domingo, 15 de marzo de 2015

Cuando los libertadores metieron preso a José María Rosa

Cuando los libertadores metieron preso a José María Rosa

[Episodio trágicómico dentro de la irracionalidad libertadora que sufría el país en l955 - Reconstrucción hecha por Eduardo Rosa en base a recuerdos personales y al libro Conversando con José María Rosa, de Pablo J. Hernández]

Serían las dos de la mañana cuando tocaron el timbre de mi departamento de la calle Cangallo (hoy Perón). Yo vivía solo. Era John William Cooke, que no podía entrar en el departamento que le habían facilitado en ese mismo edificio. Le habían entregado una llave equivocada. Recordó que yo vivía allí y venía a pedirme asilo. Conocía a Cooke por su interés por la historia y en ocasiones yo había ido a su casa o él a la mía. Pero no podía decirse que fuéramos amigos de esos de trato frecuente. Obré como debe obrar un criollo. Lo hubiera hecho aunque fuera mi enemigo, y Cooke no lo era. Puse la casa a su disposición, y a la mañana me fui a dictar mi cátedra a La Plata que inexplicablemente aún conservaba (aunque luego de este episodio me echaron).
Cuando regresé no fue menuda mi sorpresa: me esperaba una fila de policías con ametralladoras que apenas cabían en el estrecho pasillo. La presencia de Cooke había sido detectada. Conclusión: me metieron preso, alojándome en una oficina bastante incómoda. Así estuve durante varios días. Después me pasaron a un salón muy grande de la Jefatura. Allí funcionaría un tribunal, pero como no lo había visto nunca, ni en las películas.
Un estrado con seis o siete jueces de uniformes de las distintas armas; uno sólo, en un extremo, de civil. En frente cuatro o cinco filas de sillas ocupadas por gente de uniforme de alta graduación y señoras y niñas muy bien arregladas que me miraban (ésa fue mi impresión) con infinito desprecio ya que era un “peronacho”.
Me hicieron sentar frente al estrado. La silla era endeble y casi destartalada. Después de sacarme fotografías (y creo películas) se apagaron las luces de la sala, y potentes reflectores se concentraron sobre mí.
Situación deprimente. O intimidante. Ridículamente sentía vergüenza: hacía cinco o seis días que estaba preso, dormía malamente en una silla apoyado en una mesa, estaba sin bañar, con el traje arrugado y manchado, la barba sin afeitar (era lampiño entonces), el pelo alborotado. Iluminado por esos reflectores y con un público tan distinguido.
Se hizo silencio. La escena pareció detenerse en el tiempo. Hasta que de pronto se alzó la voz de uno de mis jueces. Era del que estaba de civil.. Enunció con voz entre lacónica y metálica:
– El capitán Gandhi le pregunta…
– ¿Quién es el capitán Gandhi? –pregunté, realmente sorprendido. No conocía al personaje en cuestión.
– Soy yo –respondió la misma voz.
Porque ese capitán de civil hablaba en tercera persona.
Comenzó a interrogarme sobre Rosas. ¡Eso era la locura! Los que me conocen saben que cuando hablan de Rosas se me olvida el sueño, el cansancio, la depresión, Perdí conciencia del lamentable estado en que me encontraba y me puse a dar una clase sobre el Restaurador (?) a ese público absurdo.
– El Capitán Gandhi dice que usted sabe mucho de Rosas –me increpó
– Tal vez tenga razón el capitán Gandhi. Pero si quiere que le hable de Rosas que me invite una tarde a su buque, nos tomaremos dos whiskies y le digo todo lo que el capitán Gandhi quiere saber sobre Rosas… pero no sé por qué me han traído con ametralladoras y en este estado. O al menos hubiese comprado mis libros; así por lo menos yo ganaba algo…
– ¡Usted es un mercader de la historia!
