miércoles, 2 de septiembre de 2015

ARDE ROMA ¿Cólera de Nerón o nefasto accidente?

ARDE ROMA  ¿Cólera de Nerón o nefasto accidente?




Interesante Capítulo del libro “Las cincuenta grandes mentiras de la Historia” de  Bernd Ingmar Gutberlet
Ningún emperador romano ha salido tan mal librado del juicio de la posteridad como Nerón. Con él relacionamos la imagen clásica del gobernante corrupto, demente e inhumano; en términos modernos, un ególatra despiadado. Peter Ustinov lo interpretó magistralmente en la adaptación cinematográfica de la novela Quo vadis?, pero su cautivadora interpretación carece de fundamento histórico.
La imagen exclusivamente negativa de Nerón quedó definida por el hecho de que durante su gobierno tuvieron lugar el gran incendio de Roma y la consiguiente y feroz persecución de los cristianos. A primera hora de la mañana de un día de verano del año 64 se desató un incendio en el Circo Máximo, probablemente donde estaban los tablados inflamables. El fuego se expandió a toda velocidad y sólo fue controlado después de seis días y siete noches, cuando pudieron impedir con cortafuegos que las llamas siguieran afectando más zonas de la ciudad. Pero no se extinguieron todos los focos, y las llamas volvieron a encenderse y prolongaron unos cuantos días más su labor destructiva. En aquella época los incendios eran frecuentes en Roma, pues la madera era un material de construcción importante y la protección contra incendios era insuficiente, y aunque el cuerpo de bomberos se había ampliado, el incendio superó todo lo conocido hasta entonces. Sin embargo, la leyenda sobre las dimensiones de esta catástrofe es inconsistente. A veces se dice que el incendio destruyó dos tercios de Roma, otras, que sólo perdonó dos de los catorce distritos de la ciudad. Las consecuencias, en todo caso, fueron nefastas. Tanto zonas residenciales y comerciales como templos antiguos y edificios públicos fueron víctimas del fuego. Muchas personas murieron entre las llamas, doscientos mil romanos quedaron a la intemperie... la orgullosa ciudad quedó mayoritariamente convertida en un desierto de cenizas.
Puesto que el fuego ardió con una persistencia tan extraordinaria, se expandió el rumor —con la misma velocidad que las llamas— de que había sido un incendio provocado. Entonces la ira del pueblo se volvió contra Nerón, pues, a diferencia de Augusto, quien siempre se dejaba ver en las emergencias y sabía animar al pueblo, se quedó inicialmente en su residencia de verano; un error que siguen cometiendo los políticos actuales y que la opinión pública sigue cobrándoles una y otra vez. Sólo cuando su palacio se vio amenazado por el fuego, Nerón regresó a Roma.
En aquel entonces, muchos escritores culparon del incendio al Emperador y le atribuyeron diversas motivaciones: una, que había querido emular el incendio de Troya; otra, que deseaba hacer tabula rasa para saciar su sed de construcción y reconstruir la ciudad convertida en Nerópolis, y otra, que quería vengarse por diversas conspiraciones en su contra. Corrieron todo tipo de rumores, como el de que había sido visto en la torre de su palacio tocando la lira y cantando la ruina de Troya durante el incendio.
Pero estas acusaciones, ya fueran insinuadas con cautela o revestidas de «pruebas» infundadas, eran todas falsas. El momento propicio surgido por la terrible catástrofe, sumado a una población atemorizada y al caos reinante, fue aprovechado por los grupos de oposición que contagiaron eficazmente al pueblo su rechazo del Emperador.
Nerón no sólo no fue culpable del incendio, sino que tampoco puede ponerse reparo a sus medidas de urgencia. En cuanto regresó a Roma, el Emperador abrió sus jardines para los desamparados y dispuso fondos económicos y materiales para los damnificados. Estableció también alicientes para los propietarios perjudicados con el fin de iniciar cuanto antes la reconstrucción y decretó instrucciones importantes en lo referente al estilo y la altura para impedir futuros incendios y facilitar la lucha contra los mismos en caso de que volviese a haber un gran incendio. Asimismo, ordenó honrar a los dioses con fiestas de sacrificio; un aspecto importante para tranquilizar a la población atemorizada. De modo que Nerón hizo todo lo que estaba en su poder para mitigar las consecuencias del incendio y reconstruir la ciudad lo antes posible.
Pero por más que aligerasen la ira de los dioses, los rituales culturales no podrían vencer los rumores que corrían sobre el rol de Nerón como incendiario. En medio de una situación tan precaria, en una ciudad destruida, los ánimos negativos podían transformarse rápidamente en un resentimiento abierto de las masas veleidosas. Y la reacción de Nerón ante estas crueles acusaciones resultó funesta. El Emperador hizo lo mismo que hicieron otros antes y después de él al verse en aprietos: proporcionar un chivo expiatorio contra el cual el pueblo enardecido pudiera desahogar su cólera. Lo que llevó a la persecución de los cristianos, cuya afluencia creciente resultaba sospechosa, por no hablar de sus singulares opiniones religiosas. Nerón hizo arrestar a algunos miembros de esta nueva secta y los torturó para que confesaran su culpa. El pueblo de Roma obtuvo así lo que exigía: procesos públicos, ejecuciones y el chivo expiatorio conveniente para la terrible catástrofe.

Sin embargo, a los posteriores historiadores cristianos no les causó ninguna gracia la persecución de los cristianos impulsada por el Emperador pagano, actitud que se prolongó a lo largo de la Edad Media y hasta la actualidad. Y puesto que la figura de un tirano perseguidor, loco e incendiario encaja perfectamente en la historia de los cristianos despreciados e inocentes, estos rumores sobrevivieron durante dos milenios. Con el dictamen de la posterioridad sobre Nerón sucedió lo mismo que con el de Tiberio: Nerón pertenecía, aun más que Tiberio, a la época de la decadencia de Roma, de la que se lo responsabilizó por su mal carácter y su nefasto gobierno. Así, generaciones de cronistas colocaron los supuestos (y verdaderos) crímenes de Nerón en primer plano y encubrieron todo lo que hizo de éste un soberano corriente, con sus fortalezas y sus debilidades.

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