Conociéndose la llegada de Cisneros al Río de la
Plata, algunos opinan que es necesario resistir su autoridad -entre ellos,
Manuel Belgrano- mientras muchos otros no se deciden a actuar.
(. . .) Y entonces aspiré a inspirar la idea de Liniers de que no debía entregar el mando, por no ser su autoridad legítima la que lo despojaba: los ánimos de los militares estaban adheridos a esta opinión: mi objeto era que se diese un paso de inobediencia al legítimo gobierno de España, que en medio de su decadencia quería dominarnos, conocí que Liniers no tenía espíritu ni reconocimiento a los americanos que lo habían elevado y sostenido, y que ahora lo querían de mandón, sin embargo de que había muchas pruebas de que abrigaba o por su opinión o por el prurito de todo europeo, mantenernos en el abatimiento y esclavitud. Cerrada esta puerta, aun no desesperé de la empresa de no admitir a Cisneros, y sin embargo de que la diferencia de opiniones y otros incidentes me habían desviado del primer comandante de Patricios don Cornelio Saavedra, resuelto a cualquier acontecimiento, bien que temiendo de que me vendiese, tomé el partido de ir a entregarle dos cartas que tenía para él de la Infanta Carlota; las puse en sus manos y le hablé con toda ingenuidad: le hice ver que no podía presentársenos época más favorable para adoptar el partido de nuestra rendición y sacudir el injusto yugo que gravitaba sobre nosotros.
La contestación fue que lo pensaría y que le esperase por la noche siguiente a oraciones en mi casa: concebí ideas favorables a mi proyecto, por las disposiciones que observé en él, los momentos se hacían para mí siglos; llegó la hora y apareció en mi casa don Juan Martín de Pueyrredón y me significó iba a celebrarse una Junta de comandantes en la casa de este a las once de la noche, a la que yo precisamente debía concurrir que era preciso no contar sólo con la fuerza, sino con los pueblos, y que allí se arbitrarían los medios.
Cuando oí hablar así y tratar de contar con los pueblos, mi corazón se ensanchó, y risueñas ideas de un proyecto favorable vinieron a mi imaginación: quedé sumamente contento sin embargo de que conocía la debilidad de los que iban a componer la Junta, la divergencia de intereses que había entre ellos, y particularmente la viveza de uno de los comandantes europeos que debía asistir, sus comunicaciones con los mandones, y la gran influencia que tenía en el corazón de Saavedra, y en los otros, por el temor.
A la hora prescripta vino el nominado Saavedra con el comandante don Martín Rodríguez a buscarme para ir a la Junta: híceles mis reflexiones acerca de mi asistencia pero insistieron y fui en su compañia; allí se me dió un asiento y abierta la sesión por Saavedra, manifestando el estado de la España, nuestra situación, y que debía por empezarse por no recibir a Cisneros, con un discurso bastante metódico y conveniente, salió a la palestra uno de los comandantes europeos con infinitas ideas, a que siguió otro con un papel que había trabajado, reducido a disuadir del pensamiento, y contraído a decir agravios contra la Audiencia, por lo que los había ofendido con sus informes ante la Junta Central.
Los demás comandantes exigieron mi parecer; traté la materia con la justicia que ella de suyo tenía, y nada se ocultaba a los asistentes, que después entrados en conferencia, solo trataban de un interés particular, y si alguna vez se decidían a emprender, era por temor de que se abría aquel congreso y los castigarían, mas asegurándose mutuamente el silencio volvían a su indecisión y no buscaban otros medios ni arbitrios para conservar sus empleos. ¡Cuán desgraciada vi entonces esta situación!
¡Qué diferentes conceptos formé de mis paisanos! No es posible, dije, que estos hombres trabajen por la libertad del país; y no hallando que quisieran reflexionar un instante sobre el verdadero interés general, me separé de allí desesperado de encontrar remedio; esperando ser una de las víctimas por mi deseo de que formásemos una de las naciones del mundo.