– ¿Y usted de que vive? Porque supongo que debe ser mercader de algo…
Aquí cambió la expresión del capitán: – Es que usted enseña cosas que pervierten a la juventud y nos gustaría comprobarlo.
– ¿Pervierto a la juventud?
– Los trata de hacer rosistas, cuando Rosas fue un tirano, como el prófugo, que mató mucha gente. (Eso pasaba antes del 9 de junio de 1956).
– No mataba tanta, capitán. Los que mandó fusilar fue por traidores a la Patria.
– ¿Cómo a la patria? En todo caso traidores a Rosas –intentó ironizar.
– Toda la época de Rosas es de conflictos internacionales, con los bolivianos, con los franceses, con los ingleses, con los brasileños, y esa gente ayudaba al enemigo –le dije serio, tratando de no traslucir ningún sentimiento.
– ¿Guerra con Francia, con Inglaterra, cuándo? –se interesó. Me pareció que buscaba el pie para la burla.
– Con Francia hubo dos intervenciones: la de 1838, y la conjuntamente con Inglaterra de 1845 –aclaré
–¡Ah… los bloqueos! –respondió como no dándole importancia
– Pero el capitán Gandhi debe saber que un bloqueo es un acto de hostilidad, y además no se limitaron los interventores a bloquear; también bombardearon a Martín García, Atalaya, la Vuelta de Obligado… –Quería mirarlo a los ojos tratando de percibir, a pesar de los reflectores, su expresión.
– Pero no bombardearon Buenos Aires –me dijo como quien no espera respuestas ya que considera vencido al enemigo.
Bueno, dicen que por una réplica uno es capaz de hundirse hasta las verijas. Y yo, que soy polemista de alma, no iba a perder la ocasión que me brindaba el capitán.
– Buenos Aires nunca fue bombardeada –le dije– por marinos …extranjeros –concluí.
En el momento (el capitán Gandhi) no pareció darse cuenta de la intención. Alguien le arrimó un papel con un mensaje. Lo leyó y, tomándose un instante para reflexionar lo que iba a decir, enunció entre rígido y furioso:
– Su interrogatorio, señor, ha terminado. Lo íbamos a poner en libertad, pero queda detenido por ofensa a la Revolución Libertadora.
Me pasaron a un calabozo. Días después a la penitenciaría, rigurosamente incomunicado. No puedo decir que padecí mucho con la incomunicación. Lo único que quizás me preocupaba era no saber que pasaba afuera.
La incomunicación puede hacer sufrir a un extravertido, pero no a un introvertido como yo. No me querían dar lápiz ni papel por lo que mi único entretenimiento en los primeros días, era el de meditar.
Después supe que se podía leer; bastaba con pedir al guardián un libro. El reglamento permitía leer un libro pero uno no lo podía elegir. Cuando pedí uno me trajeron una novela de Salgari; al día siguiente lo cambié por otro y llegó una Corona fúnebre en homenaje del general Manuel Rodríguez, con los discursos pronunciados en su entierro. Al tercer día pedí me lo cambiaran ante el asombro del guardián por la rapidez de mis lecturas. Vino El Quijote y ya no precisé más cambios. El Quijote era lectura constante mía, y lo releí por enésima vez.
Además eso de la incomunicación se fue relativizando. Se siente los primeros días, pero después uno se acostumbra, y busca la vuelta para no hacerla rigurosa. Por ejemplo: nos traían a las cinco de la mañana el tazón de mate cocido que era nuestro desayuno. Esto lo hacían presos comunes y no guardianes. Entonces uno podía ponerse en contacto con los tres presos de la celda de enfrente, que a esa hora tenían sus mirillas abiertas y también tomaban sus mates. Conversábamos en voz alta. Eran políticos peronistas y entablamos muy buena amistad. Sobre todo con un mozo morocho y delgado, que debía ser algo importante porque a cada momento lo llamaban a declarar.
