decíme..., ¿vos sabes lo que es una ostra? El dicciona¬rio dice que es un molusco acéfalo, pero el mejillón dice que es una parienta que se da corte. ¿Y sabes qué digo yo? Que la ostra fue la protagonista de un hecho indig¬nante y no castigado que ocurrió hace veinticuatro años. ¿Vos no te acordás? Yo sí me acuerdo. ¡No tendré esta¬tura pero tengo memoria! ¡Vos tendrás más peso que yo pero más memoria no tenés! Porque hace 24 años al¬guien descubrió un banco de ostras que... ¿sabes dónde nacía? Cerca de Santa Cruz. ¿Y sabes dónde terminaba? i En Magallanes!

¡Un desfile monumental de moluscos acéfalos, kilómetros y kilómetros de ostras? Vos no co¬miste ninguna, ¿verdad? No. Yo tampoco. Ni vos ni yo comimos una sola de esas ostras. ¿Y sabes por qué no la comimos? Porque en cierto tratado que habíamos fir¬mado con cierto país extranjero, ¿sabés qué cosa se había establecido? Que, entre otros artículos, ese país debía surtirnos de ostras. Claro, el hallazgo de aquel banco gigantesco hacía innecesaria la importación de ostras. ¿Para qué iban a ofrecernos y vendernos lo que ya teníamos? Hubiera sido como venderle naranjas al Paraguay o buscarle un complejo a Freud.

Y, sin embargo, tan atados estábamos que las ostras siguieron llegando del exterior. ¿Te acordás ahora? ¡Directivas que venían de afuera, hasta con las ostras! ¡Mandatos que venían de afuera, aunque vos y yo viviéramos adentro! Eran las órdenes humillantes que soportábamos sin abrir la ostra y sin ponernos en el alfiler de corbata la perla de nues¬tro legítimo destino. ¡Las órdenes que nos tiraban de boca en la miseria! ¿Qué te pasa? ¿Te asusta la palabra? ¿Te parece exagerada la palabra? ¡Miseria, sí! ¿O no te acor¬dás que en este país tuyo, el más rico por sí mismo y el mejor dotado para un millón de aventuras comerciales, siempre había habido miseria? ¡Desde la miseria orgullosa de la pobre clase media, que para no ahogarse de vergüenza gastaba en hacerse planchar el cuello los cen¬tavos que le hubiesen pagado el café con leche, hasta la miseria del peón en las estancias o del obrero en las fá¬bricas!

Claro, vos no sabías esto. Vos nunca anduviste por las chacras o por los barrios. ¿Verdad que no?... ¿Y dónde andabas? ¿Por el corso? ¿O en el Colón? ¿O esta¬bas bailando en la Lago di Como? ¡Claro! Por eso no te enteraste. Por eso no sabías que en el norte andino las criaturas -ángeles como tu hijo o como tu hermanito-, crecían raquíticas y morían hambrientas, sin haber probado en su vida -mirá lo que te digo-, en su vida, ¡ni carne, ni pan, ni leche! Y esto pasaba aquí, en tu país. Te asombra, ¿verdad? Miseria del hombre allá lejos mientras en las islas del Tigre los consorcios tiraban la fruta al agua, convertían al arroyo en una correntada de duraznos. Porque la cosecha, desgraciadamente, había sido estupenda y entonces iban a bajar los precios.

Esto pasaba antes, pero ahora... ¡Ahora te dieron la llave de la ostra! ¿Y entonces qué haces que no la abrís? ¡No, no tenés que golpear como en una puerta ajena para que el berberecho se asome y te diga si podes pasar! ¡Entra, sonso! Ahora no nos van a sacar nada si no nos conviene o no queremos. ¡Ahora tenemos la llave de la ostra! ¿Por qué no la abrís? ¿O vas a hacerme creer que prefe¬rís volver veinticuatro años atrás y recorrer con la ca¬beza gacha y a patacón por cuadra el banco que termi¬naba en Magallanes y había empezado en Santa Cruz? ¡Vamos! ¿A mí me la vas a contar? ¡No, a mí no me la vas a contar!

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