Fuente:
Belgrano, Autobiografía, en: Corbellini, Enrique,
La Revolución de Mayo y sus antecedentes desde las invasiones inglesas,
Buenos Aires, Lajjoaune, 1950, 2 tomos, pág. 335
(. . .) Y entonces aspiré a inspirar la idea de Liniers de que no debía entregar el mando, por no ser su autoridad legítima la que lo despojaba: los ánimos de los militares estaban adheridos a esta opinión: mi objeto era que se diese un paso de inobediencia al legítimo gobierno de España, que en medio de su decadencia quería dominarnos, conocí que Liniers no tenía espíritu ni reconocimiento a los americanos que lo habían elevado y sostenido, y que ahora lo querían de mandón, sin embargo de que había muchas pruebas de que abrigaba o por su opinión o por el prurito de todo europeo, mantenernos en el abatimiento y esclavitud. Cerrada esta puerta, aun no desesperé de la empresa de no admitir a Cisneros, y sin embargo de que la diferencia de opiniones y otros incidentes me habían desviado del primer comandante de Patricios don Cornelio Saavedra, resuelto a cualquier acontecimiento, bien que temiendo de que me vendiese, tomé el partido de ir a entregarle dos cartas que tenía para él de la Infanta Carlota; las puse en sus manos y le hablé con toda ingenuidad: le hice ver que no podía presentársenos época más favorable para adoptar el partido de nuestra rendición y sacudir el injusto yugo que gravitaba sobre nosotros.
La contestación fue que lo pensaría y que le esperase por la noche siguiente a oraciones en mi casa: concebí ideas favorables a mi proyecto, por las disposiciones que observé en él, los momentos se hacían para mí siglos; llegó la hora y apareció en mi casa don Juan Martín de Pueyrredón y me significó iba a celebrarse una Junta de comandantes en la casa de este a las once de la noche, a la que yo precisamente debía concurrir que era preciso no contar sólo con la fuerza, sino con los pueblos, y que allí se arbitrarían los medios.
Cuando oí hablar así y tratar de contar con los pueblos, mi corazón se ensanchó, y risueñas ideas de un proyecto favorable vinieron a mi imaginación: quedé sumamente contento sin embargo de que conocía la debilidad de los que iban a componer la Junta, la divergencia de intereses que había entre ellos, y particularmente la viveza de uno de los comandantes europeos que debía asistir, sus comunicaciones con los mandones, y la gran influencia que tenía en el corazón de Saavedra, y en los otros, por el temor.
A la hora prescripta vino el nominado Saavedra con el comandante don Martín Rodríguez a buscarme para ir a la Junta: híceles mis reflexiones acerca de mi asistencia pero insistieron y fui en su compañia; allí se me dió un asiento y abierta la sesión por Saavedra, manifestando el estado de la España, nuestra situación, y que debía por empezarse por no recibir a Cisneros, con un discurso bastante metódico y conveniente, salió a la palestra uno de los comandantes europeos con infinitas ideas, a que siguió otro con un papel que había trabajado, reducido a disuadir del pensamiento, y contraído a decir agravios contra la Audiencia, por lo que los había ofendido con sus informes ante la Junta Central.
Los demás comandantes exigieron mi parecer; traté la materia con la justicia que ella de suyo tenía, y nada se ocultaba a los asistentes, que después entrados en conferencia, solo trataban de un interés particular, y si alguna vez se decidían a emprender, era por temor de que se abría aquel congreso y los castigarían, mas asegurándose mutuamente el silencio volvían a su indecisión y no buscaban otros medios ni arbitrios para conservar sus empleos. ¡Cuán desgraciada vi entonces esta situación!
¡Qué diferentes conceptos formé de mis paisanos! No es posible, dije, que estos hombres trabajen por la libertad del país; y no hallando que quisieran reflexionar un instante sobre el verdadero interés general, me separé de allí desesperado de encontrar remedio; esperando ser una de las víctimas por mi deseo de que formásemos una de las naciones del mundo.
Fuente:
Belgrano, Autobiografía, en: Corbellini, Enrique,
La Revolución de Mayo y sus antecedentes desde las invasiones inglesas,
Buenos Aires, Lajjoaune, 1950, 2 tomos, pág. 335
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