En horas de la noche también me podía comunicar con los presos de celdas contiguas: bastaba poner sobre la mesa el banquillo, y subido allí se alcanzaba una pequeña ventana de rejas. Como de noche tampoco había guardianes, sino presos comunes, podíamos conversar, aunque sin vernos las caras. También a la mañana temprano, cuando hacíamos el barrido de la celda y limpiabamos el “zambullo” en las letrinas, se podían cambiar palabras con los presos en iguales condiciones. Así me hice de algunas amistades. Una vez pasó ante la puerta de mi celda el ex ministro de relaciones exteriores de Perón, Cavagna Martínez, siempre muy elegante, embutido en un pijama de seda y con el zambullo en la mano.
– ¿Dónde va el canciller?
– A ver al Nuncio.
Un hombre que conserva el humor, merecía mi aprecio. Fuimos, hasta que murió no hace mucho, grandes amigos. Otro amigo que me hice fue ese morocho que estaba en una celda de enfrente. Yo no sabía quién era, pero él me llamaba don Pepe con cordialidad: yo era más conocido de lo que imaginaba. Una tarde un preso común me hizo llegar una invitación de ese mozo para festejar Navidad en la letrina: debía pedir permiso para ir a ellas, y el soldado de guardia me llevaba con fusil hasta la entrada. Allí encontré a mi amigo desconocido junto con varios ex ministros de Perón, a algunos de los cuales conocía, festejando sentados en las letrinas, la navidad con champagne francés y un magnífico pavo asado. Ese mozo debería ser hombre de recursos, porque no solamente había conseguido traer esos comestibles, sino que no nos molestasen al brindar por la felicidad del país, de Perón, y por cada uno de nosotros. Allí me enteré que el amable desconocido era Jorge Antonio. Su amistad la conservo también: dicen que los amigos de la escuela y de la cárcel no se pierden.
Después supe que también nuestros amigos y familiares se habían juntado en la puerta de la cárcel de la calle Las Heras para recibir la navidad lo más ruidosamente posible. Pero desgraciadamente no los llegamos a escuchar. Sin embargo sospechábamos que en alguna parte de la algarabía navideña estaban nuestros seres queridos y nos recordarían.
Mis hijos estaban haciendo esfuerzos para sacarme, pero sus recursos de hábeas corpus se estrellaban contra la información de la policía. No sabían donde estaba. Hasta que una tarde cayó a la celda de enfrente el Bebe Goyeneche perseguido por los libertadores gorilas. Su culpa era haber sido secretario de prensa de Lonardi. Lo habían puesto, para agraviarlo, entre los peronistas para que se ensañaran con él por las cosas que había dicho contra Perón y “sus relaciones con niñas menores”. Yo lo defendí ante mis amigos. Después que salgamos de aquí, peleémonos. Pero aquí ayudémonos unos a otros. No estuvo mucho tiempo, y cuando salió pudo decirle a mis hijos que yo estaba en la sala tal, la celda cual, de la penitenciaría.
Mientras mi familia tramitaba el hábeas corpus (que en rigor debe despacharse en horas, pero llevaba cinco meses de demora) ante un juez, Arturo Llosa, que me conocía. Había sido nacionalista, y ahora estaba entre los libertadores que lo hicieron juez. Con los datos de donde estaba exigió las causas de mi detención, y le dijeron que era en averiguación de actividades terroristas. Llosa que me conocía, pidió aclaración, y el jefe de policía dijo que “las actividades terroristas eran defender a Juan Manuel de Rosas”.
Mis hijos presentaron un escrito diciendo que yo “no había tomado parte en el gobierno depuesto de Juan Manuel de Rosas”. Llosa, muy molesto con la policía, ordenó que me levantasen la incomunicación, y pusieran en libertad dentro de las 24 horas bajo amenaza de allanar la penitenciaría.
El abogado de mis hijos vino esa noche para decirme que me interrogarían esa misma noche en el Departamento de Policía para atribuirme, de palabra solamente, algún acto terrorista, que podía ser la quema de las iglesias, que justificase mi larga detención. Pero que no temiera porque el juez Llosa me pondría indefectiblemente en libertad al día siguiente.
Debo decir que en esos días de estar incomunicado me enteré quién era ese famoso capitán Gandhi: era un protegido del subjefe de policía, de profesión maestro de escuela que había estudiado algunas materias de medicina, y su verdadero nombre era Próspero Germán Fernández Albariños. Oí decir muchas cosas extrañas de su manera de preguntar y de sus actos anormales, de cómo había cortado la cabeza de Juan Duarte para probar que no se había suicidado sino que lo mataron, que tenía la cabeza de Duarte en una bandeja sobre su escritorio e infinidad de cosas por el estilo.
Un detenido peronista, diputado por no sé dónde, que era médico psiquiatra, hizo en base a los relatos que se hacían del tal Gandhi el diagnóstico de su enfermedad: “Es un paranoico”.
– ¿Qué es un paranoico? –le pregunté.
Me explicó que era un delirio sistemático, es decir que sólo deliraba un sistema de la personalidad, mientras la otra permanecía con una apariencia casi normal. Por los datos que le dábamos el tal Gandhi era un perseguido-perseguidor con predisposición a delirios de grandeza, que le llevaba a fingir conocimientos que no tenía y que se sentía perseguido por enemigos imaginarios, fruto de su delirio. Gandhi se creía acosado por los nacionalistas, y por eso se ensañaba, digamos que para defenderse, con ellos. Agregó que esa clase de enfermos tiene conciencia de que están perturbados, pero tratan de ocultarlo o disimularlo ante los demás y que si yo le hubiera dicho “usted es un paranoico”, le habría provocado quizás una crisis.
– Qué lástima –le dije– saberlo recién ahora.
Cuando me dieron la noticia de que esa noche volvería al famoso tribunal, deseé fervientemente que Gandhi estuviese allí para desquitarme de los cinco meses que a la sazón había sufrido de incomunicación. Se me ocurría que no tenía él la culpa (injusto por parte mía, porque no era a él) sino mi poca prudente alusión a los bombardeos de Buenos Aires. Pero de todas maneras me cobraría la bronca en un gorila.
Esa noche fui llevado al tribunal; y Gandhi estaba. El tribunal ya no era el mismo. Ya no había militares sino unos muchachitos “comandos civiles” que hacían, junto con Gandhi, de jueces. La diversión ahora parecía comenzar a aburrir. Gandhi fue rápido a la imputación:
– ¡Se lo acusa a usted de haber incendiado las iglesias!
Como yo alcé los hombros, me gritó:
– ¿No le importa esa grave acusación?
– Absolutamente nada: entre usted y yo hay mucha distancia.
– Le voy a mostrar la distancia –dijo el capitán, y tomando un bloque de papeles trazó unas líneas–. Acá en el centro está el capitán Gandhi [haciendo un circulito que lo representaba]. Aquí a mi izquierda el infierno comunista [con circulitos que eran Marx, Stalin, Molotov]. Y aquí a mi derecha el infierno nazi [dibujando circulitos que eran Hitler, Mussolini, Perón y Rosas]. Y junto a Rosas está usted.
Y exhibiendo triunfante, con un dedo en el capitán de su gráfico y otro en el circulito que me correspondía, me espetó sonriente:
– Vea la distancia que hay entre el capitán Gandhi y el doctor José María Rosa.
– Me parecería mayor…. pero si usted lo dice…
– ¿Qué le parece este gráfico? –mostraba triunfante su dibujo.
Hice como si lo estudiara, y después lenta, muy pausadamente, le contesté:
– Es el dibujo de un paranoico.
Un momento de silencio en el auditorio. Algo debería haber trascendido sobre el estado deGandhi porque me pareció oír risas reprimidas en los comandos libertadores.
– ¿Qué sabe usted lo que es un paranoico? ¿Es médico acaso?
– No lo soy, pero sé que el capitán Gandhi es un paranoico– afirmé sin tonos.
– ¿Y qué es un paranoico? –me preguntó con cierta alarma.
– Es un delirante –repetía la lección del psiquiatra peronista– perseguido-perseguidor, que imagina persecuciones y usa nombres que no tiene.
Aquí las risas de los gorilas no pudieron contenerse. Gandhi, con el color cambiado, dio una orden a alguien. Hubo un silencio: esperaba que me mandasen otra vez al calabozo. No me importaba: me había dado el gusto, y una noche se pasaría pronto. Pero todavía no había acabado la sesión.
El mensajero trajo un libro cuyo título decía: PsiquiatríaGandhi lo hojeó con nerviosidad hasta encontrar lo que buscaba. Era un dibujo. Mostró el dibujo del libro, y en la otra mano el suyo.
– Este es el dibujo de un paranoico. ¿Ve que son distintos? –me indicó ahora con angustia.
Yo no entiendo una palabra de psiquiatría pero se me ocurrió decirle:
– En uno los trazos son rectos, en el otro son curvilíneos, pero en los dos el enfermo se coloca en el centro.
En verdad yo no había visto ningún enfermo en el dibujo del libro, cuyo trazado no entendía muy bien. Y contesté al tanteo.
Debí acertar porque Gandhi, fuera de sí, se puso a gritar:
– ¡El capitán Gandhi será un paranoico, pero José María Rosa es un nazi, y prefiero mil veces ser un paranoico que un nazi!
La angustia y el miedo le transfiguraron el rostro. Por un momento pensé que iba a intentar golpearme. Después me pareció que iba a llorar. La escena era penosa y la gente ya no se reía. Me pareció que se retiraba. Los comandos civiles que integraban el tribunal, miraban a todos lados queriendo irse a cien leguas. Mientras Gandhi fuera de sí gritaba, les remaché el clavo a los libertadores:
– ¿No se dan cuenta que este hombre es un enfermo? Cuando salga de aquí los haré a ustedes responsables de mi detención, y no a este pobre loco.
– ¡Usted no saldrá nunca –gritaba Gandhi– porque la Revolución Libertadora no morirá nunca y usted se pudrirá en la cárcel!
Y cosas por el estilo.
Alguien, compadecido, le tomó el hombro y le dijo algunas palabras al oído. Entonces, con aire de mando, dijo:
– ¡Váyase! Usted es un nazi, y no podemos respirar el mismo aire que respira un nazi. ¡Váyase inmediatamente! Y le prohíbo que escriba una palabra sobre lo que ha pasado esta noche. Si llega a hacerlo, yo escribiré el epílogo.
– La primera vez –dije dirigiéndome a los nerviosos “comandos civiles”– que un juez echa al reo del tribunal.
Y me fui nomás.
Esa noche con unos lápices que le pedí al pesquisa y una resma de papel, reconstruí el increíble diálogo, dispuesto a publicarlo cuando me liberaran. Que fue al día siguiente. Hice copiar el manuscrito a máquina, y lo llevé a la revista De Frente [fundada por John William Cooke] que dirigida por Prieto, increíblemente, todavía salía. Como era la única publicación peronista su tiraje pasaba los cien mil ejemplares, como no ha tenido ningún semanario político, que yo sepa.
Prieto mandó hacer unos dibujos donde aparecía Gandhi con uniforme de Napoleón, ojos bizcos, colmado de chapitas de Coca-Cola como condecoraciones, mostrando el gráfico famoso. Como acápite una nota: “Este diálogo ha sido reconstruido por el doctor José María Rosa. El gobierno puede saber si no está ajustado a la verdad porque está grabado en cinta magnetofónica en el Departamento de Policía. Lo invitamos a que nos desmienta”.
Fue la última actuación de Gandhi… y también la última de De Frente. Vinieron de Presidencia a comprar diez ejemplares: horas después llegó la orden de clausura definitiva.

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